RONCO

 El calor húmedo de enero es un desafío a la paciencia. Invita al sosiego e impone la esperanza, la esperanza de la lluvia oportuna, de un viento bondadoso que provea una noche fresca. Esas horas eternas después de la cosecha, cuando el sol va al encuentro del horizonte, Reynaldo las mata con vino tinto, el único que ofrecen en El Vasco.

Sentado con los codos cruzados en la mesa ve como el cantinero espanta las moscas que sobrevuelan el mostrador. Ronco husmea por todo el bar, mesa por mesa, como buscando algo. Es evidente que está sediento. En el bar no hay nadie, sólo ellos dos, juntos, como siempre han estado durante trece años desde que era cachorrito, tan pequeño que le cabía en la mano. No duda más y le pide a Azuriaga un plato hondo, esos donde sirve la sopa y otra botella de tinto. No es una gracia, ni un capricho, es convidar a un amigo. Apenas el vino tiñe de colorado la base del plato, Ronco embebe su lengua con desesperación. Azuriaga, cómplice de la travesura, desde el mostrador sonríe. 

Cuando la tarde oscurece, como siempre, los mismos de siempre van cayendo al bar y se acomodan en los lugares de siempre. Reynaldo se incorpora de su silla como puede y las cuatro botellas vacías se tambalean en la mesa pero no caen. Ronco parece no darse cuenta. Reynaldo lo llama desde la puerta y el animal intenta escapar de su letargo. Sale como asustado sin poder dominar su cuerpo y yendo de un lado al otro va hacia afuera. 

Desorientado y bamboleándose, como si le hubiera entrado el demonio, cruza la calle. Reynaldo se sobresalta: en la espesura de la noche ve un bulto pasar por encima de Ronco. Escucha la estampida y el aullido corto y agudo. El camión no frena, sigue como si nada hubiera pasado, mientras corre hacia Ronco alcanza a ver el acoplado oxidado repleto de ladrillos doblando en la esquina. Es el Negro Galindez, el hornero.    

Se arrodilla y abraza al cuerpo inmóvil de Ronco tirado en el medio de la calle, la lengua que toca el piso y los ojos abiertos no dejan dudas. Apoya su frente sobre el pelaje abundante de su cuello y llora. Como un fuego la rabia le quema en el cuerpo.  Lo levanta con dificultad y lo recuesta al lado del árbol. Como puede corre, solo hay siete u ocho cuadras a la casa de Galindez. La borrachera se le ha disipado y atraviesa cada cuadra sin reparar en que pueda cruzarle alguien.  

En la casa hay luz dentro. Golpea la puerta con furia. Una y otra vez. Alguien mueve una cortina y mira sin dejarse ver. Reynaldo no detiene su mano abierta castigando la puerta de madera. No le importa lo que se dice de Galindez, que anda armado, que ya tiene dos muertes, que no hay que meterse con él, no le importa o quizás sí, por eso no duda en embestir la puerta apenas escucha el sonido del picaporte y se abalanza sobre el cuerpo macizo de Galindez sin ningún tipo de previsión. Caen al piso. Hay una mujer que grita pero eso no lo detiene, Reynaldo traba el cuerpo de Galindez sentado encima y con el antebrazo comprime el cuello prominente del hornero, y a puño cerrado, sin control, pega puñetazos en su rostro. 

En su cabeza está la imagen de Ronco, su compañero, su amigo, muerto en el piso. Presiona con cada tendón, cada músculo y sabe que no va a detenerse pero no dura mucho su intento. Luego de un sonido seco, casi ensordecedor,  siente que pierde fuerzas, que la vista se nubla, un espejo de sangre comienza a teñir el piso. Lo doblega el ardor punzante en las tripas y cae de lado empujado por el Galindez. Se ve niño, se ve joven, se ve en el campo con Clarita, su hija, la mirada de Claudia  y ve a Ronco, ahora cachorro, pequeño y divertido que lo espera.     

LOS GORRIONES DE PERON

Moriría semanas después luego de padecer varios meses una progresiva demencia senil. En una de mis visitas al geriátrico nos quedamos solos en su habitación. El abuelo, con sus noventa y seis años bien llevados, era un hombre fuerte y le gustaba conversar, siempre con la radio prendida a su lado. En un momento dijo algo que apenas pude oir, me acerqué, la falta de dentadura me dificultaba descifrar lo que decía. Me miraba con ansiedad mientras balbuceaba, vi su cara de fastidio e irguió su cabeza para hacerse entender.

