PUCHERO - Sobre el poder hipnótico de este plato ya en peligro de extinción.

-La cosa es simple Petaca- dijo el Carpa casi imperativamente, reforzando la intensidad en la palabra “simple” como para no dejar dudas de que el trabajo no admitía equivocación. Y, con suma paciencia, por enésima vez, le explicaba al Petaca cómo harían para atracar a la vieja del almacén, la señora de Parra.
El Carpa acopiaba más de cien delitos en casi cuarenta años de vida. Más de la mitad los había hecho antes de entrar a la cárcel de Junín –cuando cayó después de haber participado en el secuestro del hijo del empresario metalúrgico, Roberto Maidana-, y el resto los había perpetrado en los últimos cinco años, todavía bajo libertad condicional, lo que no era un impedimento para continuar con el oficio, solamente debía dejar un porcentaje de lo conseguido a los oficiales Lopez y Carvallo y podía continuar con los trabajos, siempre y cuando la cosa no se fuera de las manos.
El Petaca era su sobrino directo, hijo de su hermana Candela, quién se había casado con un policía entrerriano y se había mudado muy jovencita para Gualeguay. Habían enviado al chico para que el Carpa se haga cargo de él, la excusa era tan insólita como lógica: El Petaca, de chiquito, había comenzado a robar kioscos y casas en Gualeguay y más de una vez lo habían agarrado infraganti. Su propio padre lo detuvo una vez antes de que consumara la sustracción de una bicicleta en la puerta del Hospital de Gualeguay. Pero todas las esperanzas depositadas por sus padres para que el Petaca se corrigiera terminaron por desmoronarse cuando en una discusión, casi llorando de bronca y resentimiento, el Petaca gritaba como un condenado que lo único que quería era ser como el tío Carpa. Fue así que una mañana el Carpa escuchó los toquecitos en la puerta y luego de entreabrirla con cuidado, -cosa que hacía como acto reflejo-, vio la cara pequeña de un niño, llorosa y con los mocos humedeciendo el labio superior que traía en un sobre en la mano. Supo quien era ese niño cuando abrió el documento de identidad que venía dentro del sobre y leyó la nota escrita en la hoja blanca que lo acompañaba:
“Hacete cargo vos ya que le metiste todas esas porquerías en la cabeza. Carlos y yo no podemos tener un delincuente en la familia. Candela”
Después de todo no fue tan mala la idea, el Carpa era pragmático y supo como aprovechar el inconveniente. Trabajar con un menor era más efectivo que disponer logística y armamentos. Un menor de dieciocho años se consideraba inimputable, los policías le tenían terror porque bastaba propiciar un machucón, un leve moretón, un tenue rasguño en la humanidad de un niño para se iniciara el corrosivo trámite de un sumario. El Carpa, lejos de alterarse por el supuesto castigo de su hermana, convirtió la pequeña carga que suponía ese enjuto y menudo morocho en una útil y próspera herramienta: contextura para introducirse en las aberturas más estrechas, agilidad para escapar, inocencia para sorprender y oportuno señuelo en caso de escape.
Como intercambio, el Carpa le enseñaba todo cuanto pudiera a su sobrino: cómo estudiar los negocios, la gente, descubrir cuándo es el momento, cómo estar alerta y concentrado y lo que era más importante, no llegar al punto en que la cosa pase a mayores y cargarse con un muerto que después pesa toda la vida. “Eso es para los giles” le repetía hasta el hartazgo.
El Carpa ya tenía dos muertes. La primera vez ocurrió veintidós años atrás, tenía quince años, se puso nervioso y se le disparó un revolver 22 que le había dado Ramón, el muchacho del barrio que le enseñaba cómo trabajar. Le dio al kiosquero en medio del pecho y por ser menor terminó en el Instituto Baffa del que se escapó a los dos meses. El segundo accidente sucedió apenas tres años atrás, en una salidera en el viejo Dodge azul cuando se cruzó la viejita en plena avenida, la levantó en el aire a la pobre anciana, pegó en el capot y rodó en el asfalto. Por el espejo retrovisor vio como su cuerpo quedó inmóvil tendido contra el cordón. Esa noche, por la tele, se enteró que falleció en el acto. Esa vez no sintió nada, lo tomó como incidente fortuito, quizás porque seguramente a la anciana le quedaba poco por vivir, o talvez por lo que había de cierto en aquella frase que le escuchó decir al Turco Cuevas: “A la conciencia, como a las manos del albañil, también le salen callos”. Tuvo suerte. El doctor Ramirez consiguió demostrar que Máximo Daniel Galíndez, los tres nombres que figuraban en su documento de identidad y en su prontuario, no había tenido intenciones de matar.
