Ya no hay tiempo para
el arrepentimiento: hicimos paso a paso lo que nos sugirieron, desde que Mara,
hace ya dos años, me convenció de que Vito tenía problemas que merecían una
atención profesional. Vito había
entrado a primer grado en la escuela y las dificultades que fuimos observando
en el jardín comenzaron a acentuarse. Sin causa aparente, apenas hablaba, no
armaba frases, cuando necesitaba algo de nosotros desplegaba señas y con mucha
dificultad por su tartamudez emitía la palabra que consideraba clave: comida,
pis, baño, banana, melo, pa, ma. A mí me afectó mucho más que a Mara, porque
Vito, a causa de su dificultad, se encerraba cada día más en sí mismo.
No había podido integrarse ni en la escuelita de fútbol,
ni en la colonia de vacaciones, se resistía en ir a los cumpleaños de sus
compañeritos y muchas veces debíamos ir a retirarlo antes porque lloraba. Por
otro lado su inteligencia siempre fue sorprendente, a los tres años y medio sus
maestras de jardín nos avisaron que Vito ya sabía leer, nunca supimos cómo lo
aprendió. Más de una vez tuve que bloquear internet porque con su tablet
ingresaba a sitios que no comprendíamos el motivo de por qué los miraba.
Páginas o aplicaciones que eran definitivamente para adultos. No porque fueran
sobre sexo o cosas por el estilo, eran contenidos de adultos que un niño no
tiene por qué mirar, violencia, catástrofes, visiones apocalípticas y
supersticiosas sobre la vida, no veíamos de modo positivo que se adelantara a
su edad. El día que con apenas seis años arregló el interruptor de su velador
me di cuenta que no lo utilizaba mal, se había acostumbrado a buscar tutoriales
en el mundo virtual y todo lo aprendía de allí.
Con dolor tengo que decir que el hecho de que estuviera
poco en casa y tuviera que trabajar hasta los sábados me alejaba cada vez más
de Vito y veía como tenía una relación más cercana con Mara. Mara estaba todo
el día en casa, había dejado su empleo en el banco cuando comenzamos a notar
los problemas de Vito y emprendió una venta de cosmética por internet. Mi
trabajo como kiniesiólogo no me permitía estar en casa para ayudar aunque
tampoco quise hacer el esfuerzo, como me suplicó Mara, de vender el
departamento y comprar una casa grande para tener la vivienda y el consultorio
en el mismo lugar. En realidad creía que de alguna forma vivir y trabajar en el
mismo espacio no me iba a permitir atender concentrado en los pacientes.
Aunque debo admitir que en el fondo, la relación difícil con Vito, cada vez más
lejos de lo que debe ser la relación padre e hijo, hacía que no tuviera ganas
de estar en casa más tiempo. Por eso acepté la sugerencia de la psicóloga, la
de conseguir una mascota.
Los perros me gustan, pero no soy un buen amo, por así
decirlo. No tengo paciencia. Además en un departamento es muy difícil tener
perros. El consorcio permite perros pequeños así que la opción fue un caniche.
La psicóloga nos dijo que un perro de compañía le haría bien a Vito, para que al
menos pudiera interactuar con otro ser vivo. Era la única opción. Después de mi
infarto, decidimos no tener más hijos. Yo no sabía hasta cuándo podría seguir
trabajando y nos atormentaba lo que pudiera pasar con Vito que no lograba
integrarse al jardín de infantes.
