Le oculté París

Ella ama París. No conoce París. Pero su mayor deseo, su sueño más preciado es conocer París. Desde que la conocí, hace tres años, me repite que para alcanzar la dicha completa necesita del paseo por el Sena, de la subida a la Torre Eiffel y La Gioconda en el Louvre. Tan así que antes de casarnos me hizo prometer que juntos iríamos a París, sólo París, para recorrerla de punta a punta. Nada de Roma, Londres o Venecia. Sólo París.

Nuestro presupuesto no dio para viajar a París en nuestra luna de miel. Al momento de casarnos mi sueldo en la empresa no era malo y ella ganaba lo suyo como empleada del registro de automotores pero como nuestro primer objetivo era el techo propio nos metimos en un crédito hipotecario para comprar el departamento. Claro, con tal mala suerte que las tasas de interés se fueron por las nubes y la cuota nos ocupó la mitad de nuestros ingresos.
Por eso para mí fue una alegría doble el ascenso que me dieron en la empresa, pasando a cubrir la vacante que dejó Luis al irse a la competencia, así quedé como segundo gerente a cargo de todas las operaciones en América Latina, lo cual significaba una oportunidad de crecimiento laboral importante y obviamente me aumentaron el sueldo. Apenas firmé el contrato llamé a Inés y le dije que la invitaba a cenar.
-Pero si no tenemos un mango...-me contestó.

-Pero lo vamos a tener. Tengo que darte una noticia.
Esa misma noche empezamos a preparar París, a soñar con París. Nos sumergimos en internet y
sacamos cuentas de pasajes, hospedaje, comida y entradas a los museos y lugares que pretendíamos visitar, los cálculos nos decían que el viaje no podría ser pronto pero quizás en seis meses era probable que se concretara. Además lo haríamos en septiembre, cuando el verano se estaría yendo y los días serían templados y más largos.
La verdad que yo hubiera preferido Nueva York o Barcelona antes que París, pero Inés me había contagiado su entusiasmo. Habíamos comenzado a sentir que ese viaje sería el verdadero sacramento que nos uniría como pareja, el símbolo perfecto de la comunión de nuestras almas. En nuestro departamento había estampas de la Torre Eiffel, La Gioconda y Moline Rouge por donde se mirara, cuadros, repasadores, remeras, adornos, manteles... cada vez que le mencionaba la redundante ornamentación parisina a ella le brillaban los ojos y me decía:
-Desde pequeña sueño con París. Y no puedo creer que lo voy a conocer con vos. Vamos a descubrir París juntos.
Una tarde, ya en mi nuevo puesto gerencial, antes de irme de la oficina llegó un email de la sede central de la empresa que reside en Bruselas, tuve que leer tres veces porque decía que debía presentarme allí en apenas dos días. A los cinco minutos llegó un Watsaap de Carlos, mi jefe, avisándome que tenía la misma solicitud y que estaba sacando los pasajes. No es que no estuviera previsto que viajara, pero pensé que eso iba a suceder en un tiempo más lejano. Le pregunté a Carlos si eso podría ser algo malo y me dijo que no, que seguramente se debía a la necesidad de expansión de la empresa.
Inés también se sorprendió, pero como apenas iban a ser cuatro días lo tomó bien. Esa noche cenamos mientras hablamos del viaje, de lo que iría a necesitar. Revisé el clima de Bruselas en Google y ella se puso a buscar dónde quedaba Bélgica. Levantó la vista y me dijo con algo de exitación.

-¡Bélgica queda pegado a Francia!

-¿Al lado?

-Sí, son limítrofes...

-Mirá vos.

-¿Y si compro un pasaje y voy también?
Tuvimos una pequeña discusión. Logré convencerla de que no lo hiciera. Le expliqué que era mi primer viaje como subdirector y que no estaba bien que fuera con mi esposa, que Carlos no lo vería bien y estaría incómodo, además nos hospedaríamos los dos juntos. Ella al fin lo entendió. Para que no se pusiera mal le propuse esa misma noche, en un modo de obligarnos a realizar nuestro sueño parisino, sacar los pasajes con seis meses de anticipación y que luego todo se vaya ordenando en base a esa fecha. Y así fue, nos sentamos frente a la computadora con nuestras dos tarjetas y compramos los pasajes en cuotas. Dormimos muy felices después de esa decisión.
En Bruselas puse en práctica mi modesto inglés, me sorprendió que Carlos no hablara una sola palabra en ese idioma pero sí se defendió con el francés. Supo contarme hace tiempo que había trabajado cuatro años en París. No teníamos mucha relación, el me llevaba quince años y apenas nos habíamos cruzado en la empresa muy contadas veces. Sentí que el viaje era un buen momento para conocernos.

En el cónclave de la empresa nos felicitaron por los rendimientos del último año y aprovecharon para pedirnos que hagamos un mayor esfuerzo por Brasil, allí se definió que debíamos tener más contacto presencial con Latinoamérica así que sería inminente que deberíamos viajar a nuestras oficinas en San Pablo. Todo iba muy rápido ese día, porque luego de pasar la noche en el avión, después de hacer escala en Madrid, llegamos a París a las nueve de la mañana y la reunión de la empresa fue en el almuerzo. A las cuatro de la tarde estábamos libres. Habría una reunión más con visita a una de las plantas el día que teníamos pasajes de vuelta por lo que nos quedaban tres días absolutamente libres en el medio. Fuimos al hotel y comencé a sacar la ropa de la valija.
-¿Qué hacés?-me retó Carlos.
Ante mi cara de asombro me reveló su plan, teníamos reservado tres noches de hotel en París, pagado por él, un amigo suyo nos vendría a buscar en pocos minutos para llevarnos hasta allá en auto.
No me llevo bien con la culpa. La culpa es un sentimiento que me perfora el alma, no me deja vivir. Destildé la ubicación del celular, le mentí a Inés diciéndole en un audiomensaje que lo hacía porque no quería que la gente pensara que ella estaba sola. De lo que hablaron en el viaje con su amigo no pude entender una sola palabra ya que lo hicieron en francés. Carlos se refirió a mí solo para avisarme que esa luz que sobresalía a lo lejos era la Torre Eiffel. Sentí un puñal en la boca del estómago, y no quise seguir viéndola durante todo el viaje.

