EL EXITO A LOS VEINTE AÑOS


Rosario. 1992. Tengo veinte años. La edad en que Fito Paez compuso, grabó y editó el disco “Del 63” en el que sobresale Tres Agujas, una de las más grandes canciones de la música popular Argentina. Pero yo estoy sentado en un colectivo, que bien podría ser el 117 o 143, no lo recuerdo, lo que sí tengo presente es que son las doce de la noche y estoy acompañando a una amiga hasta su casa. Llevo puesto un pantalón náutico color piel, es un recuerdo presente, porque sus bolsillos suelen ser muy poco contenedores y allí coloqué mi billetera luego de pagarle al chofer. En el pequeño rectángulo de cuero llevo dinero para una semana de supervivencia, una tarjeta de crédito que casi nunca uso, mi documento y las dos llaves para ingresar a mi departamento.
Bajamos cerca de Boulevard Oroño y 27 de Febrero, una esquina emblemática de Rosario bordeando el Parque Independencia. Apenas caminamos una cuadra, mientras conversamos, en compulsivo reflejo tanteo para corroborar el bulto de la billetera en mi bolsillo pero no está allí. Me detengo y el corazón apura su ritmo golpeando en mi pecho. No llevo mochila y como es verano tengo una camisa de mangas cortas sin bolsillo. No hay chance. Me desespero y doy manotazos sobre todo mi cuerpo, ilusionado con que en algún lugar aparezca. Volvemos sobre nuestros pasos hacia la parada mirando el piso y la nada, la completa nada en forma de baldosas me inunda los ojos. Hago memoria. Me visualizo sentado en el colectivo en el cuarto asiento del lado derecho, contrario al volante, y concluyo que tiene lógica: me distraje y debido a los movimientos bruscos la billetera se deslizó y quedó allí, probablemente en el asiento.
Creo tener una epifanía, me convenzo de que el final del recorrido del colectivo está muy cerca y que sin dudas emprenderá su vuelta. Despido a mi amiga, quien me presta algo de dinero y me quedo esperando sobre Oroño, del otro lado de la avenida de donde bajamos. Por suerte, no tarda cinco minutos en aparecer. Lo paro. Mientras se detiene algo me decepciona, evidentemente no es el chofer. El anterior era gordo de pelo corto y negro y el que me abre la puerta es pelado y delgado. Pongo un solo pie en la escalinata para que no arranque y le relato.
-Hola, perdí la billetera en el colectivo que pasó para el otro lado hace un ratito, era un chofer gordo, de pelo negro y corto…
-No sé, no conozco a todos los choferes…-me dice con evidente impaciencia y me pregunta- ¿subís?
-¿No sabés si vendrá? 
-No tengo idea ¿Subís? tengo que seguir, flaco. 
No sé qué hacer. Subo y le pago. Necesito información. Le pregunto en dónde están los colectivos. Dónde termina el recorrido. Trata de explicarme que todos van a la base, que seguramente ese micro ya debería estar yendo allí. Me da una dirección pero como no conozco el Rosario de la periferia no puedo ubicarme. El chofer se apiada, seguramente se conmueve frente a un muchacho desorientado y desesperado de apenas veinte años, la edad en que Bill Gates creaba la empresa Microsoft que conquistaría el mundo con sus computadoras. Pero yo estoy allí en busca de una billetera perdida.
-¿Cuánto tardás en volver a la base?- le pregunto al chofer.
-Ahora estamos yendo para el otro lado, queda en Rosario Sur y yo doy la vuelta en Arroyito, calculá una hora.
-¡Una hora!- casi grito, -¿Y si bajo acá y tomo otro me conviene?
-Y sí, algo de tiempo ganás.
-Pará que bajo. 
Ahora sé que estoy en el centro de Rosario, busco la parada, pero inmediatamente me doy cuenta que las monedas que me quedan no alcanzan para pagar el boleto. El corazón se acelera nuevamente y decido hacer algo que no he hecho en mi vida. Pedir plata. Llevo reloj, miro la hora, es casi la una menos cuarto, veo una pareja de novios a una cuadra y corro hacia ellos. Titubeando les explico mi drama. Deben tener más de treinta años los dos y se conduelen de un angustiado pibe de veinte años, la edad en que Rafael Nadal llevaba ganado tres veces Roland Garros, y me dan lo que me falta para el boleto de vuelta.
