EL COMPOSITOR - Sinfonia en la cancha

El partido languidecía cero a cero, como si la maldición de la siesta, esa modorra pesada y espesa, fluyera por las piernas de los veintidós jugadores que decoraban el terreno de juego. Faltaban todavía quince minutos pero ni Boca ni Estudiantes habían llegado a amenazarse en lo que iba del segundo tiempo. La popular de Boca, invadiendo de azul y amarillo la tribuna Natalio Pescia, y el puñado de hinchas de Estudiantes, ubicados en un sector de la tribuna que da al Riachuelo, se estaban aburriendo por la intrascendencia del partido que era el último de la fecha. Ni Boca ni Estudiantes tenían chances en el campeonato -Velez Sarfield, horas más tarde, se erguiría como legítimo campeón del Clausura-, con el empate los dos estaban en la Libertadores y en caso de perder, cualquiera que lo hiciera, quedaba afuera, así que era casi cantado que los dos iban por la igualdad en el marcador.

Era una tarde de domingo no tan frío como se espera a finales de junio y la luminosidad amarillenta de un sol pronto a esconderse tras el horizonte era bifurcada y multiplicada en extrañas tonalidades por oscuras y pequeñas nubes. El segundo tiempo se había iniciado con luz artificial. El tedio en las populares y las plateas era evidente, algunos conversaban de cosas ajenas al partido, otros miraban hacia la nada, y estaban los que se entretenían puteando a los jugadores que ya las hichadas de Boca y Estudiantes habían marcado como los causantes de que el campeonato había “concluido” antes de tiempo, precisamente una semana atrás cuando aun faltaban dos fechas para terminar el torneo.
Los hinchas de La Doce, emitían un tímido “dalebooo, daleboo…” que los pocos que habían ido a la cancha apenas coreaban. El Pelado Scasso se había sentado y miraba atentamente el partido, le había dicho al Ruso y al Pecas que él quería ver a Riquelme, nada más, que podía llegar a pagar la entrada auque sea para verlo jugar dos minutos, se gane o se pierda. Horas de discusión llevaban con Riquelme, el Ruso decía que además de lento por momentos era un jugador menos y eso al Pelado lo ponía loco, hasta lo había acusado de menemista una tarde en que, en un Boca - River calentísimo, el Ruso le pedía, a grito pelado, casi desencajado de ira, a un cansino Riquelme, que se tire a los pies o que definitivamente baje a uno del medio porque ellos estaban haciendo lo que querían con la pelota. Aquel día el Pelado casi se trompea con el Ruso:
-¡Cómo le vas a pedir a Román que vulnere sus principios y recurra a la violencia que sólo los ineptos utilizan!
-Por qué no te dejás de pelotudeces Pelado, el fin de esto es ganar y hay que ganar como sea.
-¡Claro!-, dijo irónicamente el Pelado- ¡…el fin justifica los medios!
-¡Pero seguro!
- ¡Sos un menemista hijo de puta, no hay nada que hacerle…!
-El padre de Andrada, que estaba detrás de ellos, se rió a carcajadas cuando escuchó esto último, es que Menem ya no era presidente y lo que pretendía ser un insulto rayaba la ridiculez por el anacronismo.
El Pelado, el Ruso y el Pecas conformaban una extraña amistad que sólo ejercían en los partidos que Boca jugaba de local. Cada partido en la Bombonera se encontraban un par de horas antes en el bar La Esquina Dorada, ubicada enfrente de la cochera donde los tres guardaban el auto a unas diez cuadras de la cancha y sólo hablaban de fútbol. Apenas conocían uno del otro en qué trabajos se ganaban la vida: el Pelado como bancario, el Ruso en una empresa de computación y el Pecas tenía un supermercado. Sabían que los tres eran casados y que el Pecas estaba separado pero hasta allí llegaba la profundidad de sus intimidades. Todo era fútbol y Boca, y con eso tenían tema suficiente como para reforzar los lazos de amistad con los que se mantenían unidos.
El “daleboo, daleboo” bajaba nuevamente de La Doce, esta vez con más fuerza. Un petiso de la hichada, que al parecer ejercía una especie de mando sobre un puñado de muchachos, los reprendía para que no cantaran muy fuerte, “…a ver si estos entienden que hay que ir a buscar el partido y los Pinchas meten un gol de contragolpe y nos quedamos sin la copa libertadores”. En la cancha todo era tedio y desidia, el Pecas que escuchaba el partido relatado por la radio contaba que Victor Hugo y Alejandro Apo le estaban dando con un caño a los jugadores porque ninguno iba para adelante y que era una vergüenza la actitud, sospechosamente tendenciosa, de los jugadores en el partido para conciliar un resultado.
-Hay que ser hincha para entenderlo…- dijo el Ruso.
De pronto la bombonera enmudeció de golpe, y se escuchó un suave y hasta sorprendido grito de gol de la hinchada del Pincha. El Pelado, el Ruso y el Pecas no creían lo que veían, ¿era verdad que los de La Plata habían hecho un gol faltando diez minutos cuando no era necesario?
-¡Este Sosa es un pelotudo, mirá como le pegó!
-¡Lo quiso hacer, lo quiso hacer!
-¡Mirá como se lo quiere comer el Caldera, lo quiere matar, se le nota en la cara!
-¡Qué hijo de puta! ¡Qué hijo de puta!
Boca volvió a sacar la pelota del medio y comenzaba a notarse ahora la desesperación en los jugadores y en los hinchas de que había que empatar sí o sí. Estudiantes se animó a tocar y desde el segmento donde estaban los hinchas del Pincha se escuchaba, eufórico y estridente, el españolísimo “¡ooolee, ooolee!”. El Chicho Serna, desenfrenado, como un Inca temerario defendiendo su fortaleza, le fue abajo, con los dos pies hacia delante y barrió con pelota, tobillo, tibia y peroné la humanidad completa de Verón que cayó como un pobre caballo herido en la batalla. Inexplicablemente la tarjeta que sacó Castrilli fue la amarilla, lo hizo vehementemente, con una actitud casi grotesca, mientras los gestos y ademanes de Serna querían explicar que había ido a la pelota. La Doce comenzó a pedir que el “dalebooo dalebooo” se hiciera sentir en la Bombonera. De pronto el “¡Huevo, huevo, huevo, Yunta, Yunta, Yunta!” bajó desde la popular en un unísono perfecto. Con esa cortina musical de fondo se escuchó el lamento del Pelado
-Estos inoperantes se creen que el partido lo vamos a ganar con la fuerza de la voluntad, requiriendo que se imponga el imperio de las partes pudendas por sobre la maestría del juego. ¡Están equivocados!
El Pecas y el Ruso miraron al Pelado con cierto grado de incredulidad, sabían que el Pelado era un personaje que jamás diría un improperio, una palabrita subidita de tono. Era una persona culta, literato, cinéfilo, apasionado de la música y el teatro, asiduo espectador de los eventos gratuitos del Colón y del San Martín. Era casi una contradicción a sus costumbres que todos los domingos, de local, se lo viera por la Bombonera.
En el verde césped Boca parecía una banda de picapedreros intentando sacarle la pelota a un Estudiantes que parecía no haber entendido que el empate les servía a los dos. Viendo semejante afrenta al arte, el Pelado, quizás ofendido por lo grosero de la contienda, más propia de un combate bélico que de un partido de fútbol, empezó a cantar a puro vozarrón, imponiéndose sobre el murmullo de los demás hinchas.
“¡No pongan huevo, no pongan huevo, pongan algo de fútbol que pa huevo el gallinero!”
Alrededor del Pelado se hizo un silencio quizás propiciado por la incredulidad de lo que la gente escuchaba, las caras del Ruso y el Pecas traslucían un pánico pocas veces visto. Tal vez por la cercanía y esa acústica característica de la bombonera, en un radio de varios metros parecía escucharse el vozarrón, demasiado musical para la cancha, y muchos notaron que Riquelme, quien estaba esperando un lateral cerca de la línea, miraba hacia la bandeja donde fluía el canto casi lírico del Pelado suplicando que haya fútbol en lugar de vano esfuerzo. Fue allí que Román tomó el balón y levantó la cabeza, desde la derecha comenzó a hacer la diagonal y con el cuerpo impidió que el defensor lo desplazara. Desde el centro lo vio a Palermo arrastrar al líbero hacia el vértice del área chica y con un pase milimétrico le puso la pelota al pie de Guillermo que entrando por el centro del área grande, sólo tuvo que pegarle suave para que la pelota se metiera entre el palo y el arquero. Mientras el grito de gol explotó en el estadio, se escuchaba la voz desencajada de uno de los capos de la Doce “¡¿Qué gritó, qué le gritó?! ¡Que cante de nuevo, que cante de nuevo!” El Pelado, que le escapaba a la notoriedad por su bajo perfil, cierta timidez que lo llevaba a reprimirse, hizo caso omiso y se quedó en silencio, entonces fue el Pecas que, dándole un pisotón le hizo entender con la mirada que no podía desobedecer semejante orden. Entrecerrando los ojos y levantando el mentón, el Pelado, con la melodía de de Oh sole mio empezó a cantar.
“¡Oh Boca mío, no pegue y toque, que la pelota, hay que atender.
Oh Boca, ooh Boca mío, hay que tratarla, como una mujer!” .
La hinchada, tímidamente primero, en un pianísimo casi inaudible, mirándose unos a otros como descreyendo de la efectividad del texto, comenzó a corear el canto, y en segundos, en un in crescendo gradual alcanzó un tutti que hacía temblar el césped. En el centro de la cancha, Riquelme, por esas cuestiones fortuitas del fútbol recibe un pase de Cagna y la coloca bajo su pie derecho; con los brazos como alas a punto de desplegar contiene a dos jugadores de estudiantes que vanamente intentan quitar el balón que ya es parte de su cuerpo. Como un caballero elegante y temible, en esa posición heráldica y altanera, sometiendo a los dos jugadores Pinchas, se lo vio girar la cabeza hacia a la popular y sonreir, dando muestras de cuanto lo gratificaba y alentaba ese coro. Los jugadores de Estudiantes, Sosa y Lopez, parecían dos niños indefensos intentando quitarle la pelota a un tío o a un padre. El coro de improvisados tenores y barítonos vibraba ahora como nunca, fue allí que Juan Román espantó a los dos ingrávidos jugadores de Estudiantes con sólo un movimiento y con un disparo suave, certero, la pelota hizo una comba perfecta y fue a dar a la blonda cabeza de Martín Palermo que sólo tubo que apuntar hacia el ángulo superior izquierdo; allí, donde Bossio, a pesar de su ostentosa anatomía, no pudo llegar.
Con el dos a uno en el tanteador y faltando tres minutos -más los que iría a adicionar Castrilli luego-, Estudiantes pareció transformarse en el equipo más ofensivo del planeta. En la misma jugada, dos tiros dieron en los palos dejando a Córdoba estático para suspirar luego como si hubiera zafado del peor de los accidentes. Ni la hinchada, ni los jugadores, ni nadie de los que allí estaban y eran Xeneixes querían otra cosa que no fuera la victoria. Habían sido ellos, los de Estudiantes, quienes habían roto el pacto implícito para lograr el empate.
-¡Qué se jodan ahora, me chupa un huevo si quedan afuera!– dijo el Ruso, y armando una bocina con sus dos manos gritó con todo el cuerpo y el alma -¡Putooooos!
-¡Cantáte otra Pelado!– dijo, desde dos tres escalones más arriba, el Gordo Gutierrez que no había abierto la boca en toda la tarde.
-¡Dale Pelado, así le hacemos el tercero!– acotó el Ruso sacudiéndole el hombro.
Esta vez el primer movimiento de la Sinfonía Nº 40 de Mozart sirvió de soporte melódico para que el Pelado compusiera el canto:
“Dale bo, dale bo, dale boca, dale bo dale bo dale bo!
Dale bo, dale bo, dale boca, dale bo dale bo dale bo!
Dale boca, dale boca, dale boca, dale bo, y dale dale dale bo”
El tutti coral no se hizo esperar, y, del perímetro completo de la Bombonera, desde la popular hasta los palcos, el canto mozariano era un unísono potente e hipnotizante. Y allí en la cancha, con el coro como telón sonoro, otra vez Riquelme, pisa la pelota en el medio de la cancha y al compás del ritmo de la melodía, como un bailarín que se ajusta a la cadencia de los compases y los acentos, lleva la pelota hacia la posición del corner y colocándose de espalda a la vastedad de la cancha y pisando la pelota justo en la línea la cuida, como una leona protege a sus leoncitos, sin dejar que los cuatro desesperados jugadores de Estudiantes: Verón, Caldera, Lopez y Martinez, puedan quitársela. La lucha es desigual en número pero Román tiene toda la paciencia del mundo para mantenerla allí.
Mientras esta escena ocurría en la cancha, el Pelado, sin que nadie lo advirtiera, había dejado de cantar y en una libretita de bolsillo hacía anotaciones. De pronto, zamarreando al Ruso y al Peca, comenzó a cantar con evidente estilo lírico, instándolos con la mirada para que lo siguieran:
“Escucha Romy la canción que en este día
Que los Boquenses te pedimos alegría
No la abandones, juega brillando
Hasta que venga el nuevo gol.
Hasta el tercero no para- a- mos”
El sector de la popular que rodeaba al Pelado hacía fuerza por recordar el texto. Castrilli había adicionado dos minutos y restaba un minuto y medio. En apenas treinta segundos, toda la bombonera entonaba la letra del Pelado con la melodía de la Oda a la Alegría de Beethoven. Allí, en semejante marco musical, Juan Román, desliza hacia atrás la pelota que pasa entre las piernas de Calderón y con un aleteo simple de sus brazos y un estilizado movimiento pasa entre los cuatro jugadores de Estudiantes. El derechazo resulta grandioso: con una comba perfecta, la pelota, girando sobre su eje, dibuja una parábola sublime que inevitablemente conduce hacia allí, donde el travesaño y el palo se unen formando un ángulo recto, el reducto más preciado donde los goleadores buscan colocar el balón.
“Escucha Romy la canción…”
El grito de “gol” estruendoso y omnipresente ofició de final perfecto para culminar el coro de la novena sinfonía Beethoveniana. Todos se abrazaban con todos, jugadores con jugadores, hinchas con hinchas, los del cuerpo técnico, los dirigentes y celebridades de los palcos.
“¡Riqueeelme, Riqueeelme!”, lentamente el clásico canto al talentoso enganche de Boca tomaba forma en la tribuna, mientras Román levantaba lo brazos y, exhibiendo la hilera luminosa de sus dientes blanquecinos, saludaba sonriendo hacia todos los puntos cardinales.
-¡Cantáte otra Pelado!– arengó el Ruso, -¡dale que esta victoria te la debemos…!
El Pelado se sentó donde pudo, notoriamente exhausto, y negó ladeando la cabeza sin decir nada. El “Riqueeeelme” que vibraba en el estadio era cada vez más compacto y estridente. El Ruso y el Pecas comenzaron a cantarlo eufóricos, embebidos en una incontrolable alegría.
-¡Inventáte otra Pelado!– le insistía el Gordo Gutierrez desde atrás.
El Pelado observaba extasiado, satisfecho, con el goce del deber cumplido, como si él no formara parte del marco espectacular que brindaba el estadio y sólo fuera un ocasional y simple espectador. Sentía que el “Riqueeelme” que musicalizaba el estadio era para él también. Levantó la vista hacia sus amigos, y con una leve sonrisa dijo, más para sí que para los demás:
-Es hora de escuchar la música del pueblo.

