ELLOS Y NOSOTROS - Historias de sobremesa

Calor. Qué maldición este calor. Lo dijo la tele: cuando a la noche la temperatura no baja de veintiséis grados, agarrate catalina porque al mediodía el sol puede incinerar y acabar con cualquier ser vivo del planeta.

Julia sabía que no era buena idea bautizar a Tobías en enero pero ¡qué querés con el padre! se empecinó con que era una buena ocasión para comer un lechoncito luego de la ceremonia y nadie le pudo sacar la idea de la cabeza. Julia se lo advirtió con esa honestidad seca, casi animal, que era el modo de tratarse desde que eran chiquitos. Dante era su único hermano y cualquier crítica que ella le hacía lograba como resultado que él saltara y crepitara como cebolla en aceite hirviendo, por eso cuando le advirtió que festejar el bautismo un mediodía de enero aunque fuera bajo el sauce era como celebrar en el infierno, Dante, también sin reparo alguno la mandó a la reputísimamadrequeloparió y le dejó en claro que él haría lo que se le cante el culo porque al fin y al cabo Tobías era su hijo.

Pero Julia no entendía si esa rebeldía era por mero capricho o por molestar, porque en el interior del chalet de Dante había más que lugar suficiente y además estaba provisto con dos enormes aires acondicionados que podían hacer mucho más agradable el almuerzo. Pero no, Dante, que tomaba decisiones por sí solo, como si Marta no existiera (es que en verdad no existía la pobrecita, pensaba Julia) terminó por salirse con la suya y las trece personas que fueron invitadas terminaron bajo el sauce que a duras penas podía detener los candentes rayos solares.

El lechón y los cinco pollos los hizo el tío Coco quien nunca dejaba vacante su puesto de asador, y los asó, como siempre, en el fondo del terreno. Decía que la parrilla era para giles y que él no estaba acostumbrado a asar en esas "churrasqueras". No había ido a la iglesia y desde muy temprano en la madrugada estaba allí preparando la ceremonia de prender el fuego acompañado por mates y seguido por unos vasos de Cinzano.  

La verdad es que Dante tenía una casa de ensueño. Julia se enorgullecía y vanagloriaba a su hermano frente a cualquiera que le preguntara por él. Tenía un latiguillo: "Pensar que de la nada, con el negocio de autopartes, había progresado tanto". Porque además Marta no trabajaba, es decir que la plata salía toda de él. Ya de chiquito Julia veía que Dante estaba para grandes cosas.

Después de la ceremonia en la Capilla San José Dante se ofreció a llevar a Julia y a su madre, Ana, en su auto. Fueron los primeros en llegar. Apenas minutos después aparecieron la tía Susana junto a los trillizos José, Javier y Jeremías. Luego llegó Carlos, el empleado de Dante, y su mujer, Lucrecia. “Una chiruza que se cree que es reina” le dijo Ana susurrando al oido de Marta. Julia la escuchó y la reprendió porque no le gustaba que su madre hiciera esos comentarios.

Los hombres se sentaron juntos sobre una cabecera. Dante, Carlos, el viejo Cabrejos, padre de Marta, y el pobre Coco quien iba y venía a cada rato de la parrilla. En la otra estaban los trillizos y en el centro de la mesa las mujeres. Dante había traído de todo, queso, salame, chizitos, palitos salados y papafritas , aceitunas, gancia, fernet, vino y gaseosas. Luego tuvo que salir otra vez a comprar hielo porque el calor, en pocos minutos, transformaba en líquido cualquier sólido que estuviera en la mesa.

Todos comieron hasta el hartazgo, menos Julia que no podía sacarse de la cabeza los rollitos en la cintura que ese día ofrecieron resistencia para  prender el jean negro que apreciaba más que cualquier ropa que colgaba del ropero. Eso sí, tomó mucha agua mineral, agua que le había pedido especialmente a Dante.

Antes de comer los chicos se pusieron la malla y se metieron a la pileta. Dante parecía no tener reparos en gastar dinero, la pileta era hermosa y enorme, la quinta era un oasis, tenía cancha de futbol y un quincho que, pensó Julia, valía dos veces más que su propia casa. Pero no le tenía envidia, ¿quién puede envidiar a quien tenga que gastar en rejas, alarma y seguridad monitoreada para poder vivir? Ella al menos no se preocupaba por eso, ¿quién pretendería robar en su casa si a simple vista se podía advertir que allí dentro había muy pocas cosas de valor?

Dante estaba obsesionado con el tema de la seguridad, por eso a Julia no la sorprendió que volviera a sacar el tema de siempre. Eso de que ya no se puede vivir.

-Y fijate lo del plan trabajar del gobierno, cobran el subsidio para quedarse a tomar vino en la casa…-dijo el tío Coco despectivamente.

Julia, sin poder controlarse miró a Carlos e inmediatamente le sacó la vista, él era empleado de Dante pero estaba en negro, y como la mujer no trabajaba cobraba el plan del gobierno porque tenían un hijo. 

-Son negros… -dijo Dante quien ya había bebido lo suficiente como para no medir ninguna de sus palabras.

Carlos, que también había ingerido bastante vino tinto, bajó la cabeza, pero Julia no creyó ver indignación ni bronca, sino algo más parecido a la resignación. No quiso mirar a Lucrecia, temía ponerla en evidencia.

-No digás eso, Dante –dijo Marta, quien quizás también había recordado que Lucrecia cobraba el plan del gobierno. 

-Es que ya no se puede vivir, salís a la calle y te pegan un tiro por dos mangos- contestó Dante.

-Son animales –dijo el tío Coco quien seguía escarbando una costilla de cerdo…

-Claro que son animales, fijate que no quieren trabajar y encima tienen como veinte hijos que después terminan siendo todos delincuentes.

-Bueno, no todos –dijo el viejo Cabrejos. Julia le parecía advertir en él un espíritu más cuidado y comprensivo a la hora de hablar.

-Si, suegro querido, son unos negros de mierda, porque si no, no se quedarían a vivir ahí entre toda la mugre, durmiendo todos juntos en una piecita y cogiéndose entre ellos.

-Me parece que se te está yendo la mano, Dante –dijo Cabrejos mientras hacía una bolita con la miga de pan. Julia recordaba que el viejo Cabrejos había sido delegado de la Unión Obrera Metalúrgica y que sabía mucho de esas cosas de política, además, nunca había querido a Dante cuando noviaba con Marta, después lo terminó aceptando como quien acepta un lunar que aparece en el cuerpo: porque no hay más remedio.

-Pero dígame una cosa, Cabrejos -continuó diciendo Dante casi a los gritos-, ¿por qué en lugar de darle ese subsidio para hacer que laburan -porque eso es lo que hacen, simulan que laburan- el gobierno no los manda a poblar el sur y les dan trabajo allá?

-El gobierno lo que tiene que hacer es educar –dijo Marta.

-Pero a esos no los educás más, ya son así, lo llevan en la sangre, si esto sigue así ellos nos van a terminar matando –gritó Dante.

-¿Ellos? –preguntó el viejo sonriendo irónicamente-, ¿quiénes son ellos?

-¡Ellos! –gritó Dante y de un solo tirón vació el vaso de vino tinto.

-Pero escuchame una cosa –dijo Cabrejos –¿qué es lo que querés? ¿pasarle una topadora por encima y sacarlos del planeta?

-Pero sí... si esto va a una guerra civil.

-Pará Dante, estás hablando de más –dijo Marta quien ya parecía tener vergüenza por los exabruptos de su marido.

-Insisto -dijo el viejo Cabrejos- a mí me gustaría saber quiénes son “ellos”, quizás el hecho de que no conozcamos a las personas haga que las metamos a todas en la misma bolsa… y yo no creo que todos sean iguales. Debe haber gente de laburo, que quiera progresar y que le gustaría vivir en un lugar mejor.

Julia notaba que el suegro de Dante parecía darse cuenta de la macana que se estaba mandando por su boca floja e intentaba que se diera cuenta de que Carlos podría llegar a sentirse agraviado.

-No se curan más –dijo Dante después de vaciar otro vaso de vino y con el semblante enrojecido de euforia– es como la manzana, están en el mismo cajón y se pudren…

Julia se dio cuenta que el tio Coco, en un gesto que pretendió no ser percibido, codeó a Dante y con la vista señaló a Carlos que solo miraba su plato en inequívoca actitud de no querer estar allí, y al instante Dante hizo algo que lo colocó al borde del patetismo porque en lugar de silenciarse o cambiar de tema esbozó una sonrisa nerviosa y tomando con pretendido y fingido cariño a Carlos del hombro, como quien abraza a su mejor amigo, dijo para todos:

-Este trabaja, no es como ellos… eso sí, me tiene que agradecer que le di trabajo, porque no cualquiera le da trabajo a uno de ellos ¡eh!

-¿Pero quién te crees que sos? –se escuchó por primera vez la voz desencajada de Lucrecia -¡¿Cómo vas a tratar así a mi marido, tarado?!

Hubo un silencio en el que solo se escuchaba a los trillizos jugar en el castillo inflable. Lucrecia se paró y mirando a su marido que aún seguía cabizbajo lo reprendió.

-¡¿Y vos?!, ¿Te vas a dejar decir esas cosas por la mierda de sueldo que te paga este hijo de puta?!

Carlos, ancho y morrudo, pareció despertar del letargo y levantándose sin dar tiempo a nada se tiró encima de Dante. Encendido de furia no paraba de propiciarle trompadas y cabezazos. Luego la sobrevino la secuencia esperada: la expresión inconfundible de terror de Dante, el coro de gritos de todos, Cabrejos y el tío Coco intentando separarlos, las patadas inclementes de Carlos cuando Dante ya estaba en el suelo y el ladrillazo final que impactó el costado de su cara. Finalmente sí, Cabrejos y el tío Coco pudieron apartar a Carlos pero sólo porque éste ya se había sosegado. Y vino lo peor: los llantos de los trillizos, la desesperación de Marta al ver tanta sangre en la cara de Dante, Lucrecia llorando y gritándole a todo el mundo que eran unos hijos de puta. Julia llamó a una ambulancia desde el celular de Dante y no se dio cuenta, lo supo después, que su madre ya había llamado a la policía desde el teléfono del living.

Fue Cabrejos quien había convencido a Carlos y a Lucrecia para que se fueran a su casa. Cuando la policía llegó ya no estaban. Dante, dolorido, se encontraba abatido en la silla mientras que Ana y Marta le colocaban hielo en la mandíbula y en las costillas. Se notaba la dificultad por respirar pero eso no le impidió, casi a los gritos, pedirle a Julia que suspendiera la ambulancia. Los policías, que eran dos, y conocían a Dante ya que lo llamaban casi familiarmente por el nombre, le preguntaron si quería hacer la denuncia. Dante se negó, apenas podía hablar pero lo dio a entender con un gesto eufórico que hacía con la mano. Ana insistió para que denunciara a esos "negros de mierda", pero quizás había olvidado o no reparaba, pensó Julia, que si la cosa iba muy lejos, Carlos lo demandaría por los siete u ocho años que trabajó con Dante sin estar efectivo. Cabrejos acompañó a los policias hasta la puerta y cuando volvió le dijo a Dante que ahora tendría que tener cuidado con Carlos y su esposa.

-Tratá de arreglar las cosas porque quilombo te van a hacer seguro...

Julia no le contó a nadie lo que pasó después, cuando luego de que los policías se fueron, o mejor dicho, cuando creyó que se habían ido, en el momento en que ella se dirigía al baño, escuchó voces que se filtraban por la ventana del living. Por curiosidad miró a través de la persiana y vio a los dos policías que todavía no se habían ido y que fumaban y conversaban apoyados en el patrullero mientras observaban la fachada de la casa. Y escuchó clarito lo que decían:

-Mirá la casa que se hizo este hijo de puta…-dijo el que estaba apoyado en la puerta del patrullero.