Carlos era también un filoparisino, disfrutaba y se le encendía el rostro mientras me mostraba y me contaba cosas de la ciudad. Mientras recorríamos Monmartre, el Barrio Latino y almorzábamos y cenábamos en restaurantes a orilla del Sena le decía a Inés que estaba aburriéndome como un hongo en el bar o en la habitación del hotel. Desconocía la aversión cultural de Carlos, fue un guía de lujo en Orsai, Pompidou, Louvre, Notre Dame. Aunque creo también que lo hizo para exculparse por dejarme solo ya que dos de las tres noches lo pasó con una amiga parisina que conocía de otros viajes. Poco pude concentrarme en la vuelta a Bruselas y la visita a la nueva planta.
En el avión de regreso no pude dormir ni un momento, ni tampoco concentrarme en ver una película ni leer. Sólo pensaba en la fortaleza que debía tener para ocultarle París a Inés. Si llegaba a enterarse que había conocido París sería una catástrofe. Conozco gente que podría hacerlo sin problemas, fingiría como el mejor de los impostores pero esas virtudes no se me habían concedido. Le conté a Carlos y le pedí que por favor no mencionara ni pusiera fotos de París en las redes, se lo supliqué, se rió bastante mientras sacó su celular y eliminó una publicación de su perfil de Facebook en donde aparecía con Notre Dame en reparación de fondo. Le di las gracias.
Mientras arribaba y tomaba el taxi no pude dejar de pensar en la necesidad que tenía de una lobotomía o algo parecido. Había armado un itinerario falso, que previamente por mensajes y llamadas le había sugerido a Inés : todos los días teníamos reuniones y visitábamos diferentes plantas y sectores de la empresa, no teníamos tiempo ni para tomar un café, cenábamos en el hotel y nos dormíamos enseguida porque estábamos exhaustos, ni siquiera pudimos conocer Brujas que todo el mundo aseguraba que era muy lindo.

Cuando llegué al departamento, ya en el ascensor, me temblaban las piernas, entré y allí estaba Inés esperándome, me abrazó como si nos viéramos hace un año, luego la alejé un poco para mirarla a los ojos, ella sonrió dulcemente, justo antes de que, no sé por qué, me escuché decir.
-Estuve en París.

BU

 


Ya no hay tiempo para el arrepentimiento: hicimos paso a paso lo que nos sugirieron, desde que Mara, hace ya dos años, me convenció de que Vito tenía problemas que merecían una atención profesional. Vito había entrado a primer grado en la escuela y las dificultades que fuimos observando en el jardín comenzaron a acentuarse. Sin causa aparente, apenas hablaba, no armaba frases, cuando necesitaba algo de nosotros desplegaba señas y con mucha dificultad por su tartamudez emitía la palabra que consideraba clave: comida, pis, baño, banana, melo, pa, ma. A mí me afectó mucho más que a Mara, porque Vito, a causa de su dificultad, se encerraba cada día más en sí mismo.

No había podido integrarse ni en la escuelita de fútbol, ni en la colonia de vacaciones, se resistía en ir a los cumpleaños de sus compañeritos y muchas veces debíamos ir a retirarlo antes porque lloraba. Por otro lado su inteligencia siempre fue sorprendente, a los tres años y medio sus maestras de jardín nos avisaron que Vito ya sabía leer, nunca supimos cómo lo aprendió. Más de una vez tuve que bloquear internet porque con su tablet ingresaba a sitios que no comprendíamos el motivo de por qué los miraba. Páginas o aplicaciones que eran definitivamente para adultos. No porque fueran sobre sexo o cosas por el estilo, eran contenidos de adultos que un niño no tiene por qué mirar, violencia, catástrofes, visiones apocalípticas y supersticiosas sobre la vida, no veíamos de modo positivo que se adelantara a su edad. El día que con apenas seis años arregló el interruptor de su velador me di cuenta que no lo utilizaba mal, se había acostumbrado a buscar tutoriales en el mundo virtual y todo lo aprendía de allí.

Con dolor tengo que decir que el hecho de que estuviera poco en casa y tuviera que trabajar hasta los sábados me alejaba cada vez más de Vito y veía como tenía una relación más cercana con Mara. Mara estaba todo el día en casa, había dejado su empleo en el banco cuando comenzamos a notar los problemas de Vito y emprendió una venta de cosmética por internet. Mi trabajo como kiniesiólogo no me permitía estar en casa para ayudar aunque tampoco quise hacer el esfuerzo, como me suplicó Mara, de vender el departamento y comprar una casa grande para tener la vivienda y el consultorio en el mismo lugar. En realidad creía que de alguna forma vivir y trabajar en el mismo espacio no me iba a permitir atender concentrado en los pacientes. Aunque debo admitir que en el fondo, la relación difícil con Vito, cada vez más lejos de lo que debe ser la relación padre e hijo, hacía que no tuviera ganas de estar en casa más tiempo. Por eso acepté la sugerencia de la psicóloga, la de conseguir una mascota.

Los perros me gustan, pero no soy un buen amo, por así decirlo. No tengo paciencia. Además en un departamento es muy difícil tener perros. El consorcio permite perros pequeños así que la opción fue un caniche. La psicóloga nos dijo que un perro de compañía le haría bien a Vito, para que al menos pudiera interactuar con otro ser vivo. Era la única opción. Después de mi infarto, decidimos no tener más hijos. Yo no sabía hasta cuándo podría seguir trabajando y nos atormentaba lo que pudiera pasar con Vito que no lograba integrarse al jardín de infantes.

Por suerte estaba Gladys. Cuando mi madre falleció hace unos años -y además de huérfano me quedé sin secretaria en el consultorio porque era mamá quien me ayudaba con la agenda- contraté a Gladys, la chica que me recomendó uno de los pacientes. Gladys no era linda ni vistosa, eso me tranquilizaba porque de novios había engañado a Mara justamente con una compañera de trabajo y aunque lo había superado siempre estaba alerta y desconfiada. Gladys era petisa y retacona. Siempre tuvimos una relación respetuosa, ella tenía un novio camionero al que yo conocía poco pero que por ciertos comentarios de Gladys, muy sutiles, intuía que le gustaba mucho la salida nocturna. Confieso que me emocioné cuando sin que le dijera nada, luego del infarto, hizo un curso de masajista para ayudarme en el consultorio. Gladys había pasado a ser mi confidente, sabía cuando estaba preocupado o mal y en esos momentos siempre tenía un mate a mano. Así fue que se enteró lo tanto que me atormentaba la idea de no poder hacer bien mi trabajo después del infarto y sin que yo le pidiera nada se anotó en el curso. Por supuesto que también se enteró de la problemática con Vito. Ella también estuvo de acuerdo con la idea de la mascota.