Fin
Mercedes 2008

SI AMANECE - Todo este delirio se irá...

Si amanace, Se irá tu cara con el sol Todo este delirio se irá…

Habías llegado al departamento a eso de las ocho, ya era de noche y en Buenos Aires a veces eso duele, duele el ambiente desordenado, los libros en la cama junto a la ropa sucia y la voz de la radio diciendo que la vamos a pasar bien, por eso cuando llegaste con tu carita de ángel descuidado y sonreiste desde la puerta esperando que mis labios sean cómplices de los tuyos, no pude más que abrazarte. Ya habíamos discutido, ya nos habíamos dicho todo y las palabras no bastaban, fuiste franca, eso no se discute, porque al toque, al otro día de la discusión en Tijuana, me dijiste que te habías ido con ese flaco, el taradito ese que te enganchó en la calle después de que te dejé, qué te había encontrado llorando y que te pidió que le cuentes, y entiendo, que no teniendo con quién hablarlo lo hiciste, y que después el te besó, y vos no lo impediste porque te hizo bien, qué no sabés si te gustó pero no quisiste rechazarlo. Aún no sé si entenderlo, lo del beso digo, y cuando me besaste ahí en la puerta del departamento, después de que yo te había abrazado, y pensaba sobre eso, sentí el gusto amargo del taradito en tus labios e instintivamente te aparté. Junté fuerzas para decirte que me había gustado la sorpresa de que te habías caído en Buenos Aires para estar conmigo, y junté las palabras trabajosamente no porque no me gustara sino porque por momentos no quería verte, venía a mi memoria lo del beso y te odiaba, pero luego me entregaba de lleno a los motivos, qué es mi culpa lo sé, y te perdonaba. Me preguntaste si comíamos algo y te dije que sí y de repente saliste con lo de que ibas a cocinar para mí, algo rico, y asentí, conmovido y alegre, con el orgullo heroico de tener una mujer que te atienda, pero al rato me invadía la imagen del taradito, al que le habías contado todo lo nuestro, el que se había enterado primero que estabas embarazada, aunque tenías razón en que me lo habías dicho y que yo no te había escuchado, entonces mientras cocinabas te tomé de atrás y empecé a acariciarte los pechos que en el relieve de tu blusa blanca parecían más hermosos que nunca, no quería despegarme y te dije que no tenía hambre, que vayamos a la pieza que Fede iba a llegar en cualquier momento, y dijiste que sí, soltaste la cuchara y nos fuimos así, en el baile desparejo de nuestros cuerpos desvistiéndose, primero tu blusa y después mi camisa, cayendo a la cama tenía la impresión que nos entregaríamos cómo la última vez, como una deuda pendiente que no debe quedar para más adelante, la lucha por descalzarnos, la fuerza incómoda de nuestros jeans que resistiéndose nos ponían en esas torpes posiciones de amantes incipientes, todo sin despegar nuestras bocas desesperadas, nuestras lenguas furiosas y agitadas, subiste arriba mío y te penetré enseguida y nos sacudimos sin límite, hasta casi hacernos daño, pero se me pasaba por la cabeza que era la última vez y ahora no podía acabar porque como en un sueño fugaz, las imágenes de tu traición, de tu beso que no vi pero que siento, de tu beso que robado por un oportunista del carajo, me acorralaba hasta odiarte de nuevo, odiarte hasta que te ví acabar. Cuándo caiste a mi lado decías que no podía ser que no haya terminado y empezaste a acariciarme, besándome el oído me lo frotabas tiernamente, y a mí me costaba porque estaba en otra cosa, estaba en que no lo iba a soportar, a pesar de nuestro hijo que nos uniría por el resto de nuestras vidas, no iba a tolerar lo del taradito, discutiríamos, pelearíamos y nos destruiríamos de a poco, nos iríamos consumiendo como velas, y cuando ya respirabas a mi lado, cansada de tu lucha fui al baño a limpiarme. Cuando volví estabas dormida. Apagué la luz.
Me despertó tu cuerpo de nuevo caliente y movedizo, tus manos me acariciaban todo el cuerpo y empezamos a buscarnos en la oscuridad apenas interrumpida por la línea horizontal del amanecer, había soñado demasiado y no recordaba nada, sólo tenía la impresión que dejaba un mal sueño para entrar en esta pesadilla fresca y latente, tu colectivo saldría a las seis y pico y no te podía pedir que te quedés, siempre había sido así, tus viejos creían que te quedabas a dormir en lo de Mariana y podían llamarte, igual, pensé en ese momento, no te iba a pedir que lo hagas. Miraste la hora mientras me besabas el cuello y te asustaste porque ya eran las seis menos cuarto, te observaba mientras te vestías corriendo hacia el baño, apurada, en tu alocada maratón habitual, el amanecer avanzaba lento, lo que era una línea ahora resplandecía en un manto azulrojizo luminoso, brillante cómo las lágrimas que largaste cuando te dije que no podía más, que no sabía que hacer, qué lo del beso no lo entendía, y poniéndote la campera me mirabas como si vos sintieras lo mismo, como si te resignaras a esta agonía que con el tiempo comprendí necesaria, que no podía ser de otro modo. Te metiste al ascensor con esa expresión en el rostro que no la voy a olvidar, cómo tampoco voy a olvidar, cuando desnudo, a pesar del frío, salí al balcón para ver, a la cuadra, cómo tu espalda se iba achicando, lentamente, tan lento e inevitable como el amanecer.
Mercedes 1998

PUCHERO - Sobre el poder hipnótico de este plato ya en peligro de extinción.