Por suerte estaba Gladys. Cuando mi madre falleció hace
unos años -y además de huérfano me quedé sin secretaria en el consultorio
porque era mamá quien me ayudaba con la agenda- contraté a Gladys, la chica que
me recomendó uno de los pacientes. Gladys no era linda ni vistosa, eso me
tranquilizaba porque de novios había engañado a Mara justamente con una
compañera de trabajo y aunque lo había superado siempre estaba alerta y
desconfiada. Gladys era petisa y retacona. Siempre tuvimos una relación
respetuosa, ella tenía un novio camionero al que yo conocía poco pero que por
ciertos comentarios de Gladys, muy sutiles, intuía que le gustaba mucho la
salida nocturna. Confieso que me emocioné cuando sin que le dijera nada, luego
del infarto, hizo un curso de masajista para ayudarme en el consultorio. Gladys
había pasado a ser mi confidente, sabía cuando estaba preocupado o mal y en
esos momentos siempre tenía un mate a mano. Así fue que se enteró lo tanto que
me atormentaba la idea de no poder hacer bien mi trabajo después del infarto y
sin que yo le pidiera nada se anotó en el curso. Por supuesto que también se
enteró de la problemática con Vito. Ella también estuvo de acuerdo con la idea
de la mascota.
En fin, compramos el caniche por internet y para que le
resultara fácil pronunciar a Vito lo llamamos Bu. Era un caniche color negro
que cuando lo trajimos cabía en mi mano. No puedo negar que me encariñé mucho
con él. Es muy distinto un cachorro a cuando se convierte en adulto. Cuando me
sentaba en el sofá a mirar tele o leer lo apoyaba en mi panza y se dormía con
la temperatura de mi cuerpo. Me preocupé por bañarlo y le daba de comer. Bu fue
creciendo. Apenas sonaba mi alarma despertador a la mañana ya estaba esperando
al lado de mi cama que lo acariciara, yo lo hacía mientras me sentaba inclinado
hacia adelante y estiraba mi espalda.
Nuestra relación amo-mascota continuó sin problemas hasta
la mañana en que sorprendí a Bu sacando de la basura un hueso de pollo. De
pequeño me enseñaron que los perros no deben comer huesos de pollo porque puede
ser peligroso, les puede lastimar el intestino decía mi madre. Tomé a Bu desde
atrás pero logró evadirse y se resguardó debajo de la mesa de living, me agaché
y busqué su boca. Fue un relámpago en el que giró y gruñendo clavó sus
colmillos en mis dedos anular y medio de la mano derecha. Grité como nunca creí
que iba a gritar y al levantar mi mano solo la soltó cuando casi estuvo en el
aire. Mara y Vito, quienes todavía dormían, aparecieron en el living tratando
de entender la situación.
-Me mordió - dije apretando los dientes de dolor mientras
la sangre salpicaba el piso y parte de mi pullover –, le quise sacar un hueso
de pollo.
-¡Levantá el brazo! –gritó Mara.
Los dedos me latían y dolían bastante, la herida del
anular parecía ser más profunda. A pesar de tener la mano por sobre la altura
del corazón, el sangrado no paraba, me desesperé, tomaba un anticoagulante en
dosis considerable recetado por el cardiólogo, los estudios habían revelado la propensión
de mi sangre a formar coágulos.
-Llamá al hospital –dije a Mara ya desesperado.
-Pará, no seas exagerado…-respondió mientras me colocaba
unas gazas y la encintaba.
-Estoy anticoagulado, Mara, el doctor me dijo que tuviera
cuidado si me lastimaba…
Mientras debatíamos si iría a necesitar puntos Vito
acariciaba y consolaba a Bu, yo ahora veía en Bu un perro endemoniado, sentía
bronca y a la vez me surgía la necesidad de aplicar un castigo para que
entendiera que lo que había hecho estaba mal. Apenas se despegó unos
centímetros de Vito, fue más instinto irracional que otra cosa, lo pateé en el
abdomen desplazándolo unos tres metros.
-¡Qué hacés, animal! - ¡Estás loco! –me reprendió Mara.
-¿Loco yo? Me acaba de morder, Mara, tiene que aprender a
no hacerlo.
Bu corrió a meterse bajo el ropero de nuestra habitación,
era su refugio cuando lo reprendíamos o queríamos bañarlo. Vito me miró con
desprecio y fue a consolarlo.