-Es así, che –contestó el otro-, nosotros hacemos el trabajo sucio, arriesgamos el laburo y estos negros se llenan de guita. Nos están cagando hermano. La torta se la lleva el jefe y estos hijos de puta.

-Antes de poner el negocio de repuestos no tenía ni para caerse muerto… y mirá ahora… lástima que no lo terminó matando el negro ese…

Julia los escuchó clarito.

FIN

Diciembre 2009

PARECÍA BUENA GENTE - Una cuestión de ritmo

-Pibe, tranquilo, no te apurés…-escuchó que le dijo Galindez.

El tono fue amable pero firme. Era una orden, sí, pero Martín percibió un gesto de complicidad en la sonrisa franca del jefe que acompañó la frase. Bajó de la escalera y contempló el árbol de lejos. Quizás Galindez le pidió que fuera despacio para que no le saliera desprolijo el trabajo. Hasta donde había podado la copa estaba parejita, bien curvada, no quería fallar porque apenas hacía días que había entrado a la municipalidad y tenía que hacer buena letra.

El viejo Galindez parecía buena gente, y Martín había notado que los otros, el que apenas hablaba y se llamaba José, un poco mayor que él y un poco menor que el viejo, y los dos morochos que parecían hermanos, hacían todo lo que Galindez le ordenaba. Galindez era el apellido del viejo y al parecer esos apellidos no precisan nombres que le antecedan. Pero Galíndez definitivamente parecía buen tipo, se llevaba bien con todos y casi siempre estaba de buen humor.

-Pibe, ya te dije, no te apurés....

El “Ya te dije” no sonó amable esta vez, Martín inmediatamente detuvo la motosierra y giró la cabeza para corroborar cuál era el gesto de la cara que escoltaba ahora a aquellas palabras, necesitaba deducir si el grito del viejo se debía al ruido ensordecedor de la motosierra u a otra cosa. Definitivamente no parecía enojado pero tampoco contento. Martín bajó de la escalera y miró el paraíso nuevamente a la distancia, y sintió que estaba perfecto. Recordó a su padre, al que le gustaba que hiciera bien las cosas, sin dudas estaría orgulloso. Quizás, pensó, Galindez lo quiere más corto y se decidió a consultarlo pero el jefe estaba ya en la esquina haciendo el fuego para los choripanes.

De siete de la mañana a ocho desayuno, de ocho a nueve traslado hacia la zona y corte de calle, de nueve a diez preparación de herramientas, de diez a doce a podar, de doce a una almuerzo, de una a dos recolección y luego replegarse para volver al corralón. En apenas dos semanas Martín había aprendido la rutina que le tocaba en esa época del año, y la había asumido de tan buena gana que despachaba tres o cuatro árboles cuando los demás terminaban con uno.

Mientras comían los choripanes se habló poco. El ambiente se sentía tenso como la hoja de la motosierra. Cosa rara, pensó Martín, y más raro fue cuando Galindez, terminado el almuerzo, en lugar de la motosierra le alcanzó un viejo serrucho de mano y le dijo:

-Vos seguí con este, pibe…

Martín aceptó el desafío y quiso demostrar que él, con el serrucho, podía tener el mismo desempeño que los demás con la motosierra. Ahora le tocaba la inmensa mora. Acomodó la escalera en su tronco, subió serrucho en mano y con la energía que dan los veinte años cumplidos desgarró gajos y ramas con gran rapidez. Bajaba, corría la escalera, subía, cortaba y así una, dos, tres y más de diez veces sin ni siquiera agitarse.

En una de esas pausas en que desplazaba la escalera para acomodarse y continuar, algo compacto y pesado impactó en su oreja derecha con tal fuerza que lo desparramó en el piso. El calor ardiente y el aturdimiento más el desconcierto de no entender qué es lo que había sucedido hizo que sus ojos se llenaran rápidamente de lágrimas y así, cuando giró el rostro para saber la causa del impacto, adivinó que el bólido que lo había desarmado de dolor era un puño, más precisamente el puño de Galindez y allí estaba la cara de Galindez, la que ahora veía distorsionada y borrosa por la humedad de sus ojos y oyó que algo le decía, le decía que ya la había dicho que no se apurara, que acá hay que ser solidarios y que nadie se tiene que adelantarse, que esto no es una fábrica, que acá se va al ritmo de todos.

FIN

Noviemebre 2009

CARADECONCHA








Todavía Diego no puede borrar de su cabeza lo que sucedió hace una semana cuando, luego de que Carlitos Garrido, a causa de que cumpliera dieciséis años, terminara bajo un sinfín de cachetazos y patadas de casi todos sus compañeros, violentamente, y que después de semejante afrenta, cuando este estaba por levantarse, en la humillante posición en que se encuentran la mayoría de los animales, con las rodillas y las manos en el piso, con los ojos humedecidos, enrojecidos de impotencia, Roberto Flores, repitente, dos años más grande que Carlitos, dos veces más grande de cuerpo que Carlitos, en un salto impecable, con las venas hinchadas en su frente y en su cuello, al grito de ¡feliz cumpleaños Caradeconcha!, le remató un golpe descomunal con la superficie compacta de la mano que antecede a la muñeca, en el centro de su cabeza, que lo desparramó en el piso para terminar en un llanto que, en preceptoría, no cesó al cabo de una hora.

Pero hoy todo ya ha vuelto a la normalidad. Diego Perrone lo lee una vez más y está por demás seguro que nadie de sus compañeros podrá resolver los problemas de la prueba de física. “¡Ni Dios!” le dice por debajo a Pablo Solari quien sentado a su lado, ya tiene en su rostro el gesto exagerado de quien ve una cucaracha caminando en su plato de comida. Los dos, cómo si sincronizaran adrede el movimiento, giran sus cabezas en busca de Ramón Ferreyra y Marcelo Festa, los renombrados mejores alumnos de la clase que no toleran que sus notas en el boletín se vean amenazadas con un probable aplazo. De hecho no pasan dos minutos hasta que Marcelo Festa se levanta del pupitre para seguramente explicarle a Roggero que no había expuesto nunca en clase los temas de que tratan los problemas.

Roggero es uno de los pocos profesores que logra mantener la clase en vilo: sus problemas de física, extraídos de un cuadernillo universitario, más la promesa de que la no resolución de semejantes acertijos terminará por frustrar los deseos de quien quisiera aprobar la materia, hace que, en pleno mes de noviembre y apenas a treinta días del final de clases la mayoría quede absolutamente petrificada intentando descifrar un enunciado que pocas chances tiene de verse comprendido. Festa se levanta y hoja en mano se acerca a Roggero y algo le dice en un susurro.

-¡Y a mí qué me importa que no lo hayamos dado! -el vozarrón exultante es con el propósito de humillar a Festa que vuelve a su banco visiblemente sonrojado.

Roggero es una persona que Diego ya ha clasificado en la categoría de profesores hijos de puta, que “si te tiene que cagar te caga”. Lo había discutido con Pablo y los dos llegaron a la conclusión que a pesar de su sentido del humor campechano y a veces efectivo es evidente que no sólo es estricto en cuanto a la nota y la conducta en el salón sino que además parece disfrutar el hecho de que la mayoría esté siempre en riesgo de no aprobar.

Igualmente Diego ha decidido no discutir esta vez y entregar la hoja en blanco. La prueba anterior intentó garabatear algunos pasos para la resolución del problema pero había fracasado y días después, cuando Roggero devolvió la hoja con un “uno” gigante Diego intentó reclamar, de buen modo, que jamás habían visto el tema, ni con el profesor anterior –ahora con licencia – ni con él. “Y yo qué culpa tengo si no lo vieron” dijo Roggero con una leve elevación de la comisura izquierda de sus labios que muchos hubiesen interpretado como una sonrisa.

Ahora, mientras Diego intenta plasmar sus tres iniciales en la parte superior del pupitre se divierte observando los rostros de quienes luchan casi con frenesí por lograr resolver el indescifrable acertijo. Festa y Ferreyra, el primero sentado en el primer banco de la fila de la izquierda y el segundo también en el primero pero en la fila del centro, los dos frotándose la frente como si fueran gemelos sincronizados, parecen fracasar con sus esporádicos intentos. Ibarra, quien es puro esfuerzo a raíz de que su padre revisa día a día su carpeta y sus notas pero que le cuesta horrores las materias en las que la lógica y el razonamiento son indispensables, tiene sus dos cejas levantadas como si fuera a llorar en pocos segundos.

Cufré, Burella, Repetto, Gonzalez y Flores, sentados en el fondo permanecen en su mundo satélite en el que la asistencia al colegio al parecer solo se debe a una especie de inercia -como si a sus padres o quienes los mandara al colegio le bastara con la sola asistencia y no les importaran lo que pudieran hacer adentro-, para ellos los cinco problemas que apenas han sido copiados en sus hojas son ahora blanco de burlas y bromas; entre risas contenidas se escuchan frases como “Che, qué es el péndulo” “¡Agarrame el péndulo!” “Chupame el vector boludo”. Son los únicos cinco alumnos que Roggero no puede dominar porque a ninguno le importa las notas que puedan tener, no existen amenazas, ni las amonestaciones ni las suspensiones, ni siquiera las expulsiones. Pero Roggero apenas repara en sus comentarios, como si se permitiera ese pequeño disturbio dentro de una mayoría controlada y sumisa.

 Diego sigue con el paneo visual del aula y se detiene en Carlitos Garrido, siempre callado y sumiso quién un banco atrás, en la fila del centro, parece buscar algo en su mochila. Raro, piensa, está arriesgando mucho porque si Roggero lo ve le retira la hoja y lo saca afuera. Además, si busca un machete será inútil, nada podrá salvarlo de semejantes problemas ya que los temas fueron totalmente imprevistos. Un aplazo general a la clase es lo que siente que inevitablemente ocurrirá y entonces se relaja.

Carlitos Garrido es esa clase de personas que pasan siempre inadvertidos, nunca falta en las rondas en el recreo, en las horas libres, en las reuniones en el baño pero no habla jamás, su voz opaca y temblorosa sólo se escucha cuando algún profesor lo sorprende con alguna pregunta sobre el tema que esté exponiendo, como si quisiera descartar que Garrido no estuviera dormido o fuera un fantasma, y entonces su rostro adquiere una expresión temerosa y sus cachetes habitualmente blanquecinos se tiñen en un tornasolado intenso y apenas balbucea una respuesta indescifrable e inaudible. Nadie sabe por qué pero Flores lo bautizó Caradeconcha, durante los dos años que Flores, repitente, ingresó al curso lo acosa diciéndole Caradeconcha. Es el único que se lo dice, seguramente porque nadie quiere a Flores. Por eso, el peor error que pudo haber cometido Garrido es mencionar que el día de ayer era el de su cumpleaños. Faltó tres días a clase por el golpe, se supo que tuvo que hacerse estudios médicos porque se mareaba en su casa, luego se repuso.

-¿Quiénes fueron?

   La pregunta la hizo el profesor Furchi el mismo día de la malteada. . A su lado la regente Bossio y el preceptor Rodríguez, parados frente a la clase, esperaban una respuesta. Como ocurre en estos casos, nadie denunció a nadie, muchos menos a Flores, que podía ser muy peligroso meterse con él. Se habló de la malteada, de su cumpleaños y todo quedó en la bruma del "fuimos todos".

Hoy, allí de nuevo en el salón, mientras la hoja aún permanece en blanco, y mira cómo Garrido sigue hurgando en su mochila, Diego cree que lo sucedido el día anterior será sólo un día más en la historia de quinto tercera, y todo continuará normalmente. Pero algo inusual sucede, porque de la mochila, Carlitos Garrido, extrae algo bruñido que tiene la forma inconfundible de una pistola metálica –casi igual a la 22 que su abuelo conserva obsoleta en la cómoda de su casa- y en esa perplejidad que lo deja casi sin aliento y la seguridad de que es el único que, como en un mal sueño, ve lo que esta viendo, observa que Carlitos en un segundo se incorpora de su asiento, camina dos pasos, y apunta a Roberto Flores.

