LA VIDA ES UNA HERIDA ABSURDA - Una noche con Carlitos Rojo


Ser cantante de tango suele ser un oficio irrenunciable: es imposible dejar de hacerlo, un viaje sin retorno. Carlitos Rojo nunca se doblegó ante las modas en las que otros géneros musicales como la cumbia, el rock, la salsa o el reaguetón se impusieron y empujaron al tango a reductos cada vez más soterrados. Con pasión y entrega Carlitos Rojo inflaba el pecho y afilaba su garganta para vomitar aquellos emblemas de la poesía suburbana porteña en lugares cada vez más pequeños y periféricos.

Reacio a los aviones se negó a llevar su estilo grave y opaco (una especie de Enmundo Rivero con gracia gardeliana) a países lejanos donde las letras, según él, no llegarían a hacer mella en los oídos de los oyentes.  Me dijo un día después de un ensayo: “La poesía es la esencia del tango y cantar tango para los japoneses es como decirle un piropo a mi tía Lucrecia”.

Un viernes de mayo, frío y húmedo, fuimos contratados por el Oveja Mustoni, dueño del bar la Oveja Vasca, para hacer nuestro show. En realidad el Oveja contrató a Carlitos, y él, que siempre era acompañado por Lito Córdoba -quien en esos días se encontraba trabajando fuera del país-, me llamó para que sea su guitarrista. Por suerte el repertorio era similar al de Patota Aschero, gran cantante al que yo solía acompañar mientras no estuviera en algunas de sus giras por México y Paraguay, así que ni siquiera ensayamos.

Ese viernes hicimos el primer bloque ante un auditorio repleto, pero, debo confesarlo, para nada atento. La verdad es que yo ya estaba acostumbrado a tocar en condiciones adversas: sonidos deficientes, públicos indiferentes, pero esa noche fue demasiado, la gente ni siquiera reparaba que estábamos tocando y el bullicio era infernal. Puse el volumen de la consola casi al máximo, y resultó contraproducente: a más volumen, más alto el murmullo. 
 
En el intervalo nos sentamos en una mesita que teníamos asignada y yo me quejé del bochinche con un gesto despectivo que Carlitos entendió perfectamente. 

-Qué mejor que cantar para ellos pibe, miralos -me dijo señalando al público- pareciera que no escuchan pero te puedo asegurar que cada frase, cada acorde, les entra bien adentro, en el esternón, donde sólo el engaño y la muerte pueden llegar. 

Juro que Carlitos no había tomado una sola gota de alcohol, pero el viejo esbozaba una lucidez que a mí me deslumbraba. Pensé que a lo mejor tenía razón y que a pesar del murmullo permanente de fondo, los quilomberos que poblaban la barra y las mesas definitivamente estaban disfrutado de nuestro show. 

En el intervalo, Carlitos, quizás para congraciarse conmigo o para darme estímulo, me dijo, haciendo un gesto pícaro y canchero, como si estuviera el as de espada guardado, que el segundo bloque lo comenzáramos con La última Curda.

-No falla pibe, apenas empiece a cantar fijate que el más absoluto de los silencios va reinar en este bar, a nadie le pasa desapercibido semejante joya de la poesía. 

Lo miré sonriendo. Dudé que fuera así, las personas que se encontraban allí apenas reparaban que había un viejo cantando y un guitarrista acompañándolo, ni siquiera los molestábamos, que es lo peor que puede suceder cuando uno está en el escenario: la indeferencia. 

 Tocaba pensando en otra cosa, distraído, cuando en una de las mesas alcancé a ver a un pibe que había tomado unas clases de guitarra conmigo un par de años atrás. No paraba de conversar y reir con sus dos amigos. Tendría ahora unos veintitrés o veinticuatro años, y recordaba que no sólo le era negado tocar los riff de ACDC y Viejas Locas sino también que luego de pasar dos meses de clases había desaparecido sin pagarme. Sabía que tenía una banda de rock y conjeturé que sus dos amigos deberían ser el baterista y el bajista. Cada una de sus carcajadas era una puñalada que penetraba en mi alma y sentía ganas de partirle la guitarra por la cabeza. ¡Cómo podía ser que pretendiendo ser músicos no respetaran cuando otros estaban tocando!
  
-Sabés qué pasa Carlitos- le dije -no  puedo entender que pretendiendo ser músicos que alguna vez se van a subir a un escenario no respeten al que está tocando.

Mientras me escuchaba, Carlitos miraba la mesa de los muchachos, con un palillo hurgaba en sus dientes aparentemente tranquilo y reflexivo...

-Escuchame - insisto -este hijo de puta no podía tocar el riff de Humo sobre el Agua ni siquiera en una cuerda.  

-No te preocupés pibe- trató de tranquilizarme- ya se va a estampar contra la pared…

-Pero decime si no es así -le digo. 

-¡Cómo estás pibe!, tomalo con calma. -me dice apoyando su mano en mi hombro- apenas empiece a cantar La última curda a estos giles se le paraliza la lengua.

Carlitos sonreía y me di cuenta que me había pasado un poco, y también de que si no me serenaba podía tocar cualquier cosa. Para el segundo bloque traté de concentrarme en la mesa que estaba adelante en las que cuatro señoras seguidoras de Carlitos parecían disfrutar del recital. Ellas lo miraban como si fuera Gardel en el treinta. 