-La cosa es simple Petaca- dijo el Carpa casi imperativamente, reforzando la intensidad en la palabra “simple” como para no dejar dudas de que el trabajo no admitía equivocación. Y, con suma paciencia, por enésima vez, le explicaba al Petaca cómo harían para atracar a la vieja del almacén, la señora de Parra.
El Carpa acopiaba más de cien delitos en casi cuarenta años de vida. Más de la mitad los había hecho antes de entrar a la cárcel de Junín –cuando cayó después de haber participado en el secuestro del hijo del empresario metalúrgico, Roberto Maidana-, y el resto los había perpetrado en los últimos cinco años, todavía bajo libertad condicional, lo que no era un impedimento para continuar con el oficio, solamente debía dejar un porcentaje de lo conseguido a los oficiales Lopez y Carvallo y podía continuar con los trabajos, siempre y cuando la cosa no se fuera de las manos.
El Petaca era su sobrino directo, hijo de su hermana Candela, quién se había casado con un policía entrerriano y se había mudado muy jovencita para Gualeguay. Habían enviado al chico para que el Carpa se haga cargo de él, la excusa era tan insólita como lógica: El Petaca, de chiquito, había comenzado a robar kioscos y casas en Gualeguay y más de una vez lo habían agarrado infraganti. Su propio padre lo detuvo una vez antes de que consumara la sustracción de una bicicleta en la puerta del Hospital de Gualeguay. Pero todas las esperanzas depositadas por sus padres para que el Petaca se corrigiera terminaron por desmoronarse cuando en una discusión, casi llorando de bronca y resentimiento, el Petaca gritaba como un condenado que lo único que quería era ser como el tío Carpa. Fue así que una mañana el Carpa escuchó los toquecitos en la puerta y luego de entreabrirla con cuidado, -cosa que hacía como acto reflejo-, vio la cara pequeña de un niño, llorosa y con los mocos humedeciendo el labio superior que traía en un sobre en la mano. Supo quien era ese niño cuando abrió el documento de identidad que venía dentro del sobre y leyó la nota escrita en la hoja blanca que lo acompañaba:
“Hacete cargo vos ya que le metiste todas esas porquerías en la cabeza. Carlos y yo no podemos tener un delincuente en la familia. Candela”
Después de todo no fue tan mala la idea, el Carpa era pragmático y supo como aprovechar el inconveniente. Trabajar con un menor era más efectivo que disponer logística y armamentos. Un menor de dieciocho años se consideraba inimputable, los policías le tenían terror porque bastaba propiciar un machucón, un leve moretón, un tenue rasguño en la humanidad de un niño para se iniciara el corrosivo trámite de un sumario. El Carpa, lejos de alterarse por el supuesto castigo de su hermana, convirtió la pequeña carga que suponía ese enjuto y menudo morocho en una útil y próspera herramienta: contextura para introducirse en las aberturas más estrechas, agilidad para escapar, inocencia para sorprender y oportuno señuelo en caso de escape.
Como intercambio, el Carpa le enseñaba todo cuanto pudiera a su sobrino: cómo estudiar los negocios, la gente, descubrir cuándo es el momento, cómo estar alerta y concentrado y lo que era más importante, no llegar al punto en que la cosa pase a mayores y cargarse con un muerto que después pesa toda la vida. “Eso es para los giles” le repetía hasta el hartazgo.
El Carpa ya tenía dos muertes. La primera vez ocurrió veintidós años atrás, tenía quince años, se puso nervioso y se le disparó un revolver 22 que le había dado Ramón, el muchacho del barrio que le enseñaba cómo trabajar. Le dio al kiosquero en medio del pecho y por ser menor terminó en el Instituto Baffa del que se escapó a los dos meses. El segundo accidente sucedió apenas tres años atrás, en una salidera en el viejo Dodge azul cuando se cruzó la viejita en plena avenida, la levantó en el aire a la pobre anciana, pegó en el capot y rodó en el asfalto. Por el espejo retrovisor vio como su cuerpo quedó inmóvil tendido contra el cordón. Esa noche, por la tele, se enteró que falleció en el acto. Esa vez no sintió nada, lo tomó como incidente fortuito, quizás porque seguramente a la anciana le quedaba poco por vivir, o talvez por lo que había de cierto en aquella frase que le escuchó decir al Turco Cuevas: “A la conciencia, como a las manos del albañil, también le salen callos”. Tuvo suerte. El doctor Ramirez consiguió demostrar que Máximo Daniel Galíndez, los tres nombres que figuraban en su documento de identidad y en su prontuario, no había tenido intenciones de matar.
-Oíme bien Petaca- empezó explicando el Carpa mientras se cebaba unos mates, -entramos tipo doce cuando ya está cerrando el almacén y nos llevamos la vieja pal fondo, la tiramos al piso boca abajo. Mientras vos la cuidás metiéndole el caño en la cabeza yo cierro el negocio, bajo la persiana y busco la guita, porque seguro que la tiene guardada muy bien escondida. No te preocupés porque el fierro lo llevamos descargado. Con la vieja no es necesario arriesgar, les pegás unos gritos y no se va a mover. Tampoco la vamos a atar. Antes de irnos, la encerramos en el baño y nos vamos. A la noche, cuando llegue el hijo, la va encontrar y listo, no lastimamos a nadie y laburo terminado. Yo ya estudié la cosa y el Pelado, el que trabaja en el corralón de Puricelli va todas las noches a saludar a la madre. Vamos a cara descubierta nomás. Las caras nuestras la va a ver pero no hay problemas porque los viejos ya no ven bien a esa edad, y si por ahí tiene buena vista ni siquiera lo va recordar, a los viejos se le confunden todas las caras y la vieja esta debe andar por los ochenta. La idea es aguantar adentro hasta la una y media, dos de la tarde y salir caminado, como pancho por su casa sin levantar la perdiz, y para eso no hay que ponerse nervioso Caco, como te pusiste en el laburo al carnicero.
Aquella vez el Petaca se puso tan nervioso al salir de la carnicería que el verdulero de al lado se dio cuenta y le sacudió con un cajón en la espalda que casi lo mata. Tuvo suerte de no caer pero llegó al auto casi desmayado del dolor.
-Acostate temprano- le sugirió el Carpa, - así mañana arrancás fresquito, no vaya a hacer cosa que te mamés y mañana la cagamos.
El Carpa notó que el Petaca durmió poco; antes de entrar en sueño profundo escuchó como su sobrino se movía en la cama de al lado como si estuviera luchando contra el colchón, era su tercer trabajo y aunque los otros dos habían salido bien era visto que aún no se acostumbraba. Le veía la cara al Petaca minutos antes de actuar y lo llenaba de desconfianza. Tenía miedo que por los nervios se mandara una macana.
***
Lo despertó a las diez de la mañana, estaba profundamente dormido porque seguro había dado vueltas hasta las cuatro o cinco de la madrugada. Tomó unos mates y mientras el pibe tomaba el café con leche volvió a explicarle por última vez como harían.
Fueron en el auto del Carpa, un Corsa gris que le había dado el Tonga, con los papeles y todo en regla. Se lo había regalado en agradecimiento después de que llegó a entregarle hasta quince coches que el Tonga se encargaba de hacer desaparecer en minutos nomás. Manejó hasta el centro. Lo estacionó en la florería La Grande, sobre la calle Güemes. Era la una menos cuarto y estaban a tres cuadras del almacén de la vieja Parra. Para no levantar sospechas el Carpa decidió caminar por San Lorenzo calculando por el reloj para caer justo frente al almacén cerca de la una y cuarto que era cuando la vieja cerraba. El sol pegaba fuerte a esa hora aunque a la sombra se toleraba un poco más. Una y diez estaban frente a la puerta del almacén. El local era chiquito, casi una cuevita, pero atiborrado de mercadería por donde se mirara, en las estanterías, en el mostrador, en las heladeras, y sin pensarlo demasiado el Carpa tomó del brazo al Petaca y se metieron adentro.
El primer imprevisto llegó pronto, el Carpa no esperaba que detrás del mostrador no hubiera nadie. Enseguida sintió olor a comida, así que la vieja, pensó, debería estar cocinando en la casa, a la que se ingresaba por el fondo del almacén. Le hizo una seña al Petaca: que hiciera silencio y lo siguiera para atrás. Luego de cruzar el cortinado de plástico, mientras recorrían el pasillo e ingresaban al comedor, el Carpa olfateó con ganas porque el aroma que venía de la cocina no solo era irresistible sino que le recordaba a los almuerzos en la casa de la abuela Celestina. “¿Podía ser que la vieja esté cocinando puchero?” pensó el Carpa, porque el olor era tan similar que parecía que estaba allí mismo, en la casa de la abuela Celestina esperando que llegara el abuelo Jorge, para empezar a comer.
El Carpa vivió desde los tres años de edad con sus abuelos, cuando sus padres, que apenas recordaba, habían fallecido en aquél vuelco en la ruta en el que, por esas cosas azarosas de la vida, el Carpa había sido el único sobreviviente. Del accidente no recordaba nada y ya no sabía si las imágenes de los rostros de aquella pareja casi juvenil que le venían a la memoria vagamente, provenían de tiempos en que todavía vivían o por las fotos que, posteriormente, ya de grandecito, había devorado con la mirada tratando de descubrirse en los contornos de sus rasgos, en las expresiones de sus sonrisas y no había dudas, era notablemente parecido a su madre. Luego de la tragedia los abuelos fueron prácticamente padres para él hasta que dejaron de existir, ya casi diez años atrás. En un lapso de dos meses murieron los dos, primero el abuelo Jorge y luego la abuela Celestina, y el Carpa, sin demasiada culpa, pensaba en cuánto tendría que ver el cáncer de la abuela y el infarto del abuelo con los disgustos que de chiquito les había dado.
Con las imágenes fluctuando en sus pensamientos como diapositivas vertiginosas, casi sin darse cuenta, entró en la cocina, vio una olla sobre la hornalla encendida, se acercó y la destapó. No lo podía creer, era la misma imagen, el mismo aspecto del puchero de la abuela Celestina: papa, batata, zapallo, cebolla, morrón y caracú hirviendo y emanado un aroma que casi lo desmaya de gusto. Escuchó que una puerta se abría y el Carpa se sobresaltó. En un momento de duda, casi inexplicable en él, quedo patitieso sin atinar a nada, luego, como si se despertara de una ensoñación hipnótica, tomó al Petaca del brazo y lo sacó raudamente para el almacén y se quedaron del otro lado del mostrador como si fueran ocasionales clientes esperando que los atiendan.
La mujer apareció con una sonrisa, era menuda y tenía el pelo teñido de un castaño rojizo, muy a la moda; ahora que el Carpa la veía de cerca le parecía más joven.
-Disculpen estaba en el baño -dijo, -¿qué van a llevar?
El Carpa titubeó un poco hasta que explicó que era amigo de Diego. Diego era el nieto de la mujer. Tenía ese dato porque el Carpa era un profesional y no dejaba nada librado al azar, los nombres de los nietos o los hijos y todo lo que se pueda saber sobre ellos sirve en caso de tener problemas.
-Somos pintores, -dijo el Carpa. Se le ocurrió decir eso porque había visto las paredes descascaradas del comedor. Y le dijo que Diego quería pagarle la pintura del comedor.
-¡Ay este Dieguito!- exclamó la mujer, -siempre preocupado por el aspecto este chico.
Y enseguida los invitó a pasar para ver las paredes. Mientras caminaban por el pasillo el Carpa le hizo una seña al Petaca para que no haga nada. La mujer le empezó a decir que prefería un color más suave que el que tenía puesto. El Carpa sugirió, casi mecánicamente, que podría andar un tono durazno o salmón.
-¿Ustedes son amigos de Diego? – dijo ella.
-Yo soy amigo de él –contestó el Carpa sin dudar, -nos conocemos de la primaria en la escuela ocho.
-Ah, sí, sí, que linda escuela era esa, ahora es un desastre… y bueno… la chica que salía con Diego también iba a la ocho, qué lástima que se hayan separado, ¡Con lo que le cuesta a Diego formalizar!
-Ya va a tener otra oportunidad…- dijo el Carpa intentando conmiserarse con la mujer. Y luego, intempestivamente, cambiando el tono y la expresión de su rostro preguntó por ese olorcito que venía de la cocina.
-Un pucherito- dijo la mujer. Y contó que aunque no era comida para hacerse una mujer sola ella lo hacía para ella, aunque sea mucha cantidad y sobre después, lo hacía para darse un gusto ya que le apasionaba el puchero. Hubo un pequeño silencio y la mujer lo sorprendió con la invitación: si querían quedarse a comer el pucherito. El Carpa ni lo dudó. El Petaca lo miraba con extrañeza y mientras la vieja ya estaba en la cocina preparando los cubiertos, el Carpa moviendo los labios haciendo mímica le remarcó: “quedate en el molde”.
-¿Y un rosita?-, gritó la vieja mientras destapaba la olla -¿no les gusta?
El Carpa demoró un instante en darse cuenta que le hablaba de la pintura para la pared. Rápidamente contestó que sí, que podía andar, que harían juego con las cortinas del mismo color. La mujer le dijo que pusieran la mesa, que sacara el mantel del aparador, del primer cajón, y que llevaran los platos y cubiertos que estaban arriba de la mesada, mientras ella cerraría el almacén. El Carpa le dijo al Petaca que pusiera el mantel, pero el Petaca empezó a preguntarle en voz baja y algo fastidiado por qué no hacían el trabajo y listo. El Carpa, con voz firme pero contenida para no gritar le dijo: “vos callate, primero morfamos, después afanamos”.
Cuando ya estaban los tres sentados en la mesa el Carpa pensó que la imagen que tenía frente a sus ojos era para sacarle una foto y llevársela de recuerdo, años hacía que no veía una mesa puesta: el mantel a cuadros, los cubiertos colocados prolijamente a la derecha de cada plato, los vasos relucientes, hasta había jugo de naranja, vino tinto y soda que la vieja había puesto en la mesa. Cuando la fuente con el puchero, largando un vapor y un aroma exquisito estaba allí, tentándolo, no puedo contenerse y preguntó a la mujer:
-¿Usted, por casualidad, no tendría una salsita de tomates, de esas medias picantonas para ponerle?
La vieja no dudó un instante y en silencio fue hasta la cocina. Volvió con una botellita de salsa casi llena.
Durante el almuerzo conversaron de muchas cosas, le mujer contó como eran cada uno de sus nietos, que Diego jugaba al fútbol, que Martín era bombero porque le gustaba de chico; que la más chiquita, la Agustina, la hija que Diego había tenido con “una cualquiera” tenía un problema de asma pero con el tratamiento estaba mejorando. El Carpa y el Petaca, este último visiblemente más relajado, comían y bebían con muchas ganas. El Carpa intentaba poner atención en lo que decía la vieja pero se encontraba embriagado en sus recuerdos, le parecía estar en la casa de la abuela Celestina, llenando de salsa el improvisado puré de papa, batata y zapallo, mezclarla, cortar un pedazo de carne y untándola con el puré y la salsa, llevarla a la boca y empujarla con un pedazo de pan. La vieja hablaba y el Carpa volvía a vaciar su vaso de tinto.
-¿El chico toma vino?- preguntó la mujer, visiblemente perpleja, viendo al Petaca que volvía a servirse en su vaso.
-No hay problemas doña Parra- dijo el Carpa con la boca llena, -parece más chico pero ya tiene veinte.
La vieja siguió contando cosas de su familia mientras la segunda fuente ya estaba en la mesa. Cuando el vino se acabó la mujer preguntó si no querían probar un vinito patero que tenía hace tiempo y que nadie de sus hijos y sus nietos habían tomado porque decían que era muy fuerte y pegaba mucho.
-Bárbaro- se escuchó decir el Carpa, -para nosotros nada es fuerte.
La escena ameritaba el encanto dulzón del vino que se deshacía en el paladar del Carpa y que el Petaca sorbía, casi naturalmente, como si fuera gaseosa. Cuando el tercer plato de puchero iba acabándose el Carpa estaba tan emocionado que un par de veces se escuchó referirse a la vieja como la abuela Cele pero enseguida se corregía pidiendo disculpas. El Petaca tenía los ojos hinchados y rojos, no estaba acostumbrado a beber y entre los dos se habían empinado casi dos botellas de tinto. El Carpa empezó a contar que el puchero le hacía acordar a la abuela Celestina, que prácticamente tenía el mismo sabor. Por momentos tuvo que secarse las lágrimas de la emoción que sentía al rememorar anécdotas con la abuela Celestina. La vieja sonreía y parecía que también lloraba. Luego se levantó y comenzó a limpiar la mesa, el Carpa y el Petaca atinaron a ayudarla pero ella les dijo que no se movieran. Volvió de la cocina con una lata de durazno en almíbar. El Petaca se ofreció para abrirla. La vieja preguntó cuando estarían en condiciones de empezar con la pintada. El Carpa, conciente de la dificultad que tenía para conversar con decoro, contestó, procurando que la dicción fuera lo más discreta posible: que cuando quiera, que ellos ya estaban disponibles.
-¿Dulce de leche no tiene doña, no?-, dijo el Carpa casi sin darse cuenta.
La vieja le contestó que sí y salió como eyectada hasta la heladera. El Carpa hizo que le prestaba atención a las paredes y dijo, luego de meter en la boca un pedazo de durazno cubierto de dulce de leche, intentando vocalizar claramente, que habría que tapar los muebles para lijarla bien, qué ese es el verdadero secreto de una buena pintada.
La virtud más grande del Carpa era que no sólo mentía sino que creía como una verdad absoluta sus propias mentiras. Como un actor que no sólo hace su rol sino que además lo vive, mientras había estado comiendo y bebiendo era definitivamente un verdadero pintor de oficio. No fue producto del azar que el Carpa al principio se presentó frente a la mujer como pintor sino porque cuando era chico, durante un tiempo, trabajó en la pintura. Había aprendido el oficio gracias al viejo Julián, vecino del barrio, que lo llevaba como aprendiz, pero no hubo caso: el choreo le daba más guita y en menos tiempo.
La mujer dijo que ella tenía unas sábanas viejas que se podían usar para no ensuciar el piso. Lo decía mientras se levantaba de la mesa y del aparador sacaba una botella de guindado, unas copitas de licor, y les servía una a cada uno. Ella también se sirvió y pidió un brindis por una buena pintada. Los tres brindaron. El Petaca preguntó si ahora que habían terminado de comer no podía sacarse la remera. El Carpa lo retó, le dijo que no sea desubicado, pero la mujer insistió con que se la saque nomás, que su nieto lo hacía siempre. Luego el Carpa comenzó a charlar con la mujer, hablaron de todo, de la vida, de la delincuencia, la inseguridad, de la falta de trabajo, de los gobiernos siempre corruptos. Ella les sirvió nuevamente la copita, el Petaca dijo sin demasiado énfasis que no quería más y hacía fuerzas para que los ojos no se le cerraran. El Carpa había encontrado una aliada de sus opiniones, es que la vieja asentía fervorosamente cuando el Carpa argumentaba que los pibes que salen a robar lo hacen por la falta de trabajo, que muchas veces por inexpertos terminan matando a un pobre desgraciado sin querer.
Cuando la charla parecía menguar el Carpa mencionó que después de semejante almuerzo no quedaba otra que retirarse a su casa y hacer una buena siesta. La mujer les dijo que no había problema que en el cuarto que había sido de los hijos podían hacerlo, que hasta podían llevar el ventilador, y que antes de abrir el almacén ella misma los llamaría. El Carpa dijo que le agradecía profundamente y que aceptaban pero con la condición de que apenas los llamara saldrían a comprar las cosas para empezar a lijar. Lo dijo y se dio cuenta que las palabras se deformaban y, chocando desordenadamente en sectores de su boca, sonaban muy distintas a lo que pretendía.
Tuvo dificultades para levantarse y vio como el Petaca ya se había dormido con la cabeza apoyada sobre sus brazos cruzados en la mesa. La vieja los acompañó hasta la pieza, les cerró la ventana hasta tener oscuridad completa y les encendió el ventilador. El Carpa sintió el aire tibio del ventilador en la cara y pensando en la abuela Cele se durmió profundamente.
***
Lo despertó el tumulto y las voces; en los primeros tres segundos, aun en la oscuridad, no sabía donde se encontraba, las últimas imágenes de un sueño no le daban lugar a que se despertara del todo. Había soñado con el Rodri, amigo de la cárcel: el Rodri lo llevaba por el patio de la unidad mientras una bandada de pájaros, que por momentos parecían golondrinas y por momentos cuervos, oscurecían el pedacito cielo que se vislumbraba desde su celda y luego los pájaros, cada vez más grandes, por momentos como cóndores, con sus picos y sus patas arrancaban y desamuraban la ventanita y el minúsculo cielo se convertía en un inabarcable firmamento celeste mientras que los pájaros, junto a la pequeña abertura se perdían en la lejanía. Escuchó pasos en la oscuridad pero se dio cuenta que no eran del sueño, la puerta se abrió de golpe: Espina, Gómez y Miranda estaban allí. Eran policías de la treinta y uno, que no se llevaban bien con López y Carvallo, supo de inmediato que la cosa se había complicado.
-¿Así que sos pintor ahora, Carpa?- escuchó que le decía Gómez. No le dieron tiempo a nada lo pusieron boca abajo y le colocaron las esposas. El Petaca ni siquiera se había despertado, le sujetaron los brazos y lo esposaron todavía dormido.
-No sé si te enteraste que a López y al Gordo Carvallo los trasladaron a La Plata –le dijo Gómez socarronamente.
Cuando los sacaron por el pasillo el Carpa vio como en el comedor, un oficial joven que desconocía, frente a la máquina de escribir apoyada en la mesa donde habían almorzado, le tomaba declaración a la vieja Parra. Escuchó justo el momento que la mujer contaba que no había sospechado nada hasta que vio, cuando entraban a la pieza, como el chico que se había sacado la remera tenía una pistola en la cintura del pantalón y casi se muere del susto. Mientras pasaba a su lado el Carpa vio que la mujer lo miraba ahora entre severa y triste, su rostro traslucía una mezcla de bronca y desconsuelo, una expresión que solo había visto en la abuela Celestina cuando se mandaba alguna macana.
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PRIMERA CLASE - Avatares de la docencia.