Antes de que el disparo raje la tarde y se escuche el quejido agudo de Flores, Diego graba para siempre, como una fotografía indeleble, la risa incrédula y nerviosa de Roberto Flores descubriendo con, primero asombro y luego miedo, que pronto ya estará muerto.



Fin
Enero 2009






LA CUADRA MÁS LARGA DEL MUNDO - Tan lejos, tan cerca.

Enero en la ciudad, cuando el calor y la humedad se entremezclan, es para meterse en el despacho, encender el aire acondicionado y no salir jamás. Ramón Angelino Ponce había dejado sus vacaciones para más a adelante, quizás marzo, quizás abril. Pero por suerte el clima de este lunes para Ramón era acptable, apenas templado, sin humedad, y como ya era la hora del desayuno se dispuso a salir. Tomó el saco del respaldo de la silla, y cuando pasó al lado de Patricia dijo simplemente “Salgo”. Percibió que su secretaria atinó a preguntarle algo (siempre preguntaba algo)pero no le hizo caso, y ella tampoco insistió, un código entre los dos en el que no hacían falta las palabras.
Los bombos del Partido Laborista protestando en la plaza retumbaban hasta adentro de la municipalidad, Ramón ingresó por el pasillo y raudamente encaró para la calle. Ya afuera levantó la cabeza y sonrió como en los tiempos de campaña, hizo un paneo general sin ver, no supo si alguien contestó el saludo pero al menos no recibió ningún insulto ni reclamo, el sonar de los bombos había disminuido y ahora, a medida que se acomodaba el saco, volvían a su intensidad habitual. Los del PL son como chicos, pensó Ramón, patalean y protestan cuando él no está y en cuanto aparece no se animan ni siquiera a mirarlo.
La protesta del Partido Laborista residía en negarse a que una empresa textil se radicara en el pueblo y aseguraban que era altamente contaminante para el ambiente, Ramón pensó en la gata flora, “No hay poronga que les venga bien”. Casi lo dijo en voz alta. Fue allí que levantó la cabeza y observó la entrada del bar Capuccio. De la municipalidad a lo de Capuccio hay apenas una cuadra, la cuadra más larga del mundo. Y no fue casual que mirando la angosta vereda que conducía al bar recordó aquella sentencia que le había dicho el antiguo y precesor intendente, también peronista y quien fue casi su padrino: "La forma en que llegás es la forma en que gobernás, pibe".
Se sorprendió que nadie lo detuvo en esos primeros diez pasos, pero en el paso número once, de soslayo, vio a alguien con su bicicleta estacionado en el cordón de la vereda, temió levantar la vista pero ya no podía simular, cuando irguió la cabeza, casi al lado de la bicicleta, Carlos Carrasco lo miraba sonriendo, vestido con el pantalón y la camisa de grafa azul, debería estar cumpliendo con su trabajo en el corralón, pensó Ramón, pero en lugar de eso lo estaba esperando en la puerta del municipio. Ramón, mientras escuchaba un "hola Ramoncito" bastante efusivo que Carrasco casi le había escupido mientras trababa el pedal del rodado en el cordón, recordó no sin pesar que Carrasco le había hecho prometer darle un puesto en administración ni bien asumiera, en realidad Ramón no había dicho ni sí ni no, solamente le había contestado con su muletilla de campaña que había resultado en definitiva un tiro por la culata, o varios tiros por la culata: Vemos qué hacemos.
> -¿Podré pasar a la administración cuando asumás, Ramoncito?
-Vemos qué hacemos, Negro.
Hubo varios “Vemos que hacemos” durante la campaña ¿Cuándo asumás terminamos la capilla, Ramoncito? Vemos qué hacemos. ¿Voy a trabajar en cultura? Vemos qué hacemos, siempre "vemos qué hacemos", lo sabía, Ramón lo sabía pero tenía que llegar sí o sí y tenía muy claro que esa frase para los demás era un sí rotundo y que el torbellino de reclamos se le iba a venir apenas asumiera. ¿Cómo explicarle a Carrasco, que cortaba el pasto y podaba árboles, que era insostenible que pasara a ser funcionario o empleado de administración? Cuando estuvo a su lado sonrió y se abrazó con Carrasco.
-¿Che, hay posibilidades o sigo con la pala?
-Todavía no pude hacer nada, Negro...
Sonaba inverosímil, terriblemente inverosímil, ¡ya era el intendente! Hacía un año que había asumido y responderle que todavía no había podido hacer nada lo hizo sentir un trapo de piso.
-¿Yo ya te conté mi proyecto para mejorar el tránsito...?-, dijo Carrasco retóricamente.
¿Sabrá Carrasco que el departamento de tránsito no tiene nada que ver con el de administración? pensó Ramón, pero no le dijo nada a Carrasco, no quería ahondar demasiado en la cosa para que no se extendiera:
-Haceme una gauchada, Negro, decile a Rubiera, en Tránsito, que yo te mandé y contale el proyecto, yo después hablo con él.
-Dale -respondió casi contento Carrasco-, voy ahora nomás.
-Ok, después comunicate conmigo ¿eh?
Se saludaron con otro abrazo, apenas Ramón se dio vuelta, la silueta de una señora de físico robusto, lo esperaba apenas a dos metros de distancia. Cara conocida pensó Ramón, ¿de dónde? no se acordaba pero intuía que al menos una vez había hablado con ella, la señora ni siquiera lo saludó. Sólo dijo:
-Me quieren sacar de mi casa, señor Ponce.
La mujer se puso a llorar al instante. Ramón puteó por dentro, no podía sucederle esto, todavía faltaban unos cincuenta pasos para llegar al bar y ahora tenía que sortear semejante obstáculo. Con la voz tiznada de bronca pero sin gritar le preguntó qué era lo que le había pasado.
-¿Sabe qué pasa señor intendente?, que el doctor Echeverría me dijo hace como dos años que podía quedarme con un terreno que él me dio si pagaba los impuestos y entonces fui construyendo ¿vio?, me hice la casita, es de chapa pero bien hechita, mire que no la volteó ni el viento de septiembre que fue impresionante, entonces ahora, me mandan un papel donde me dicen que me tengo que ir porque pertenece a la municipalidad.
El doctor Echeverría, antiguo contador del municipio, le había causado tantos problemas que uno más ya no le hacía mella; el antiguo contador de Ocampo, se había hecho su propio negocio inmobiliario en el municipio y no era la primera vez que le había hecho pagar impuestos de terrenos baldíos a gente sin avisarle que los cinco años tenía que estar cumplidos para hacer uso, Echeverría dejó que la gente construyera y cuando asumió, la oficina de legales con el doctor Milesi a la cabeza se encargó de recuperar los terrenos. Sobre aquellos lotes en los que no se había construido, nadie pataleó, porque eran terrenos que habían adquiridos los vivos de siempre pagando una comisión a Echeverría por el dato, ese era el negocio, pero esta pobre gente se había hecho la casa y ahora tenían un problema, y él también porque ahora, que era el intendente, quedaba como el malo de la película.
-Vaya a hablar con el doctor Milesi en la oficina de legales, por favor, pero hágalo mañana así me da tiempo de hablar con él y comentarle la situación-, se escuchó decir.
-Gracias señor Ponce, gracias- le dijo la señora sollozando y tomándole la mano en un gesto casi maternal.
Por supuesto que llamaría por teléfono y el Colorado Milesi le agarraría tal calentura que seguramente le oiría repetir una y mil veces que le presentaría la renuncia, después se olvidaría del tema y el Colorado volvería a su laburo.
Ramón comenzó a caminar luego de que la señora soltase su mano, sólo faltaban treinta pasos para disfrutar del café con leche y las tres medialunas, treinta pasos para abrir el semanario de la ciudad o el Ole y mojar la medialuna en la taza espumante de leche. Iría por los diez pasos y de atrás, alguien corriendo se acercaba gritando “¡Ramoncito, Ramoncito!”, voz conocida, familiar, el Rengo Benitez, Ramón ya sabía lo que iba a suceder: se daría vuelta y lo saludaría con un abrazo y escucharía que en el Barrio El Paso, donde el Rengo Benítez era presidente de la asociación de fomento, necesitaban mano de obra para terminar la sede. El Rengo Benitez, como era peronista, creía que podía usar gente del corralón para terminarla, pero que esta gente trabajaría en el horario municipal y no por la tarde ya que no les correspondía. Ramón se dio vuelta y lo saludó.
-¿Cómo andás Rengo?
-Bien Ramoncito-, respondió agitado el Rengo. ¿Tenés dos minutos?
-Decime.
-Vamos a tomar un café... - le dijo el Rengo poniéndole una mano en el hombro casi empujándolo. “Ni en pedo” se dijo para adentro Ramón. “El desayuno: solari, como siempre, solo yo y los diarios”.
-Tengo una reunión, decime tranquilo que te escucho.
Por supuesto que escucharlo no era precisamente lo que haría, debería decidir si continuar con la diplomacia o mandarlo a la reputa madre que lo parió, ¡era increíble que este tipo pretendiera usar gente del corralón para hacerse la sede del barrio y encima que trabajaran en el horario que lo hacen para el municipio! Esperó que terminara, cuando se hizo el silencio, respondió lo que ya tenía previsto contestarle.
-Mirá Rengo si querés que la gente del corralón trabaje para tu sede, que lo haga por la tarde o el fin de semana, si ellos no te quieren cobrar fenómeno sino pagales. A mí en esta no me metás.
-¿Qué pasa, se te subieron los humitos a la cabeza? ¡Vos ganaste por nosotros macho, no te olvidés!, ¿eh? ¿o ya no sos peronista?
-Yo no me olvido de nada, Rengo-, empezó a caminar en dirección al bar mientras el Rengo lo seguía dos pasos atrás.
-Ya vas a venir a llorar, con Ocampo esto no pasaba-, le empezó a gritar el Rengo que por suerte para Ramón ya se había detenido y no lo seguía.
Para qué contestarle, pensó Ramón, que paladeaba con ansiedad llegar a la puerta del bar si estaba allí, tan cerca y tan lejos, como esos maratonistas que alcanzan a palpar la cinta de llegada y el tiempo se hace cada vez más lánguido, para qué contestarle a un tipo al que definitivamente los años le habían arrebatado el sentido común, detestado inclusive por la gente de su propio barrio y que en definitivamente terminaba ganando las elecciones de su barrio porque gracias a dos o tres matones de cuarta no dejaba que nadie más se presentara.
Por fin, pensó casi aliviado, por fin la puerta estaba frente a él. Cuando acarició el picaporte hizo un movimiento velocísimo para quedar en el interior del bar y dirigirse, saludando a Cacho con un lacónico pero amable “Buendía”, hacia la mesa de los diarios. Tomó el Clarín y le incertó el suplemento deportivo Olé entre sus páginas para que quedara camuflado, y luego escondió dentro del saco un semanario local. Disimulando ese pequeño acto de vandalismo mediático -apropiarse de casi todos los diarios disponibles podría costarle ser víctima de algún reproche de los demás clientes del bar-, fue hacia la mesa de siempre, aquella del rincón donde nadire de afuera podría verlo, un humilde bunker anti-reclamo. El mozo se acercó para preguntar si se serviría lo de siempre.
-Por supuesto que sí.
Dejó el saco en el respaldo y se sentó, sintió que una ráfaga de placer le alivianaba el cuerpo, ese momento, ese pequeño lapso de tiempo en el que disfrutaría de un buen desayuno y de la lectura en plena y complaciente soledad era una de esas mágicas cosas que hacen que la vida valga la pena. Todo pareció adquirir un aura de excelencia y calidad como si estuviera flotando en el aire. Vio a Miguel, el legendario mozo de Capuccio, armando la bandeja casi con maestría, colocando las medialunas en el pequeño plato mientras Cacho, quien operaba la máquina de café como si fuera un experto ingeniero cafetero, le alcanzaba la taza de riquísimo café humeante y luego la jarrita de leche caliente. Extrajo del diario el suplemento deportivo y lo colocó en la mesa, lo vio venir a Miguel, pantalón negro, camisa blanca, bandeja en mano, casi en cámara lenta, como si despegara los pies del piso, ya en la mesa bajó con delicadeza cada uno de los elementos de ese conjunto apoteótico: el café, la leche, las medialunas y el vaso de jugo exprimido de naranjas. Sacó su billetera y alcanzó a abrirla:
-No, dejá Ramón, esto es a mi cargo…- dijo Miguel.
Sorprendido creyó que la mañana podría ser la mejor mañana en mucho tiempo, alguien del pueblo estaba dispuesto a demostrarle su afecto, pero luego no entendió por qué Miguel acomodó la silla y colocando la bandeja vacía sobre el borde de la mesa se sentó y en voz baja como si estuviera confesando un secreto dijo:
-Mirá, mi pibe está sin laburo… sabe mucho de computación y esas cosas… no sé… ¿vos podrás hacer algo, Ramoncito?