En fin, compramos el caniche por internet y para que le resultara fácil pronunciar a Vito lo llamamos Bu. Era un caniche color negro que cuando lo trajimos cabía en mi mano. No puedo negar que me encariñé mucho con él. Es muy distinto un cachorro a cuando se convierte en adulto. Cuando me sentaba en el sofá a mirar tele o leer lo apoyaba en mi panza y se dormía con la temperatura de mi cuerpo. Me preocupé por bañarlo y le daba de comer. Bu fue creciendo. Apenas sonaba mi alarma despertador a la mañana ya estaba esperando al lado de mi cama que lo acariciara, yo lo hacía mientras me sentaba inclinado hacia adelante y estiraba mi espalda.

Nuestra relación amo-mascota continuó sin problemas hasta la mañana en que sorprendí a Bu sacando de la basura un hueso de pollo. De pequeño me enseñaron que los perros no deben comer huesos de pollo porque puede ser peligroso, les puede lastimar el intestino decía mi madre. Tomé a Bu desde atrás pero logró evadirse y se resguardó debajo de la mesa de living, me agaché y busqué su boca. Fue un relámpago en el que giró y gruñendo clavó sus colmillos en mis dedos anular y medio de la mano derecha. Grité como nunca creí que iba a gritar y al levantar mi mano solo la soltó cuando casi estuvo en el aire. Mara y Vito, quienes todavía dormían, aparecieron en el living tratando de entender la situación.

-Me mordió - dije apretando los dientes de dolor mientras la sangre salpicaba el piso y parte de mi pullover –, le quise sacar un hueso de pollo.

-¡Levantá el brazo! –gritó Mara.

Los dedos me latían y dolían bastante, la herida del anular parecía ser más profunda. A pesar de tener la mano por sobre la altura del corazón, el sangrado no paraba, me desesperé, tomaba un anticoagulante en dosis considerable recetado por el cardiólogo, los estudios habían revelado la propensión de mi sangre a formar coágulos.

-Llamá al hospital –dije a Mara ya desesperado.

-Pará, no seas exagerado…-respondió mientras me colocaba unas gazas y la encintaba.

-Estoy anticoagulado, Mara, el doctor me dijo que tuviera cuidado si me lastimaba…

Mientras debatíamos si iría a necesitar puntos Vito acariciaba y consolaba a Bu, yo ahora veía en Bu un perro endemoniado, sentía bronca y a la vez me surgía la necesidad de aplicar un castigo para que entendiera que lo que había hecho estaba mal. Apenas se despegó unos centímetros de Vito, fue más instinto irracional que otra cosa, lo pateé en el abdomen desplazándolo unos tres metros.

-¡Qué hacés, animal! - ¡Estás loco! –me reprendió Mara.

-¿Loco yo? Me acaba de morder, Mara, tiene que aprender a no hacerlo.

Bu corrió a meterse bajo el ropero de nuestra habitación, era su refugio cuando lo reprendíamos o queríamos bañarlo. Vito me miró con desprecio y fue a consolarlo.

Pedí un taxi y fui solo para el hospital. Estaba enojado con todos, con Mara, Vito y el caniche, parecía que la culpa de lo sucedido me la endilgaban a mí. Me pusieron un par de puntos, la herida no era muy grande, pero costaría cicatrizar por el anticoagulante. Desde el infarto me he vuelto temeroso, no solo tenía afectada la parte cardíaca sino también sufría algo de epoc al haber sido fumador por casi treinta años. Con menos de cincuenta años de edad ya tomaba casi una docena de medicamentos. A medida que los días transcurrieron mi enojo con Mara y Vito se fue aplacando. La única que parecía comprenderme era Gladys. Era la única persona en la que yo podía depositar mi carga para aliviarme.   

Desde aquel día empecé a temerle a Bu, trataba de no estar cerca de él y puse en claro a Mara que no lo bañaría ni le daría de comer. El caniche también pareció aceptar esa nueva modalidad de relación, ya no vino más a pedir que lo acaricie por la mañana y era evidente que también me eludía. Siempre estaba donde se encontraba Vito. Si yo me acercaba a Vito o apenas lo tocaba el caniche desplegaba sus estridentes y agudos ladridos amenazándome. 

 Pasaron unas semanas, no recuerdo cuántos días, un domingo que Mara fue a visitar a su madre tuve con Vito la discusión de siempre, le pedí la tablet para revisar lo que estaba mirando.  Desde que Vito tomó por costumbre borrar de tanto en tanto el historial la única estrategia que me quedaba era sorprenderlo y que inmediatamente me ceda la tablet sin que tenga tiempo de tocarla. Apenas se la pedí se dio vuelta para cubrirla y se acostó boca abajo en su cama. Bu comenzó a ladrar y Vito se había enrollado como una serpiente protegiendo su tablet. Fue también un segundo. Bu saltó y otra vez endemoniado me mordió la nariz y parte del labio. Me desesperé. Corrí al baño y me acosté en la bañera. Abrí la canilla y puse el chorro sobre la nariz y la boca. Por suerte esa zona no sangra tanto y pude detenerlo. Pero me quedé allí hasta que Mara regresara. Muy por el contrario a lo que pensaba cuando entró al baño y me vio comenzó a reírse. Eso me enfureció.

-Ese caniche de mierda me va a matar…- dije con bronca, -ustedes no me quieren creer.

-No seas pelotudo, querés…- fue su irónica respuesta.

Andá a la mierda Mara, pensé. Esa noche Gladys fue mi refugio mental, necesitaba pensar en algo agradable para dormirme y al parecer era lo único bueno que me estaba pasando en la vida: la calidez y solidaridad de Gladys. Me dormí imaginando lo que ella hubiera dicho y hecho en lugar de Mara. No debió haber pasado mucho tiempo que me desperté sobresaltado, toqué el celular para tener algo de luz y allí estaba: el caniche sentado en el piso al lado de mi cama observándome. Fueron pocos segundos y luego de un pequeño gruñido se levantó y se fue para el cuarto de Vito, donde dormía siempre. Esa noche ya no pude dormir.