-Oíme bien Petaca- empezó explicando el Carpa mientras se cebaba unos mates, -entramos tipo doce cuando ya está cerrando el almacén y nos llevamos la vieja pal fondo, la tiramos al piso boca abajo. Mientras vos la cuidás metiéndole el caño en la cabeza yo cierro el negocio, bajo la persiana y busco la guita, porque seguro que la tiene guardada muy bien escondida. No te preocupés porque el fierro lo llevamos descargado. Con la vieja no es necesario arriesgar, les pegás unos gritos y no se va a mover. Tampoco la vamos a atar. Antes de irnos, la encerramos en el baño y nos vamos. A la noche, cuando llegue el hijo, la va encontrar y listo, no lastimamos a nadie y laburo terminado. Yo ya estudié la cosa y el Pelado, el que trabaja en el corralón de Puricelli va todas las noches a saludar a la madre. Vamos a cara descubierta nomás. Las caras nuestras la va a ver pero no hay problemas porque los viejos ya no ven bien a esa edad, y si por ahí tiene buena vista ni siquiera lo va recordar, a los viejos se le confunden todas las caras y la vieja esta debe andar por los ochenta. La idea es aguantar adentro hasta la una y media, dos de la tarde y salir caminado, como pancho por su casa sin levantar la perdiz, y para eso no hay que ponerse nervioso Caco, como te pusiste en el laburo al carnicero.
Aquella vez el Petaca se puso tan nervioso al salir de la carnicería que el verdulero de al lado se dio cuenta y le sacudió con un cajón en la espalda que casi lo mata. Tuvo suerte de no caer pero llegó al auto casi desmayado del dolor.
-Acostate temprano- le sugirió el Carpa, - así mañana arrancás fresquito, no vaya a hacer cosa que te mamés y mañana la cagamos.
El Carpa notó que el Petaca durmió poco; antes de entrar en sueño profundo escuchó como su sobrino se movía en la cama de al lado como si estuviera luchando contra el colchón, era su tercer trabajo y aunque los otros dos habían salido bien era visto que aún no se acostumbraba. Le veía la cara al Petaca minutos antes de actuar y lo llenaba de desconfianza. Tenía miedo que por los nervios se mandara una macana.
***
Lo despertó a las diez de la mañana, estaba profundamente dormido porque seguro había dado vueltas hasta las cuatro o cinco de la madrugada. Tomó unos mates y mientras el pibe tomaba el café con leche volvió a explicarle por última vez como harían.
Fueron en el auto del Carpa, un Corsa gris que le había dado el Tonga, con los papeles y todo en regla. Se lo había regalado en agradecimiento después de que llegó a entregarle hasta quince coches que el Tonga se encargaba de hacer desaparecer en minutos nomás. Manejó hasta el centro. Lo estacionó en la florería La Grande, sobre la calle Güemes. Era la una menos cuarto y estaban a tres cuadras del almacén de la vieja Parra. Para no levantar sospechas el Carpa decidió caminar por San Lorenzo calculando por el reloj para caer justo frente al almacén cerca de la una y cuarto que era cuando la vieja cerraba. El sol pegaba fuerte a esa hora aunque a la sombra se toleraba un poco más. Una y diez estaban frente a la puerta del almacén. El local era chiquito, casi una cuevita, pero atiborrado de mercadería por donde se mirara, en las estanterías, en el mostrador, en las heladeras, y sin pensarlo demasiado el Carpa tomó del brazo al Petaca y se metieron adentro.
El primer imprevisto llegó pronto, el Carpa no esperaba que detrás del mostrador no hubiera nadie. Enseguida sintió olor a comida, así que la vieja, pensó, debería estar cocinando en la casa, a la que se ingresaba por el fondo del almacén. Le hizo una seña al Petaca: que hiciera silencio y lo siguiera para atrás. Luego de cruzar el cortinado de plástico, mientras recorrían el pasillo e ingresaban al comedor, el Carpa olfateó con ganas porque el aroma que venía de la cocina no solo era irresistible sino que le recordaba a los almuerzos en la casa de la abuela Celestina. “¿Podía ser que la vieja esté cocinando puchero?” pensó el Carpa, porque el olor era tan similar que parecía que estaba allí mismo, en la casa de la abuela Celestina esperando que llegara el abuelo Jorge, para empezar a comer.
