Juan hubiera preferido que su primer salida como bombero fuera por un incendio común, de campo o monte, donde no se encontrara con gente accidentada, ni quemada, quizás porque en el cuartel -y su mismo padre, que era el jefe de los Bomberos Voluntarios de General Noriega-, le habían dicho que lo peor eran los accidentes, y ni qué hablar de los accidentes ferroviarios.
Se levantó y se puso lo que tenía a mano. Alicia, su madre, le iba alcanzando la ropa: primero el pantalón, luego la remera, las medias, y se calzó las zapatillas sin atarlas; miró el reloj y supo que eran las tres y diez de la mañana. Seguro que el tren había sido el carguero que pasa cada dos días, entre las dos y las cuatro. El Cholo, su padre, salió del baño y le ordena que se apure, que hay que ir ya. Solo había apenas tres cuadras al cuartel pero igual fueron en la Ford 100. Mientras la chata parecía explotar de velocidad su padre le iba diciendo que se mantuviera calmado; que seguro, por lo que habían dejado dicho en el cuartel, el auto, un Ford probablemente, había quedado deshecho, casi partido en dos y que había cuerpos destrozados. Juan creyó en ese momento que el Cholo le dijo eso para que no se sorprenda con nada y se prepare para lo peor.
Ya en el cuartel Perotti los esperaba con los equipos y les ayudó a colocárselos. Eran incómodos y pesados, los de incendio, no eran necesario tanto traje pero eran los únicos que tenían en el cuartel. Perotti, mientras le ayudaba a Juan con el uniforme, le comentaba que parecía ser bastante grave, que él mismo atendió el teléfono y el hombre, del otro lado de la línea, lloraba sin consuelo porque vio todo, dijo que alcanzó a ver que el chico pudo bajar del auto pero no le dio el tiempo y que en el lugar había pedazos de cuerpos por todos lados. El Cholo preguntó si habían avisado al hospital para que mande la ambulancia y Perotti le dijo que sí, que cuando llamó al hospital el Negro y Cárdenas ya habían salido con la ambulancia.
Juan subió a la parte trasera del camión que ya se encontraba en marcha y le gustó la sensación que tuvo en el cuerpo. Mientras con la mano izquierda se sujetaba de la baranda, con la otra se acomodaba el uniforme. En su primer día como bombero se encontraba desconcertado, entre la ansiedad y el nerviosismo lógico por ser su debut y la satisfacción de estar haciendo lo que tanto soñó después de ver tantas veces a su padre salir como tromba cuando apenas se empezaba a escuchar el aullido de la sirena.
Cuando era chico y escuchaba ese estruendoso sonido, alguna que otra tarde, así estuviera jugando al fútbol o a las cartas o mirando tele con sus amigos, corría las tres cuadras hasta el cuartel y allí era como ver una película: los bomberos llegaban al cuartel como héroes, corriendo, y lo hacían sacándose la ropa que iban tirando por el camino; como el Pedro, que un poco exageraba quizás porque veía que los pibes lo observaban desde la vereda de enfrente con la mirada encendida y trepaba como un mono a la autobomba entrando a la cabina por la ventanilla abierta, casi espectacularmente. También estaban los que llegaban al cuartel en bicicleta y se eyectaban de ella dejando que el rodado siguiera andando hasta caerse a un costado del galpón. Ver salir los camiones con los bomberos a bordo, con sus uniformes y sus cascos, y ver además que su padre se encontraba entre ellos era una imagen única, inigualable, le inundaba el corazón de orgullo y no veía la hora de crecer y convertirse en uno de ellos.
El camión dobló por Córdoba y tuvo que asirse con todas sus fuerzas para sostenerse, iba colgado atrás del lado del Cejitas, el conductor. Del otro lado iba el Manu, quien ya tenía experiencia en siniestros, andaba por los treinta años y su padre siempre decía que era excelente para trabajar. Casi llegando a Perú, la calle del Molino, detrás de la hilera de árboles que separaba la vía de la calle Cochabamba, se veían luces. Juan pudo distinguir el resplandor agónico de la locomotora, y el rojo brillante e intermitente de la ambulancia. A pesar del sonido ensordecedor de la autobomba escuchó lo que el Manu le gritaba “que no mire fijo a los cuerpos, que mire sin ver, que si están muertos ya está, son como cosas nomás”; Juan no contestó nada, iba a hacerlo, a decirle que no se preocupara, pero el camión tomó por Güemes, la callecita de tierra por la que seguramente había tomado el pobre tipo del Ford, y empezó a sacudirse bruscamente impidiéndole hablar.