Los días fueron de peor en peor. Mara y Vito estaban cada vez más distantes. Sentía que Vito me ignoraba, me despreciaba y ya era imposible comunicarme con él. Yo por mi lado esquivaba al caniche y eso implicaba que me alejara de Vito, casi siempre estaban juntos. La sensación de resentimiento y odio de Vito hacia mí se hizo más latente. Y eso afectaba mis sentimientos y me endurecía ¿Puede un padre dejar de sentir el amor hacia el hijo? Cuando con Mara decidimos ser padres yo ya tenía cuarenta años, la verdad es que yo acompañé la decisión de Mara que era poco más joven que yo y deseaba casi obsesivamente ser madre. En mi caso, hasta el infarto fui otro Manuel, el Manuel del tenis en el club, del ski en Chapelco o Las Leñas, de tres veces por semana en el gimnasio, de los ochenta kilómetros en bici y las medias maratones de veintiún kilómetros. El Manuel pos infarto fue como un tren que se detuvo de golpe. Siempre tuve la sensación de que Mara se alegró más con este nuevo Manuel sedentario y hogareño de doce pastillas y estudios médicos que con el verdadero Manuel.

Después del día fatal en que el caniche me hizo caer de la escalera –porque es verdad indiscutible que fue así aunque nadie me haya creído – comencé a pergeñar la idea del veneno. Mara me había pedido que saque a Bu a orinar en la calle aprovechando de que Vito se estaba bañando. Apenas sintió la correa, Bu se metió debajo del ropero. Discutimos por enésima vez con Mara sobre la relación con el perro. Yo no quería encargarme y el caniche no quería saber nada conmigo. Enojada, Mara metió la mano debajo del ropero y agarrando al caniche le puso la correa. No sin quejarme tomé la correa, salimos y bajamos los dos pisos por la escalera. No tenía opción porque el  consorcio había prohibido las mascotas en el ascensor. Lo saqué a la calle, caminamos una cuadra, orinó y volvimos. En el momento que estábamos subiendo, el pequeño diablo giró sobre mis piernas enrollándome con la correa haciéndome caer hacia atrás varios escalones hasta terminar en el descanso, no sin antes pegar con el costado derecho contra la baranda lo que me provocó una lumbalgia que me paralizó. Le grité a Mara para que me ayudara. Vino y preguntó qué había pasado. Le conté. Como siempre pareció que le hablaba a la pared. Esa noche llamé a Pablo, no somos amigos pero desde hace tiempo es el traumatólogo que suele enviarme pacientes. Dijo que me aplicara unos relajantes inyectables. Me dio el teléfono de una enfermera que colocaba a domicilio. Pablo se encargó de todo. Esa noche me definí por el veneno.

El veterinario me explicó que para las ratas tenía dos tipos de veneno, uno consistía en unas grageas que se colocan en lugares donde crea que la rata esté y que no afecta a las mascotas, y otro más fuerte, infalible, una especie de quesito del tamaño de un dado que es muy agresivo y podría matar hasta las personas.

-Si tenés perros o gatos no lo lleves porque para ellos es un queso sabroso de verdad y te los liquida – dijo el veterinario.

-No tengo, por suerte –respondí – además los tengo que poner detrás de la rejilla de la calefacción donde vi la rata… me llevo cuatro ¿alcanza?

-¿Si alcanza? Con esta dosis podés matar hasta a tu suegra…

Escondí los quesos en el fondo del cajón de mi mesa de luz. Pero no podría envenenarlo ahora, debería esperar y comportarme más amigable con Bu y también con Vito. Mara debería ver que el conflicto con el caniche había sido superado. Toda la situación me estaba enloqueciendo, apenas podía dormir por las noches, sentía la presencia de Bu y muchas veces lo sorprendía sentado observándome, escuchaba sus lamidas, sus pasos. Pero debería ser paciente, demostrar que nada de eso me estaba afectando. Con Vito no hubo caso. Quería acercarme a él para que resultara más verosímil mi estrategia, no tanto porque tuviera la necesidad, Vito para mí, es duro decirlo, ya era un ente, un fantasma deambulando por la casa. Mara pretendía convencerme de que Vito era un niño normal, que ella podía comunicarse con él y muchas veces cuando discutíamos me pedía que bajara la voz porque él escuchaba. Mi respuesta era que Vito estaba en su mundo, un mundo distante y perdido que no se relacionaba con éste.

A esa altura Mara y yo discutíamos mucho y otra de las estrategias fue calmarme con ella, callarme la boca por un tiempo, decir que sí a todo. Como defensa frente a sus cotidianas quejas y reproches, mientras Mara me gritaba, pensaba en Gladys, imaginaba una vida con ella, un departamento chico quizás, una casita con jardín, sin perros, sin hijos, solo su dulzura, su mirada complaciente y yo. Viviendo y trabajando juntos. El mecanismo de la imaginación funcionaba y me convencía de que había una vida mejor. El plan iba bien hasta que Mara una tarde antes de cenar encontró los quesos.  

-¿Por qué tuviste que abrir mi mesa de luz? –dije conteniendo la voz, el modo en que empezábamos las discusiones a puerta cerrada intentando que Vito no escuchara pero que luego terminábamos a puro grito.

Creo que peleamos más de dos horas, fue una batalla. Yo quería convencerla de que el veneno quedó allí desde que compramos el departamento y yo había visto una rata en la rejilla del aire acondicionado, cosa que era cierto pero que luego nunca más había aparecido y nos olvidamos del tema. Mara estaba convencida de que yo quería matar a Bu, y me preguntaba si no había empezado a envenenarlo. En el fragor de la discusión pude sacarle el motivo de por qué había indagado en mi mesa de luz y era que buscaba la escritura del departamento ¿para qué? ¿Para quedarse con el departamento? ¿Pensaba expulsarme de la familia? Yo le hacía todas estas preguntas a la velocidad de una ametralladora. Cada uno sacó de su mochila los reproches y sentimientos que llevaban años contenidos. Como todos los caminos conducen a Roma, todos los reproches de Mara conducen al mismo lugar: cuando la obligué a dejar su puesto en el banco para ocuparse de Vito, a lo que mi respuesta fue que “convencer” no es lo mismo que “obligar”. Para cortar con el tsunami que se había desatado fui y me metí en la bañera. Luego de una hora de reflexión en el agua salí con la intención de pedirle disculpas a Mara, el vendaval de barbaridades que habíamos dicho era muy doloroso pero estaba dispuesto a ceder primero y tratar de pasar el momento lo mejor posible. Sentía que me habían molido a palos. Me atormentaba la idea de que el caniche seguiría entre nosotros, había perdido la oportunidad, pero estaba agotado y me convencí de que tenía que ceder. Mentalmente quería descansar.