Empezá por mirarme los pies como manejo los pedales, fijate que apenas largo el embrague aprieto el acelerador despacito, sincronizadamente, como si fuera un subibaja, despacito. Cuando el auto arranca, que ves que empieza a marchar, acelerás un poquito más hasta que agarra viaje… bueno, por acá no pasa nadie… paro el auto y te pasás al volante. Listo, antes vamos a ponerlo en marcha, este es un gasolero así que vos girás la llave una vez y esperá que la lucecita esa que está ahí se encienda, ¡¿cómo que lucecita?! la del testigo, esa naranja que está ahí en el tablero a la izquierda, ¿la ves? Está bien, tranqui, volvé la llave a cero y girala de nuevo... eso ...esperá que prenda el testigo... listo ahora girá otro poco más la llave pero apretá el acelerador enseguida, dale nomás. Tranquila se paró porque no aceleraste y el motor está un poco fuera de punto no le tengas miedo al pedal, vos apretalo sin miedo.... pero no, no va a moverse para nada, si está en punto muerto... ¿Punto muerto? es la posición en la caja de cambio, que tal como te dice la palabra, es la posición en que el cambio está sin marcha, después tenés primera, ¿ves como está en el dibujito? que es para la izquierda y arriba, hacelo, probá.... no, no se mueve porque, me olvidé de decirte, para mover la palanca tenés que apretar el embrague a fondo. Fijate, apretá el embrague, no, no, ese es el freno, el embrague está a la izquierda, ahí está, ahora poné primera, a ver dame la mano, así, la empujás para el costado y después para arriba, perfecto, perfecto, la primera es para sacarlo el auto, para que empiece andar, vamos a llegar hasta primera nomás, volvemos a punto muerto, poné en contacto, esperá que prenda el testigo, ponés primera y sacás el embrague mientras lo mantenés acelerado ¿Entendiste? Dale nomás, esperá la luz.... ahora prendé y acelerá, bien, bien, ahora apretá a fondo el embrague, poné primera.... acordate del subibaja, fuerza contra fuerzaaaa........ bueno, se paró, tranquila, esto es difícil... no, yo estoy tranquilo, no te preocupés por mi... hagamos todo de nuevo, despacio. ¿Te explico de nuevo? bueno... está bien... vos sola, te dejo.... está bien, me callo, no digo nada… Se paró de nuevo por que no aceleraste, no le tengás miedo al pedal, vos apretalo fuerte, sin miedo, a ver.... ¡No, no! ¡Pará!... no estoy gritando, pero no mi amor, levanté la voz porque si no nos estampamos contra la zanja, jugá un poquito con el acelerador, hasta que le encontrés el punto, fijate que es muy sensible, es como vos mi amor... ¡pero no! no soy irónico... bueno... te dejo que lo hagás sola pero por favor mantené el volante derecho que el auto me costó años de laburo... no te lo hecho en cara... pero hace tres años que ahorro... ya sé que no va a ser a propósito... Dejame explicarte, vos escuchame tranquila, cuando levantás el embrague, despacito, suavecito apretá el acelerador, cuando sentís que se mueve acelerás un poco más hasta que marche, dale nomás.... arrancá, eso acelerá ¡acelará! ¡dale aceleraaá!... ¡pero si no acelerás no te arranca mujer! es como la bicicleta, si no pedaleás no giran las ruedas... es que ya no sé como explicarte, te explico, y te recontra explico.. no llorés Mariana por favor, hace más de una hora que estamos acá y ni siquiera te acordás donde está el freno, por Dios... Bueno... tenés razón mi amor, venga para acá, me exasperé un poco, perdoname, se me fue la mano pomponcito, no te pongás mal pomponcito... lo intentamos de nuevo ¿querés? sí, mil veces más también, no te preocupes, ¿te acordás como era?.... Bueno dale hacelo de nuevo que va a salir... Ahora tratá de acelerar un poquito más, tenés que sentir que el sonido del motor hace más fuerza, se hace más agudo, como cuando hacés fuerza en el baño ¿entendés? ¡Pero no! ¡no soy chancho! ¡es una metáfora para que entiendas!, cuando sentís que empieza a sonar más fuerte ahí comenzás a levantar el pie del embrague, pero muy suave, tampoco lo levantés del todo, lo hacés hasta que notás que las ruedas se mueven y ahí entrás a regular ¿entendés? Si no te sale yo no te digo nada, lo intentamos de nuevo ¿querés pomponcito?, bueno dale, animate... acelerá, despacito.... sacá el embrague ¡dale! ¡daleee! ¡daaaaleee! No importa, va de nuevo, no importa... encendé el motor, acelerá... eso... un poquito más... sacá el embrague... ¡acelerá! ¡más fuerte! ¡aceleráaaaa! ¡pero la putísima madre que me parió!... ¡pero es que no puede ser la puta madre! ¡Cuánto vamos a estar intentándolo! ¿Nunca se le ocurrió al pelotudo de tu ex enseñarte a manejar? ¿Adónde vas? ¡Vení Mariana! ¡Vení te digo! ¡Subí al auto que estamos lejos! ¡Ya es de noche, che!