FIN
Noviembre 2006











































LA VIDA ES UNA HERIDA ABSURDA - Una noche con Carlitos Rojo


Ser cantante de tango suele ser un oficio irrenunciable: es imposible dejar de hacerlo, un viaje sin retorno. Carlitos Rojo nunca se doblegó ante las modas en las que otros géneros musicales como la cumbia, el rock, la salsa o el reaguetón se impusieron y empujaron al tango a reductos cada vez más soterrados. Con pasión y entrega Carlitos Rojo inflaba el pecho y afilaba su garganta para vomitar aquellos emblemas de la poesía suburbana porteña en lugares cada vez más pequeños y periféricos.

Reacio a los aviones se negó a llevar su estilo grave y opaco (una especie de Enmundo Rivero con gracia gardeliana) a países lejanos donde las letras, según él, no llegarían a hacer mella en los oídos de los oyentes.  Me dijo un día después de un ensayo: “La poesía es la esencia del tango y cantar tango para los japoneses es como decirle un piropo a mi tía Lucrecia”.

Un viernes de mayo, frío y húmedo, fuimos contratados por el Oveja Mustoni, dueño del bar la Oveja Vasca, para hacer nuestro show. En realidad el Oveja contrató a Carlitos, y él, que siempre era acompañado por Lito Córdoba -quien en esos días se encontraba trabajando fuera del país-, me llamó para que sea su guitarrista. Por suerte el repertorio era similar al de Patota Aschero, gran cantante al que yo solía acompañar mientras no estuviera en algunas de sus giras por México y Paraguay, así que ni siquiera ensayamos.

Ese viernes hicimos el primer bloque ante un auditorio repleto, pero, debo confesarlo, para nada atento. La verdad es que yo ya estaba acostumbrado a tocar en condiciones adversas: sonidos deficientes, públicos indiferentes, pero esa noche fue demasiado, la gente ni siquiera reparaba que estábamos tocando y el bullicio era infernal. Puse el volumen de la consola casi al máximo, y resultó contraproducente: a más volumen, más alto el murmullo. 
 
En el intervalo nos sentamos en una mesita que teníamos asignada y yo me quejé del bochinche con un gesto despectivo que Carlitos entendió perfectamente. 

-Qué mejor que cantar para ellos pibe, miralos -me dijo señalando al público- pareciera que no escuchan pero te puedo asegurar que cada frase, cada acorde, les entra bien adentro, en el esternón, donde sólo el engaño y la muerte pueden llegar. 

Juro que Carlitos no había tomado una sola gota de alcohol, pero el viejo esbozaba una lucidez que a mí me deslumbraba. Pensé que a lo mejor tenía razón y que a pesar del murmullo permanente de fondo, los quilomberos que poblaban la barra y las mesas definitivamente estaban disfrutado de nuestro show. 

En el intervalo, Carlitos, quizás para congraciarse conmigo o para darme estímulo, me dijo, haciendo un gesto pícaro y canchero, como si estuviera el as de espada guardado, que el segundo bloque lo comenzáramos con La última Curda.

-No falla pibe, apenas empiece a cantar fijate que el más absoluto de los silencios va reinar en este bar, a nadie le pasa desapercibido semejante joya de la poesía. 

Lo miré sonriendo. Dudé que fuera así, las personas que se encontraban allí apenas reparaban que había un viejo cantando y un guitarrista acompañándolo, ni siquiera los molestábamos, que es lo peor que puede suceder cuando uno está en el escenario: la indeferencia. 

 Tocaba pensando en otra cosa, distraído, cuando en una de las mesas alcancé a ver a un pibe que había tomado unas clases de guitarra conmigo un par de años atrás. No paraba de conversar y reir con sus dos amigos. Tendría ahora unos veintitrés o veinticuatro años, y recordaba que no sólo le era negado tocar los riff de ACDC y Viejas Locas sino también que luego de pasar dos meses de clases había desaparecido sin pagarme. Sabía que tenía una banda de rock y conjeturé que sus dos amigos deberían ser el baterista y el bajista. Cada una de sus carcajadas era una puñalada que penetraba en mi alma y sentía ganas de partirle la guitarra por la cabeza. ¡Cómo podía ser que pretendiendo ser músicos no respetaran cuando otros estaban tocando!
  
-Sabés qué pasa Carlitos- le dije -no  puedo entender que pretendiendo ser músicos que alguna vez se van a subir a un escenario no respeten al que está tocando.

Mientras me escuchaba, Carlitos miraba la mesa de los muchachos, con un palillo hurgaba en sus dientes aparentemente tranquilo y reflexivo...

-Escuchame - insisto -este hijo de puta no podía tocar el riff de Humo sobre el Agua ni siquiera en una cuerda.  

-No te preocupés pibe- trató de tranquilizarme- ya se va a estampar contra la pared…

-Pero decime si no es así -le digo. 

-¡Cómo estás pibe!, tomalo con calma. -me dice apoyando su mano en mi hombro- apenas empiece a cantar La última curda a estos giles se le paraliza la lengua.

Carlitos sonreía y me di cuenta que me había pasado un poco, y también de que si no me serenaba podía tocar cualquier cosa. Para el segundo bloque traté de concentrarme en la mesa que estaba adelante en las que cuatro señoras seguidoras de Carlitos parecían disfrutar del recital. Ellas lo miraban como si fuera Gardel en el treinta. 

Comencé a tocar la introducción de La última curda, Carlitos tomó un sorbo de su botella de agua mineral y luego descalzó el micrófono del pie.

“Lastima bandoneón, mi corazón… tu ronca maldición maleva…”

Por un momento sentí que el murmullo decrecía, como si repararan en que algo digno sucedía cerca de 
la puerta de entrada, pero apenas fue una ilusión. Yo no quería mirar la mesa de mi antiguo alumno pero una risotada estruendosa hizo que enfocara en la mesa: era él. Hasta una de las señoras amigas de Carlitos, una rubia coquetísima chistó enojada y le clavó la mirada.
 
“Ya sé no me digás tenés razón… la vida es una herida absurda….”

Años hacía que yo ejecutaba La última Curda en mi menor, pero fue tanta la indignación que se me mezclaron las tonalidades y del mi menor salté a una cadencia en si menor, y noté que Carlitos, con el gran oficio que lo caracterizaba resistía en el tono original dándole a la interpretación un carácter más que experimental. 

“La curda que al final… termine la función… corriéndole un telón al corazón.”

“¡Mi menor, pelotudo!” me reproché en mis pensamientos, y justo cuando terminaba el primer estribillo acerté con los acordes. Lo miré a Carlitos para la segunda estrofa, que por inercia siempre tendíamos a bajar de volumen para darle un carácter más intimista y noté que cierta expresión extraña en su rostro estaba siendo humedecida por sendas gotas de sudor.

“Cerrame el ventanal que arrastra el sol”

La palabra murmullo era un eufemismo, lo que se oía en el ambiente era un verdadero quilombo, una orgía de voces.

“No ves que vengo de un país…”

Recuerdo que volví a escuchar la carcajada. Carlitos dejó de cantar abruptamente y vi volar su micrófono  que impactó en la frente del pibe cerca del ojo derecho, junto con el micrófono salió despedido el cable, y la ficha plug, que saltó de la consola, arrastró la caña del micrófono y ésta pegó en medio del rostro de la rubia de adelante que comenzó a sangrar por la boca. Como un acto reflejo guardé la guitarra en la funda y la tiré bajo una estantería apoyada en la pared mientras la batahola de sillazos, botellazos y piñas se acrecentaba. 

Cuando me di vuelta la busqué a Carlitos, pero ya era tarde, estaba arrodillado sobre la mesa del pibe y tomándolo del cuello y ahorcándolo, lo zamarreaba de una lado para el otro. Me hice paso entre el gentío descontrolado y llegué a la mesa, no sin antes recibir un par de piñas y empujones. Mientras intentaba desprenderle las manos del cuello del pibe escuchaba que Carlitos le decía, como si estuviera llorando de bronca 

-¡La vida es una herida absurda, pendejo de mierda, la vida es una herida absurda!
 
Por suerte lo soltó, poco a poco los ánimos se fueron calmando, vi que Carlitos tomaba un puñado de pastillas que extrajo del bolsillo del saco y desajustándose la corbata se sentó en la mesa extenuado. No fue necesario cargar a la señora rubia a la ambulancia, el médico y el enfermero, la atendieron allí y le colocaron un apósito en el labio. Luego le tomaron la presión a Carlitos porque el médico lo notó muy desmejorado. A los cinco minutos fue como si nada hubiera pasado, el pibe seguía en su mesa pero ya no hablaba ni reía, los de la ambulancia le habían colocado una venda que le cubría parte del ojo, los demás volvieron a sus sitios. Por suerte el Oveja no hizo comentario alguno y antes de irnos, nos pagó como habíamos convenido y quedamos que más adelante haríamos otra fecha. Lo llevé a Carlitos hasta la casa y apenas hablamos. Fue una noche más.



FIN
Agosto 2009































ROBERTO BICHI SOANEZ - La maldición de Wimbledon

Llegué hasta la casa de Roberto Bichi Soanez más temprano de lo convenido, para no incomodarlo con mi adelantamiento decidí esperar en la puerta. Estacioné mi vetusto Renault 12 apenas a dos casas de la suya y encendí un cigarrillo. Desde el auto pude observar el barrio donde Bichi había pasado la mayor parte de su vida, luego de aquella misteriosa derrota, y tan lejos de las canchas de tenis como fuera posible. Barrio típico de la ciudad en el que el asfalto sólo es una utopía. A pesar de que hacía calor, cerré la ventanilla para que no me entrara la tierra que levantaban los vehículos que pasaban.

El jefe del diario me había pedido una nota y una foto para la edición del semanario que saldría el lunes siguiente y la verdad es que tuve que hacer denodados esfuerzos para comprender por qué debería realizarle una nota a Bichi Soanez, empleado de la panadería Cángaro y a quien yo me encontraba casi todas las madrugadas en La Recova cuando bajaba del camión las facturas y medialunas que relucían flamantes y bruñidas en el mostrador del bar.

-Jugó en Wimbledon, boludo- me dijo Ricardo que era, además de editor periodístico y dueño del semanario, un fanático del deporte blanco.

Mi cara debe haber sido un ícono de la sorpresa y desconcierto porque Ricardo volvió a abrir la boca para explicarme que el pobre Bichi después de perder en aquella primera ronda jamás volvió a tocar una raqueta y con el tiempo se había transformado en una especie de leyenda, un mito pueblerino, y que yo, por mis juveniles veintidós años, seguramente desconocía la existencia del gran Bichi.

-¿En serio? –pregunté totalmente descreído.

-¿Por qué en lugar de quedarte ahí parado con esa cara de boludo no te ponés en campaña y hacés contacto con Bichi así antes del sábado me entregás la nota terminadita? –me contestó Ricardo.

