CUANDO NO TE LLEGA LA PELOTA - Angustias Futboleras

   Cuando no te llega la pelota es desesperante. Me pasó muchas veces en la vida y te puedo asegurar que para mí no hubo -ni habrá- peor desplante que estar en una cancha de fútbol y que la pelota no te llegue. Casi te diría que está un escalón más arriba que ser suplente del equipo. Porque cuando yo era chiquito y jugaba en el baby me tocó estar en el banco varias veces, y sentado allí junto a otros pobres relegados te comés al técnico con la mirada, te lo devorás porque estás esperando que el muy ladino se digne a mirarte y te diga: “precalentá que entrás”. Hasta te ponés un poco malicioso porque deseás, sabés que está mal pero lo deseás, que al tipo que juega en tu puesto le salga todo mal, o si en todo caso está jugando bien hacés un pacto íntimo con satanás para que en una de esas pise mal y se esguince el tobillo o la rodilla y tenga que darte el lugar.

 
Pero estar en una cancha y que no te llegue la pelota, ¡cómo decirlo!, es una tragedia. ¡Qué digo una tragedia! ¡Una calamidad, una endemia mundial! ¡No hay punto en comparación! Mirá que me he enamorado de muchas mujeres y hasta las he seguido y no me han dado ni la hora, pero ese tipo de rechazo no tiene parangón con estar en un partido y que la pelota no te pase ni siquiera al lado, al punto que apenas sabés qué dibujo tiene. Es la peor de las frustraciones. Sin duda.

Lo que sucedió aquella vez en cancha de la Liga tiene que ver con esto. Primero tengo que aclarar que soy hincha acérrimo de Mercedes, el club para mí es mi vida porque imaginate que yo mamé sus instalaciones de pibito: el Baby, la pileta en los veranos, los asados en el quincho con la familia… época dorada diría yo. Y ahí vos siempre ves entrenar a los de la primera, los ves cambiarse para ir a la cancha, y los ves volver para bañarse después de un partido. Fijate entonces que de pronto, con veinticinco años yo entraba por primera vez a una cancha con esos monumentos inmaculados, ídolos que adoraba siempre de lejos, siempre de afuera, y ahora me encontraba en una cancha con ellos. Casi no lo podía creer.

Fue la tarde del partido contra Velez, y tengo que decirte que yo estaba en la cancha pero a la vez no, es decir que mi cuerpo andaba por allí pero me encontraba tan enceguecido por la emoción que era como si no estuviera. Antes de empezar el partido, te confieso, las piernas me temblaban, el pecho me hervía, las sienes me estallaban, la vista casi nublada por el inestable funcionamiento de mis lagrimales apenas me permitía ver unos metros más allá de mí.

Empieza a rodar la pelota y enseguida, para qué te voy a mentir, yo me salgo de la vaina por tocarla. Es que nosotros, los fulboleros de este bendito país, mamamos eso de chiquito; si me veo como si fuera ahora mirá, viendo un partido en el barrio desde atrás del arco esperando que alguien patee y se vaya afuera entonces vos la ibas a buscar a los yuyos, a la zanja, a la calle, adonde sea, para sentir al menos un contacto, un efímero roce con ese pedazo de cuero esférico que como arte divino, apenas lo tocabas, apenas le apoyabas el talón por sobre su superficie curva y esponjosa, hacía que el alma te volviera al cuerpo. Como si constataras tu propia existencia con ese mínimo golpecito que luego le dabas con el empeine, sólo para verla rodar delante tuyo sintiendo que era una extremidad más de tu cuerpo; parte de vos que se aleja y que instantáneamente te provoca el deseo incontrolable de volver a poseerla.

Pero en ese partido clave frente a Velez la pelota no me llegaba nunca, le hacía señas al Mamón Ballesteros y aunque yo estaba libre de marca no me la daba, en cambio me devolvía una mirada socarrona como si dijera “¡¿A vos querés que te la dé?! Se la pedí a Camargo y tampoco che, hasta me desencajé y le pegué un grito al Negro Espinosa que con sólo mirarte te intimidaba pero la pelota pasaba a metros de mí y yo empezaba a sentirme como aquel chico en el borde de la cancha esperando que alguien patee para el arco.