Cuando salí del baño el departamento estaba a oscuras, sobre la mesa de la cocina vi un papel blanco, encendí la luz. Era una nota de Mara donde decía que se iba a la casa de la madre con Vito y que también se llevaba a Bu. Luego decía que quería tomar distancia unos días porque así como estábamos no podíamos seguir. Me quedé un largo rato mirando la nota. En el fondo no me sentía mal, no sé por qué pero tenía la necesidad de que ese tipo de decisiones la tomara ella, como si me exonerara a mí de la culpa del abandono, yo me sentía en deuda porque efectivamente la había convencido de que dejara su empleo en el banco y ser yo quién decidiera separarme e irme de casa me hubiera llenado de remordimientos.

Calenté un poco más la olla con el guiso que Mara había preparado para la cena y destapé un vino para relajarme. Luego dejé todo sin lavar y me fui directo a la cama a mirar tele. No pasó mucho tiempo y comencé a sentir ruidos intestinales muy fuertes, la hinchazón en el vientre no me dejaba respirar y aparecieron los primeros cólicos que luego fueron retorcijones insoportables, quise vomitar y fui al baño, sentía que se me bajaba la presión, alcancé a ir hasta el lavadero y coloqué el balde a mi lado en el costado de la cama. Vomité una y otra vez. ¿Cómo podría haberme descompuesto así tan rápido lo que había comido? No tuve fuerzas para levantarme e ir al baño nuevamente, en cada impulso que me provocaba las involuntarias arcadas la diarrea líquida humedecía mi entre pierna. Tuve la sospecha y junté todas las fuerzas para abrir el cajón de la mesa de luz y lo tiré al piso desparramando el contenido. Revolví con furia, no podía ser. No podía ser.  Mientras perdía la lucidez y la falta de aire me asfixiaba pude notar que de los cuatro quesos que había comprado solo quedaban dos.

 

 

EL GERENTE DEL BANCO


 

El sobre en el escritorio lo había incomodado toda la tarde, desde que Sofía se lo trajo casi suplicando que por favor alguien resolviera esa entrega. Cada vez que Ariel pasaba su mirada por el sobre sentía el malestar de las cosas postergadas. Sofía estaba allí nuevamente, con su abrigo puesto y la cartera en el hombro, insistiéndole de que alguien tendría que llevar ese sobre y que ella no podía, era una renovación de tarjeta de débito y la pobre señora, que llamaba casi todos los días, la debía estar necesitando para hacer sus compras. Sofía era su secretaria pero si algún desconocido se encontrara mirando la escena desde afuera hubiera aposta a que la gerente era ella y no él. Eran casi las cinco de la tarde. En el banco todo funcionaba caóticamente hasta las tres  que era la hora de cierre al público. Le dijo a Sofía que se fuera tranquila, que él entregaría el sobre cuando cerrara el banco.

 Eran días complicados, traumáticos, Ariel no creyó nunca que pudiera vivir algo así, el miedo de la gente, las calles vacías, el escenario surreal de las personas con tapabocas y el clima invernal húmedo que hacía todo más difícil. Se notaba la tristeza de la gente que ya habían soportado muchos días de confinamiento y que se le había desarmado la vida que venían llevando. Ariel mismo sintió esa especie de misil invisible en forma de virus contagioso que cayó por sorpresa sobre todos. Bomba que también impactó en el banco: el personal con licencia más el sistema colapsado y la ansiedad natural de los clientes conformó un trinomio perfecto para que ocurriera poco menos que una catástrofe. Casi siempre era uno de los últimos en irse. Luego de terminar con algunas solicitudes de créditos –todo el mundo necesitaba un préstamo – vio nuevamente el sobre la mesa. Estaba junto a una nota en la que se advertía el trazo imperativo típico de la letra de Sofía:

 “Entregar en dirección – persona de riesgo”

 El trabajo extra y también la desorganización provocaban que muchos trámites quedaran postergados. De por sí, comandar un banco no era nada fácil y en estos días se había convertido casi en una tarea mesiánica. Miró el nombre y la dirección en el sobre. La buscó en el google maps de su celular. No parecía vivir cerca pero al menos era en dirección a su propia casa. En estos días se había acostumbrado a hacer cosas que no había hecho nunca, atender a clientes en la puerta, ayudar a las operaciones en cajero automático, enfrentar a personas muy agresivas por causas muy menores, por lo que llevar a una tarjeta a domicilio resultaba una acción inédita más en sus funciones. Qué le hace una mancha más al tigre, pensó.

 

Fue hasta la puerta de la oficina y abriéndola llamó a Ricardo, el tesorero, que estaba en su box, le hizo señas para salir y cerrar el banco. Ricardo ya trabajaba en la sucursal desde antes de que Ariel llegara, era apenas mayor que él. Cargó unos papeles en  la mochila decidido a terminar de trabajar en su casa, se puso el saco y constató que estuvieran las llaves del auto. Prefirió llevar el sobre en la mano para no olvidarlo. Cuando salían a la calle Ariel se dio cuenta del gesto de sorpresa de Ricardo al verlo.

 

-¿Vas a llevar esa tarjeta?-, le preguntó incrédulo.

 

-Ya sé que no se puede, pero si no se la alcanzamos nosotros… hay gente que no puede venir y no tienen a nadie para enviar…

 

-¿De quién es, sabés?

 

-De una mujer que llama todos los día y pide hablar conmigo. Imaginate, señora mayor, todo el tiempo en la casa, se cuelgan al teléfono…

 

Afuera estaba ventoso y ya lloviznaba. El escenario de gente caminando en la calle, circulando en motos y autos, casi todos con tapaboca, le recordó a Ariel que debía ponerse el suyo aunque tuviera el auto a pocos metros. Lo hicieron los dos a la vez. Ricardo sonrió y casi corriendo le gritó:

 

-¡A ver si nos escrachan por Facebook!

 

Subió al auto y bajó el tapabocas para respirar, era esos días de humedad en que no hay forma eficaz de desempañar los vidrios, encendió el auto, a pesar del frío del ambiente puso el aire acondicionado para desempañarlos más rápido. Revisó los mensajes solo para ver si tenía alguno de su esposa con algún mandado para la casa. No había. Tenía varios mensajes de clientes pero los omitió.

 

Partió hacia el domicilio de la tarjeta que tenía que entregar. A medida que ingresaba en barrios alejados se sorprendía de lo extendida que estaba la ciudad. Llegó a lugares en donde las calles no estaban señalizadas, calles de ripio y tierra, accionó el GPS, no le quedaba otra. Por momentos dudaba, porque parecía alejarse de la civilización y para agravar más la búsqueda ya casi diluviaba. El punto rojo en el mapa le marcaba ahora que su destino era una pequeña casita en una esquina. Una casita que parecía la última del planeta, porque más allá solo se desparramaba la llanura.