Antes de llamarlo quise investigar un poco sobre Soanez y su epopeya londinense, por supuesto que Internet era muy poco lo que había, sólo figuraba en archivos de Wimbledon el supuesto mach Soanez-Ribunga de primera ronda en el año 71 en el que puede constatar que el resultado fue 6-2, 6-1,6-7,6-0,6-0. Era un score bastante extraño, no quedaban dudas que Soanez había estado rayando el triunfo en el tercer set, en el que salió desfavorecido por un tie break y luego cayó por dos inexplicables 6-0. Inmediatamente reaccioné y me di cuenta que no quedaba otra explicación que algún tema de lesión, lo que por cierto le daba un carácter épico a su derrota ya que probablemente Soanez a pesar de alguna complicación continuó jugando como solamente lo hacen los grandes.

En el auto, frente al domicilio de Soanez, mientras terminaba de revisar que la cámara de fotos tuviera batería, decidí que encararía la nota preguntando sobre sus comienzos en el tenis. Bajé del auto y toqué timbre de la verja, era una casa modesta pero bastante pintoresca en su fachada, la puerta se entreabrió y salió Bichi, quien hasta ayer era el panadero que bajaba las medialunas en la Recova, y hoy un eximio tenista profesional que había llegado a jugar en Wimbledon. Me saludó con la misma calidez que lo hacía cada mañana en el centro, como hacemos la mayoría de los mercedinos que nos conocemos y saludamos sin saber absolutamente nada uno del otro.

Me hizo pasar y me convidó un mate que conjeturé que había preparado especialmente. Adentro reinaba el orden y la limpieza, me invitó a sentarme en un confortable sofá mientras él se acomodaba en el otro sillón frente a mí y colocaba el termo y la azucarera en la mesita ratona. El interior de la casa era una proyección del exterior, austera pero impecable. Me detuve observando a Soanez mientras colocaba azúcar en el mate. Quizás influenciado por lo que me había enterado de su pasado tenístico veía que su físico, delgado, alto, de espalda ancha, debería haber sido beneficioso para el deporte, me abstraje de sus cabellos ahora casi blancos y sus arrugas típicas de un hombre que se acerca a los sesenta años y traté de encontrar en ese cuerpo curtido por los años al pibe de cabello rubio y largo e imaginé también su frente cubierta por una bincha al mejor estilo Vilas o Borg, y hasta lo vislumbré con su raqueta Wilson de madera, tal como me había contado el Pelado Tornatore, dueño de la panadería en la que trabajaba Soanez, quien me puso al tanto de su pasado tenístico. Inmediatamente resigné indagar sobre sus comienzos en el tenis y dejé caer la primera pregunta que me vino a la mente intempestivamente.

-¿Te cruzaste con Vilas, alguna vez?

-¿Guillermo?

La repregunta me causó gracia, ¿qué otro Vilas podía ser en ese contexto? Roberto chupó casi exageradamente de la bombilla y luego soltó la frase como quien larga una cosa sin importancia.

-Tuvo suerte ese muchacho.

Quizás fue por mi silencio -porque la verdad que después de tan contundente expresión no atiné a nada-, que Roberto trató de minimizar su propia sentencia.

-La verdad que siendo juveniles yo le ganaba, a él y a Batata. Ojo, no es que me resultaba fácil, pero yo creo que si Vilas me ganó algún partido que nos cruzamos debe haber sido porque yo andaba con gripe, o algo similar, teníamos doce o trece años…

Me aseguré que mi grabadora estuviera funcionando porque semejante declaración era factible que pudiera venderla a algún medio nacional y no quería perder la oportunidad que se me podía dar. Bichi Soanez era una persona, sin dudas, enmarcada en una seriedad acérrima, no había vestigio de que estuviera bromeando. Además el Pelado Tornatore, que lo conocía de pibe, me alertó de que no tenía sentido del humor para los chistes y mucho menos sobre su pasado tenístico. Así que no quedaba otra cosa que pensar que lo que me estaba contando sobre Vilas y Clerc era definitivamente cierto, o al menos algún porcentaje importante de lo que contaba podría ser verdad.

-En aquella época el tenis no era para cualquiera, canchas casi no había y para poder participar en los torneos de la ATP había que tener buen respaldo. Mi viejo siempre tuvo campos y la verdad que se empeñó para que yo pudiera jugar…-el rostro de Bichi pareció contraerse en un gesto de tristeza-, …perdimos todo… y bueno… mi viejo también le daba al escolazo…se jugaba todo…

No quise que se fuera tanto del tema del tenis y tenía miedo que se pusiera hermético y no pudiera seguir entrevistándolo.

-¿No jugó más al tenis? ¿No dio clases en ningún lado?

Frunció la nariz y negó con la cabeza. Me alcanzó un mate. Luego de darle dos o tres chupadas le pregunté:

-¿Cómo fue que llegó a Wimbledon?

-Wimbledon… - dijo como para sí asintiendo la cabeza, temí que no respondiera nada más pero, por suerte, continuó.

-Yo venía haciendo buenos torneos, en polvo de ladrillo por supuesto, y estaba bien en el ranking pero no lo suficiente como para obtener un lugar, y bueno, se dieron una seguidilla de deserciones, la cosa estaba media jodida para algunos países por el tema de la guerra fría y muchos jugadores no pudieron llegar y de sorpresa me llegó la notificación…Fijate como habrá sido la deserción que Ribunga, el que me tocó en el sorteo, Satong Ribunga se llamaba, era un morocho marroquí… ¡y para que en esa época un africano esté en Wimbledon!…

-Una alegría enorme… -dije intentando levantar el tono monocorde y agónico de Soanez.

-Y… sí… el tema siempre fue la guita, pero mi viejo, entusiasmado vendió algunas hectáreas y con eso dinero conseguimos viajar.

-Dígame una cosa –dije alcanzándole el mate –yo vi que el partido fue medio raro por que estuvo a punto de ganar el tercer set y después perdió 6-0, 6-0…

Hubo un silencio que duró extensos segundos que me parecieron horas, la humedad en los ojos de Soanez hacía presumir que podría llorar en cualquier momento.

-Mirá… voy a decirte la verdad… es la primera vez que voy a contar esto… pasa que nunca lo pude decir porque me daba mucha vergüenza…

Me aseguré de que estuviera grabando y acerqué la grabadora lo máximo posible al borde de su mesa ratona. Inmediatamente me dije que luego de esto le pediría a Ricardo el aumento de sueldo que tenía postergado, con esta primicia que en años nadie había podido obtener me lo tendría ganado…

-Perder en la contienda tenística es una circunstancia de dos posibles, es decir, en el tenis perdés o ganás, así que haber perdido estaba dentro de las posibilidades… pero te puedo asegurar que no hay cosa más bochornosa que perder un partido que estuviste a punto de ganar, ahí nomás, a sólo un punto…

-Fue una lesión entonces…

-En algún momento pensé en comenzar a renguear y acusar una lesión en el tobillo o algo similar… pero no… era tan acuciante el infierno que estaba viviendo que no tuve tiempo de crear ninguna pantomima…

Me dio lástima, comencé a pergeñar la idea de que Roberto Bichi Soanez solamente había perdido por la pesadilla más temible de los tenistas: la presión. No había otra cosa que pensar eso, el torneo le habría quedado demasiado grande y la inexperiencia hizo que no pudiera sobrellevar la tensión y el nerviosismo. Me animé a preguntar.

-¿Mucha presión, no?

Me miró fijo y luego de hacer sonar la bombilla estruendosamente, tomó un papel y con una birome azul escribió algo, me lo alcanzó para que lo lea. Allí había sólo dos palabras: Chrysomphalus dictyospermi

-Lo miré con desconcierto, mi rostro debería haber sido un gran signo de interrogación:

-En el tercer set me había puesto 4-1 en el tie break, había hecho un gran partido a base de atacar mucho en la red, y luego de un saque al revés de Ribunga corrí a la red, pero el gringo se la sacó de encima y se despachó con un passing paralelo muy lejos de donde estaba, pero juro que volé de palomita y lo bloqueé espectacularmente, la pelota pegó en la banda y se murió del otro lado… estaba 5-1

Se detuvo y me dio otro mate, ahora parecía encendido y entusiasmado por seguir contando. Pero volvió a caer en una especie de depresión momentánea que le apagaba la voz.

-El tema fue que rodé por el pasto pibe -continuó -, y eso fue letal… apenas me sacudí el pasto que se me había pegado en los brazos y las piernas y vuelvo caminando a la posición de saque me entra a dar una picazón insoportable, pido la toalla y trato de refregarme el cuerpo pero fue peor, entré a rascarme con desesperación, intenté sacar como pude pero la comezón era tan terrible, tan molesta que no podía ni siquiera jugar… siempre fui alérgico, de chiquito cuando jugaba en el patio de casa apenas caía al pasto me pasaba lo mismo…los bichitos colorados me hacían ver las estrellas… después supe que el nombre científico era ese…

Me quedé mudo. No sabía que pensar, si reir, llorar, decir algo…

-Sabés que pasa pibe, que si decía que era por el bichito colorado la gente del pueblo iba a pensar que estaba poniendo excusas.

-Pero…-me animé a preguntar -, no entiendo por qué dejó entonces, una cosa así le podía pasar a cualquiera…

-En realidad el tema de haber dejado de jugar fue económico, mi viejo me había acompañado a Wimbledon y había apostado las pocas hectáreas que le quedaban a que yo ganaba el partido, volvimos al país en un barco petrolero porque no teníamos plata ni para el pasaje. El capitán se apiadó de nosotros y como le gustaba el tenis no trajo sin cobrarnos nada… eso sí, me tuve que pasar todo el viaje hablando de tenis con el viejo del barco para que no nos tirara en medio del mar…

Comprendí entonces por qué Roberto Bichi Soanez se había apartado por completo del tenis. Apagué la grabadora y le tomé un par de fotos, noté que estaba aliviado como si se hubiera sacado un peso de encima. Me acompañó hasta la puerta, antes de que me metiera en el auto, se acercó hasta mí.

-Ah, pibe, una cosita… no pongas que soy alérgico al bichito colorado, poné solamente el nombre científico… queda mejor.

Puse en marcha el auto y le dije que se quedara tranquilo, que la nota salía el lunes próximo y que le iba a dar un diario de regalo. Me fui para la redacción con la satisfacción del deber cumplido y cierta tristeza por la mala suerte de Soanez.

FIN

Agosto 2009

ENTRE GAMES - El otro costado del tenis

-¿Contra Gómez? –, escuchó Carlos en su celular. 


La voz del doctor Linares llegaba lejana y distorsionada, pero se notaba el tono de desagrado.  Carlos no sabía a qué se debía tanto asombro. 

-Sí, contra Gómez le toca jugar -respondió resignado.  

 Hacía tiempo que Carlos quería abandonar el agotador trabajo de organizar los torneos de tenis en el club y tener que lidiar con los innumerables problemas que le representaba la función. Si bien Fernández y Musillo lo ayudaban en la tarea, él corría con la difícil responsabilidad de confeccionar el cuadro y coordinar los horarios. En los días de torneo su celular parecía estallar con los pedidos de consulta, comerciantes que pedían cambiar el horario que les había tocado en el sorteo, o jugadores que tenían algún evento supuestamente impostergable y pretendían acomodar sus horarios a conveniencia. Más de una vez Carlos tiraba el celular sobre la mesa con fuerza y se prometía a sí mismo no involucrarse más con la tarea de organizar torneos. 

Ahora, cuando el doctor Linares, cardiólogo reconocido de la ciudad, desde el otro lado de la línea había preguntado, evidentemente sorprendido y hasta con cierto desdén, si a él le tocaba jugar contra Gómez, Carlos tuvo nuevamente ganas aplastar el celular.

-¿Pedro Gómez? –volvió a preguntar Linares.

-Si…-contestó Carlos ya impaciente-, ¿por qué preguntás?

-No… no… está bien…

-¿Pero cuál es la duda?

-¿No es plomero el muchacho ese?

-Si, creo que sí, ¿por?

-¿Y juega al tenis?

Carlos hizo un silencio, quería digerir lo que le terminaba de decir Linares.

