LOS GORRIONES DE PERON

Moriría semanas después luego de padecer varios meses una progresiva demencia senil. En una de mis visitas al geriátrico nos quedamos solos en su habitación. El abuelo, con sus noventa y seis años bien llevados, era un hombre fuerte y le gustaba conversar, siempre con la radio prendida a su lado. En un momento dijo algo que apenas pude oir, me acerqué, la falta de dentadura me dificultaba descifrar lo que decía. Me miraba con ansiedad mientras balbuceaba, vi su cara de fastidio e irguió su cabeza para hacerse entender.

-¿El qué abuelo?-pregunté.
-Los trajo Perón…
-¿Qué cosa trajo Perón?
-Los gorriones, nene, los gorriones… son plaga…
El médico nos había dicho que por la enfermedad tendría recuerdos desordenados y a veces nos contaba cosas que habían sucedido mucho tiempo atrás como si fueran episodios de apenas días. Escuchar lo de los gorriones me recordó de aquella vez en el campo cuando me llevó a pasar la tarde mientras él hacía unos trabajos. Era una parcela pequeña en la que cultivaba maíz y tenía algunas pocas vacas que me gustaba ver y tocar. Yo tendría no más de siete u ocho años y lo pasaba bien aunque la casa antigua un poco abandonada y algo vacía me daba un poco de miedo. Para llegar hasta allí había que transitar por varios kilómetros de calle de tierra. En aquel día estábamos solos, me vino la imagen de un calentador encendido. Me sirvió una leche y él se cebó mates mientras comíamos pan con manteca.
Cuando terminamos la merienda el abuelo sacó la gomera del cajón pequeño y me dijo:
-Vamos.
Caminamos por el añejo monte de eucaliptus que rodeaba la casa. Me pidió que recogiera piedras un poquito más grandes que las bolitas lecheras. De a ratos se detenía, colocaba un cascote, estiraba y apuntaba hacía lo alto de algún árbol. Me había retirado de la escuela para ir al campo con la promesa de enseñarme a tirar con la gomera. El abuelo Toto siempre jugaba conmigo, era el abuelo bueno, el de las bromas, los cuentos graciosos.
Recuerdo vagamente que me instruyó la técnica de modo solemne: separar las piernas, apoyarse bien, contener el aire al estirar y largar el aire cuando suelte la piedra. Pero apenas podía doblegar las riendas y las rústicas municiones solo viajaban algunos metros. En un momento el abuelo tomó una botella del piso y la ubicó encima de una rama baja, se alejó varios pasos e hizo destreza de su puntería. El sonido a cristal roto le dibujó la habitual sonrisa de dientes grandes en su rostro. Yo sentía orgullo por mi abuelo.
Es probable que fuera otoño, recuerdo hojas caídas. Yo descubría cosas en ese monte, troncos caídos, bolitas de paraíso, la planta de mandarina con la que abuela fabricaba el licor y me convidaba un poquito a escondidas de mamá. Estoy seguro de que por primera vez comí quinotos; solo la cáscara, me dijo el abuelo. Fuimos alejándonos de la casa hasta que sentí su mano pesada presionando mi hombro para detenerme. Lo vi apuntar con la gomera hacia arriba y tirar. El sonido no fue a cristal partido sino mucho más grave y comprimido, luego le siguió el crepitar de ramas, un bulto que se deslizaba verticalmente y culminó con un golpe seco en el piso.
-Es un gorrión-me dijo.
Algo se quebró en mí cuando nos acercamos a ver lo que había caído, no podía entender que ese pajarito pequeño, que parecía dormido estuviera muerto, cuando el abuelo giró su cuerpo inerte en el piso descubrimos que la piedra había hecho estragos en su cogote frágil. Seguramente esperaba que yo lo admirara por su destreza y puntería, pero evidentemente mi rostro denotaba el desconcierto y tristeza. Puede que haya llorado, no recuerdo, pero lo que sí pasó es que enmudecí, y eso advertía a mi abuelo de que no estaba contento con su logro sino por el contrario que me había angustiado.
-Los gorriones son una plaga, los trajo Perón –dijo, y acomodó el pequeño cadáver al lado del tronco del árbol.
Fue la primera vez que escuchaba la palabra Perón en mi vida, al menos tantas veces. Era evidente que se angustió por mi estado y trató de justificarse despotricando y maldiciendo a Perón por haber traído esos pájaros dañinos. Me aseguró con énfasis que los gorriones eran peor plaga que las langostas y se comían todo lo que se cultivaba, y que Perón, el dictador, era el causante de lo sucedido y la razón de todos los males del país.
Alguna vez ya adolescente o quizás tiempo después leí sobre la historia de los gorriones y nada se menciona sobre Perón, el responsable fue Sarmiento o, en todo caso, un empresario de su época, solo hay dudas sobre eso. Lo que sí es seguro para rebatir la convicción del abuelo es que sucedió antes del mil novecientos cuando Perón ni siquiera había nacido.
El episodio del gorrión muerto por mi abuelo lo tenía dormido, casi olvidado. Pasé siempre muy buenos momentos con él y aprendí a tolerar cierta rusticidad que tenía por ser un hombre que trabajó en el campo desde los ocho años. Los animales, para bien o para mal, eran seres utilitarios. La angustia y el enojo que tuve de aquella tarde en el campo había desaparecido. Así que nunca me surgió la necesidad de contradecirle sobre Perón y los gorriones.
Allí en la habitación recordando la tarde en el campo, reviviendo la imagen de aquél gorrión abatido en el piso me sentí en la obligación de contarle la verdad sobre la llegada de los gorriones. Quizás podía liberarlo de esa tensión siempre latente en él de que Perón, el fantasma de Perón, lo atormentaba hasta el fin de su vida. Me levanté para besarlo, le acaricié la cabeza y tuve un momento de lucidez. Y de compasión:
-Sí abuelo, los trajo Perón…

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