Pedí un taxi y fui solo para el hospital. Estaba enojado
con todos, con Mara, Vito y el caniche, parecía que la culpa de lo sucedido me
la endilgaban a mí. Me pusieron un par de puntos, la herida no era muy grande,
pero costaría cicatrizar por el anticoagulante. Desde el infarto me he vuelto
temeroso, no solo tenía afectada la parte cardíaca sino también sufría algo de
epoc al haber sido fumador por casi treinta años. Con menos de cincuenta años de
edad ya tomaba casi una docena de medicamentos. A medida que los días
transcurrieron mi enojo con Mara y Vito se fue aplacando. La única que parecía
comprenderme era Gladys. Era la única persona en la que yo podía depositar mi
carga para aliviarme.
Desde aquel día empecé a temerle a Bu, trataba de no
estar cerca de él y puse en claro a Mara que no lo bañaría ni le daría de
comer. El caniche también pareció aceptar esa nueva modalidad de relación, ya
no vino más a pedir que lo acaricie por la mañana y era evidente que también me
eludía. Siempre estaba donde se encontraba Vito. Si yo me acercaba a Vito o
apenas lo tocaba el caniche desplegaba sus estridentes y agudos ladridos
amenazándome.
Pasaron unas
semanas, no recuerdo cuántos días, un domingo que Mara fue a visitar a su madre
tuve con Vito la discusión de siempre, le pedí la tablet para revisar lo que
estaba mirando. Desde que Vito tomó por
costumbre borrar de tanto en tanto el historial la única estrategia que me
quedaba era sorprenderlo y que inmediatamente me ceda la tablet sin que tenga
tiempo de tocarla. Apenas se la pedí se dio vuelta para cubrirla y se acostó
boca abajo en su cama. Bu comenzó a ladrar y Vito se había enrollado como una
serpiente protegiendo su tablet. Fue también un segundo. Bu saltó y otra vez
endemoniado me mordió la nariz y parte del labio. Me desesperé. Corrí al baño y
me acosté en la bañera. Abrí la canilla y puse el chorro sobre la nariz y la
boca. Por suerte esa zona no sangra tanto y pude detenerlo. Pero me quedé allí
hasta que Mara regresara. Muy por el contrario a lo que pensaba cuando entró al
baño y me vio comenzó a reírse. Eso me enfureció.
-Ese caniche de mierda me va a matar…- dije con bronca,
-ustedes no me quieren creer.
-No seas pelotudo, querés…- fue su irónica respuesta.
Andá a la mierda Mara, pensé. Esa noche Gladys fue mi
refugio mental, necesitaba pensar en algo agradable para dormirme y al parecer
era lo único bueno que me estaba pasando en la vida: la calidez y solidaridad de
Gladys. Me dormí imaginando lo que ella hubiera dicho y hecho en lugar de Mara.
No debió haber pasado mucho tiempo que me desperté sobresaltado, toqué el
celular para tener algo de luz y allí estaba: el caniche sentado en el piso al
lado de mi cama observándome. Fueron pocos segundos y luego de un pequeño gruñido
se levantó y se fue para el cuarto de Vito, donde dormía siempre. Esa noche ya
no pude dormir.
Los días fueron de peor en peor. Mara y Vito estaban cada
vez más distantes. Sentía que Vito me ignoraba, me despreciaba y ya era
imposible comunicarme con él. Yo por mi lado esquivaba al caniche y eso implicaba
que me alejara de Vito, casi siempre estaban juntos. La sensación de
resentimiento y odio de Vito hacia mí se hizo más latente. Y eso afectaba mis
sentimientos y me endurecía ¿Puede un padre dejar de sentir el amor hacia el
hijo? Cuando con Mara decidimos ser padres yo ya tenía cuarenta años, la verdad
es que yo acompañé la decisión de Mara que era poco más joven que yo y deseaba
casi obsesivamente ser madre. En mi caso, hasta el infarto fui otro Manuel, el
Manuel del tenis en el club, del ski en Chapelco o Las Leñas, de tres veces por
semana en el gimnasio, de los ochenta kilómetros en bici y las medias maratones
de veintiún kilómetros. El Manuel pos infarto fue como un tren que se detuvo de
golpe. Siempre tuve la sensación de que Mara se alegró más con este nuevo
Manuel sedentario y hogareño de doce pastillas y estudios médicos que con el verdadero
Manuel.