-¿Y eso qué tiene ver? -preguntó.

-No… nada… parece raro…

-¿El qué es raro?

-No, nada, qué sé yo.

Carlos hizo un silencio e inmediatamente se despidió no sin antes pedirle al doctor Pablo Linares que se presentara el domingo quince minutos antes de las dos de la tarde para no retrasar los partidos. Luego, mientras ponía a calentar agua para tomar un te, conjeturaba para sí mismo cuál sería la razón por la que Linares había cuestionado así al contrincante que le había tocado en suerte. Los dos tenían un juego, a simple vista, bastante parejo, pero quizás el hecho de que fuera la primera vez que Gómez se anotaba en un torneo probablemente había puesto nervioso a Linares quien contaba con el handicap de ser el número dos de la categoría B.
 
Linares era el tipo de jugador que Carlos encuadraba en el grupo de los obsesivos, su característica ultracompetitiva lo llevaba a actuar en la cancha con cierta tendencia a la trampa. Tenía vicios muy poco tenísticos, su idiosincrasia deportiva respondía más a la viveza y chicana del truco que del tenis. Musillo le había puesto de sobrenombre ”Ojo de Halcón” , porque siempre estaba buscando pique en la cancha y era capaz de dar por mala una pelota que él mismo había dado por buena varios tiros anteriores a la terminación del punto y, por supuesto, solamente lo hacía cuando lo había perdido. Pero su mayor virtud, su más destacable característica y que lo diferenciaba del resto de los jugadores, era la de conversar al rival en los momentos de descanso y utilizar esa instancia para hacerle perder la concentración.

 Fue memorable la vez que al Pelado Merola, abogado, en una semifinal de la categoría, cada vez que se sentaban a descansar el doctor lo amedrentaba preguntándole cómo le había ido con el juicio al municipio por una licitación posiblemente fraudulenta que había ganado una empresa de construcción de asfalto, y en la que era más que sabido que ese juicio lo había perdido casi vergonzosamente. O la vez que le tocó frente a Walsh, quien se había separado de la mujer poco tiempo atrás y le terminó dando vuelta un partido increíble porque lo ametralló a preguntas e insidiosas puñaladas psicológicas sobre el futuro que le esperaba: “Y ahora preparate porque las minas se llevan todo, te va a llevar como diez años armarte económicamente”. Walsh, después de aquel partido, le contó a Musillo que estaba tan desmoralizado que ni ganas tuvo de romperle el culo a patadas y que no se puso a llorar porque hizo lo imposible por contenerse.
 
 Por todo esto el domingo por la tarde Carlos quiso que Linares y Gómez jugaran en la cancha más cercana a la mesa de los organizadores así podía tener el control porque intuía que era un partido en el que podría haber problemas. En contraste, Pedro Gómez no le resultaba una persona difícil, todo lo contrario, era en exceso tranquila y sosegada, todo lo tomaba con una calma y humor más que envidiable, lo había visto jugar algún que otro partido de dobles y jamás se le había escuchado un insulto o reproche tan típico de los tenistas que parecen, muchos de ellos, personas de dudosa salud mental  reprendiéndose a sí mismos sobre cómo deberían haber jugado o pegado a esa pelota que quedó en la red o salió de la cancha. Pero Pedro Gómez, aplomado y tranquilo, como si flotara por la vida,  nunca había propiciado un grito, ni siquiera un chasquido de lengua, y ante el infortunio de una pelota mal jugada o un error inadmisible solamente sonreía como si no hubiera pasado nada.

El domingo, por suerte los dos se presentaron en el Club casi a tiempo. Linares, quien siempre acrecentaba la elegancia de su delgadez y su metro ochenta de altura con indumentaria de primera marca y accesorios de primera línea, -inclusive conservaba un juego de tres raquetas que uno solo veía en la vidriera de los más exclusivos locales de deportes-, se presentó dos minutos antes que Goméz. Pedro Gómez, entrecano, morrudo, más gordo que flaco, apareció con la misma chomba azul que usaba siempre que jugaba en el club y en lugar de short de tenis llevaba puesto una malla de baño. Gómez mismo había confesado que lo usaba porque al menos no le paspaba la entrepierna y tenía bolsillos para guardar la pelotita en el saque.

Después del peloteo el partido comenzó parejo, el primer set terminó en un ajustado tie break a favor del doctor Linares. Cada vez que se sentaron a descansar la única voz que se escuchaba en cien metros a la redonda era la del doctor Linares intentando desconcentrar a Pedro Gómez. Carlos, Palito Musillo y las casi veinte personas que presenciaban el partido se divirtieron con los intentos de Linares por amedrentar con preguntas insidiosas al pobre Pedro Gómez que solamente asentía y sonreía ante cada inquisitoria y comentario del doctor Linares ¿Así que sos plomero? ¿Y tus hijos pueden ir a una escuela privada con tu oficio? ¿Te da para las vacaciones? ¿Es bueno ese encordado? La sumisión y casi timidez con que Pedro Gómez afrontaba las hirientes esquirlas que despedía el doctor Linares mientras se secaba los antebrazos y la cara con su clásica toalla verde musgo despertaba en Carlos cierta tristeza que rápidamente se transmutaba en bronca contenida. El 5 – 2 del segundo set a favor de Linares parecía irremontable, Gómez ya no esbozaba ninguna sonrisa en su rostro y la desazón en la tribuna parecía evidente. Carlos se encontraba tan desanimado que prácticamente no hablaba. Cuando Linares y Gómez se sentaron nuevamente en los banquitos de descanso, se escuchó la voz potente de del cardiólogo que sin piedad le preguntó:

-¿Debe ser duro andar entre la mierda todo el día, no?

El silencio que reinó después más la petrificación abrupta de Goméz mirando su raqueta Wilson descansando en el borde del banco hizo que la respuesta se escuchara clara y concisa.

-Oiga una cosita doctor, ¿usted tiene una casa muy linda allá en el barrio del Estudiante no?

Linares pareció sorprenderse mientras tomaba un trago de agua saborizada del pico de la botella, luego asintió con la cabeza.

-Y su esposa es una mujer rubia, alta, delgada… que parece mucho más jóven que usted ¿no?

-Bueno… ella tiene cuarenta años, y yo cuarenta y ocho, así que la diferencia…

-¡Eh, doctor, pero usted me da como cincuenta y pico…! ¡¿Cuarenta y ocho tiene?!

-¿Pero cómo es que conocés donde vivo y quién es mi mujer? ¿Vos estás seguro?

-¿No tiene usted un cuero de vaca como alfombra en el living?

Linares giró la cabeza hacia el banco de Gómez de tal modo que Carlos tuvo la impresión de que el cuello se le había quebrado…

-Si mal no recuerdo en su dormitorio cuelga un atrapasueños sobre la cabecera de la cama…- remató Gómez.

La expresión de Linares, además de la palidez casi mortecina que le invadió el rostro, daban rotundas muestras de que las palabras de Gómez habían resultado como letales golpes bajos que lo preparaban para rematarlo con un cross a la mandíbula que parecía no faltar mucho en llegar. Gómez se preparó para sacar pero Linares daba clara muestras de no querer volver a la cancha. Tardó más de un minuto en secarse la transpiración y beber otro sorbo de agua. No ofreció ninguna resistencia: en dos minutos Gómez se puso 3 – 5

Esta vez en el descanso el diálogo fue iniciado por Gómez.

-¿Sabe una cosa doctor? Con todo respeto se lo digo ¿eh?, mi trabajo no es muy distinto al suyo, yo me encargo de solucionar los problemas de cañerías de una casa y usted hace lo mismo pero con el ser humano ¿o no?

Una mueca indescifrable en el rostro de Linares fue lo único que hubo como respuesta.

El 5-5 fue inevitable, el doctor Linares parecía un muerto en vida, a lo único que atinaba era a buscar piques que en casi todas las jugadas le parecían dudosos.

-Hagamos una cosa jefe –dijo Gómez apenas se sentó en el banco -, como usted parece que muy bien no ve donde pica la pelota pidámosle a Carlos que nos haga de umpire así no tenemos dudas…

-No… yo veo bastante bien…

-Los años no vienen solos doctor…

Gómez ni siquiera esperó una respuesta, se dio vuelta y le pidió a Carlos si podía hacerlo. Carlos, quien intentaba controlar la satisfacción en su rostro aceptó sin miramientos y corrió a pararse en el banco de Gómez para ejercer desde la altura su tarea arbitral.
  
Prácticamente no tuvo trabajo, Gómez, luego de una leve caída levantó un 0-40 y después de ponerse 6 -5 el set terminó con dos infrecuentes doble faltas de Linares y dos pelotas ganadoras de Gómez.
   
-Le digo otra cosa jefe -dijo Gómez mientras dejaba su raqueta en el banco, como si continuara el diálogo del descanso anterior-, en este oficio, mal llamado plomero, porque ya los caños no son más de plomo, ¿vio? ejercemos también el rol de psicólogos…

Linares tomó su último sorbo de agua y era evidente que la botella temblaba como si sufriera Mal de Parkinson
  
-Las mujeres, que son las que nos atienden en las casas donde trabajamos nos cuentan sus cosas, ¿sabe? así que déjeme darle un consejo doctor…
    
Carlos, Musillo y la tribuna enmudecieron como si estuvieran en un templo sagrado, no tenían intención de profanar aquel momento en que veían que la humanidad de Linares parecía desintegrarse como si le hubieran derramado ácido encima.

-Sáquela a su mujer, doctor, sáquela a pasear, préstele atención por la noche aunque llegue cansado y no se duerma siempre temprano… mímela doctor… ella necesita cariño…

El rostro del cardiólogo parecía a punto de estallar, los ojos brillosos, enrojecidos y el semblante pálido lo exponían como un hombre desesperado y abatido. 
   
Fue un relámpago y no un set lo que siguió: 6 – 0 en diecisiete minutos. El doctor Linares fue literalmente una sombra, las pelotas pasaban a su lado como si no reconociera que la naturaleza del juego estriba en acertar con el centro del encordado aquellas esferas amarillas que como bólidos felpudos pasaron a su lado. Y en los descansos de es último y contundente set sólo hubo silencio.


FIN


























































¡QUE TE QUIERAN, PIBE! - La gloria no se mancha

Dedicado a mi gran amigo canalla y rosarino Pablo Musillo

Que te quieran, pibe. Que te recuerden bien. No hay nada mejor que eso.

Mirá que soy conciente de que las cosas con el tiempo cambian y mucho más en estos últimos años. Te le dice uno, querido, que alguna vez tuvo que salir corriendo hasta el otro campo, el de los Torres, a que le presten el teléfono para llamar al médico, o tener que ir en sulky a buscarlo al pueblo mientras la mamita se partía del dolor en la cama. Hoy eso es una antigüedad terrible, pero en ese tiempo querido, era lo que había. Hoy con ese aparatito te comunicás con quien quieras y hasta en cualquier parte, y te digo que no estoy en contra de la tecnología, porque seré viejo pero no “viejo cachuzo”, yo también tengo un celular y aunque apenas si veo los números y los doscientos chirimbolos que tiene, lo uso igual.

Sentate, sentate que hago unos mates, usted también señor, siéntese allí que la casa es chica pero el corazón es grande. ¡Lo que debe ser para un padre que el hijo llegue a primera ¿no?! Si me acuerdo la cara de mi viejo cuando le conté que iba al banco: abril de 1949, cancha de San Lorenzo, diecisiete recién cumplidos. Fue la segunda vez que le vi ese brillo en los ojos y el rostro encendido, la primera vez había sido cuando Evita y el General vinieron a Rosario. Después claro, no me fue bien como jugador, ni me acuerdo los partidos que pude jugar hasta que tuve el accidente, me caí de un andamio trabajando con mi viejo y la rodilla se me partió en cuatro partes, y a otra cosa mariposa, en aquella época llegabas a primera pero igual había que seguir laburando, porque salvo que fuera River o Boca los demás equipos no tenían un mango. Hoy un pibe se rompe los ligamentos y a los pocos meses está jugando, eso es una bendición pibe, hay cosas buenas que van sucediendo con el tiempo. Pero saben qué, en mi época no había las lesiones que existen hoy, algo pasa… algo pasa. O los entrenamientos son muy fuertes o la leche para alimentar a un pibe no viene como antes. Por supuesto que sé que la línea que separa la exigencia física del descanso en un jugador es muy delgada, es decir, la pregunta que deben hacerse los profesores es “¿hasta cuándo se le puede exigir a un jugador?”.

