El éxito a los veinte años
Rosario. 1992. Tengo veinte años. La edad
en que Fito Páez compuso, grabó y editó el disco “Del 63” en el que sobresale
Tres Agujas, una de las más grandes canciones de la música popular Argentina.
Pero yo estoy sentado en un colectivo, que bien podría ser el 117 o 143, no lo
recuerdo. Lo que sí tengo presente es que son las doce de la noche y estoy
acompañando a una amiga hasta su casa. Llevo puesto un pantalón náutico color
piel, es un recuerdo presente porque sus bolsillos suelen ser muy poco profundos
y allí coloqué mi billetera luego de pagarle al chofer. En el pequeño depósito
de cuero llevo dinero para una semana de supervivencia: una tarjeta de crédito
que casi nunca uso, mi documento y las dos llaves para ingresar a mi
departamento.
Bajamos cerca de Bulevar Oroño y 27 de
Febrero, una esquina concurrida de Rosario bordeando el Parque Independencia.
Apenas caminamos una cuadra, mientras conversamos, en un compulsivo reflejo
tanteo los bolsillos para corroborar el bulto de la billetera pero no está
allí. Me detengo y el corazón apura su ritmo golpeando en mi pecho. No llevo
mochila y como es verano tengo una camisa de mangas cortas sin bolsillo. No hay
chance. Me desespero y doy manotazos sobre todo mi cuerpo, ilusionado con que
en algún lugar aparezca.
Volvemos sobre nuestros pasos hacia la parada
mirando el piso y la nada, la completa nada en forma de baldosas me inunda los
ojos. Hago memoria. Me visualizo sentado en el colectivo en el cuarto asiento
del lado derecho, contrario al volante, y concluyo que tiene lógica: me
distraje y debido a los movimientos bruscos la billetera se deslizó y quedó
allí, probablemente en el asiento.
Creo tener una epifanía, me convenzo de que
el final del recorrido del colectivo está muy cerca y que sin dudas emprenderá
su vuelta. Despido a mi amiga, quien me presta algo de dinero y me quedo
esperando sobre Oroño, del otro lado de la avenida de donde bajamos. Por
suerte, no tarda cinco minutos en aparecer. Lo paro. Mientras se detiene algo
me decepciona, evidentemente no es el chofer. El anterior era gordo de pelo corto
y negro y el que me abre la puerta ahora es pelado y delgado. Pongo un solo pie
en la escalinata para que no arranque y le cuento mi drama.
-Hola, perdí la billetera en el colectivo
que pasó para el otro lado hace un ratito, era un chofer gordo, de pelo negro y
corto…
-No sé, no conozco a todos los choferes…-me
dice con evidente impaciencia y me pregunta- ¿subís?
-¿No sabés si vendrá? -pregunto.
-No tengo idea ¿Subís? Tengo que seguir,
flaco.
No sé qué hacer. Subo y le pago. Necesito información.
Le pregunto en dónde están los colectivos. En qué lugar termina el recorrido.
Trata de explicarme que todos van a la base, que seguramente ese micro ya
debería estar yendo allí. Me da una dirección pero como no conozco el Rosario
de la periferia no puedo ubicarme. El chofer se apiada, seguramente se conmueve
frente a un muchacho desorientado y desesperado de apenas veinte años, la edad
en que Bill Gates creaba la empresa Microsoft que conquistaría el mundo con su
Windows y sus computadoras. Pero yo estoy allí en busca de una billetera
perdida.
-¿Cuánto tardás en volver a la base?- le
pregunto al chofer.
-Ahora estamos yendo para el otro lado,
queda en Rosario Sur y yo doy la vuelta en Arroyito, calculá una hora.
-¡¿Una hora?!- casi grito, -¿Y si bajo acá
y tomo otro me conviene?
-Y sí, algo de tiempo ganás.
-Pará, que bajo.
Ahora sé que estoy en el centro de Rosario,
busco la parada, pero inmediatamente me doy cuenta que las monedas que me
quedan no alcanzan para pagar el boleto. El corazón se acelera nuevamente y
decido hacer algo que no he hecho en mi vida. Pedir plata. Llevo reloj, miro la
hora, es casi la una menos cuarto, veo una pareja de novios a una cuadra y
corro hacia ellos. Titubeando les explico mi drama. Deben tener poco más de
treinta años los dos y se conduelen de un angustiado pibe de veinte años, la
edad en que Rafael Nadal llevaba ganado tres veces Roland Garros y una Copa
Davis, y me dan lo que me falta para el boleto de vuelta.