Después del día fatal en que el caniche me hizo caer de
la escalera –porque es verdad indiscutible que fue así aunque nadie me haya
creído – comencé a pergeñar la idea del veneno. Mara me había pedido que saque
a Bu a orinar en la calle aprovechando de que Vito se estaba bañando. Apenas
sintió la correa, Bu se metió debajo del ropero. Discutimos por enésima vez con
Mara sobre la relación con el perro. Yo no quería encargarme y el caniche no
quería saber nada conmigo. Enojada, Mara metió la mano debajo del ropero y
agarrando al caniche le puso la correa. No sin quejarme tomé la correa, salimos
y bajamos los dos pisos por la escalera. No tenía opción porque el consorcio había prohibido las mascotas en el
ascensor. Lo saqué a la calle, caminamos una cuadra, orinó y volvimos. En el
momento que estábamos subiendo, el pequeño diablo giró sobre mis piernas
enrollándome con la correa haciéndome caer hacia atrás varios escalones hasta
terminar en el descanso, no sin antes pegar con el costado derecho contra la
baranda lo que me provocó una lumbalgia que me paralizó. Le grité a Mara para
que me ayudara. Vino y preguntó qué había pasado. Le conté. Como siempre
pareció que le hablaba a la pared. Esa noche llamé a Pablo, no somos amigos
pero desde hace tiempo es el traumatólogo que suele enviarme pacientes. Dijo
que me aplicara unos relajantes inyectables. Me dio el teléfono de una
enfermera que colocaba a domicilio. Pablo se encargó de todo. Esa noche me
definí por el veneno.
El veterinario me explicó que para las ratas tenía dos
tipos de veneno, uno consistía en unas grageas que se colocan en lugares donde
crea que la rata esté y que no afecta a las mascotas, y otro más fuerte,
infalible, una especie de quesito del tamaño de un dado que es muy agresivo y
podría matar hasta las personas.
-Si tenés perros o gatos no lo lleves porque para ellos
es un queso sabroso de verdad y te los liquida – dijo el veterinario.
-No tengo, por suerte –respondí – además los tengo que
poner detrás de la rejilla de la calefacción donde vi la rata… me llevo cuatro
¿alcanza?
-¿Si alcanza? Con esta dosis podés matar hasta a tu
suegra…
Escondí los quesos en el fondo del cajón de mi mesa de
luz. Pero no podría envenenarlo ahora, debería esperar y comportarme más
amigable con Bu y también con Vito. Mara debería ver que el conflicto con el
caniche había sido superado. Toda la situación me estaba enloqueciendo, apenas
podía dormir por las noches, sentía la presencia de Bu y muchas veces lo
sorprendía sentado observándome, escuchaba sus lamidas, sus pasos. Pero debería
ser paciente, demostrar que nada de eso me estaba afectando. Con Vito no hubo
caso. Quería acercarme a él para que resultara más verosímil mi estrategia, no
tanto porque tuviera la necesidad, Vito para mí, es duro decirlo, ya era un
ente, un fantasma deambulando por la casa. Mara pretendía convencerme de que
Vito era un niño normal, que ella podía comunicarse con él y muchas veces
cuando discutíamos me pedía que bajara la voz porque él escuchaba. Mi respuesta
era que Vito estaba en su mundo, un mundo distante y perdido que no se
relacionaba con éste.
A esa altura Mara y yo discutíamos mucho y otra de las
estrategias fue calmarme con ella, callarme la boca por un tiempo, decir que sí
a todo. Como defensa frente a sus cotidianas quejas y reproches, mientras Mara
me gritaba, pensaba en Gladys, imaginaba una vida con ella, un departamento
chico quizás, una casita con jardín, sin perros, sin hijos, solo su dulzura, su
mirada complaciente y yo. Viviendo y trabajando juntos. El mecanismo de la
imaginación funcionaba y me convencía de que había una vida mejor. El plan iba
bien hasta que Mara una tarde antes de cenar encontró los quesos.