 

Se estacionó en la entrada de frente a la tranquera. La casa era apenas un cuadrado sin ningún tipo de reparo. Si bajaba del auto era seguro que se empaparía. Eran las cinco y media de la tarde y debido a la tormenta la noche se había adelantado. Apenas una lamparita languidecía sobre la entrada. Pero por suerte la puerta se abrió y apareció una señora haciendo señas con la mano para que entrara. Sacó un formulario de la mochila, lo dobló y junto al sobre lo resguardó en el interior de su saco, se acomodó el tapabocas, bajó del auto y corrió.

 

-Pase, pase –dijo la señora mientras lo rociaba con solución de alcohol –disculpe, pero tengo mucho miedo. 

-No se preocupe, le dejo la tarjeta, me firma el formulario y me voy.

 

-No, no, pase, pase… le preparé un té, no se va a venir hasta acá a hacerme ese inmenso favor sin tomar algo, ¿le gusta el té?

 

-Mire, no se preocupe…

 

-No es ninguna preocupación, usted se sienta allá en el sillón, yo me siento acá así guardamos la distancia, la taza la lavé bien, así que no se preocupe, pero usted es joven...

 

La señora, interrumpiéndose bruscamente se dio vuelta, y le preguntó:

 

-Perdón, ¿Te puedo tutear, no?

 

-Por supuesto.

 

-Bueno, vos sos joven, este virus, quizás no te haga daño…

 

-No… a mí no, eso dicen.

 

-¿Qué tenés, cincuenta?

 

-Cuarenta y ocho.

 

Ariel reparó en lo modesto del lugar, estaban en un ambiente donde convivían un pequeño living y la cocina, calculó que las dos puertas internas conducirían a una pieza y un baño. Frente a él, sobre una mesita ya estaba la taza de té preparada, humeante, se preguntó si Sofía le había asegurado que alguien iba a ir a llevarle la tarjeta y a la hora en que iría. Demasiado riesgo, pensó. Porque si decidía no ir, esa mujer se iba a sentir decepcionada. Alicia se sentó, estaba sonriente, como si poder hablar con alguien la pusiera contenta. Se sentó frente a él del otro lado de la mesita en una de las sillas de madera del juego de comedor. Sacó el sobre y el formulario y lo colocó sobre la mesa, mientras desplegaba y lo giraba para que la mujer lo firmara notó un gesto de tristeza en su rostro, como si advirtiera su ansiedad por irse.

 

Ariel Risso te llamás ¿no?–dijo asintiendo, y luego preguntó -¿Te acordás de mí?

 

Quedó congelado, no esperaba la pregunta y luego, honestamente, negó con la cabeza.

 

-Claro –continuó la mujer –es que nos vimos pocas veces, en realidad solo tres veces.

 

-¿Perdón?

 

-Mi nombre es Alicia Mora…

 

Ariel negaba con la cabeza buscando en sus recuerdos que ese nombre y apellido se le revelara.

 

-Pero yo usaba en aquella época el de mi esposo –continuó la mujer -Albanesse, yo era para todo el mundo Alicia de Albanesse.

 

Como si hubiera despertado de golpe, una puerta en su memoria se abrió abruptamente de par en par, Alicia de Albanesse, claro que la recordaba. En realidad recordaba la firma en los cheques y en los papeles del banco. Ariel no dijo nada pero supo que el gesto y la tensión en su rostro le habían revelado a Alicia que la recordaba perfectamente.

 

-Pasó el tiempo…

 

-Sí.

 

-Teníamos con mi esposo la zapatería en el centro en la esquina…

 

-Sí, sí… lo recuerdo, en la esquina donde ahora está Caprioli Electro…

 

-Puede ser, no sé lo que hay ahora, trato de no pasar por esa esquina, fue duro para nosotros.

 

La zapatería Albanesse había cerrado después de la crisis del 2001, no recordaba si exactamente en ese año pero fue en ese proceso. Ariel había encapsulado aquellos años, lo ocurrido en aquellos años, y lo había enviado hacia algún subterfugio oculto en su propia memoria. Había sido designado gerente con apenas tres años que llevaba en el banco y ni siquiera había pasado los treinta años.

 

-Nunca nos pudimos recuperar –continuó Alicia-, mi esposo murió dos años después, intentó varias cosas pero él quería mucho la zapatería, le había puesto muchas energías y en apenas un par de años todo se vino abajo. ¿Sabés que nunca pudo ni siquiera pasar por la cuadra del banco? Bueno… yo tampoco.

 

Ariel tomó un sorbo de té, más para ocupar la boca y no verse forzado a que pronunciara palabra alguna, porque no había nada qué decir.

 

-Vos eras muy jovencito ¿te acordás? –dijo Alicia ofreciendo unas galletitas en un plato que Ariel no aceptó –tenías la edad de mi hijo, hasta se conocían porque habían jugado vóley en el mismo club cuando eran chicos, me costó aceptar que eso no tenía ninguna importancia para nuestra situación, eso no impidió que nos cerraran la cuenta corriente y nos remataran la única casa que teníamos para vivir. La tensión en el estómago se hizo intolerable para Ariel. Cuando le ofrecieron el cargo de gerente no imaginó los días que iría a vivir, tuvo suerte de no ser víctima de ninguna trompada o algún episodio violento, pero en esos días temía que algo le sucediera, ya que gritos e insultos recibía cotidianamente.

 

Rogelio se llamaba ¿te acordás?–preguntó Alicia sin dejar de sonar amable –  era el gerente anterior, él me había convencido de ser clienta del banco, mi marido no quería ni figurar, el negocio estaba a mi nombre, por lo tanto la cuenta en el banco sería a mi nombre. Me dieron tarjetas de crédito, y hasta el crédito hipotecario para comprar la casa. Al principio todo bien, pero cuando abrieron la importación de zapatillas a nosotros, que trabajábamos con zapatillas y zapatos nacionales se nos vino todo abajo. Demoramos en cambiar nuestros proveedores porque, bueno, uno es buena persona y le cuesta actuar fríamente…  -¿Vos sabías por qué te nombraban gerente siendo tan jovencito, no?

 

Claro que lo recordaba. Fue todo muy rápido. Cuando aceptó el cargo de gerente la corrida bancaria era inminente. Rogelio Elias era su predecesor hasta ese momento pero debido a la gran afinidad que tenían los gerentes de sucursal con sus clientes, sobre todo en los pueblos, el directorio del banco decidió removerlos y promover jóvenes que pudieran hacer el trabajo difícil. Ariel recibió una lista de clientes con la misma problemática, tenían deudas de tarjetas, deudas de descubiertos en cuenta corrientes y créditos hipotecarios, todos comerciantes o fabricantes pequeños. El plan era “convencer” a los clientes que toda su deuda sea englobada y refinanciada utilizando como aval la hipoteca.