El Carpa vivió desde los tres años de edad con sus abuelos, cuando sus padres, que apenas recordaba, habían fallecido en aquél vuelco en la ruta en el que, por esas cosas azarosas de la vida, el Carpa había sido el único sobreviviente. Del accidente no recordaba nada y ya no sabía si las imágenes de los rostros de aquella pareja casi juvenil que le venían a la memoria vagamente, provenían de tiempos en que todavía vivían o por las fotos que, posteriormente, ya de grandecito, había devorado con la mirada tratando de descubrirse en los contornos de sus rasgos, en las expresiones de sus sonrisas y no había dudas, era notablemente parecido a su madre. Luego de la tragedia los abuelos fueron prácticamente padres para él hasta que dejaron de existir, ya casi diez años atrás. En un lapso de dos meses murieron los dos, primero el abuelo Jorge y luego la abuela Celestina, y el Carpa, sin demasiada culpa, pensaba en cuánto tendría que ver el cáncer de la abuela y el infarto del abuelo con los disgustos que de chiquito les había dado.
Con las imágenes fluctuando en sus pensamientos como diapositivas vertiginosas, casi sin darse cuenta, entró en la cocina, vio una olla sobre la hornalla encendida, se acercó y la destapó. No lo podía creer, era la misma imagen, el mismo aspecto del puchero de la abuela Celestina: papa, batata, zapallo, cebolla, morrón y caracú hirviendo y emanado un aroma que casi lo desmaya de gusto. Escuchó que una puerta se abría y el Carpa se sobresaltó. En un momento de duda, casi inexplicable en él, quedo patitieso sin atinar a nada, luego, como si se despertara de una ensoñación hipnótica, tomó al Petaca del brazo y lo sacó raudamente para el almacén y se quedaron del otro lado del mostrador como si fueran ocasionales clientes esperando que los atiendan.
La mujer apareció con una sonrisa, era menuda y tenía el pelo teñido de un castaño rojizo, muy a la moda; ahora que el Carpa la veía de cerca le parecía más joven.
-Disculpen estaba en el baño -dijo, -¿qué van a llevar?
El Carpa titubeó un poco hasta que explicó que era amigo de Diego. Diego era el nieto de la mujer. Tenía ese dato porque el Carpa era un profesional y no dejaba nada librado al azar, los nombres de los nietos o los hijos y todo lo que se pueda saber sobre ellos sirve en caso de tener problemas.
-Somos pintores, -dijo el Carpa. Se le ocurrió decir eso porque había visto las paredes descascaradas del comedor. Y le dijo que Diego quería pagarle la pintura del comedor.
-¡Ay este Dieguito!- exclamó la mujer, -siempre preocupado por el aspecto este chico.
Y enseguida los invitó a pasar para ver las paredes. Mientras caminaban por el pasillo el Carpa le hizo una seña al Petaca para que no haga nada. La mujer le empezó a decir que prefería un color más suave que el que tenía puesto. El Carpa sugirió, casi mecánicamente, que podría andar un tono durazno o salmón.
-¿Ustedes son amigos de Diego? – dijo ella.
-Yo soy amigo de él –contestó el Carpa sin dudar, -nos conocemos de la primaria en la escuela ocho.
-Ah, sí, sí, que linda escuela era esa, ahora es un desastre… y bueno… la chica que salía con Diego también iba a la ocho, qué lástima que se hayan separado, ¡Con lo que le cuesta a Diego formalizar!
-Ya va a tener otra oportunidad…- dijo el Carpa intentando conmiserarse con la mujer. Y luego, intempestivamente, cambiando el tono y la expresión de su rostro preguntó por ese olorcito que venía de la cocina.
-Un pucherito- dijo la mujer. Y contó que aunque no era comida para hacerse una mujer sola ella lo hacía para ella, aunque sea mucha cantidad y sobre después, lo hacía para darse un gusto ya que le apasionaba el puchero. Hubo un pequeño silencio y la mujer lo sorprendió con la invitación: si querían quedarse a comer el pucherito. El Carpa ni lo dudó. El Petaca lo miraba con extrañeza y mientras la vieja ya estaba en la cocina preparando los cubiertos, el Carpa moviendo los labios haciendo mímica le remarcó: “quedate en el molde”.
-¿Y un rosita?-, gritó la vieja mientras destapaba la olla -¿no les gusta?
El Carpa demoró un instante en darse cuenta que le hablaba de la pintura para la pared. Rápidamente contestó que sí, que podía andar, que harían juego con las cortinas del mismo color. La mujer le dijo que pusieran la mesa, que sacara el mantel del aparador, del primer cajón, y que llevaran los platos y cubiertos que estaban arriba de la mesada, mientras ella cerraría el almacén. El Carpa le dijo al Petaca que pusiera el mantel, pero el Petaca empezó a preguntarle en voz baja y algo fastidiado por qué no hacían el trabajo y listo. El Carpa, con voz firme pero contenida para no gritar le dijo: “vos callate, primero morfamos, después afanamos”.