Espero un tiempo. Que para mí es interminable. La silueta del colectivo asomando a lo lejos me tranquiliza. Lo paro y subo. Mientras pago le pregunto si no conoce a un chofer gordo de pelo corto y negro. Me dice que no. El hombre es de pocas palabras. Le pido que me avise cuando termine el recorrido y me acomodo en el primer asiento. El tiempo y las cuadras pasan. Un Rosario desconocido se abre a mis ojos, más barrial, más oscuro y cada vez más pobre. No tengo idea de dónde estoy. A la una y media el colectivo se detiene. Los pocos pasajeros que había ya bajaron y soy el único.
-Ya está, pibe, acá termino -me dice el chofer mirándome por el gigante espejo.
Observo el exterior por la ventanilla y solo es una esquina lúgubre, las casas parecen ser de una villa empobrecida y la iluminación es escasa.
-¿Y la base dónde está? –pregunto.
-¿La base?, ya la pasamos… queda como a veinte cuadras de acá.
-¿Pero no me dijiste que ibas al final del recorrido?
-Sí, este es el final de mi recorrido, pero la base está donde está la empresa…
-Bueno, llevame -le pido. 
-No pibe, no entendés, yo termino acá.
Bajo. El micro se va. No se ve a nadie, detrás de mí hay un barrio de casas precarias de chapa y en frente un descampado en el que no se observa el final. Tengo miedo y esa angustiosa sensación de no saber qué hacer.  ¿Caminar? ¿Correr? ¿Hacia dónde? Soy un pibe de veinte años, la edad en que Lionel Messi descollaba al fútbol en Barcelona por lo que le darían el Balon de Oro, y yo estoy obsesionado con la búsqueda de mi billetera perdida, inmóvil en una esquina de Rosario sur, bloqueado y desorientado. El tiempo pasa y el cansancio me gana. Me recuesto sobre un árbol. Al rato llega un nuevo micro. Esta vez el chofer es joven, quizás unos pocos años mayor que yo, le hago señas y lo paro. Apenas comienzo a explicarle noto que me comprende, me dice que no me preocupe, que el pasa cerca de dos cuadras de la base y que me va a dejar allí. No recuerdo sobre qué pero charlamos en todo el trayecto. Cuando se detiene me explica por dónde debo ir.
Bajo y corro las dos cuadras, observo ómnibus estacionados, veo una especie de galpón donde también hay más colectivos, me encuentro con un señor que barre el lugar y le pregunto por el micro del chofer gordo de pelo corto y negro, me contesta que no conoce a ningún chofer gordo de pelo corto y negro. Me quedo allí. Son las dos y media de la madrugada. Me siento en el piso a esperar ya no sé qué. Pierdo la fe y comienzo a pensar en los trámites que deberé hacer para recuperar mis documentos y también evalúo pedirle a mi amigo Pablo que me deje dormir en su casa hasta que pueda llamar a un cerrajero.De pronto ocurre el milagro: en dirección a mí, desde el portón de calle, un chofer gordo de pelo negro y corto, se acerca a paso lento con un portafolios en la mano.
-¡Este es! –le grito al señor que barre. Levanta la vista pero no le da importancia y sigue barriendo. 
Corro hacia el chofer gordo de pelo corto y negro. Le pregunto si no vio una billetera, sin detenerse me dice que no, que nadie le acercó una billetera y que si la hubieran encontrado no se la habrían devuelto. Le pregunto si puedo revisar el colectivo. Mira hacia la calle y lo señala.
-Andá que lo están por limpiar -me dice amigablemente. 
Corro, son las tres y diez de la mañana, subo al colectivo totalmente a oscuras, cuento los asientos del lado contrario al volante hasta llegar al número cuatro, manoteo a ciegas y en el tercer intento, la anatomía completa de la billetera yace por fin bajo la palma de mi mano derecha. Siento un placer enorme, un gozo inexplicable, algo que quizás ni Fito Paez, Bill Gates, Rafael Nadal y Lionel Messi han sentido nunca a sus veinte años: encontrar la preciada billetera con plata, tarjeta, documentos y llaves del hogar luego de una intensa búsqueda de más de tres horas.
Camino algunas cuadras hasta una avenida transitada y no lo dudo. Paro un taxi y me subo. Esta vez no siento culpa por darme el lujo de tener un chofer personal que me cobrará diez veces más que un boleto de colectivo. 
-Montevideo 1040 –digo, con la mano sujetando mi billetera y con la certeza de estar viviendo en cuerpo y alma la gloriosa y mística experiencia del éxito. Y con sólo veinte años.