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VINICIUS - Yo no soy racista, pero...

    Aquella noche después de ir a ver a la muestra de pintura en el Colegio de Abogados, fuimos a cenar a La Recova, una clásica confitería de la ciudad que reinauguraba después de haber estado dos meses cerrada por una remodelación que le habían hecho. Nos sentamos en una de las mesas sobre plaza San Martín y pacientemente esperamos que venga el mozo a atendernos. Había muchas mesas ocupadas y la cosa no iba a ser breve ni mucho menos.
    Chiche era amigo mío y nos había pedido que vayamos con Lili a presenciar la entrega de premios, Chiche había sacado primera mención y no era poca cosa. En el Colegio de Abogados estuvimos largo tiempo mirando los cuadros que habían sido aceptados para el concurso. La verdad es que la exposición tenía para todos los gustos: abstractos, figurativos, meros retratos y algunas obras que rayaban el rubro infantil por decirlo de un modo amable; y estaban, infaltables, las típicas obras de los artistas que sabían que si pintaban de modo costumbrista -quizás la estación de trenes o la pasarela del parque municipal-, tenían más posibilidades de adjudicarse los mil quinientos pesos que daban para el primer premio. Algunos cuadros nos gustaban y otros, sinceramente, no entendíamos como podían estar ahí. 
    Recorríamos la muestra cuando desde la otra punta del salón, entre el gentío integrado por una mayoría de artistas plásticos concursantes y familiares, tímidamente, con apenas un leve movimiento de cabeza me saluda Vinicius. Vinicius era un muchacho negro, oriundo de Brasil, que llevaba el estigma de ser el único negro del pueblo. Era de esos morochos casi azulados, brillosos, y que se destacaba donde estuviere porque definitivamente era el único. A mí me saludaba porque habíamos estado hablando hacía un tiempo atrás en el cumpleaños de un amigo en común, Pablito Miñón. Vinicius era el esposo de Betina Miranda, una eximia pintora de la ciudad y se habían conocido en Buenos Aires, donde Betina vivía y estudiaba en aquél tiempo, en uno de los viajes que Vinicius había hecho al país, si mal no recuerdo, por haber ganado una beca de una fundación.
Ya en la Recova, esperando las milanesas napolitanas y cerveza que habíamos pedido, Lili me preguntó a qué se dedicaba Vinicius. Le contesté que no sabía en realidad, que vivían en una casona del abuelo de ella y que él se encargaba de las tareas del hogar mientras Betina Miranda daba clases particulares de pintura.
-¿Pero con eso no les va a alcanzar, aparte tienen dos hijos?- dijo Lili acomodando la silla en la despareja vereda de la plaza.
-En realidad es pintor también.
-¿Vende cuadros?
-¡No, qué va a vender! Es bueno pero no está en la cosa del mercado, donde se mueven los galeristas y todo eso.
-¿Y cómo sabés que es bueno?
-No sé, yo de pintura no entiendo mucho pero por lo que me dijo Chiche técnicamente es impecable, a parte está todo el día pintando.
-Bueno, eso no dice mucho, porque si no tenés talento, por más que le dediques tiempo…
El Chino nos trajo las milanesas y las bebidas, la noche estaba perfecta para comer allí afuera, templada pero no agobiante, mi termómetro para calificar el clima es: si Lili no siente frío y yo no sudo una gota es porque el clima está en su punto justo.
-...ahora -retomó Lili con la boca aún llena de papafritas -, …si tienen dos hijos y viven nada más de lo que ella gana con las clases particulares ¿cómo diablos hacen?
-Y bueno…- dije tratando de convencer-, si alquiler no pagan, a juzgar por lo que veo en ropa apenas gastan, los chicos van a colegios públicos, entonces…
-¡No, no me digás que les puede alcanzar, porque nosotros, que trabajamos los dos y no tenemos hijos, tendríamos que ser ricos por lo menos!
-Lo que pasa es que el intentó conseguir trabajo pero es una persona con problemas de integración…
-¿Con problemas de integración? ¿Por?
-¡Y, mi vida, por la paranoia! ¡¿Por qué va a ser, si no?!
-¿Y por qué se persigue? ¿Por qué es de color?
-¡No, porque tiene dientes muy blancos! -dije irónicamente y agregué: -¡Claro que porque es negro! No digas de color porque es espantoso, de color somos todos... Ser el único negro de este pueblo debe ser insoportable, yo no me imagino vivir así.
- Perdoname que disienta pero yo no pienso como vos- dijo Lili enojada, olvidándose de comer, -eso que me estás diciendo es de otra época.
-No, no es de otra época, o mejor dicho, en otra época los mataban, los usaban de esclavos, de sirvientes, pero el estigma de ser negro queda, y mucho más si estás en un pueblo como este fachista hasta la médula. En este pueblo para poder subsistir tenés que ser heterosexual, no más que morocho y jamás decir la verdad y mucho menos de frente, ¡y vos pretendés que un negro consiga un trabajo decente!
-Pero…fijate…- dijo Lili cambiando el tono de enojada por uno más dulce, tiernamente femenino-, fijate la piel hermosa que tiene, como azulada, suave, a mí me encanta, ojalá yo tuviera una piel así.
-Puede ser que sea linda para vos, pero para los que dan trabajo no creo que les resuelva contratar un negro. Es una mierda de pueblo pero es así. No por nada somos todos descendientes de italianos y españoles, Mussolini y Franco no existieron al pedo.
-No entiendo, no entiendo…para mí que él mucho no debe querer conseguir trabajo porque si insiste se lo dan, no tiene nada que ver que sea de color, eso ya fue, ahora la cosa es distinta, además es un tipo lindo, elegante.
Era verdad que no había ningún motivo para no tomar en un trabajo a Vinicius, era un tipo agradable mucho más aun cuando entraba en confianza y por sobre todas las cosas saltaba a la vista al escucharlo conversar que era una persona culta e inteligente, centrada, con un sentido de la ubicación poco natural. Pero apenas se sentía observado comenzaba a caer en un pozo paranoico que lo paralizaba, esto me lo había contado Pablito el día de su cumpleaños antes de presentármelo. Confieso que para una persona como yo que de mundo tiene poco, estar con un negro frente a frente resulta extraño, es difícil no sentir esa tensión que provoca la percepción del otro como diferente, uno escruta con la mirada aunque no quiera, me pasa con los orientales y esos alemanes colorados y pecosos. Mientras conversaba las pocas palabras que cruzamos con él me resultaba imposible no mirarle como el color de sus labios se fundía en un monocromo con el de su piel y como el contraste de la palma de sus manos, casi blancas, con el resto del cuerpo sobresalía notablemente. De todos modos creo que él no reparó en mis observaciones anatómicas y pudimos abordar la charla cordialmente. Por supuesto hablamos de pintura y plástica en general, algo en que lo encontré muy apasionado.
-Sigo insistiendo- me interrumpió en mis recuerdos Lili, -yo no creo que por ser de color esté discriminado a esta altura de la modernidad, eso es imposible.
-Por favor Lili, no digas “de color”, es “negro” y punto, “ne – gro”. Decir “de color” es más racista porque eso quiere decir que nosotros no somos “blancos” sino que tenemos el color de piel predestinado para la humanidad y los demás destiñen…
Tomé un trago de cerveza y continué:
-…lo que sé es que el padre de Betina que trabaja en tribunales está intentando ayudarlo.
-¿Con dinero?
-No sé si con dinero, lo que me enteré es que lo puso a Vinicius a hacer algunos trabajos ad honorem en el juzgado donde trabaja para ver si con el tiempo lo toman.
-¿En tribunales, en un juzgado? Como ordenanza supongo.
-Y debe ser, el sueldo no es una locura, pero trabajás de lunes a viernes de siete y media a una y media de la tarde, tenés quince días de vacaciones en invierno y un mes entero en verano, y agarrás todos los feriados porque para eso son patriotas patriotas, los festejan todos, y una vez que entrás te podés mandar mil cagadas que no te echan nunca, es más, Vinicius hasta se puede tomar un año de licencia sin goce de sueldo por si se quiere ir para Brasil y encima mantiene el trabajo, cuando regresa se presenta y ya está, empieza a cobrar de nuevo. 
   Lili se quedó en silencio, sosteniendo el vaso de cerveza cerca de su boca, inmóvil, como si se hubiera quedado congelada en un instante, en su rostro comenzó a evidenciarse un leve tono rojizo, y un brillo húmedo empañó sus ojos.
- Mirá… -dijo definitivamente enojada -, ¡si ese negro llega a entrar a trabajar a Tribunales armo un escándalo que ni te cuento, porque ese negro por más buen pintor que sea no va a venir a sacarnos el trabajo a nosotros los argentinos, y me importa tres pitos que el suegro trabaje ahí, si llega a pasar eso te juro que lo denuncio a él y al suegro por venir a robarnos el trabajo!
Nos interrumpió el Chino que nos preguntaba si estaba todo bien, si nos hacía falta algo. Le dije que no, que todo estaba en orden, por suerte la noche estaba linda y la cerveza aún se mantenía fresca. Quedamos unos minutos en silencio mientras terminábamos nuestras porciones. Un perrito, negrito con una mancha blanca en el hocico se acercó a nuestra mesa y para apartarlo le tiré un pedazo de pan unos metros más allá, donde empezaba el césped del cantero.
-¿Lindo el cuadro de Chiche no?- pregunté intentando cambiar de tema mientras me limpiaba las manos con la servilleta de papel. Lili me miró y no podía despegarse del gesto sombrío y tenso de su rostro.
-¿Lindo?...una cagada...