Vamo al grano pibe, y usted discúlpeme señor pero yo le voy a hablar a él porque al fin y al cabo la vida es de él, no se ofenda, sé lo que es un hijo para un padre, pero si le quiere hacer un bien, permítale decidir por sí mismo. Cuando usted me habló por teléfono para decirme que no estaba conforme con el representante del pibe, yo lo escuché con atención, y le voy a dar mi punto de vista. Usted me habló de la parte económica casi todo el tiempo y una sola ocasión le escuché decir que deseaba también que el pibe jugara. Déjeme decirle que la propuesta del representante para ir a jugar a Rusia y cobrar toda esa plata es muy tentadora ¡Caracho! ¡Diez mil euros por mes más departamento a disposición es una fortuna! Así que si priorizamos la parte económica, esa plata por un jugador que apenas tiene veintisiete minutos en primera es más que negocio. Pero que algo sea negocio no quiere decir que sea un hecho. Porque hoy parece que el negocio está por sobre todo, la ley que impera determina que si es negocio no hay más nada que hablar. ¿Y el corazón señor? ¿Qué precio tiene?

Es muy probable pibe que después de esta reunión terminés jugando en Rusia y cuando vuelvas te compres cuatro o cinco casas, departamentos y la vida te sea más cómoda prácticamente sin trabajar. Pero dejame que te muestre qué es lo peor que te puede suceder en la vida a partir de ahora: que por cualquier causa, por salud, por suerte o lo que sea no puedas jugar al fútbol y que tengas que plantearte estudiar o trabajar en otra cosa, atender el negocio de tu viejo o manejar un taxi o barrer las calles. Y eso no es la muerte de nadie. Pero te puedo jurar que el que barre la calle, el que maneja un taxi o el que atiende el negocio, tu padre inclusive, hubiesen dado cualquier cosa por estar en tu lugar, pero no por la plata que puedas ganar o la vida que puedas tener, solamente por entrar a la cancha, acariciar la pelota y realizar la jugada de sus sueños, y escuchar que la gente coree tu nombre, te salude en la calle y te pida que le firmes un autógrafo.

Sé también que todo el mundo te dice que la vida de un futbolista es corta, que son quince años de vida profesional, quince años en los que hay que armarse económicamente porque la jubilación te llega pronto. ¿Y el tipo que trabaja en una fábrica y a los treinta y cinco, cuarenta años tiene que salir a buscar laburo o ver si pone un negocito para poder seguir dándole de comer a sus hijos?

Que te quieran pibe, es el premio mayor. Yo a los representantes de jugadores me los conozco a todos, la mayoría conoce bien el negocio y te aseguran que ellos te van a cuidar el bolsillo como nadie. Yo no te prometo cuidarte el bolsillo y es por eso que mis consejos van a contramano del resto… yo, pibe, prefiero cuidarte el alma. Cuando termines tu carrera y vuelvas de Rusia ni remotamente vas a regresar allá y acá vas a tener una vida de bacán, pero vas a caminar por la calle y no vas a recibir un solo saludo, una mísera palmadita en el hombro. En cambio, si firmás para Central, que encima es el club que te enseñó lo que sabés, cuando tengás setenta, ochenta, noventa años, en el barrio, en la ciudad, en todo Rosario, vas a recibir tanto afecto, tanto cariño, que los diez departamentos que hubieses podido tener serán solo migajas.

Yo, perdóneme señor, fui testigo la otra tarde cuando hablamos en el bar por primera vez y hablábamos del futuro del pibe, con todo respeto se lo digo, su énfasis estaba puesto nada más que en la parte económica. El pibe ni siquiera cumplió dieciocho años y usted le estaba hablando de las dos o tres generaciones que no tendrán que trabajar para vivir. ¡Estamos todos locos, señor! Permítame decirle que ser ídolo en Arroyito, en Rosario, recibir la mirada encendida del hincha canalla… ¡es tan sublime que no tiene precio! ¡No tiene precio!

Sinceramente no creo ser un buen representante para su hijo… quizás es mejor que sigas con el que estás ahora pibe, porque probablemente entienda mejor los nuevos tiempos. Yo siento que mi pensamiento es de antaño, pero saben qué, no puedo, no puedo traicionar mis sentimientos… tener plata en la vida soluciona mucha cosas, pero que te quieran pibe, que te quieran… es tocar el cielo con las manos.

12 DE OCTUBRE - El encuentro de dos mundos

-¡Sentáte y escuchá, fue terrible! –dijo Clara.

Karina se sentó en el borde de la mesa y comenzó a revolver el te mientras Clara se desvivía por contarle lo sucedido. La virtud de un chisme estriba en que reconforta tanto al que lo cuenta como al que lo escucha, por eso que las dos tuvieran hora libre fue como un regalo del cielo, para Karina porque no había estado en el acto del 12 de octubre , tenía licencia por enfermedad, y para Clara porque se moría por contarle a Karina lo que había sucedido durante el acto.

La Escuela 305 es aún una de las escuelas públicas más cuidadas de la ciudad: regular disciplina, sólida estructura edilicia, y una directora omnipresente que por momentos irrita al plantel de docentes y no docentes, aunque, en contraposición, nadie puede reprocharle que desempeña su rol de mandamás con absoluta responsabilidad. Clara había trabajado en varias escuelas y jamás fue testigo de semejante control e incidencia de un director en sus subalternos como sucede en la 305. Lo único lamentable es su carácter y su manera de decir las cosas. Todos conocen a Soledad Rodríguez como una mujer muy dedicada al trabajo pero tal virtud queda empañada por el grueso defecto de descalificar a quienes no cumplen a rajatabla con lo que ella decide.

A comienzo de año, en las reuniones para la planificación anual de trabajo, la directora Rodríguez había designado quiénes de los docentes estarían a cargo de los diferentes actos escolares. A Clara le hubiese gustado el 25 de mayo, pero con desagrado recibió la orden de Rodriguez de que le asignaba el Día de la Bandera. Nadie dijo una palabra hasta que la mira telescópica que tenía como dedo se dirigió al profesor de gimnasia Manuel Lescano y con tono por demás de imperativo dijo:

-Y el 12 de octubre, usted.

El rostro sereno de Manuel Lescano pareció contraerse y transformarse como si viera una pistola apuntándole.

-¿Yo?

-Sí, usted.

-¿Por?

-¿Por qué no?

-No, imposible. Cualquier otro menos el 12 de octubre.

Todas las demás docentes –Manuel Lescano era el único varón del plantel-, se miraron entre sí, incrédulas. Clara creyó adivinar que todas se hacían la misma pregunta que ella ¿cómo podría ser que se animara a contradecirla? Seguramente, por ser el primer año que el profesor trabajaba en la escuela desconocía el temperamento de Soledad. La reprimenda no tardó en llegar.

-Escúcheme jovencito, no sé que pensará usted pero es mejor que sepa que dentro de las atribuciones que me corresponden está también la de dirigir y conducir este plantel, así que si usted persiste en la negativa no tendré más remedio que iniciarle un sumario por desobedecer mi autoridad.

Manuel Lescano no dijo una palabra más. Clara vio como su rostro adquiría la expresión de la bronca y la impotencia. Clara sabía que era prácticamente improbable que trabajando para el estado alguien pudiera ser despedido pero eso no quería decir que las autoridades no puedan ingeniárselas para hacer la vida imposible al docente que desearan, al punto de forzar la renuncia. Y seguramente el profesor Lescano estaría pensando en eso, en lo inconveniente de obtener un sumario apenas con treinta años de edad y con la probable baja de puntos en la calificación a fin de año.

El comentario general entre los docentes de la escuela era que Manuel demostraba ser un excelente profesor de gimnasia como así también un muy buen educador, tenía un perfecto control sobre los grupos y jamás aplazaba a nadie porque, tal como se lo había dicho a Clara en una de las veces que se encontraron descansando en la sala de profesores, si algún alumno tenía seria dificultades para los ejercicios y el deporte, con paciencia y buen modo lo convencía para que al menos caminara durante cuarenta minutos alrededor del patio con la promesa de que con ese único ejercicio aprobaba la materia. Cada vez que alguna compañera de Manue Lescano le reprochaba ese modo flexible de proceder él contestaba que tenía principios y que tratándose del desempeño físico, que lamentablemente no todos los seres humanos están dotados, desaprobar un alumno porque no pueda con una abdominal, una espinal o una flexión de brazos sería definitivamente discriminatorio y agregaba sin inmutarse “propio de la Alemania Nazi”.

Manuel Lescano, esto Clara lo había comprendido con sólo observarlo un par de veces, era políticamente un hombre de izquierda, frases como oligarquía dominante, capitalismo salvaje, Latinoamérica unida, y empresariado garca salían de su boca con fluidez, y en su rostro las dos líneas verticales del ceño se le dibujaban marcadamente a la hora de referirse la derecha vernácula. Clara, que de política mucho no entendía, se animó a preguntarle con su mejor voz y cara de sonza si estaba en algún partido político, así fue como supo que desde los dieciocho hasta los veinticinco años había militado en la izquierda. También le explicó que si bien ahora no militaba en el partido de todos modos sus convicciones no habían cambiado.

Durante el año los diferentes actos escolares se fueron sucediendo con bastante nerviosismo por quien estuviera a cargo. Soledad Rodríguez pretendía que los actos públicos fueran de excelente calidad: “Allí es donde los padres tienen contacto con la escuela y no hay que defraudarlos. Y además recuerden que los padres de Solivella y De Lucca de cuarto grado, son profesionales y que podrían enviar a sus hijos a una escuela privada pero eligieron mandarlos acá…”, lo decía levantando el índice como si señalara el sol al medio día. El acto de la soberanía de las Islas Malvinas estuvo a cargo de Candela y el del 25 de mayo fue hecho por Rosario, las dos fueron duramente reprendidas por Soledad, la primera por no haber hecho participar a sus alumnos con mayor concurrencia limitándose el acto a la lectura de un discurso por parte de un alumno y la segunda por haber situado la revolución de mayo en la Casa de Tucumán en lugar del Cabildo de Buenos Aires. Aunque Rosario inmediatamente se retractó las dos veces que cometió los yerros, Soledad no tuvo piedad y la desmoralizó durante cuarenta y cinco minutos en el despacho de dirección. Rosario, por supuesto, salió llorando desconsoladamente.

A Clara le fue bastante bien con el Día de la Bandera a costa de trabajar durante más de una semana prácticamente sin dormir construyendo banderitas de papel y ensayando hasta el hartazgo con sus alumnos una pequeña obrita sobre Manuel Belgrano. Soledad Rodríguez, no pudo con su genio y sin propiciar elogio alguno le hizo a Clara treinta minutos de recomendaciones de cómo mejorar para la próxima vez.

Pero a ninguna se les había olvidado la fecha del 12 de octubre en que Manuel Lescano debería dirigir su propio acto. Tres días antes, una mañana que Manuel Lescano no se encontraba en la escuela, en el recreo que todas se juntaban a tomar el desayuno en la sala de profesores, mencionaron el tema del acto que le tocaba a Manuel, y jocosas comentaban y se reían conjeturando lo que el pobre muchacho podría llegar a realizar, imaginaban las caras de los padres y sobretodo la de Soledad Rodríguez en el momento en que el acto llegara a su fin, porque a decir verdad ninguna tenía un gramo de fe en que Manuel Lescano pudiera hacer algo meramente presentable. Fue esa misma tarde que Karina comenzó a sentir náuseas y padecer una severa diarrea que la dejó de cama. La gastroenteritis le impidió concurrir por una semana entera a su trabajo. En otro momento todas hubiesen dudado de que fuera cierto pero como Karina había demostrado un desmedido entusiasmo por presenciar el acto del 12 de Octubre nadie dudó de que la falta era justificada. Por suerte ahora estaba Clara para ponerla al día.