-¿El qué abuelo?-pregunté.
-Los trajo Perón…
-¿Qué cosa trajo Perón?
-Los gorriones, nene, los gorriones… son plaga…
El médico nos había dicho que por la enfermedad tendría recuerdos desordenados y a veces nos contaba cosas que habían sucedido mucho tiempo atrás como si fueran episodios de apenas días. Escuchar lo de los gorriones me recordó de aquella vez en el campo cuando me llevó a pasar la tarde mientras él hacía unos trabajos. Era una parcela pequeña en la que cultivaba maíz y tenía algunas pocas vacas que me gustaba ver y tocar. Yo tendría no más de siete u ocho años y lo pasaba bien aunque la casa antigua un poco abandonada y algo vacía me daba un poco de miedo. Para llegar hasta allí había que transitar por varios kilómetros de calle de tierra. En aquel día estábamos solos, me vino la imagen de un calentador encendido. Me sirvió una leche y él se cebó mates mientras comíamos pan con manteca.
Cuando terminamos la merienda el abuelo sacó la gomera del cajón pequeño y me dijo:
-Vamos.
Caminamos por el añejo monte de eucaliptus que rodeaba la casa. Me pidió que recogiera piedras un poquito más grandes que las bolitas lecheras. De a ratos se detenía, colocaba un cascote, estiraba y apuntaba hacía lo alto de algún árbol. Me había retirado de la escuela para ir al campo con la promesa de enseñarme a tirar con la gomera. El abuelo Toto siempre jugaba conmigo, era el abuelo bueno, el de las bromas, los cuentos graciosos.
Recuerdo vagamente que me instruyó la técnica de modo solemne: separar las piernas, apoyarse bien, contener el aire al estirar y largar el aire cuando suelte la piedra. Pero apenas podía doblegar las riendas y las rústicas municiones solo viajaban algunos metros. En un momento el abuelo tomó una botella del piso y la ubicó encima de una rama baja, se alejó varios pasos e hizo destreza de su puntería. El sonido a cristal roto le dibujó la habitual sonrisa de dientes grandes en su rostro. Yo sentía orgullo por mi abuelo.
Es probable que fuera otoño, recuerdo hojas caídas. Yo descubría cosas en ese monte, troncos caídos, bolitas de paraíso, la planta de mandarina con la que abuela fabricaba el licor y me convidaba un poquito a escondidas de mamá. Estoy seguro de que por primera vez comí quinotos; solo la cáscara, me dijo el abuelo. Fuimos alejándonos de la casa hasta que sentí su mano pesada presionando mi hombro para detenerme. Lo vi apuntar con la gomera hacia arriba y tirar. El sonido no fue a cristal partido sino mucho más grave y comprimido, luego le siguió el crepitar de ramas, un bulto que se deslizaba verticalmente y culminó con un golpe seco en el piso.
-Es un gorrión-me dijo.
Algo se quebró en mí cuando nos acercamos a ver lo que había caído, no podía entender que ese pajarito pequeño, que parecía dormido estuviera muerto, cuando el abuelo giró su cuerpo inerte en el piso descubrimos que la piedra había hecho estragos en su cogote frágil. Seguramente esperaba que yo lo admirara por su destreza y puntería, pero evidentemente mi rostro denotaba el desconcierto y tristeza. Puede que haya llorado, no recuerdo, pero lo que sí pasó es que enmudecí, y eso advertía a mi abuelo de que no estaba contento con su logro sino por el contrario que me había angustiado.
-Los gorriones son una plaga, los trajo Perón –dijo, y acomodó el pequeño cadáver al lado del tronco del árbol.
Fue la primera vez que escuchaba la palabra Perón en mi vida, al menos tantas veces. Era evidente que se angustió por mi estado y trató de justificarse despotricando y maldiciendo a Perón por haber traído esos pájaros dañinos. Me aseguró con énfasis que los gorriones eran peor plaga que las langostas y se comían todo lo que se cultivaba, y que Perón, el dictador, era el causante de lo sucedido y la razón de todos los males del país.
Alguna vez ya adolescente o quizás tiempo después leí sobre la historia de los gorriones y nada se menciona sobre Perón, el responsable fue Sarmiento o, en todo caso, un empresario de su época, solo hay dudas sobre eso. Lo que sí es seguro para rebatir la convicción del abuelo es que sucedió antes del mil novecientos cuando Perón ni siquiera había nacido.
El episodio del gorrión muerto por mi abuelo lo tenía dormido, casi olvidado. Pasé siempre muy buenos momentos con él y aprendí a tolerar cierta rusticidad que tenía por ser un hombre que trabajó en el campo desde los ocho años. Los animales, para bien o para mal, eran seres utilitarios. La angustia y el enojo que tuve de aquella tarde en el campo había desaparecido. Así que nunca me surgió la necesidad de contradecirle sobre Perón y los gorriones.
Allí en la habitación recordando la tarde en el campo, reviviendo la imagen de aquél gorrión abatido en el piso me sentí en la obligación de contarle la verdad sobre la llegada de los gorriones. Quizás podía liberarlo de esa tensión siempre latente en él de que Perón, el fantasma de Perón, lo atormentaba hasta el fin de su vida. Me levanté para besarlo, le acaricié la cabeza y tuve un momento de lucidez. Y de compasión:
-Sí abuelo, los trajo Perón…