 

-Ocho cuotas nos faltaban para terminar la hipoteca –dijo Alicia, al momento que encendía un velador de pie, pues la noche ya era un hecho -pero vos me explicaste que para poder cubrirme cheques que no podía pagar te firmara un papel en el que toda esa deuda la ibas a refinanciar en muchas cuotas, y de ese modo no me cerrabas la cuenta que era lo que necesitaba para continuar el negocio, esa fue la primera vez que nos vimos.

 

Ariel titubeó tratando de explicar que fueron órdenes que cumplía, que a él el plan le parecía acertado, pero se quedó callado. Se escuchaba llover muy fuerte todavía y pensó en no decir nada y retirarse.

 

-La segunda vez fue horrible. Entré a tu oficina con mi esposo y nos mostraste cuál era el plan de refinanciación. Era de solo seis cuotas, a un valor impagable. Me negué porque era imposible. Yo me había asesorado y el contador me dijo que no hiciera eso, que no englobara toda la deuda bajo la hipoteca porque estaba en riesgo la casa en que vivía. Te dije que no aceptaba y que prefería seguir así. Que si no querían pagar los cheques no lo hicieran. ¿Te acordás lo que me respondiste?

 

-Sí… que era imposible.

 

-Sí, señor. Que era imposible porque ya estaba hecho, la primera vez que nos vimos me habías hecho firmar la aceptación de hipotecar todo, hasta me diste los papeles para que se los llevara a mi esposo y los firme en el negocio porque él no quería ir. No creo que hayas olvidado ese momento porque a mí se me bajó la presión y mi esposo te empujó el escritorio casi aplastándote contra la pared y vos te asustaste. Por suerte la gente del banco vino a contenernos.

 

Su mente se transportó hacia aquellos días. Ariel recordó que todo era problema tras problema, por momentos dudaba si en lugar de un “trabajo difícil” no era en realidad un trabajo sucio, pero sus jefes habían hecho un buen trabajo, lo habían convencido que de que esa gente eran deudores empedernidos, que merecían lo que les pasaba. Más de veinte personas pasaron por aquella situación, la mayoría pasó a legales. Todo se venía abajo, la gente sacaba sus depósitos y la orden era la de hacerse de los mayores activos posibles. A cualquier costo.

 

-La tercera vez que nos vimos solo me miraste desde tu oficina. Fui a mirarte nada más. Me quedé parada como si esperara para que me atendieran y te miré por minutos. Levantaste la vista dos veces. Luego te pusiste nervioso. Porque tu piel te delata, enseguida te ponés rojo. Los cachetes se te encienden.

 

Ya en penumbras el rostro entristecido de la mujer, extremadamente delgado, pálido, le recordó la apariencia de su prima Vilma, de apenas un año más de edad que él, en esos días en que fue a visitarla al hospital. La imagen de Vilma enferma, pocos días antes de morir lo había conmovido y horrorizado, y ahora, frente a esa mujer, estaba igual de conmovido. Sintió compasión por ella, y aunque no podía descifrar qué sentimiento habitaba en su delgada y frágil humanidad, que podía ser odio, resentimiento o desprecio, le asaltaba una mezcla de profunda lástima, lástima porque no podía dejar de asociarla con su prima Vilma y bronca por traer de nuevo a su mente algo que ya había olvidado y superado. Ariel se paró. No iba a pedir disculpas. Lo que hizo en aquellos días era lo que tenía que hacer, recordó que en aquella gran discusión, más por defenderse que por otra cosa, le gritó que algo no había hecho bien para que tuviera tantas deudas. El banco había puesto un psicólogo para que los empleados tuvieran contención. Alicia también se levantó. No parecía enojada.

 

-Quiero que sepas que no te guardo rencor, que ya lo superé, es increíble las cosas que se superan con el tiempo. Nos remataron la casa, mi esposo murió joven, poco después del remate,  mi hijo, Pablo, se fue a España, apenas viene cada dos o tres años, mi hija consiguió un trabajo en Buenos Aires y formó su familia allá. Me alegro que te haya ido bien, sé que estás con tu esposa, que tenés dos hijos, al menos quería que sepas que esta mujer no fue una pelotuda, que lo entendió todo, tarde, pero entendió, confié demasiado y en los bancos no se puede confiar.

 

Mientras volvía en el auto Ariel no podía sacarse de la cabeza las imágenes de aquellos sucesos con los Albanesse, lo había borrado por completo, la mente hace lo suyo para seguir viviendo, y era verdad que es increíble las cosas que se superan con el tiempo. También le vino a la memoria la discusión con los otros clientes, el Colorado Iribarren, Martinez, los hijos de Forastero. Esa noche llegó, se bañó y ya en la cena apenas pudo concentrarse en lo que Laura le contaba, que Mirko y Renata habían tenido clase por videollamada, y que había que comprar una computadora más para poder hacerlo porque a veces les tocaba en el mismo horario. Ya en la cama trató de mirar un capítulo de una serie mientras Laura leía en su celular, pero no pudo prestar atención. Decidió tomar la pastilla que solo se reservaba para el fin de semana -pues al tomarla sentía que le quitaba mucha energía para el día- pero necesitaba dormir, mentalmente estaba agotado. 

 

A la mañana siguiente desayunó. Se sentía mucho mejor y con buen ánimo. Luego condujo hasta el banco, sin dejar de pensar en Alicia, supo que el negocio había cerrado pero nunca quiso enterarse nada de ellos, como una especie de autodefensa para que la culpa no sea tan pesada. Aunque mil veces se había dicho que nada de lo que había ocurrido era su intención, muchos clientes inclusive habían recuperado su hipoteca. Solo unos pocos fueron a remate. Era un trabajo. Lo que hubiera hecho cualquier ser humano que hubiera estado en su lugar. Colgó el saco y lo llamó a Ricardo que ya estaba tomando café conversando con Sofía.

 

-¿Te acordás de Alicia de Albanesse? –preguntó Ariel.

Ricardo se sentó  

 

-Buen día ¿o dormimos juntos? –le reprochó Ricardo

 

-Buen día, ¿la recordás?

 

-Sí, claro, la de la zapatería, era clienta de acá, le terminamos rematando la casa. Bah, nosotros no, el estudio.

 

-Sí, pero nosotros somos los que nos quedamos con la propiedad…

 

-¿Y a qué viene esto?