-Fue increíble, yo nunca vi nada igual – dijo Clara sonriendo con evidente expresión de desconcierto, como si no pudiera asimilar todavía lo que había ocurrido.

 -Pero qué –pregunto Karina– ¿no trabajó lo suficiente? Yo vi que ensayaba largo y tendido con los chicos de cuarto “B”…

-Al contrario querida, trabajó de más, tenés que ver la cara de Soledad mientras se iba sucediendo el acto.

-Contame ya, porque me muero de desesperación…

-Empezó todo como siempre, estaba lleno de padres, imagináte que hizo actuar a todo el cuarto A y cuarto B, así que los padres llenaron el salón. Arriba del escenario había un cartel grande hecho con cartulina que decía “12 de octubre – El encuentro de dos mundos”. Se hizo entrar a la bandera y se cantó el Himno, hasta ahí todo normal.

En verdad la sala estaba repleta, el acto estaba anunciado a las nueve y treinta de la mañana y Clara veía como Manuel y sus alumnos construían con cierto apuro la escenografía en el escenario, ella misma se ofreció a ayudarle y le preparó junto con el portero el equipo de sonido.

-No te miento si te aseguro que la cantidad de padres era mucho más que en otros actos –dijo Clara mientras comía una galletita Ovación.

Luego del preámbulo protocolar que de rigor antecedía a todos los actos escolares, Manuel Lescano se paró frente a la concurrida sala para manifestar su discurso. Un batallón de niños, desde primer grado hasta séptimo, embutidos en sus guardapolvos blancos, sentados en las hileras de sillas eran reprendidos por las maestras que entre gestos efusivos y retos verbales intentaban calmar al auditorio para que haga silencio. Realmente la sala se había llenado por completo, a los laterales, padres y familiares pugnaban por buscar un lugar para poder observar mejor. No es habitual que un maestro exponga un discurso sin leer donde previamente lo ha escrito, por eso para Clara resultaba extraño y hasta admirable que Manuel se animara a improvisarlo. Pero Manuel, quién para la ocasión se había puesto camisa blanca y traje negro, apenas dijo unas pocas palabras.

-Bueno, primero dijo lo de siempre –continuó Clara – Señora directora, docente, padres, alumnos estamos aquí para conmemorar lo sucedido un 12 de octubre cinco siglos atrás y los alumnos nos van a mostrar en un pequeño acto la historia del descubrimiento y bla bla bla…

-¿Bastante bien no? –preguntó Karina mientras se limaba las uñas.

-Hasta ahí, impecable, yo la observaba a Soledad y viste que ella lo único que le preocupa son los padres de Solivella y De Lucca, porque uno es abogado y el otro médico, tenía los ojos puestos en ellos nada más para ver qué cara ponían…

Cuando Manuel Lescano dio paso a la obra, se colocó a un costado del escenario con una carpeta con el evidente objetivo de apuntar a los noveles actores que se olvidaran la letra. Clara vio como un indiscutible Cristóbal Colón, con un traje de marinero hecho de cartulina y una peluca de lana amarilla, diminuto y con voz de niño gritó:

-¡Por fin tierra firme!

Detrás de él llegaban diez niños más, confusamente disfrazados de marineros, pues llevaban puesto arriba de su ropa solo un extraño gorro en la cabeza y un ancho cinturón de cartulina, entraron gritando al unísono.

-¡Tierra Capitán, tierra Capitán!

Luego un marinero dijo:

-¡Por fin después de tantos meses!

-¡Casi perecemos en alta mar! –dijo otro.

-¡Dios está con nosotros! –dijo el cuarto que por su voz suave apenas se escuchó. Al instante, diez alumnos entraron por el otro lado, con remeras ajustadas color marrón, las caras pintadas con diversos colores y una pluma pegada en la frente. Se detuvieron frente a Colón y los marineros, e hicieron una reverencia más propia de los japoneses que de indígenas. Los cuatro indiecitos dijeron a coro:

-¡Bienvenidos al nuevo mundo!

Luego transgrediendo un poco la realidad uno de los marineros oficiaba de traductor y se desarrolló una escena en la que los dos bandos intercambian cosas: los indios dieron frutas a cambio de un caballo (otro alumno con una careta de equino que apareció trasladándose en cuatro patas), luego intercambiaron artesanías indígenas por sombreros, collares por monedas, sandalias por zapatos, boleadoras (a Clara le pareció un poco arriesgada la innovación pampeana) por catalejos. La escena culminó con un supuesto fogón (tres o cuatro troncos en el piso con cartulina naranja simulando las llamas) donde todos cantaron el Himno a la Alegría.

-Bastante bien entonces ¿no?–dijo Karina

-Si, hasta allí todo bien –contestó Clara.

-¿Soledad qué decía?

-Yo la miraba viste, y al principio te dabas cuenta que estaba preocupada por lo que llegaran a pensar los padres de Solivella y De Lucca, y para ese momento se le notaba en la cara que se había relajado, porque seguramente ella tampoco tenía fe.

-Y sí, para ella, los cien padres restantes que se vayan a freir churros…

-Pero en el fogón, cuando todo parecía que iba a terminar, abruptamente cortaron la canción en el medio de una estrofa, se quedaron todos congelados, los indiecitos y los marineros, duritos como estatuas, y apareció en escena el hijo de Solivella, que te juro Kari, estaba disfrazado del Che Guevara porque tenía como un uniforme verde, una boina roja y la cara pintada con crayón negro simulándole la barba, el chico fue hasta el cartel que decía “12 de octubre – El encuentro de dos mundos” y lo arranca, y quedó descubierto otro que estaba abajo que decía “12 de octubre – Día de la Matanza”.

Karina se tapó la boca y abrió los ojos desaforadamente como si viera un fantasma en la sala de profesores – ¡No te puedo creer!

Clara tampoco podía salir de su asombro: el pequeño Che Guevara se paró en el centro al borde del escenario y sacando un cilindro de papel marrón que simulaba un habano se lo colocó entre los labios e interpretó una profunda inhalación y luego, tomando el habano entre el dedo índice y medio de la mano derecha, expulsó el humo invisible y, con voz imperativa, casi militar dijo mirando al auditorio:

-Si la historia la escriben los que ganan eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia, quién quiera oir que oiga, quién quiera ver que vea, quién quiera aprender que aprenda, la verdadera historia es esta.- Y extendiendo su mano hacia la escena congelada se retiró lentamente del escenario.

-Los marineros entonces –continuó Clara-, se levantaron del fogón y gritando comenzaron a perseguir a los indiecitos y todos empezaron a correr en el escenario gritando como animales, se ve que algunos salían del escenario y sin que se viera los indiecitos se echaban pintura roja (después me enteré que era témpera) en la cara, en el cuerpo y corrían y se tiraban al piso gritando como locos… viste que a los chicos, si les das vía libre para que griten les agarra la locura.


-¿Y Soledad?

-Mira Kari, yo creí realmente que ahí se largaba a llorar, las caras de los padres era de terror, como si estuvieran viendo un accidente catastrófico, un tsunami…

-¿Y Manuel?

-Y yo lo alcancé a ver detrás del enjambre de chicos gritando y estaba concentrado como si no quisiera que la cosa fuera a fallar. Hasta me pareció verle un gesto de regocijo por lo que estaba pasando.

Clara calculó que el alboroto en el escenario se extendió aproximadamente durante unos diez minutos, se podía observar como los que hacían de marineritos sometían a los simulados indiecitos a diferente tipos de vejámenes, un marinerito se había sentado sobre un indiecito repleto de témpera roja en la cara, otro marinero ahorcaba con las manos a un indígena que había dibujado un chorro de pintura que le bajaba por la comisura del labio. Luego los supuestos españoles se retiraban y quedaba el tendal de indiecitos tirados sobre el escenario, cubiertos de témpera roja en todas partes del cuerpo. Los alumnos, docentes y padres no salían del estupor, como si semejante sorpresa los hubiese congelado en el lugar. Y como esos aplausos que comienzan gracias a que uno se anima a quebrar el silencio y los demás lo siguen hasta conformar una sinfonía de palmas, no fue un aplauso lo que inició el gigantesco murmullo en la sala sino la voz del doctor Solivella que gritó:

-¡¿Quiero saber quién es el responsable de esto?!

-No te miento Kari –continuó relatando Clara casi eufórica del entusiasmo –Soledad se puso pálida, los demás padres indignadísimos comentaban entre ellos y cada vez se iban enfureciendo más.

-¿Y Manuel?

- Hasta ahí se mantenía detrás del escenario dirigiendo la obrita.

-Pero, ¿de dónde habrá sacado la obra?, de Billiken seguro que no.

-Para mi la inventó él mismo. Escuchá, no me vas a creer lo que pasó después, entró el hijo de De Lucca al escenario pero disfrazado de sacerdote con una túnica de tela negra y con ese cuadradito blanco en el cuello que llevan los curas ¿viste? y una cruz en la mano, cuando todos lo vieron se hizo un silencio total, imagináte la escena, los indiecitos tirados en el piso todavía haciendo de muertos y el curita simulando que los bendecía con la cruz.

Mientras la cruz del pequeño sacerdote los tocaba los indiecitos se iban incorporando como si resucitaran, luego, el sacerdote, levantando la voz interrogaba a cada uno de ellos preguntando.

-¿Creed en Dios, Creador Todopoderoso?

El primer indiecito contestó que sí pero el segundo contestó “Creo en la Diosa Luna” , entonces el curita hacía como que le clavaba el crucifijo en el pecho mientras le gritaba “Eres una bestia, os vengo a evangelizar” y el indiecito caía al suelo. Y allí vuelve a entrar en escena el Che Guevara y haciendo arrodillar al curita le roba la cruz al sacerdote y hace como si la fumara en lugar del habano…

-Que evangelizar ni ocho cuartos ¡asesinos! –gritó el Che Guevara

-¡No te puedo creer, Clara! ¡No te puedo creer! Esos chicos no tendrían ni idea de lo que estaban haciendo.

El murmullo en el salón de actos volvió a crecer y Clara vio como el cutis blanco del rostro de De Lucca pasaba a un rojizo intenso. A pasos suyos Soledad Rodríguez se desmayaba y era sujetada por las maestras Jimena y Martita que a duras penas podían con su robusta humanidad. Fue en ese instante que De Lucca bordeó las hileras de sillas gritando a viva voz:

-¡Zurdo de mierda, da la cara!…

-¡Qué salga ese hijo de puta! –gritó el doctor Solivella que salió tras De Lucca. Un abuelo que seguramente habría ido a ver a su nieto, señalando al pequeño que hacía de Che Guevara, compenetrado, confundiendo inclusive la nacionalidad le gritó:

-¡Cubano puto!

Cuando De Lucca y Solivella, haciéndose paso entre la marea de alumnos acompañados por un puñado de madres y padres, llegaron al escenario no pudieron encontrar al profesor Lescano.

-Desapareció Kari –dijo Clara-, hoy tenía que haberse presentado a trabajar y no vino, supongo que renuncia…

-Le saltó la térmica pobre…¿Qué pasó con Soledad?

-La llevamos a dirección y la ventilamos entre Rosario y Martita, los padres se la querían comer, decían que era una escuela de mierda y que iban a cambiar a los chicos… pobre, me dio lástima, cuando los padres se fueron se puso a llorar como un bebe, nunca la vi así…
Karina apretó la colilla del cigarrillo en el cenicero y se quedó pensando mirando la un punto incierto en la pared, luego dijo con tono casi de admiración exactamente la misma frase que Clara estaba pensando:

-¡Mirá vos, yo no daba ni dos pesos por Lescano!


FIN
Febrero 2009