Espero un tiempo. Que para mí es
interminable. La silueta del colectivo asomando a lo lejos me tranquiliza. Lo
paro y subo. Mientras pago le pregunto si no conoce a un chofer gordo de pelo
corto y negro. Me dice que no. El hombre es de pocas palabras. Le pido que me
avise cuando termine el recorrido y me acomodo en el primer asiento. El tiempo
y las cuadras pasan. Un Rosario desconocido se abre a mis ojos, más barrial,
más oscuro y cada vez más pobre. No tengo idea de dónde estoy. A la una y media
el colectivo se detiene. Los pocos pasajeros que había ya bajaron y soy el
único que queda.
-Ya está, pibe, acá termino -me dice el
chofer mirándome por el espejo.
Observo el exterior por la ventanilla y
solo es una esquina lúgubre, las casas parecen ser de una villa empobrecida y la
iluminación es escasa.
-¿Y la base dónde está? –pregunto.
-¿La base?, ya la pasamos… queda como a
veinte cuadras de acá.
-¿Pero no me dijiste que ibas al final del
recorrido? -pregunto.
-Sí, este es el final de mi recorrido, pero
la base está en la empresa.
-Bueno, llévame a la empresa -le pido.
-No pibe, no entendés, yo termino acá.
Bajo. El micro se va. No se ve a nadie,
detrás de mí hay un barrio de casas precarias de chapa y en frente un
descampado en el que no se vislumbra el final. Tengo miedo y esa angustiosa
sensación de no saber qué hacer.
¿Caminar? ¿Correr? ¿Hacia dónde? Soy un pibe de veinte años, la edad en
que Lionel Messi se consagraba en el Barcelona por lo que le darían el Balón de
Oro y yo, como él, estoy obsesionado pero no con una pelota de fútbol sino con
la búsqueda de mi billetera perdida, detenido en una esquina de Rosario sur,
bloqueado y desorientado.
El tiempo pasa y el cansancio me gana. Me
recuesto sobre un árbol. Al rato llega un nuevo micro. Esta vez el chofer es
joven, quizás unos pocos años mayor que yo, le hago señas y lo paro. Apenas
comienzo a explicarle noto que me comprende, me dice que no me preocupe, que él
tiene que pasar cerca de la base, a dos cuadras y que me va a dejar allí. No
recuerdo sobre qué pero yo, sentado en el primer asiento, charlamos durante
todo el trayecto. Cuando se detiene me explica por dónde debo ir.
Bajo y corro las dos cuadras, observo
ómnibus estacionados, veo una especie de galpón donde también hay más colectivos.
Me encuentro con un señor que barre el lugar y le pregunto por el colectivo del
chofer gordo de pelo corto y negro, me contesta que no conoce a ningún chofer
gordo de pelo corto y negro. Me quedo allí. Son las dos y media de la
madrugada. Me siento en el piso a esperar ya no sé qué. Pierdo la fe y comienzo
a pensar en los trámites que deberé hacer para recuperar mis documentos y
también evalúo pedirle a mi amigo Pablo que me deje dormir en su casa hasta que
pueda llamar a un cerrajero entrada la mañana. De pronto ocurre el milagro: en
dirección a mí, desde el portón de calle, un chofer gordo de pelo corto y negro,
se acerca a paso lento con un portafolios en la mano.
-¡Este es! –le grito al señor que barre.
Levanta la vista pero no le da importancia y sigue barriendo.
Corro hacia el chofer gordo de pelo corto y
negro. Le pregunto si no vio una billetera, sin detenerse me dice que no, que
nadie le acercó una billetera y que si la hubieran encontrado no se la habrían
devuelto. Le pregunto si puedo revisar el colectivo. Mira hacia la calle y lo
señala.
-Andá, que lo están por limpiar -me dice
amigablemente.
Corro, son las tres y diez de la mañana,
subo al colectivo totalmente a oscuras, cuento los asientos del lado contrario
al volante hasta llegar al número cuatro, manoteo a ciegas y en el tercer
intento, la anatomía completa de la billetera yace por fin bajo la palma de mi
mano derecha. Siento un placer enorme, un gozo inexplicable, algo que quizás ni
Fito Páez, Bill Gates, Rafael Nadal y Lionel Messi han sentido nunca a sus
veinte años: encontrar la preciada billetera con plata, tarjeta, documentos y
llaves del hogar luego de una intensa búsqueda de más de tres horas. Un premio
de oro a la meritocracia.
Camino algunas cuadras hasta una avenida
transitada y no lo dudo. Paro un taxi y me subo. Esta vez no siento culpa por
darme el lujo de tener un chofer personal que me cobrará diez veces más de lo
que cuesta que un boleto de colectivo.
-Montevideo 1040 –digo, con la mano sujetando
mi billetera y con la certeza de estar viviendo en cuerpo y alma la gloriosa y
mística experiencia del éxito. Y con sólo veinte años.

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