Cuando ya estaban los tres sentados en la mesa el Carpa pensó que la imagen que tenía frente a sus ojos era para sacarle una foto y llevársela de recuerdo, años hacía que no veía una mesa puesta: el mantel a cuadros, los cubiertos colocados prolijamente a la derecha de cada plato, los vasos relucientes, hasta había jugo de naranja, vino tinto y soda que la vieja había puesto en la mesa. Cuando la fuente con el puchero, largando un vapor y un aroma exquisito estaba allí, tentándolo, no puedo contenerse y preguntó a la mujer:
-¿Usted, por casualidad, no tendría una salsita de tomates, de esas medias picantonas para ponerle?
La vieja no dudó un instante y en silencio fue hasta la cocina. Volvió con una botellita de salsa casi llena.
Durante el almuerzo conversaron de muchas cosas, le mujer contó como eran cada uno de sus nietos, que Diego jugaba al fútbol, que Martín era bombero porque le gustaba de chico; que la más chiquita, la Agustina, la hija que Diego había tenido con “una cualquiera” tenía un problema de asma pero con el tratamiento estaba mejorando. El Carpa y el Petaca, este último visiblemente más relajado, comían y bebían con muchas ganas. El Carpa intentaba poner atención en lo que decía la vieja pero se encontraba embriagado en sus recuerdos, le parecía estar en la casa de la abuela Celestina, llenando de salsa el improvisado puré de papa, batata y zapallo, mezclarla, cortar un pedazo de carne y untándola con el puré y la salsa, llevarla a la boca y empujarla con un pedazo de pan. La vieja hablaba y el Carpa volvía a vaciar su vaso de tinto.
-¿El chico toma vino?- preguntó la mujer, visiblemente perpleja, viendo al Petaca que volvía a servirse en su vaso.
-No hay problemas doña Parra- dijo el Carpa con la boca llena, -parece más chico pero ya tiene veinte.
La vieja siguió contando cosas de su familia mientras la segunda fuente ya estaba en la mesa. Cuando el vino se acabó la mujer preguntó si no querían probar un vinito patero que tenía hace tiempo y que nadie de sus hijos y sus nietos habían tomado porque decían que era muy fuerte y pegaba mucho.
-Bárbaro- se escuchó decir el Carpa, -para nosotros nada es fuerte.
La escena ameritaba el encanto dulzón del vino que se deshacía en el paladar del Carpa y que el Petaca sorbía, casi naturalmente, como si fuera gaseosa. Cuando el tercer plato de puchero iba acabándose el Carpa estaba tan emocionado que un par de veces se escuchó referirse a la vieja como la abuela Cele pero enseguida se corregía pidiendo disculpas. El Petaca tenía los ojos hinchados y rojos, no estaba acostumbrado a beber y entre los dos se habían empinado casi dos botellas de tinto. El Carpa empezó a contar que el puchero le hacía acordar a la abuela Celestina, que prácticamente tenía el mismo sabor. Por momentos tuvo que secarse las lágrimas de la emoción que sentía al rememorar anécdotas con la abuela Celestina. La vieja sonreía y parecía que también lloraba. Luego se levantó y comenzó a limpiar la mesa, el Carpa y el Petaca atinaron a ayudarla pero ella les dijo que no se movieran. Volvió de la cocina con una lata de durazno en almíbar. El Petaca se ofreció para abrirla. La vieja preguntó cuando estarían en condiciones de empezar con la pintada. El Carpa, conciente de la dificultad que tenía para conversar con decoro, contestó, procurando que la dicción fuera lo más discreta posible: que cuando quiera, que ellos ya estaban disponibles.
-¿Dulce de leche no tiene doña, no?-, dijo el Carpa casi sin darse cuenta.
La vieja le contestó que sí y salió como eyectada hasta la heladera. El Carpa hizo que le prestaba atención a las paredes y dijo, luego de meter en la boca un pedazo de durazno cubierto de dulce de leche, intentando vocalizar claramente, que habría que tapar los muebles para lijarla bien, qué ese es el verdadero secreto de una buena pintada.
La virtud más grande del Carpa era que no sólo mentía sino que creía como una verdad absoluta sus propias mentiras. Como un actor que no sólo hace su rol sino que además lo vive, mientras había estado comiendo y bebiendo era definitivamente un verdadero pintor de oficio. No fue producto del azar que el Carpa al principio se presentó frente a la mujer como pintor sino porque cuando era chico, durante un tiempo, trabajó en la pintura. Había aprendido el oficio gracias al viejo Julián, vecino del barrio, que lo llevaba como aprendiz, pero no hubo caso: el choreo le daba más guita y en menos tiempo.
