Don
Quijote, mi mamá y las faltas de (h)ortografía.
“-Quisiera hallarme en
términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con
la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho…”
“…que si el fraile no
se dejara caer de la mula él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido,
si no cayera muerto…”
“A uno dellos,
nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo…”
El ingenioso
Caballero Don Quijote de la Mancha – Miguel de Cervantes Saavedra.
La tarde que
volví del cementerio luego de llevar a mamá, dormí veinte horas sin parar. Esa
relajación no se debía a ningún fármaco ni sustancia. Mamá había sufrido
durante tres años un cáncer galopante que no le dio tregua: cirugías,
tratamientos, internaciones, tratamientos alternativos y cientos de viajes a
Buenos Aires. Y todo en un momento de muy poca contención e información. Esa
tarde de diciembre de 2002 me desconecté del mundo. Asumí que ese alivio, que
me generaba culpa, tenía que ver con que el sufrimiento había terminado. Cuando
desperté vi el cuadernito de tapa azul en el que mamá escribía ocasionalmente.
Pero no tuve coraje para leerlo. Lo hice varios días después.
Antes de revelar qué escribió -y no es un
capricho- quiero contar que leí Don Quijote de la Mancha a los veinte años. Al
comienzo me costó pero a medida que pasaban los párrafos me fui acostumbrando a
lo que parecía otro idioma. Fue una revelación lingüística, la comprobación
empírica de que la mutabilidad del habla y el lenguaje existe: la célebre obra
de la literatura española, escrita por Miguel de Cervantes, si en la actualidad
pasara por un corrector, sería mutilada. Palabras que mutaron, construcciones
ya obsoletas, tildes no reglamentarias.
Más acá en el tiempo supe, que la versión
del Don Quijote que yo había leído ya había sido modificada de los originales
de 1605 y 1615, en forma sucesiva. En las que por ejemplo Quijote se
escribía Quixote y Caballero, Cavallero, con ve corta.
Lo que es admirable en Cervantes, y se
percibe cuando se lee su obra en voz alta, es la música de su narración, es
poesía en prosa. Y esa virtud, más la historia de un caballero muy particular,
hacen olvidar la dificultad de la antigua versión de nuestro lenguaje.
Hoy no me molestan las faltas de ortografía
y eso es consecuencia de haber leído el Don Quijote De La Mancha, y también por
mi mamá. Leer una página del Quijote basta para entender la relatividad de la
"buena" escritura, que se la asocia a la educación o la cultura.
Desde niños nos adoctrinan para arrodillarnos ante la Real Academia Española,
que nos ordena qué es lo que vale y qué no, al punto de sentirnos pecadores por
poner una "ese" donde va una "ce".
Pocos años antes de que mamá dejara este
mundo, cuando tenía cincuenta años, en una sobremesa, me contó que su deseo era
escribir bien y que quería contratar una maestra particular. Ella nunca había
ido a la escuela, ni siquiera hizo la primaria y sentía vergüenza de escribir.
Aunque fuera una nota en la heladera. Hasta para el texto más insignificante
buscaba las palabras en un pequeño diccionario. Y siempre escribía lo más breve
posible.
Era consciente de su falta de ortografía y
lo padecía. De todos modos eso no le impidió llevar adelante emprendimientos
para ganarse la vida, desde una verdulería a los quince años hasta una tienda a
los veinticinco. Como lo único que pudo estudiar en su juventud fue corte y
confección en un curso aprovechó esa base para emprender en los años 90 una
pequeña fábrica textil de confección.
Cuando me contaba lo que sufría por no
poder escribir correctamente y cómo eso la había inhibido para emprender un
montón de cosas en la vida, yo sentía cada vez más admiración por su capacidad
e inteligencia para resolver problemas casi a nivel casi empresarial y tomar
decisiones todos los días de su vida sin haber sido escolarizada.