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MIRAR SIN VER - Primer día como Bombero



Juan sintió que lo zamarreaban, que lo llamaban de otro lado del mundo, cuando abrió los ojos, por un instante creyó que la voz de su padre, difusa y lejana, todavía era parte del sueño; la luz le encandilaba, en pocos segundos la cara de su padre tomó forma y escuchó lo que decía: que hubo un accidente, un tren atropelló un auto en el cruce del molino y que hay que ir para allá.
Juan hubiera preferido que su primer salida como bombero fuera por un incendio común, de campo o monte, donde no se encontrara con gente accidentada, ni quemada, quizás porque en el cuartel -y su mismo padre, que era el jefe de los Bomberos Voluntarios de General Noriega-, le habían dicho que lo peor eran los accidentes, y ni qué hablar de los accidentes ferroviarios.

Se levantó y se puso lo que tenía a mano. Alicia, su madre, le iba alcanzando la ropa: primero el pantalón, luego la remera, las medias, y se calzó las zapatillas sin atarlas; miró el reloj y supo que eran las tres y diez de la mañana. Seguro que el tren había sido el carguero que pasa cada dos días, entre las dos y las cuatro. El Cholo, su padre, salió del baño y le ordena que se apure, que hay que ir ya. Solo había apenas tres cuadras al cuartel pero igual fueron en la Ford 100. Mientras la chata parecía explotar de velocidad su padre le iba diciendo que se mantuviera calmado; que seguro, por lo que habían dejado dicho en el cuartel, el auto, un Ford probablemente, había quedado deshecho, casi partido en dos y que había cuerpos destrozados. Juan creyó en ese momento que el Cholo le dijo eso para que no se sorprenda con nada y se prepare para lo peor.

Ya en el cuartel Perotti los esperaba con los equipos y les ayudó a colocárselos. Eran incómodos y pesados, los de incendio, no eran necesario tanto traje pero eran los únicos que tenían en el cuartel. Perotti, mientras le ayudaba a Juan con el uniforme, le comentaba que parecía ser bastante grave, que él mismo atendió el teléfono y el hombre, del otro lado de la línea, lloraba sin consuelo porque vio todo, dijo que alcanzó a ver que el chico pudo bajar del auto pero no le dio el tiempo y que en el lugar había pedazos de cuerpos por todos lados. El Cholo preguntó si habían avisado al hospital para que mande la ambulancia y Perotti le dijo que sí, que cuando llamó al hospital el Negro y Cárdenas ya habían salido con la ambulancia.

Juan subió a la parte trasera del camión que ya se encontraba en marcha y le gustó la sensación que tuvo en el cuerpo. Mientras con la mano izquierda se sujetaba de la baranda, con la otra se acomodaba el uniforme. En su primer día como bombero se encontraba desconcertado, entre la ansiedad y el nerviosismo lógico por ser su debut y la satisfacción de estar haciendo lo que tanto soñó después de ver tantas veces a su padre salir como tromba cuando apenas se empezaba a escuchar el aullido de la sirena.

Cuando era chico y escuchaba ese estruendoso sonido, alguna que otra tarde, así estuviera jugando al fútbol o a las cartas o mirando tele con sus amigos, corría las tres cuadras hasta el cuartel y allí era como ver una película: los bomberos llegaban al cuartel como héroes, corriendo, y lo hacían sacándose la ropa que iban tirando por el camino; como el Pedro, que un poco exageraba quizás porque veía que los pibes lo observaban desde la vereda de enfrente con la mirada encendida y trepaba como un mono a la autobomba entrando a la cabina por la ventanilla abierta, casi espectacularmente. También estaban los que llegaban al cuartel en bicicleta y se eyectaban de ella dejando que el rodado siguiera andando hasta caerse a un costado del galpón. Ver salir los camiones con los bomberos a bordo, con sus uniformes y sus cascos, y ver además que su padre se encontraba entre ellos era una imagen única, inigualable, le inundaba el corazón de orgullo y no veía la hora de crecer y convertirse en uno de ellos.

El camión dobló por Córdoba y tuvo que asirse con todas sus fuerzas para sostenerse, iba colgado atrás del lado del Cejitas, el conductor. Del otro lado iba el Manu, quien ya tenía experiencia en siniestros, andaba por los treinta años y su padre siempre decía que era excelente para trabajar. Casi llegando a Perú, la calle del Molino, detrás de la hilera de árboles que separaba la vía de la calle Cochabamba, se veían luces. Juan pudo distinguir el resplandor agónico de la locomotora, y el rojo brillante e intermitente de la ambulancia. A pesar del sonido ensordecedor de la autobomba escuchó lo que el Manu le gritaba “que no mire fijo a los cuerpos, que mire sin ver, que si están muertos ya está, son como cosas nomás”; Juan no contestó nada, iba a hacerlo, a decirle que no se preocupara, pero el camión tomó por Güemes, la callecita de tierra por la que seguramente había tomado el pobre tipo del Ford, y empezó a sacudirse bruscamente impidiéndole hablar.

A la cuadra se veía el cruce interrumpido por los vagones del carguero, Cejitas dobló por Cochabamba, el camino que costea la vía, hasta llegar al sector de las luces, el lugar hasta donde el tren había arrastrado el auto. El camión se metió por un claro entre los árboles, el Cejitas lo estacionó dando de lleno con las luces de los faros en la zona del accidente. Cuando bajó lo siguió al Manu quién le iría indicando qué hacer; detrás de ellos, -Juan recién lo notaba-, venía el patrullero. Uno de ellos era Galindez, el padre del Moco, le saludó levantando el brazo pero no sonrió como lo hacía siempre cada vez que Juan iba a visitar al Moco a su casa; le adivinó, en cambio, un gesto en el rostro, de resignación y dolor, el mismo gesto que vería, poco a poco, en todos las caras que se encontraban allí.

El tren no había descarrilado aunque no era fácil distinguir que el bulto de hierros retorcidos y amorfos que había delante de ella había sido un auto. A partir de allí para Juan todo fue un nebuloso sueño, imágenes difusas y espesas de hierros, pedazos de cuerpos humanos que iba levantando y colocando en la bolsa, una pierna con una media roja y un zapato oscuro, bañada en sangre, pedazos de cuero cabelludo castaño y otro canoso, un brazo delgado, joven y dos dedos gordos, morochos. Sólo se escuchaba el sonido de los motores encendidos, nadie se desesperaba ya que no había quedado ninguno con vida; sus compañeros trabajaban contenidos, sin gritar. Escuchó decir que eran tres personas. Su padre con la neumática intentaba cortar el techo de lo que había quedado del auto. Alguien dijo que era un Ford Sierra en realidad y que era una familia, que la mujer estaba atrapada atrás, sin vida, y que los otros dos cuerpos deberían ser el marido y el hijo; luego vio a Cejitas que hablaba con el guarda del tren y otro hombre que seguro debería ser el conductor. De él escuchó repetir varias veces que era la primera vez que le pasaba, que vio el auto blanco detenerse en medio de la vía como si se le hubiese parado el motor.

Juan vio llegar la camioneta del cuartel, y comenzaron a cargar las bolsas negras con los restos dentro de ella. Todos seguían buscando, tratando de capturar con el resplandor algún pedazo de cuerpo para que no quedara nada allí. Escuchó a su padre decirle que regresara con la camioneta que ellos deberían limpiar la zona, que ya era suficiente por ser el primer día y no lo dudó, se subió rápidamente en el asiento del acompañante, Maldonado subió después y le palmeó el hombro, Juan sintió como si quisiera consolarlo con ese gesto. Escuchó pasos detrás, en la cúpula de la chata, debería ser el Manu, o Rodriguez, o Cufré, porque los cuerpos estaban bien muertos, destrozados, bien quietos; miraba hacia abajo, una botella de agua destilada que asomaba debajo del asiento, el vaivén de la chata por poco lo hace vomitar, hacía tiempo que tenía el nudo en la garganta, una pelota en la boca del estómago que parecía que le impedía respirar normalmente. Al llegar al centro, Maldonado le dice que su padre le dio la orden de que lo deje en su casa, por orgullo Juan dijo que no, que quería ir al cuartel, aunque en realidad no insistió mucho, lo único que deseaba era ver a su madre.