A la cuadra se veía el cruce interrumpido por los vagones del carguero, Cejitas dobló por Cochabamba, el camino que costea la vía, hasta llegar al sector de las luces, el lugar hasta donde el tren había arrastrado el auto. El camión se metió por un claro entre los árboles, el Cejitas lo estacionó dando de lleno con las luces de los faros en la zona del accidente. Cuando bajó lo siguió al Manu quién le iría indicando qué hacer; detrás de ellos, -Juan recién lo notaba-, venía el patrullero. Uno de ellos era Galindez, el padre del Moco, le saludó levantando el brazo pero no sonrió como lo hacía siempre cada vez que Juan iba a visitar al Moco a su casa; le adivinó, en cambio, un gesto en el rostro, de resignación y dolor, el mismo gesto que vería, poco a poco, en todos las caras que se encontraban allí.
El tren no había descarrilado aunque no era fácil distinguir que el bulto de hierros retorcidos y amorfos que había delante de ella había sido un auto. A partir de allí para Juan todo fue un nebuloso sueño, imágenes difusas y espesas de hierros, pedazos de cuerpos humanos que iba levantando y colocando en la bolsa, una pierna con una media roja y un zapato oscuro, bañada en sangre, pedazos de cuero cabelludo castaño y otro canoso, un brazo delgado, joven y dos dedos gordos, morochos. Sólo se escuchaba el sonido de los motores encendidos, nadie se desesperaba ya que no había quedado ninguno con vida; sus compañeros trabajaban contenidos, sin gritar. Escuchó decir que eran tres personas. Su padre con la neumática intentaba cortar el techo de lo que había quedado del auto. Alguien dijo que era un Ford Sierra en realidad y que era una familia, que la mujer estaba atrapada atrás, sin vida, y que los otros dos cuerpos deberían ser el marido y el hijo; luego vio a Cejitas que hablaba con el guarda del tren y otro hombre que seguro debería ser el conductor. De él escuchó repetir varias veces que era la primera vez que le pasaba, que vio el auto blanco detenerse en medio de la vía como si se le hubiese parado el motor.
Juan vio llegar la camioneta del cuartel, y comenzaron a cargar las bolsas negras con los restos dentro de ella. Todos seguían buscando, tratando de capturar con el resplandor algún pedazo de cuerpo para que no quedara nada allí. Escuchó a su padre decirle que regresara con la camioneta que ellos deberían limpiar la zona, que ya era suficiente por ser el primer día y no lo dudó, se subió rápidamente en el asiento del acompañante, Maldonado subió después y le palmeó el hombro, Juan sintió como si quisiera consolarlo con ese gesto. Escuchó pasos detrás, en la cúpula de la chata, debería ser el Manu, o Rodriguez, o Cufré, porque los cuerpos estaban bien muertos, destrozados, bien quietos; miraba hacia abajo, una botella de agua destilada que asomaba debajo del asiento, el vaivén de la chata por poco lo hace vomitar, hacía tiempo que tenía el nudo en la garganta, una pelota en la boca del estómago que parecía que le impedía respirar normalmente. Al llegar al centro, Maldonado le dice que su padre le dio la orden de que lo deje en su casa, por orgullo Juan dijo que no, que quería ir al cuartel, aunque en realidad no insistió mucho, lo único que deseaba era ver a su madre.
Cuando la camioneta se detuvo en su casa, bajó casi sin saludar. Definitivamente se sentía angustiado, con el dolor en el estómago que ya era paralizante. Entró por el garage y se dirigió a la cocina, en la que vio a su madre, de espaldas, colocando la pava en la hornalla. Ella se dio vuelta y él la notó sombría y triste. Alicia le preguntó cómo le había ido, Juan contestó que bien e intentó no traslucir en sus gestos el malestar que sentía. Ella se sentó a su lado, colocando la azucarera y el mate, con yerba nueva, sobre el repasador en la mesa: "Llamó tu padre por el celular...pensó que ya estabas acá" le dijo Alicia, Juan la miró sorprendido, iba a preguntar si pasó algo, pero Alicia completó la oración "quería saber si te diste cuenta que eran Gabriel, Marisa y don Acuña". Por un segundo no entendió de qué se trataba la pregunta, pero en seguida le vino la imagen de la cara de Gabriel, con quién jugaba al fútbol, todos los días, todos los años, y luego la figura de una pierna ensangrentada, despegada de un cuerpo como un maniquí, cubierta parcialmente por un pedazo de pantalón de gimnasia bordó, de tela de avión, el mismo que Gabriel llevaba a todas las prácticas en el club. Un torbellino de escenas le invadieron los pensamientos: el Ford Sierra blanco que esperaba en la puerta del club, y al que varias veces se había subido para que lo llevaran a su casa; don Acuña, siempre gritando detrás del alambrado en cada partido, la señora de Acuña tomando mates con Alicia y la mamá de Aguirre en el banquito detrás del arco. Notó que las piernas le temblaban y el pecho se le comprimía, y vio la preocupación en el rostro de su madre que se levantaba de la silla y tendía sus brazos como para agarrarlo. Se dio cuenta que, a medida que la vista se le nublaba, caía para el lado de la pared, por suerte.
Mercedes 2005
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