Mamá, como educación primaria, sólo tuvo
una maestra que iba a su casa en el campo a enseñarle a leer y escribir, suma,
resta, multiplicación y división. No mucho más. En retrospectiva, pude hacer un
mapa muy personal de su personalidad. No concebía la vida si no se progresaba,
pero anteponía en ese progreso su identidad como comerciante por delante de lo
material suntuoso. Ella quería tener un mejor local, una mejor ubicación, la
mejor tienda de la ciudad y lo demás vendría por añadidura.
Era compradora compulsiva de diccionarios y
enciclopedias, de interés general y sobre todo de medicina (admiraba a los
médicos, probablemente habría sido su sueño ser doctora). Se los compraba a los
libreros ambulantes por catálogo. En cuanto a su tienda, su profesión de
comerciante, fue una montaña rusa. Subidas y bajadas abruptas. Cuando enfermó
de cáncer y tuvo que transitar el paso por tratamientos y operaciones sentí que
hizo una pausa para mirarse por dentro. Y así fue que en aquella sobremesa me
contó que iba a contratar una maestra particular.
-Pero te puedo ayudar yo- le dije.
-A vos no te voy a dar pelota- me respondió
sabiamente.
Durante un tiempo una maestra vino entonces
a casa a enseñarle ortografía. Muchas veces me pedía ayuda para las tareas, eso
me permitía ver el lenguaje desde una posición lejana, desaprensiva.
La clase no podía ser otra cosa de un
sinnúmero de reglas y excepciones, quizás más excepciones de las que cualquier
regla pueda aceptar para seguir siendo una regla. La disyuntiva entre la
"c" y la "s", la inutilidad que por momentos tiene la
"h", la be larga o la be corta. Un idioma rico pero hipercomplejo y
caprichoso, que me hace entender por qué yo mismo, que tengo la voluntad
estética de escribir sin errores, suelo equivocarme seguido.
Recordé que el día que tuvo que hacerse
uno de los primeros estudios, por el bulto que había encontrado en su pecho,
dijo algo que me impactó y me dejó muy mal: “Si tengo cáncer me pego un tiro”.
Finalmente tenía la enfermedad. Pero a partir de allí noté que su reacción fue
aferrarse a la vida. Hizo todo lo posible por vivir un día más. A pesar de la
agresividad de los tratamientos.
Antes de comenzar las primeras sesiones de
quimioterapia, con el temor y la preocupación a la degradación física que
sufriría: la caída del pelo, las descomposturas y el impacto anímico lógico,
recomendado por los médicos y familiares, aceptó tratarse con un psicólogo.
Cuando regresó del segundo encuentro estaba visiblemente decepcionada.
-¿Qué le puede ayudar un pibe de treinta
años a una mujer de cincuenta? -me dijo resignada.
Abandonó las sesiones pero tomó una idea
que le hizo el profesional: escribir en un diario personal sus pensamientos y
sentimientos. Muchas veces la veía hacerlo, aun cuando su cuerpo y su energía
habían decaído. Nunca quise preguntarle si la necesidad de mejorar su escritura
no tenía que ver con la idea de escribir ese diario. Era evidente que sí.
Tiempo después, pasado el duelo, lo leí. Un
cuadernito de hojas ralladas escrito con birome azul. Eran frases cortas en las
que contaba cómo se había sentido después de las sesiones de quimio o del
resultado de un estudio. Me gustó leer que la había puesto muy contenta al
poder salir a tomar algo con su hermana, Silvia, que no se habían hablado
durante quince años años y estaban recuperando la relación.
Mientras pasaba las hojas noté que su letra
era un reflejo de su ánimo, en las últimas páginas el trazo era débil y
desprolijo. Había faltas de ortografía y de sintaxis, que no me molestaron, que
no me impidieron conmoverme hasta las lágrimas leyendo en letra temblorosa su
último deseo, su última frase:
"Tal vez todo lo mío sirva para que mi
familia, me refiero a toda, comience a vivir la vida de otra manera, a
disfrutar más de la vida..."
Qué pueden importar entonces las
faltas de ortografía si el mensaje es claro.

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