LA TARDE EN QUE MORÍ


LA TARDE QUE MORí
La gastroenteróloga fue elocuente, imperativa:
-Los síntomas que describís determinan que puede ser colon irritable pero si tenés antecedentes de cáncer en tu familia tenés que hacerte una colonoscopía.
Lo dijo de modo sugerente pero decidida, no me dio lugar a repreguntas. Tenía noción de qué tipo de estudio se trataba, pero nunca tuve en cuenta el laxante.
La noche anterior debí tomar una de las dos dosis indicadas, la segunda sería a la mañana siguiente, ya que luego, a las cuatro de la tarde, debería presentarme en la clínica para el estudio.
El laxante era un brebaje espantoso, algo similar a beber aceite lubricante o líquido para frenos, tragué como pude el vaso de líquido lechoso. A la media hora un león furioso pareció despertarse en mi vientre y luego de una explosión interna, por unas horas no pude separarme del inodoro. No solo eso, también sobrevino una pequeña descompensación, típico malestar de las gastroenteritis y por supuesto el malhumor habitual.
Al día siguiente ingerí la segunda dosis. En ayunas el sabor del laxante era vomitivo. Otra vez la erupción gástrica, la incontinencia, la evacuación líquida y furiosa como un géiser invertido. El tiempo transcurrido hasta que llegué a la clínica se hizo eterno y agotador, es increíble como uno puede disecarse en tan poco tiempo con esos purgantes. Mi esposa me acompañó.
-¿Estás nervioso?- me preguntó ya cuando estaba preparado con la vestimenta de fiselina y a la espera en el box pequeño en el que me había cambiado.
-No, para nada- dije honestamente, no suelo inquietarme previamente en estos casos.
Ya en el quirófano los latidos comenzaron a subirme de velocidad. La doctora, la anestesista y las asistentes me conversaban de cosas cotidianas seguramente para alivianar mi estrés. Me hicieron colocar de costado, mirando hacia una pantalla donde la doctora observaría mis intestinos mientras manipularía una especie de manguerita que introduciría por el ano. Sí, por el ano.
-Vas a sentir un pequeño dolor donde te pincharemos en el brazo y te vas a dormir una siesta.
-Bueno -contesté- si no despierto nunca más sepan que no les voy a guardar rencor ni las voy a demandar.
No sé si les resultó gracioso, yo lo dije en un momento en que sentí que el sentido común, que siempre aparece sin que lo llamen, me gritaba desesperado que saliera corriendo de allí.
-¿Y? -dijo alguien -¿te estás durmiendo?
Para los que no conocen lo que es dormir por anestesia deben saber que es lo más recomendable del mundo, en apenas segundos, esa milagrosa sustancia, te transfiere del estado de lucidez a un sueño por demás de profundo. No sé si llegué a contestar la pregunta porque sentí el pase del líquido en mi brazo y ya no pude mantener los ojos abiertos, a la caída pesada de mis párpados y esa sensación de paz única le siguió la desconexión total del mundo.
No se puede decir que desperté. Mi estado consciente se reveló cuando ya estaba parado en una hermosa galería de una bellísima casa. Frente a mí, en lo que era el patio, había una pileta de natación, una cancha de tenis y otra de fútbol. Sentí la presencia de alguien y me di vuelta.
-Hola, bienvenido- dijo cediéndome la mano. Era una mujer elegante, medianamente joven y hermosa.
-¿Usted es...?
-Soy la secretaria.
-Ajá- contesté, pero mi atención se enfocaba ahora en el interior de la casa, algo me decía que yo ya conocía esas instalaciones, aunque no lograba darme cuenta de qué lugar se trataba. La dama pareció reparar en eso porque dijo:
-La hemos preparado tal como la soñó, tiene el piso de madera que tanto le gusta, la cocina estilo country, el living con su smart tv y el sistema de sonido. Creo que no nos ha faltado nada. Sígame.
Ella me mostró el dormitorio con sommier king size, el baño en suit con hidromasaje y el vestidor, impecable. Luego me condujo hacia otra puerta. Antes de abrirla dijo:
-Conocemos sus gustos y necesidades así que esperamos que le guste.