-¿Por qué tuviste que abrir mi mesa de luz? –dije
conteniendo la voz, el modo en que empezábamos las discusiones a puerta cerrada
intentando que Vito no escuchara pero que luego terminábamos a puro grito.
Creo que peleamos más de dos horas, fue una batalla. Yo
quería convencerla de que el veneno quedó allí desde que compramos el
departamento y yo había visto una rata en la rejilla del aire acondicionado,
cosa que era cierto pero que luego nunca más había aparecido y nos olvidamos
del tema. Mara estaba convencida de que yo quería matar a Bu, y me preguntaba
si no había empezado a envenenarlo. En el fragor de la discusión pude sacarle
el motivo de por qué había indagado en mi mesa de luz y era que buscaba la
escritura del departamento ¿para qué? ¿Para quedarse con el departamento? ¿Pensaba
expulsarme de la familia? Yo le hacía todas estas preguntas a la velocidad de
una ametralladora. Cada uno sacó de su mochila los reproches y sentimientos que
llevaban años contenidos. Como todos los caminos conducen a Roma, todos los
reproches de Mara conducen al mismo lugar: cuando la obligué a dejar su puesto
en el banco para ocuparse de Vito, a lo que mi respuesta fue que “convencer” no
es lo mismo que “obligar”. Para cortar con el tsunami que se había desatado fui
y me metí en la bañera. Luego de una hora de reflexión en el agua salí con la intención
de pedirle disculpas a Mara, el vendaval de barbaridades que habíamos dicho era
muy doloroso pero estaba dispuesto a ceder primero y tratar de pasar el momento
lo mejor posible. Sentía que me habían molido a palos. Me atormentaba la idea
de que el caniche seguiría entre nosotros, había perdido la oportunidad, pero
estaba agotado y me convencí de que tenía que ceder. Mentalmente quería
descansar.
Cuando salí del baño el departamento estaba a oscuras,
sobre la mesa de la cocina vi un papel blanco, encendí la luz. Era una nota de
Mara donde decía que se iba a la casa de la madre con Vito y que también se
llevaba a Bu. Luego decía que quería tomar distancia unos días porque así como
estábamos no podíamos seguir. Me quedé un largo rato mirando la nota. En el fondo
no me sentía mal, no sé por qué pero tenía la necesidad de que ese tipo de
decisiones la tomara ella, como si me exonerara a mí de la culpa del abandono,
yo me sentía en deuda porque efectivamente la había convencido de que dejara su
empleo en el banco y ser yo quién decidiera separarme e irme de casa me hubiera
llenado de remordimientos.
Calenté un poco más la olla con el guiso que Mara había
preparado para la cena y destapé un vino para relajarme. Luego dejé todo sin
lavar y me fui directo a la cama a mirar tele. No pasó mucho tiempo y comencé a
sentir ruidos intestinales muy fuertes, la hinchazón en el vientre no me dejaba
respirar y aparecieron los primeros cólicos que luego fueron retorcijones
insoportables, quise vomitar y fui al baño, sentía que se me bajaba la presión,
alcancé a ir hasta el lavadero y coloqué el balde a mi lado en el costado de la
cama. Vomité una y otra vez. ¿Cómo podría haberme descompuesto así tan rápido
lo que había comido? No tuve fuerzas para levantarme e ir al baño nuevamente,
en cada impulso que me provocaba las involuntarias arcadas la diarrea líquida
humedecía mi entre pierna. Tuve la sospecha y junté todas las fuerzas para
abrir el cajón de la mesa de luz y lo tiré al piso desparramando el contenido.
Revolví con furia, no podía ser. No podía ser. Mientras perdía la lucidez y la falta de aire
me asfixiaba pude notar que de los cuatro quesos que había comprado solo
quedaban dos.
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