La mujer dijo que ella tenía unas sábanas viejas que se podían usar para no ensuciar el piso. Lo decía mientras se levantaba de la mesa y del aparador sacaba una botella de guindado, unas copitas de licor, y les servía una a cada uno. Ella también se sirvió y pidió un brindis por una buena pintada. Los tres brindaron. El Petaca preguntó si ahora que habían terminado de comer no podía sacarse la remera. El Carpa lo retó, le dijo que no sea desubicado, pero la mujer insistió con que se la saque nomás, que su nieto lo hacía siempre. Luego el Carpa comenzó a charlar con la mujer, hablaron de todo, de la vida, de la delincuencia, la inseguridad, de la falta de trabajo, de los gobiernos siempre corruptos. Ella les sirvió nuevamente la copita, el Petaca dijo sin demasiado énfasis que no quería más y hacía fuerzas para que los ojos no se le cerraran. El Carpa había encontrado una aliada de sus opiniones, es que la vieja asentía fervorosamente cuando el Carpa argumentaba que los pibes que salen a robar lo hacen por la falta de trabajo, que muchas veces por inexpertos terminan matando a un pobre desgraciado sin querer.
Cuando la charla parecía menguar el Carpa mencionó que después de semejante almuerzo no quedaba otra que retirarse a su casa y hacer una buena siesta. La mujer les dijo que no había problema que en el cuarto que había sido de los hijos podían hacerlo, que hasta podían llevar el ventilador, y que antes de abrir el almacén ella misma los llamaría. El Carpa dijo que le agradecía profundamente y que aceptaban pero con la condición de que apenas los llamara saldrían a comprar las cosas para empezar a lijar. Lo dijo y se dio cuenta que las palabras se deformaban y, chocando desordenadamente en sectores de su boca, sonaban muy distintas a lo que pretendía.
Tuvo dificultades para levantarse y vio como el Petaca ya se había dormido con la cabeza apoyada sobre sus brazos cruzados en la mesa. La vieja los acompañó hasta la pieza, les cerró la ventana hasta tener oscuridad completa y les encendió el ventilador. El Carpa sintió el aire tibio del ventilador en la cara y pensando en la abuela Cele se durmió profundamente.
***
Lo despertó el tumulto y las voces; en los primeros tres segundos, aun en la oscuridad, no sabía donde se encontraba, las últimas imágenes de un sueño no le daban lugar a que se despertara del todo. Había soñado con el Rodri, amigo de la cárcel: el Rodri lo llevaba por el patio de la unidad mientras una bandada de pájaros, que por momentos parecían golondrinas y por momentos cuervos, oscurecían el pedacito cielo que se vislumbraba desde su celda y luego los pájaros, cada vez más grandes, por momentos como cóndores, con sus picos y sus patas arrancaban y desamuraban la ventanita y el minúsculo cielo se convertía en un inabarcable firmamento celeste mientras que los pájaros, junto a la pequeña abertura se perdían en la lejanía. Escuchó pasos en la oscuridad pero se dio cuenta que no eran del sueño, la puerta se abrió de golpe: Espina, Gómez y Miranda estaban allí. Eran policías de la treinta y uno, que no se llevaban bien con López y Carvallo, supo de inmediato que la cosa se había complicado.
-¿Así que sos pintor ahora, Carpa?- escuchó que le decía Gómez. No le dieron tiempo a nada lo pusieron boca abajo y le colocaron las esposas. El Petaca ni siquiera se había despertado, le sujetaron los brazos y lo esposaron todavía dormido.
-No sé si te enteraste que a López y al Gordo Carvallo los trasladaron a La Plata –le dijo Gómez socarronamente.
Cuando los sacaron por el pasillo el Carpa vio como en el comedor, un oficial joven que desconocía, frente a la máquina de escribir apoyada en la mesa donde habían almorzado, le tomaba declaración a la vieja Parra. Escuchó justo el momento que la mujer contaba que no había sospechado nada hasta que vio, cuando entraban a la pieza, como el chico que se había sacado la remera tenía una pistola en la cintura del pantalón y casi se muere del susto. Mientras pasaba a su lado el Carpa vio que la mujer lo miraba ahora entre severa y triste, su rostro traslucía una mezcla de bronca y desconsuelo, una expresión que solo había visto en la abuela Celestina cuando se mandaba alguna macana.
Mercedes 2007
















































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