Detrás de la puerta un confortable estudio de música se descubrió frente a mis ojos, guitarras de todos los gustos, Telecasters, Stratocasters, Les Paul, 335, Taylors acústicas con cuerdas de acero y españolas de nylon, hasta una guitarra Corado, la que me regaló mi tía Ana y mi madre a los siete años. También amplificadores valbulares, un piano de cola inmenso, entre varias cosas más.
-Como dije, conocemos sus gustos así que aquí podrá componer su música y grabarla, sabemos que no le gusta la parte de técnica de sonido así que podrá contar con el asistente que usted desee. Además tenemos un simulador de conciertos dónde podrá elegir en qué banda tocar y en qué lugar, pubs, teatros, estadios... lo que desee.
-¿Lo que yo desee? -pregunté hipnotizado.
-Claro.
Luego me condujo hacia otra puerta. La abrió. Allí había solamente una notebook, un cómodo escritorio y un sillón mullido. Las paredes eran prácticamente de libros y discos de vinilo. Me sorprendió ver una máquina de escribir igual a la que usé en mi adolescencia y al lado una bandeja con un vaso y una botella de wisky.
-Sabemos que le gusta leer, pero sobre todo escribir, así que le hemos preparado este cuarto para que pueda hacerlo.
-Perdón, hace rato que no uso una máquina de escribir...
-Es sólo un cliché...
-¿Y el wisky?
-También, es de utilería, aquí no se bebe...
Luego me condujo hacia la galería exterior nuevamente.
-Bueno, como ves Walter- se interrumpió bruscamente -¿Puedo tutearte, verdad?
-Sí.
-Sabemos que eres apasionado del fútbol y del tenis, últimamente has optado por jugar al tenis después de aquella vez que te fisuraron la costilla jugando al fútbol y entendiste que ya no era conveniente, pero aquí puedes retomarlo. Y la cancha de tenis es de polvo de ladrillo, allí puedes jugar con quién desees...
-¿Con quién yo quiera?
-Sí...
-¿Con Roger?
-Con Roger, Rafa, Nole, Del Potro, con quien quieras, te daremos un dispositivo con diferente aplicaciones, una de ellas es la de tenis y ahí te darán las opciones.
-Perdón...¿dónde estoy?
Ella soltó una carcajada.
-Es más que evidente, ¿no?
-No entiendo.
-Bueno, tranquilo. Pasó lo que tenía que pasar. La anestesista se excedió un poquito y tu corazón no resistió. Además cumplimos tu principal deseo, que de morir, preferías que fuera casi sin darte cuenta, de golpe. Y hemos cumplido.
Sonó un bip, levantó la solapa de su chaqueta y contestó diciendo okey, me di cuenta que tenía un pequeño auricular en su oído.
-Por ahora te tengo que dejar, en cualquiera de los dipositivos puedes encontrar las aplicaciones. Que te diviertas. Más tarde vuelvo.
-Perdón, una pregunta ¿Estoy en el cielo, no?
-Llámalo como quieras, solo diviértete -dijo sonriendo.
Pasé gran tiempo hurgando en los libros del estudio de literatura, eran autores que me gustaban, novelas y cuentos que había leído, inclusive el tomo de Educación Sexual para el adolescente que había comprado a mis quince años.
Luego fui al estudio de música y toqué los instrumentos. Probé el simulador de conciertos, me coloqué una especie de visor y fui Mark Knopfler en Sultans of Wings en guitarra, Pedro Aznar en Eiti Leda en bajo y cantante con Peter Gabriel en Dont Give up, y por supuesto Paco De Lucía junto a Aldi Meola y Jonh McLaughlin con la guitarra criolla. Tocaba cosas que jamás podría haber ejecutado de ese modo en vida, mis dedos se movían con tal precisión y ductilidad que hasta me dieron ganas de trastear o pifiar una nota pero no pude.
Aunque a decir verdad, lo que más curiosidad me daba era la aplicación de tenis. Inclusive ese mismo lunes en el que me morí había suspendido un partido contra ni amigo y rival Pato Capandegui y me había quedado con las ganas.
Apenas activé la aplicación, un tutorial me condujo al vestuario ubicado al lado de la cancha de polvo de ladrillo, había raquetas y ropa, me vestí y busqué en la opción jugadores de la aplicación mi rival, obviamente Roger Federer. Presioné su nombre en el display y Roger se cristalizó frente a mi, quise ir a saludarlo, pero justo en la red choqué contra una pared invisible. Sin mediar palabra me lanzó una bola con su saque que me dio en pleno pecho, me tiró al suelo, aunque no sentí dolor. Inmediatamente tomé mi posición de devolución y apenas pude seguir su saque con la vista. Los games se sucedieron sin que pudiéramos efectuar un aceptable peloteo. Probé con Nole y fue lo mismo, con Rafa Nadal apenas empezamos lo cancelé, me aburría esperando que saque.