 

-No, que la tarjeta que llevé ayer era la de ella…

 

-¿La de quién? –Ricardo puso cara de no entender.

 

-La de esa mujer, Alicia de Albanesse.

 

Ricardo hizo silencio. Desvió la vista como buscando algo en su memoria. Se cruzó de piernas antes de hablar.

 

-Alicia de Albanesse, si mal no recuerdo, murió dos meses después del remate de la casa, es más, la encontraron muerta en la casa y nunca se supo si fue un paro cardíaco o tomó pastillas…

 

Ariel sonrió nervioso. Le dijo que él estaba hablando de Alicia Mora de Albanesse, casada con el Pelado Albanesse que tenía una zapatería en la esquina donde hoy funciona lo de Caprioli, y que la casa que remataron estaba en el centro….

 

-Sí, acá en el centro al lado del Centro de Diagnóstico –concluyó Ricardo-, donde hacen las ecografías… estamos hablando de la misma, tuvieron dos hijos, uno está en España haciendo no sé qué, y una hija que desapareció de acá…

 

-Que está en Buenos Aires…

 

-Sí, creo que sí…

 

Mientras Ricardo revisaba su celular, Ariel buscó el papel en el saco, el que ella había firmado al recibir la tarjeta, pero no lo encontró. Comenzó a sentir una incómoda sensación de angustia y de miedo. Sacó el celular donde seguramente debía estar guardada la dirección, pero tampoco había nada, aparecían las búsquedas anteriores pero nada de lo de ayer.

 

-¿Era esta? –le preguntó Ricardo mostrándole una foto familiar en una publicación de Facebook, una foto impresa que había sido tomada muchos años atrás.

 

Ricardo hizo zoom sobre el rostro de la mujer. Era exactamente el mismo rostro de la señora con la que había estado, a pesar de la penumbra de la casa lo pudo ver bien, mientras lo observaba pensó que los años habían sido muy devastadores con su cuerpo, la mujer de la foto no debía pasar los cincuenta y la Alicia de ayer tampoco, pero la Alicia de la foto estaba sonriente, de buen color y aspecto, y la de ayer era una mujer sin edad pero que evidentemente languidecía. 

 

-¿Y? –lo interrumpió Ricardo.

 

-No… nada qué ver, tenés razón, y ahora que me acuerdo no era Albanesse, era Albaposse el apellido, me confundí, nada qué ver, nada qué ver.

 


DON QUIJOTE, MI MAMÁ Y LAS FALTAS DE ORTOGRAFÍAS



Leí Don Quijote de la Mancha a los veinte años. Fue una revelación lingüística, la comprobación empírica de la mutabilidad del habla y el lenguaje: la célebre obra de la literatura española escrita por Miguel de Cervantes derrocha "faltas de ortografía" desde su inicio hasta el final.
Desde que interactúo en redes sociales el lema "se halaga en público, se corrije en privado" es lo que promuevo. Y aunque ciertas faltas ortográficas en publicaciones o comentarios duelen bastante no corrijo ni me quejo, si el mensaje se entiende, para mí suficiente.
La razón de este comportamiento es justamente por haber leído el Quijote, y también por mi mamá. No me gusta corregir faltas de ortografía en los demás. Y me duele más cuando se las corrige en otros para imponer un sentido de "superioridad". En redes sociales se ve muy seguido en los debates al estilo de "no me gusta lo que decís entonces te digo que Baca se escribe con ve corta"
Leer una página del Quijote basta para entender la relatividad de la "buena" escritura, que se la asocia a la educación o la cultura. Desde niños nos adoctrinan para arrodillarnos ante la Real Academia Española que nos ordena que es lo que vale y que no, al punto de sentirnos pecadores por poner una "ese" donde va una "ce".
Pocos años antes de que mamá deje este mundo, cuando tenía ya poco más de cincuenta años, en una sobremesa me contó que su deseo era escribir bien y que quería contratar una maestra particular. Ella nunca había ido a la escuela, ni siquiera hizo la primaria, y sentía vergüenza de escribir. Aunque fuera una nota en la heladera. Hasta para el texto más insignificante buscaba las palabras en un pequeño diccionario. Y siempre escribía lo más breve posible.
Era consciente de su falta de ortografía y lo padecía. De todos modos eso no le impidió llevar adelante emprendimientos para ganarse la vida, desde una verdulería a los quince años hasta una tienda a los veinticinco, que luego heredamos junto a mi hermana. Como lo único que pudo estudiar en su juventud fue corte y confección en un curso aprovechó esa base para emprender en los 90 una pequeña fábrica textil.
Mientras me contaba su relación con esa falencia, la de no poder escribir correctamente y cómo eso la había inhibido para realizar numerosas cosas en su vida, reforzando y agudizando su carácter tímido e introspectivo yo sentía cada vez más admiración por su capacidad e inteligencia para resolver problemas casi a nivel empresarial y tomar decisiones casi todos los días de su vida sin haber sido escolarizada.
Durante un tiempo una maestra vino entonces a casa a enseñarle ortografía, muchas veces me pedía ayuda para las tareas, eso me permitía ver el lenguaje desde una posición lejana, desaprensiva. La clase no podía ser otra cosa de un sinnúmero de reglas y excepciones, quizás más excepciones de las que cualquier regla pueda aceptar. Un idioma hipercomplejo y caprichoso, que me hace entender por qué, yo mismo, que tengo la voluntad estética de escribir "correctamente", suelo equivocarme seguido.
En aquellos años, para sobrellevar su enfermedad se analizó con una psicóloga por única vez en su vida. Solo concurrió a una o dos sesiones.
-¿Qué le puede decir un pibe de treinta años a una mujer de cincuenta? -me dijo resignada.
Pero sí tomó una idea que le hizo el profesional, que expresara en un diario personal sus pensamientos y sentimientos. La veía hacerlo cada tanto hasta que le dio el cuerpo. Me quedó preguntarle si la necesidad de mejorar su escritura no tenía que ver con la idea de iniciar ese diario.
Tiempo después de fallecer me animé y lo leí. Un cuadernito de hojas ralladas escrito con birome azul. Con muchas faltas de ortografía, que no me molestaron, que no me impidieron conmoverme hasta las lágrimas leyendo en letra temblorosa su último deseo escrito al final:
"Talvez todo lo mío sirva para que mi familia, me refiero a toda, comience a vivir la vida de otra manera, a disfrutar más de la vida..."
Qué pueden importar entonces las faltas de ortografías. Si el mensaje es claro.