PARECÍA BUENA GENTE - Una cuestión de ritmo

-Pibe, tranquilo, no te apurés…-escuchó que le dijo Galindez.

El tono fue amable pero firme. Era una orden, sí, pero Martín percibió un gesto de complicidad en la sonrisa franca del jefe que acompañó la frase. Bajó de la escalera y contempló el árbol de lejos. Quizás Galindez le pidió que fuera despacio para que no le saliera desprolijo el trabajo. Hasta donde había podado la copa estaba parejita, bien curvada, no quería fallar porque apenas hacía días que había entrado a la municipalidad y tenía que hacer buena letra.

El viejo Galindez parecía buena gente, y Martín había notado que los otros, el que apenas hablaba y se llamaba José, un poco mayor que él y un poco menor que el viejo, y los dos morochos que parecían hermanos, hacían todo lo que Galindez le ordenaba. Galindez era el apellido del viejo y al parecer esos apellidos no precisan nombres que le antecedan. Pero Galíndez definitivamente parecía buen tipo, se llevaba bien con todos y casi siempre estaba de buen humor.

-Pibe, ya te dije, no te apurés....

El “Ya te dije” no sonó amable esta vez, Martín inmediatamente detuvo la motosierra y giró la cabeza para corroborar cuál era el gesto de la cara que escoltaba ahora a aquellas palabras, necesitaba deducir si el grito del viejo se debía al ruido ensordecedor de la motosierra u a otra cosa. Definitivamente no parecía enojado pero tampoco contento. Martín bajó de la escalera y miró el paraíso nuevamente a la distancia, y sintió que estaba perfecto. Recordó a su padre, al que le gustaba que hiciera bien las cosas, sin dudas estaría orgulloso. Quizás, pensó, Galindez lo quiere más corto y se decidió a consultarlo pero el jefe estaba ya en la esquina haciendo el fuego para los choripanes.

De siete de la mañana a ocho desayuno, de ocho a nueve traslado hacia la zona y corte de calle, de nueve a diez preparación de herramientas, de diez a doce a podar, de doce a una almuerzo, de una a dos recolección y luego replegarse para volver al corralón. En apenas dos semanas Martín había aprendido la rutina que le tocaba en esa época del año, y la había asumido de tan buena gana que despachaba tres o cuatro árboles cuando los demás terminaban con uno.

Mientras comían los choripanes se habló poco. El ambiente se sentía tenso como la hoja de la motosierra. Cosa rara, pensó Martín, y más raro fue cuando Galindez, terminado el almuerzo, en lugar de la motosierra le alcanzó un viejo serrucho de mano y le dijo:

-Vos seguí con este, pibe…

Martín aceptó el desafío y quiso demostrar que él, con el serrucho, podía tener el mismo desempeño que los demás con la motosierra. Ahora le tocaba la inmensa mora. Acomodó la escalera en su tronco, subió serrucho en mano y con la energía que dan los veinte años cumplidos desgarró gajos y ramas con gran rapidez. Bajaba, corría la escalera, subía, cortaba y así una, dos, tres y más de diez veces sin ni siquiera agitarse.

En una de esas pausas en que desplazaba la escalera para acomodarse y continuar, algo compacto y pesado impactó en su oreja derecha con tal fuerza que lo desparramó en el piso. El calor ardiente y el aturdimiento más el desconcierto de no entender qué es lo que había sucedido hizo que sus ojos se llenaran rápidamente de lágrimas y así, cuando giró el rostro para saber la causa del impacto, adivinó que el bólido que lo había desarmado de dolor era un puño, más precisamente el puño de Galindez y allí estaba la cara de Galindez, la que ahora veía distorsionada y borrosa por la humedad de sus ojos y oyó que algo le decía, le decía que ya la había dicho que no se apurara, que acá hay que ser solidarios y que nadie se tiene que adelantarse, que esto no es una fábrica, que acá se va al ritmo de todos.

FIN

Noviemebre 2009