Por suerte había también como opción algunos amigos, jugué contra Gastón Bugarín -que me dio un poco de lástima porque me ganaba cuatro a cero y terminé ganándole seis a cuatro y se puso muy mal-, con Huguito Pescio y me animé también a Pablo Rodriguez, allí me entretuve un rato largo. Increiblemente no estaba cansado. Así que probé con el fútbol. Elegí un equipo netamente argentino. Maradona, Riquelme y Messi estaban allí, yo me puse de cinco, hice muchas faltas, me noté fuera de fútbol, inclusive me sacaron la roja y tuve que reprogramar todo. Definitivamente era como estar en una playstation, recuerdo que pensé: qué hijos de puta estos de la serie Black Mirror, acertaron en todo.
Quise reposar un momento de semejante actividad pero extrañamente no me encontraba cansado. La secretaria llegó en ese momento.
-¿Cómo te ha ido? - preguntó.
-Creo que bien, pero noto que no siento cansancio, ni sed, y a pesar que estoy en ayunas y a puro laxante desde ayer no siento hambre... ¿es normal?
-Absolutamente normal. Las cuestiones mundanas aquí no corren.
-¿No se come?
-Para nada.
-¿No se bebe, no se come...?
-Exacto.
-¿Sexo?
-¡Te has muerto, hombre! ¿Qué pretendes tú?
-¿Es necesario que me hables en español neutro? Digo, soy
argentino...
-Es lo que hay...
Comencé a sentir angustia, el cielo no parecía ser lo que yo creía, todo muy decepcionante.
-¿Y mi madre?-pregunté casi con miedo -debería estar aquí...
-Nosotros ya no tenemos ese servicio, desde hace tiempo...
- No entiendo.
-Hubo muchas complicaciones, amantes infieles que luego se
encontraban aquí, vecinos enojados, parientes enquistados, nos generaban un caos, hubo nuevas disposiciones y ya nadie se encuentra con nadie... es mejor así.
-No sé... no me está gustando mucho esto.
-Lo único que se está permitido es dormir, hemos logrado ese recurso para dar una condición... cómo decirte -hizo una seña de entre comillas con los dedos - una condición terrenal, que al menos sientan el día y la noche. Tenemos un día y una noche...
-¿No sé podrá hablar con el señor? Me gustaría hacer con todo respeto un reclamo...
-¿Señor? ¿Qué señor?
-Tu jefe...
-¡Jajajaja! - la carcajada fue irónica, sin dudas. Luego me escrutó con la mirada de los pies a los ojos.
-Qué manera de haber fábulas allá ¿no? ¿Por qué tendría que ser hombre el jefe? ¿Acaso no podría ser la señora?
-Mirá flaca -dije enojado- a mi no me corras con eso porque yo lavo ropa, cocino, limpio la casa...
-Tranquilo,aquí no hay señora ni señor... pero no importa... no tiene caso explicarlo...
-¿Y a qué hora sentiría ganas de dormir? Toqué más de cinco horas, jugué tres partidos de tenis y uno de fútbol y no siento cansancio.
-Pronto, las luces se apagarán y dormirás tranquilo. Te recomiendo mientras tanto mirar una película en la sala de cine, acompáñame si lo deseas.
Fui tras ella, me preguntó que deseaba ver y no lo dudé: Terminator II, dije. Me senté en la única y confortable butaca. La secretaria se despidió. La película comenzó y pude relajarme. Por suerte la estaba disfrutando, al punto de hacerme olvidar mi nueva vida pero abruptamente mis párpados se cerraron.
-Walter, despertate, Walter, vamos - sentí que alguien me daba
palmada en la cara.
Logré abrir los ojos no sin dificultad, la nebulosa sobre del rostro de la doctora y la anestesista se fue disipando, y con la ayuda de alguien más me sentaron en la camilla hasta que encontré la lucidez suficiente como para caminar hasta el box donde me esperaba mi esposa. Luego de un breve momento vino la doctora y entregándome el estudio dijo que mis intestinos se encontraban en condiciones, que solo tenía hemorroides internas. Me alivié, lógicamente, pero me quedé pensando que quizás debería reconsiderar mis creencias.
Todas las reacciones:
Carlos A. Segovia