Cuando la camioneta se detuvo en su casa, bajó casi sin saludar. Definitivamente se sentía angustiado, con el dolor en el estómago que ya era paralizante. Entró por el garage y se dirigió a la cocina, en la que vio a su madre, de espaldas, colocando la pava en la hornalla. Ella se dio vuelta y él la notó sombría y triste. Alicia le preguntó cómo le había ido, Juan contestó que bien e intentó no traslucir en sus gestos el malestar que sentía. Ella se sentó a su lado, colocando la azucarera y el mate, con yerba nueva, sobre el repasador en la mesa: "Llamó tu padre por el celular...pensó que ya estabas acá" le dijo Alicia, Juan la miró sorprendido, iba a preguntar si pasó algo, pero Alicia completó la oración "quería saber si te diste cuenta que eran Gabriel, Marisa y don Acuña". Por un segundo no entendió de qué se trataba la pregunta, pero en seguida le vino la imagen de la cara de Gabriel, con quién jugaba al fútbol, todos los días, todos los años, y luego la figura de una pierna ensangrentada, despegada de un cuerpo como un maniquí, cubierta parcialmente por un pedazo de pantalón de gimnasia bordó, de tela de avión, el mismo que Gabriel llevaba a todas las prácticas en el club. Un torbellino de escenas le invadieron los pensamientos: el Ford Sierra blanco que esperaba en la puerta del club, y al que varias veces se había subido para que lo llevaran a su casa; don Acuña, siempre gritando detrás del alambrado en cada partido, la señora de Acuña tomando mates con Alicia y la mamá de Aguirre en el banquito detrás del arco. Notó que las piernas le temblaban y el pecho se le comprimía, y vio la preocupación en el rostro de su madre que se levantaba de la silla y tendía sus brazos como para agarrarlo. Se dio cuenta que, a medida que la vista se le nublaba, caía para el lado de la pared, por suerte.

Mercedes 2005







CABALLEROS - Una historia tenística amateur.


No hay mejor clima para el tenis que una hermoso día de septiembre, con sol y sin viento. Así era la tarde en que las misteriosas agujas con que el destino teje su providencia, en el torneo organizado por el Club, en categoría intermedia, -la categoría donde no está muy definido si lo que se juega es tenis o una especie de extraño y nuevo deporte donde la lentitud del golf, la disciplina del fútbol y la destreza de la caza de mariposas confluyen naturalmente sobre el polvo de ladrillo- el imprevisible azar había destinado que Diego Sobrado y Juan Ferreira disputaran los cuartos de final.

En la semana, luego de que Sobrado le ganara al Gordo Marrone y Ferreira le hiciera un rápido y perfecto 6-0 6-0 al Tano Scotti, comenzó a crecer, en forma de rumor, sin que todavía hubieran arrastrado las suelas de sus zapatillas sobre la superficie de la cancha uno, la polvareda que el encuentro entre Sobrado y Ferreira irían a disputar el sábado por la tarde. La razón de la expectativa no estaba puesta ni en el letal primer saque de Sobrado ni en el drive, inexplicablemente siempre con efecto de slice, de Ferreira.

Diego Sobrado, gerente del Banco Credicoop, cuarenta y tres años, casado y separado, mediano estado físico, pulcro en el vestir, cabello corto, siempre tendiendo a que sus golpes fueran los más estéticos y correctos posible -prefería eso antes que ganar un punto pegándole con el marco de la raqueta-, consideradas una de las personas más educadas del ambiente tenístico del pueblo debía enfrentar a lo que estaba en las antípodas de su personalidad: Juan Ferreira, cuarenta y un años, excelente estado físico, cabello largo, soltero, con envidiable pinta de adolescente aunque las incipientes arrugas en su rostro confirmen la fecha de nacimiento que figuraba en su documento; su ocupación nunca era del todo clara, una mezcla perfecta de bon vivant y buscavidas, quizás la renta de algún inmueble heredado o el aporte de la noviecita de turno ayudaban a sostenerlo. Vivía, a pesar de su edad, todavía con su padre y era catalogado por todos los que lo conocían como un mujeriego empedernido.

 Nada hubiera hecho predecir que ese encuentro sería interesante si no fuera porque era vox pópuli que la ex mujer de Sobrado, una rubia que, cuando era aún esposa de Sobrado, apenas un año atrás, pasaba inadvertida -quizás por su forma de vestir, o por su actitud introspectiva y seria, como si siempre estuviera a punto de ir a misa-, y que ahora devenida en poco menos que una diva de espectáculos, una especie de Graciela Alfano en su juventud, vestida, casi siempre, con ropa de moda propia de adolescentes, era la actual novia de Juan Ferreira.

En la tribuna del club, añosa, de madera, con vestigios de que alguna vez estuvo pintada de azul, Carlitos Duro, Peto Giorgione y Yiyo Miraglia se habían acomodado en la tercera grada con evidente entusiasmo por ver el encuentro entre Sobrado y Ferreira. Se habían llevado el termo con el mate y miraban, sin prestar demasiada atención, el partido que estaba terminando entre el Flaco Russo y Macaco López.

-El Flaco te devuelve todo el hijo de puta –dijo Carlitos Duro con algo de admiración por una característica que evidentemente él no tenía.

-Puro globo… –contestó Yiyo después de dar una chupada al mate-…puro globo, así no sirve.

Macaco López debería estar llegando a los cincuenta, si no los había pasado ya. Tenía un buen pasar, era un escribano exitoso en el pueblo y tenía puesta la misma calidad de indumentaria que los tenistas argentinos utilizaban en el circuito profesional. La diferencia era que sus piernas retaconas apenas se veían por debajo del vistoso pantalón rojo, y lo que si se notaba era la enorme panza blanca asomando por debajo de la remera, también roja, sin mangas. Sus bracitos cortos parecían no ajustarse a la proporción de su cuerpo. No había una sola prenda, un solo accesorio, inclusive las muñequeras y las medias que no fuera marca Nike. Pero lo inadmisible de todo, lo que provocaba cierto resquemor en algunos rivales que tuvieran que enfrentarlo era que, debido a su acentuada miopía, usaba anteojos para jugar.

-Este Macaco debe tener puesto encima, entre las zapatillas y la ropa como un sueldo entero mío… -dijo Peto que siempre estaba atento a los presupuestos de los demás, quizás por su condición de empleado raso estatal que apenas le daba para un pantalón corto, una remera blanca y un par de zapatillas sin marca que le duraban las cuatro estaciones del año.

-Y si le sumás las tres raquetas Wilson, el bolso, el celular, los tres tubos de pelotas que tiene, y la camperita esa que dejó arriba el banquito debe llegar como a tres sueldos tuyos -agregó Yiyo

-A mí me daría vergüenza tener semejante pilcha y pegarle a la bola de esa forma... -dijo Peto.

-A vos lo que te daría es sarna… si no gastás un peso ni porque te ahorquen-interrumpió Carlitos Duro

-Y bueno... qué se va a hacer, yo no pude heredar una concesionaria de papito...

-Tomate un mate Peto y hablá más despacio, pelotudo, que Macaco se calienta cuando hablan mientras está jugando –dijo Yiyo.

En la cancha Macaco devolvía un saque que pegaba en la red y luego, sacándose los anteojos, caminaba resignado hacia el encuentro del Flaco Russo que, estimulado por el partido ganado, había ido corriendo hacia la red y lo esperaba con lógica satisfacción, con evidente alegría contenida. Allí fue cuando el poco público que había en el club, la mayoría conformado por los mismos aspirantes al torneo y miembros de la comisión de tenis, se dieron cuenta de que el partido había concluido y comenzaron a aplaudir.

-¿Vendrá Sobrado che? –preguntó Peto mientras hacía un recorrido con la vista buscando en las inmediaciones si había llegado.

-A Ferreira lo vi en la cantina, seguro le está dando a la cerveza el hijo de puta ¿Podés creer? –dijo Yiyo.

-Seguro que viene… estuve hablando con él sobre el partido…-tiró como al pasar la frase Carlitos.
Hubo un silencio tenso, Carlitos sabía que Peto y Yiyo se desesperaban por saber lo que había conversado con Sobrado y, disfrutando de ese pequeño instante de poder que le daba la curiosidad ansiosa de Peto y Yiyo, no tenía intención alguna de ser el primero en romper el silencio.

-¿Y?, ¿qué dijo? –no aguantó más Peto

-Nada, que él no mezcla las cosas… un torneo es un torneo y la vida es la vida.

-La tiene clara el Dieguito… es buen tipo –dijo Yiyo.

-Yo no sé que haría… tener que jugar un partido con otro sabiendo que se empoma a tu mujer… –dijo Peto.

-Pero no es más la mujer, es la ex mujer –aclaró Yiyo.

-Es lo mismo, es lo mismo –respondió Peto negando enfáticamente con la cabeza.

-Lo peor son los pibes… me lo dijo él –aportó Carlitos.

-¿Los hijos de Sobrado? –preguntó Yiyo.

-¡Y claro! –Se sobresaltó Peto –ahora no van a van a saber quién es el padre… yo me muero si otro tipo se mete en mi casa y me entero que mis hijos lo ven como otro padre.

-Imaginate Peto, el tipo por cepillarla a tu mujer, con los pibes se porta como un duque, los lleva al zoológico, al shoping, a los juegos, a Mac Donalds les compra celulares, la mejor zapatilla, la mejor ropa, cosas que en tu puta vida vos le compraste.

-Yiyo querido, mis hijos tienen lo que tienen que tener… el problema es tuyo si tus hijos necesitan todo eso para ser felices.

-Ahí llegó muchachos…-Carlitos interrumpió mirando por detrás de Peto y de Yiyo.

-¿Se lo ve bastante bien eh? –dijo Peto– enterito...

Sobrado llegó como siempre, de punta en blanco, impecable, afeitado, de buen talante. Se acercó a la mesa donde estaban las planillas con los cuadros del torneo y conversó con los miembros de la comisión. Sin levantar la mirada, concentrado, entró a la cancha uno y luego de dejar el bolso en el banco, de espaldas a la tribuna, a pocos metros de donde se encontraban Peto, Yiyo y Carlitos, comenzó a trotar suavemente y hacer ejercicios de calentamiento.

-¡Juan Ferreira! –llamó el Conejo Torres, presidente de la comisión de tenis, en su función de organizador del torneo. Tenía ya cincuenta años, rubio colorado, algo entrado en kilos, que se había hecho cargo de la función del presidente por el entusiasmo que le había despertado el hecho de que su hijo menor se dedicara por completo al tenis intentando participar en los torneos de la Asociación de Tenis Profesional. Cuando un jugador no se presentaba a tiempo se le notaban los esfuerzos por controlar la iracundia tan sensible en él, pero tratándose de Juan Ferreira, al que ya conocía y padecía, al instante nomás su rostro rosado se desencajaba de ira, lo que le daba un aspecto temible.

-El pelotudo este está en la cantina viendo el partido de Lanús y River por la tele – se escuchó el vozarrón del Petaco Rivas, vicepresidente de la comisión.

-¡Juan Ferreira!, ¡último llamado! –gritó el Conejo y luego, por lo bajo, le dijo a Gutierrez, el canchero del club, –Haceme la gauchada Negro, andate hasta el bar y llamalo al boludo éste porque si entro yo lo saco a patadas.

