Si amanace, Se irá tu cara con el sol Todo este delirio se irá…
Habías llegado al departamento a eso de las ocho, ya era de noche y en Buenos Aires a veces eso duele, duele el ambiente desordenado, los libros en la cama junto a la ropa sucia y la voz de la radio diciendo que la vamos a pasar bien, por eso cuando llegaste con tu carita de ángel descuidado y sonreiste desde la puerta esperando que mis labios sean cómplices de los tuyos, no pude más que abrazarte. Ya habíamos discutido, ya nos habíamos dicho todo y las palabras no bastaban, fuiste franca, eso no se discute, porque al toque, al otro día de la discusión en Tijuana, me dijiste que te habías ido con ese flaco, el taradito ese que te enganchó en la calle después de que te dejé, qué te había encontrado llorando y que te pidió que le cuentes, y entiendo, que no teniendo con quién hablarlo lo hiciste, y que después el te besó, y vos no lo impediste porque te hizo bien, qué no sabés si te gustó pero no quisiste rechazarlo. Aún no sé si entenderlo, lo del beso digo, y cuando me besaste ahí en la puerta del departamento, después de que yo te había abrazado, y pensaba sobre eso, sentí el gusto amargo del taradito en tus labios e instintivamente te aparté. Junté fuerzas para decirte que me había gustado la sorpresa de que te habías caído en Buenos Aires para estar conmigo, y junté las palabras trabajosamente no porque no me gustara sino porque por momentos no quería verte, venía a mi memoria lo del beso y te odiaba, pero luego me entregaba de lleno a los motivos, qué es mi culpa lo sé, y te perdonaba. Me preguntaste si comíamos algo y te dije que sí y de repente saliste con lo de que ibas a cocinar para mí, algo rico, y asentí, conmovido y alegre, con el orgullo heroico de tener una mujer que te atienda, pero al rato me invadía la imagen del taradito, al que le habías contado todo lo nuestro, el que se había enterado primero que estabas embarazada, aunque tenías razón en que me lo habías dicho y que yo no te había escuchado, entonces mientras cocinabas te tomé de atrás y empecé a acariciarte los pechos que en el relieve de tu blusa blanca parecían más hermosos que nunca, no quería despegarme y te dije que no tenía hambre, que vayamos a la pieza que Fede iba a llegar en cualquier momento, y dijiste que sí, soltaste la cuchara y nos fuimos así, en el baile desparejo de nuestros cuerpos desvistiéndose, primero tu blusa y después mi camisa, cayendo a la cama tenía la impresión que nos entregaríamos cómo la última vez, como una deuda pendiente que no debe quedar para más adelante, la lucha por descalzarnos, la fuerza incómoda de nuestros jeans que resistiéndose nos ponían en esas torpes posiciones de amantes incipientes, todo sin despegar nuestras bocas desesperadas, nuestras lenguas furiosas y agitadas, subiste arriba mío y te penetré enseguida y nos sacudimos sin límite, hasta casi hacernos daño, pero se me pasaba por la cabeza que era la última vez y ahora no podía acabar porque como en un sueño fugaz, las imágenes de tu traición, de tu beso que no vi pero que siento, de tu beso que robado por un oportunista del carajo, me acorralaba hasta odiarte de nuevo, odiarte hasta que te ví acabar. Cuándo caiste a mi lado decías que no podía ser que no haya terminado y empezaste a acariciarme, besándome el oído me lo frotabas tiernamente, y a mí me costaba porque estaba en otra cosa, estaba en que no lo iba a soportar, a pesar de nuestro hijo que nos uniría por el resto de nuestras vidas, no iba a tolerar lo del taradito, discutiríamos, pelearíamos y nos destruiríamos de a poco, nos iríamos consumiendo como velas, y cuando ya respirabas a mi lado, cansada de tu lucha fui al baño a limpiarme. Cuando volví estabas dormida. Apagué la luz.
Me despertó tu cuerpo de nuevo caliente y movedizo, tus manos me acariciaban todo el cuerpo y empezamos a buscarnos en la oscuridad apenas interrumpida por la línea horizontal del amanecer, había soñado demasiado y no recordaba nada, sólo tenía la impresión que dejaba un mal sueño para entrar en esta pesadilla fresca y latente, tu colectivo saldría a las seis y pico y no te podía pedir que te quedés, siempre había sido así, tus viejos creían que te quedabas a dormir en lo de Mariana y podían llamarte, igual, pensé en ese momento, no te iba a pedir que lo hagas. Miraste la hora mientras me besabas el cuello y te asustaste porque ya eran las seis menos cuarto, te observaba mientras te vestías corriendo hacia el baño, apurada, en tu alocada maratón habitual, el amanecer avanzaba lento, lo que era una línea ahora resplandecía en un manto azulrojizo luminoso, brillante cómo las lágrimas que largaste cuando te dije que no podía más, que no sabía que hacer, qué lo del beso no lo entendía, y poniéndote la campera me mirabas como si vos sintieras lo mismo, como si te resignaras a esta agonía que con el tiempo comprendí necesaria, que no podía ser de otro modo. Te metiste al ascensor con esa expresión en el rostro que no la voy a olvidar, cómo tampoco voy a olvidar, cuando desnudo, a pesar del frío, salí al balcón para ver, a la cuadra, cómo tu espalda se iba achicando, lentamente, tan lento e inevitable como el amanecer.
Mercedes 1998
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