En el medio del partido como que me fui, me distraje recordando cosas, me puse nostálgico y me acordaba que yo, de chiquito, jugué siempre de tres, un modesto marcador izquierdo sin proyección. Pero mi sueño fue siempre jugar en el medio. Es que es el lugar en la cancha en que más contacto con la pelota se tiene. Pero no, por una cosa o la otra siempre me ubicaban de tres y me decían a quién tenía que marcar. Como siempre fui obsesivo y obediente yo me plantaba detrás de mi marca como una sombra. Quizás por esa característica que yo tenía para la marca el equipo contrario rara vez atacaba por mi lado y yo si tocaba la pelota dos o tres veces por partido era mucho y encima, apenas tenía la oportunidad de tenerla, me gritaban del banco que la revolee para arriba. Si hasta había momentos en que le daba dos o tres metros al delantero que me tocaba seguir para que por lo menos reciba y la pelota anduviera más por mi lado. Pero apenas lo hacía, el técnico me gritaba que me estaba distrayendo y me recordaba que me tenía que pegar a la marca y lo hacía golpeando una mano en el reverso de la otra enfáticamente. Gesto que terminé por detestar.

Pensaba en eso y me di cuenta que ya habían pasado varios minutos del partido y la única vez que había tocado la pelota fue estando el partido detenido, cuando se la alcancé al Mamón para patear un tiro libre. Y yo empecé a perder la cabeza, entré, como quien dice, en la órbita de la locura, locura que solo me generaba la necesidad, el anhelo incontenible de tocar una vez la puta pelota, entonces fue en el momento que decidí ser rebelde a mi función por una vez en la vida: el soldado que sale de la trinchera para rescatar a un compañero, el potrillo que desconoce el campaneo de la yegua madrina para sentir un poco el aire de la libertad, y en un ataque del equipo me fui adelante, corrí como si fuera un nueve central y se la pedí a gritos a la Loba Bomaggio para que me la tirara al pie, se quejó, se lo notaba fastidiado pero, no sin antes hacer un gesto despectivo, cumplió y me la alcanzó pegándole al ras del piso. Y la vi. Rodaba hacia mí con ese swing digno de Charlie Parker, Mile Davis y Dizzy Gillespie juntos y mirando ese espiral negro y blanco llegar hasta mi como el más anhelado de los sueños le pegué abajo, en ese ángulo convexo entre la pelota y el césped que te permite introducir el botín como si el hueco sólo existiera para que se amolde tu pie, le di con toda mi alma, la calcé con tal acierto que la clavé en el ángulo superior izquierdo. Puedo jurar que el arquero ni se movió.

Comencé a correr como un preso que se escapa de la prisión y desencajado, el grito desgarrado de “gooool” me vibraba en todo el cuerpo. Corría embebido de alegría esperando que los demás vinieran a abrazarme y ya me había preparado para que mi humanidad sucumbiera bajo la montaña de camisetas blanquinegras… pero nadie venía y noté que el pequeño estadio había enmudecido. ¿Qué pasa? ¿No valió? ¿Estaba en orsai?

-¡¿Qué hacés pelotudo?! –me dijo Suarez–, te conseguí el laburo como juez de línea y me venís a cagar la vida así, ¿qué querés, que nos maten?

En su condición de árbitro Paleta Suarez suspendió el partido y aunque muchos dirigentes me tenían cierto aprecio me retiraron la licencia del arbitraje de por vida. Algunos querían internarme porque decían que estaba enfermo. Yo no dije nada porque quizás tenían razón: estaba enfermo porque la pelota no me llegaba, pero no me arrepiento, porque la vida tiene esas cosas, fue tan lindo el modo en que le pegué a la pelota esa tarde que te puedo jurar que ese segundo de felicidad valió la pena. ¡Me sentí tan bien! ¡Tan bien!