Al minuto nomás Juan Ferreira salía casi corriendo de la cantina y pedía disculpas al Conejo excusándose de que no lo había escuchado. En la cancha Sobrado elongaba su brazo derecho simulando el movimiento del saque. Ferreira, con la tranquilidad que exasperaba hasta el más calmo, entraba a la cancha y colocaba su bolso en el otro banquito, apenas a dos metros del banquito de Sobrado. Sin decir una palabra comenzaron a pelotear. Fue en ese momento que en el club se detuvieron todas las actividades, los pibes que jugaban en el aro de básquet, el ayudante de Gutierrez, los muchachos de rugby que entrenaban en el predio, hasta el cantinero cerró la cantina con llave y se sentó en la tribuna.

 No sólo era un partido imperdible por la connotación casi romántica que adquiría por haber una cuestión de polleras en el medio sino porque Juan Ferreira era famoso por su particular ética, más propia del truco y del fútbol que del tenis: festejaba los puntos que perdía el contrario, gritaba desmesuradamente luego de cada tanto que se jugaba y era capaz de intentar humillar con frases al adversario; el propio Conejo Torres lo había padecido en una final cuando en el último set, luego de perder un game vociferó sin inhibición alguna: "¡Vamos Juancito, que este gordito no te puede ganar!". Aquella vez se necesitaron cuatro personas para contener al Conejo y no quedó otra que tirarlo al piso y pedirle a Ferreira que se fuera del club mientras Gutierrez, Yiyo, Sanchez y Dillon intentaban calmarlo.

El sorteo lo hicieron con la Wilson y fue favorable a Ferreira.

-Empiezo sacando –dijo Ferreira.

-Suerte –respondió Sobrado.

En la tribuna Yiyo dijo con admiración:

-¡Es un señor! ¡Le sopla la nuca a la mujer y le desea suerte! ¡Eso es el deporte! ¿Se dan cuenta?

-Yo no sé, este Ferreira me da tanta bronca que si lo tengo en frente lo cago a piñas…- dijo Peto frunciendo la nariz.

El partido ya había comenzado, Juan Ferrira usaba una vincha verde flúor sobre su frente, muñequera naranja, pantalón verde, remera naranja y medias verdes. Las zapatillas eran de color negro con tiras plateadas. Era notable el contraste con la indumentaria sobria y monocromática de Sobrado.

El primer set prácticamente fue en silencio, lo ganó Sobrado con un amplio 6–2, parecía que Ferreira se cuidaba de no hacer exclamaciones, quizás inhibido por la situación complicada de estar jugando con el ex marido de su actual pareja.

-Por suerte no se les ocurrió venir ni a la mujer ni a los hijos de Sobrado –dijo en voz baja Carlitos.

-¿Te imaginás a los pibes alentando por Ferreira? –dijo Peto irónicamente.

-No boludo, es choto, imaginate, esto es como un duelo...

-Para mí es un partido de tenis… nada más que eso –acotó Yiyo.

-No loco, esto me lo decía Gabino Bonafina, cuando tomaba clases con él: el tenis es un duelo entre dos guerreros, las raquetas son las espadas, la cancha el lugar de la batalla, de ahí que sea un juego que sicológicamente exige mucho, uno tiene que estar preparado mentalmente para afrontar un encuentro…

-Y si a eso le agregás el tema de la mina en el medio… -dijo Yiyo.

-Por eso te digo, ha habido grandes batallas de la historia donde hubo un mujer en el medio, Helena de Troya por decir un caso…

La conversación fue interrumpida por un bramido que cortó el aire del club, venía de la cancha y la voz era inconfundiblemente de Juan Ferreira:

-¡Vamos Juancito, te lo merecés Juancito!

-¿Qué pasó? –preguntó Yiyo.

El Peto que estaba al tanto del partido exclamó excitado:

-¡Uuuuuuh, se pudrió todo! ¡Sobrado hizo una doble falta y este hijo de puta se lo festejó!

-¿Cómo van? –quiso saber desesperadamente Carlitos.

-Gana 5-4 Ferreira en el segundo set, el primero fue para Sobrado –respondió Peto.

-¡Lo que va a hacer el tercero! –dijo Yiyo frotándose las manos.

Sobrado pareció desorientarse en la cancha y perdió el segundo set 6–4. Antes de empezar el tercer set le pidieron a Gutierrez que pase la lona. Era evidente que Sobrado ya no era el mismo después de que Ferreira había festejado su doble falta. Cuando el tercer set empezó Ferreira ya no tuvo más cuidado con sus expresiones y cosas como “¡Vamos que no llega!” “¡Vamos que no puede!” eran escuchadas punto tras punto; quizás en el tenis profesional hubiesen descalificado a un jugador por tales exclamaciones, pero aquí en un torneo de pueblo, donde no existen árbitros, ni líneas, frente a un jugador así no se sabía muy bien como resolverlo. Cuando Ferreira se había puesto 3–2 en el tercer set, y sacaba con ventaja para Sobrado, todos sabían que ese era un punto clave y se comentaba esto en la tribuna; si Sobrado lo ganaba se ponían 3–3 y el partido estaba para los dos, pero si lo ganaba Ferreira el tanteador será 4–2 y a Sobrado le sería muy difícil ganarlo.

Ferreira hizo el primer servicio y fue un buen saque, Sobrado devolvió con su derecha paralela y Ferreira intentó una cortada que pasó apenas la banda y picó a treinta centímetros de la red, Sobrado ya estaba corriendo y logró, estirándose como un elástico, con la punta del marco de la raqueta tocar la bola y pasarla del otro lado, la bola cayó como muerta y el punto y el game era definitivamente para Sobrado. Pero inexplicablemente Sobrado le avisa a Ferreira que antes que la bola picara, debido al envión, a la inercia, con la punta de la raqueta también tocó la red y que eso era una falta, que lo que correspondía era darle el punto. Todos quedaron perplejos, el Conejo, por la indignación seguramente, hizo lo que no debía, que era opinar de afuera –los puntos se resolvían en la cancha y solamente entre los jugadores–pero no pudo con su enojo e intentó convencer a Sobrado de que nadie vio que tocara la red, que a lo mejor le había parecido, pero Sobrado no parecía tener dudas y negó con la cabeza. Ferreira no agradeció la actitud de Sobrado y lejos de eso gritó apretando el puño derecho:

-¡Vamos Juancito, ahora el partido es tuyo!

La cara de Sobrado subió de tono, el rosado fuerte de sus cachetes contrastaba en el verde de la lona en el fondo de la cancha.

-¡Este es un pelotudo, cómo le va a dar el punto al nabo ese! –dijo por lo bajo Peto, indignadísimo.

-Es un caballero ¿no te das cuenta? –contestó Carlitos

-No hermano, todo tiene un límite, ya a esta altura del partido, te tenés que ir a las manos, lo tenés que cagar a trompadas.

Sobrado sacaba 40-30 y tenía la posibilidad de ganar su saque -algo poco habitual en la categoría intermedia donde, a diferencia del tenis de primera, tiene más chance de ganar el game el que devuelve-, quizás por pura bronca había hecho dos ices, dos saques veloces que Ferreira no pudo llegar ni que tuviera un medio mundo en lugar de la raqueta. Sobrado se dispuso a sacar nuevamente, por la cantidad de veces que hizo picar la pelota, más de lo habitual, la rigidez de su rostro y por la forma en que arqueó su cuerpo, parecía que el saque iría a ser muy potente, y fue así nomás, pero Ferreira, inusualmente en él, devolvió con un derecha plana, que resultó una paralela espectacular picando la bola sobre la línea, Sobrado ni siquiera atinó a despegar los pies del piso.

-¡Vamos Juancito, que este es un deporte de hombres, carajo!

El público presente exclamó ¡Uuuuh! y luego estalló el murmullo.

-¡Es un hijo de puta, es un reverendo hijo de puta! –exclamó rabioso Peto, intentando contenerse para no gritar.

-¡Yo lo mato al hijo de puta ese, encima que se está curtiendo a la mujer de Sobrado le grita eso! – dijo Yiyo, y agregó sorprendido –Yo no sé como sigue en la cancha este pobre tipo.

-Te lo dije –respondió Carlitos, -es un caballero, hermano.

El partido continuó en silencio pero ya el resultado estaba sentenciado, anímicamente era imposible que Sobrado levantara su saque y fue así, Ferreira se ponía 5-2 y se disponía a sacar.

-¿Te das cuenta…? –comenzó a explicar Carlitos mientras en la cancha disputaban el último game-… esto es tenis loco, no lo de Ferreira que debería hacer boxeo o algún arte marcial así lo cagan bien a patadas, sino la postura, el respeto, la integridad con que Sobrado acepta la derrota y que el rival lo humille en público. Es la gallardía, hermano, la entereza de un luchador soportando los golpes con valentía, ¿me entendes?, yo a este tipo le hago un monumento acá en la puerta del club como ejemplo para los pibes, “si te abofetean una mejilla mostrad la otra”, es la dignidad de Cristo, es Ghandi haciendo la huelga de hambre para demostrar que la violencia no conduce a nada…

-Match point me parece… -dijo Yiyo que aún le prestaba atención al partido.

-… esto es tenis- continuó Carlitos-, soportar con honor y estoicismo que un tipo que se lustra a tu ex mujer, que juega con tus propios hijos a la play station, que encima vos le regalaste, te gane un partido de tenis en un torneo y encima tome una actitud desubicada y te desacredite en público.

-Terminó, ganó el tarado ese nomás… –dijo Yiyo indignado.

-¿Y lo va a saludar después de todo lo que le dijo?…-dijo Peto denotando incredulidad en el tono.

Sobrado definitivamente se disponía a ir al encuentro de Ferreira, que lo esperaba en la red con la sonrisa dibujada en el rostro, para ofrecerle la mano que ya tenía extendida. Carlitos, visiblemente emocionado, casi a punto de soltar lágrimas por la actitud de Sobrado, dijo levantando un poco la voz, entre solemne y entusiasmado:

-Todo un caballero, todo un gentleman del tenis, así es como…

El comentario de Carlitos fue interrumpido por el sonido seco y estridente del marco de la raqueta de Sobrado impactando de canto en la mandíbula de Ferreira quien, inconsciente, se desmoronó en el piso como un edificio derruido por una implosión, pegando la cabeza contra el fleje del centro de la cancha. Por segundos nadie atinó a nada, la imagen congelada de Sobrado de una lado de la red mirando el cuerpo inerte de Ferreira en el piso parecía una fotografía, como muñecos de cera en una instalación artística. El primero que salió corriendo fue el Conejo que comenzó a asistir a Ferreira. Luego fue el tumulto y la desesperación. Lo cargaron a su auto y lo llevaron al hospital.

Ferreira tuvo quebradura de mandíbula y traumatismo de cráneo, le llevó tres meses para recuperarse luego de la operación pudiendo ingerir solamente líquidos y sólidos licuados con pajita. Diego Sobrado jamás volvió al club, y muchos aseguran que nunca más volverá a pisar una cancha de tenis. Cubrió todos los gastos y perjuicios que le ocasionó a Juan Ferreira y ahora pasa su tiempo entre el trabajo y extensas y silenciosas partidas de ajedrez en el bar El Cabildo al que va casi todas las tardecitas.

Mercedes 2007