Comencé a tocar la introducción de La última curda, Carlitos tomó un sorbo de su botella de agua mineral y luego descalzó el micrófono del pie.

“Lastima bandoneón, mi corazón… tu ronca maldición maleva…”

Por un momento sentí que el murmullo decrecía, como si repararan en que algo digno sucedía cerca de 
la puerta de entrada, pero apenas fue una ilusión. Yo no quería mirar la mesa de mi antiguo alumno pero una risotada estruendosa hizo que enfocara en la mesa: era él. Hasta una de las señoras amigas de Carlitos, una rubia coquetísima chistó enojada y le clavó la mirada.
 
“Ya sé no me digás tenés razón… la vida es una herida absurda….”

Años hacía que yo ejecutaba La última Curda en mi menor, pero fue tanta la indignación que se me mezclaron las tonalidades y del mi menor salté a una cadencia en si menor, y noté que Carlitos, con el gran oficio que lo caracterizaba resistía en el tono original dándole a la interpretación un carácter más que experimental. 

“La curda que al final… termine la función… corriéndole un telón al corazón.”

“¡Mi menor, pelotudo!” me reproché en mis pensamientos, y justo cuando terminaba el primer estribillo acerté con los acordes. Lo miré a Carlitos para la segunda estrofa, que por inercia siempre tendíamos a bajar de volumen para darle un carácter más intimista y noté que cierta expresión extraña en su rostro estaba siendo humedecida por sendas gotas de sudor.

“Cerrame el ventanal que arrastra el sol”

La palabra murmullo era un eufemismo, lo que se oía en el ambiente era un verdadero quilombo, una orgía de voces.

“No ves que vengo de un país…”

Recuerdo que volví a escuchar la carcajada. Carlitos dejó de cantar abruptamente y vi volar su micrófono  que impactó en la frente del pibe cerca del ojo derecho, junto con el micrófono salió despedido el cable, y la ficha plug, que saltó de la consola, arrastró la caña del micrófono y ésta pegó en medio del rostro de la rubia de adelante que comenzó a sangrar por la boca. Como un acto reflejo guardé la guitarra en la funda y la tiré bajo una estantería apoyada en la pared mientras la batahola de sillazos, botellazos y piñas se acrecentaba. 

Cuando me di vuelta la busqué a Carlitos, pero ya era tarde, estaba arrodillado sobre la mesa del pibe y tomándolo del cuello y ahorcándolo, lo zamarreaba de una lado para el otro. Me hice paso entre el gentío descontrolado y llegué a la mesa, no sin antes recibir un par de piñas y empujones. Mientras intentaba desprenderle las manos del cuello del pibe escuchaba que Carlitos le decía, como si estuviera llorando de bronca 

-¡La vida es una herida absurda, pendejo de mierda, la vida es una herida absurda!
 
Por suerte lo soltó, poco a poco los ánimos se fueron calmando, vi que Carlitos tomaba un puñado de pastillas que extrajo del bolsillo del saco y desajustándose la corbata se sentó en la mesa extenuado. No fue necesario cargar a la señora rubia a la ambulancia, el médico y el enfermero, la atendieron allí y le colocaron un apósito en el labio. Luego le tomaron la presión a Carlitos porque el médico lo notó muy desmejorado. A los cinco minutos fue como si nada hubiera pasado, el pibe seguía en su mesa pero ya no hablaba ni reía, los de la ambulancia le habían colocado una venda que le cubría parte del ojo, los demás volvieron a sus sitios. Por suerte el Oveja no hizo comentario alguno y antes de irnos, nos pagó como habíamos convenido y quedamos que más adelante haríamos otra fecha. Lo llevé a Carlitos hasta la casa y apenas hablamos. Fue una noche más.



FIN
Agosto 2009































4 comentarios:

Anónimo dijo...

Walter querido! Comparto con vos esos sentimientos que afloran en tales situaciones. Muchas veces me da vergüenza ajena ver tanta falta de respeto... creo que hay que aprender que no se le pueden pedir peras al olmo... y no es tan grave cuando estos actos de estupidez son cometidos por los "aborrecentes"... lo más lastimoso es ver a personas bien maduritas cometer estos delitos artísticos... En fin, la sufre el artista, y siempre nos perjudicamos todos. Pero bueno, las vida es una herida absurda. Pobres aquellos que no pueden disfrutarla... Abrazo grande.
Maxi Elizondo

Anónimo dijo...

Exelente chori, por momento me meti en un lugar q no pise en mi vida, vi la cara de un cantante, ya viejo, q no vi y no vere en mi vida, vi tantas cosas! vi la imbecilidad reflejada en aquel pibe; aquella imbecilidad que la vemos en la tv, el periodico, la calle.. tambien vi ese placer q nos da la vida de saber disfrutar de la musica y eso es lo que tenemos q ver y disfrutar! un abrazo y segui asi.

Anónimo dijo...

Debiste dejar que Carlitos le cerrara el otro ojo a ese irrespetuoso, a lo mejor y también le daba tiempo de sacarle la dentadura.

Thais Perruolo

Anónimo dijo...

MUY BUENA! SOS UN GRANDE, ESA HISTORIA ME ES FAMILIAR. YO LA HUBIERA ESCRITO TAL CUAL PERO CON TRES CUARTOS MENOS DE TALENTO!!! JUA.
TE FELICITO.
LEA TANGOMOSO