LA DE LEVERONE Y EL SUPERHEROE



La de Leverone, la directora de la Escuela N°1, era todo lo que debe ser una directora de escuela primaria: imponente y temible. Así la veíamos, alta, gigante, alguien que definitivamente merecía el título de señora. Quizás debería andar por los cincuenta años, siempre de gesto adusto y voz autoritaria. La recurrencia visual que me sobreviene al recordarla son su piernas, porque allí donde terminaba el guardapolvo blanco, bajo sus rodillas, ellas se descubrían voluptuosas como jarrones enormes.

Todos le temíamos, éramos niños cursando un cuarto grado todavía dócil sin mayores problemas y sólo la amenaza de las maestras de ir a la dirección en caso de indisciplina nos tenía bastante dominados, salvo Ariel, claro, experto en mala conducta que para poder tenerlo controlado la señorita lo sentaba en el primer banco.

La entrada a la escuela se hacía por calle 15 pero en caso de no llegar a horario los alumnos retrasados eran obligados entrar por la calle 24 debido a que la puerta principal se cerraba. Y allí no era tan fácil la cosa, apenas uno ingresaba por la puerta de calle 24, a la izquierda, se encontraba la dirección donde siempre, siempre, la directora, la "sargento" Leverone, mientras tabajaba en su escritorio vigilaba de reojo para sorprender a los que entraban tarde.

Mis padres atendían el negocio familiar así que la puntualidad no era una dificultad y muy temprano a la mañana, no sin mi resistencia, me levantaban para ir a la escuela. Me vestía casi siempre dormido y desayunaba a las apuradas. Mis padres nos dejaban a mi hermana y a mí en la escuela y luego abrían la tienda. Yo observa el rostro de mis compañeros, cuando alguno de ellos llegaba tarde, y no era para nada alentador. Quizás por eso y porque siempre fui un poco temeroso e inseguro, tenía terror de llegar tarde y me preocupaba con esmero por no incumplir el horario. Tenía calculado que la distancia de casa a la escuela, entre que caminábamos a la cochera y sacábamos el auto, era de diez minutos. Así que si en la mañana notaba que nos demorábamos demasiado era yo quién más insistía con apurarnos.

No sé por qué en esta historia de aquella mañana no está mi hermana y tampoco mi madre. Sólo recuerdo que cuando llegamos a la cochera y vimos que la rueda del Falcon bordó estaba completamente en llanta estábamos solo mi papá y yo. Las puteadas de papá retumbaban en el galpón y se multiplicaban por el eco.

-¿Vamos a llegar tarde? -pregunté ya desesperado.

Papá no me contestó y mientras cambiaba la rueda seguramente habrá querido matarme porque durante ese lapso me convertí en un insoportable niño nervioso apurando a gritos las maniobras necesarias para cambiar la rueda lo más rápido posible.

-¡La de Leverone me va a matar! -me lamenté, creo que llorando.

-¡No me rompás las pelotás, querés! ¡Nadie te va a matar! ¡El que te va a matar soy yo si no te callás un poco!

Realmente creía que la sargento Leverona me iba a eliminar de la tierra, o por lo menos torturar, imaginaba un sinnúmero de represalias (hoy detesto a ese niño que fui, lo confieso). Luego de sacar el Falcon, durante el viaje, y esto lo recuerdo bien, fui en llorando en silencio. Papá paró el auto sin estacionar por calle 24 y me dijo que bajara. Dudé.

-Entrá y dejate de pavadas...-me dijo.

Tome el portafolios y entré. Di el primer paso y miré hacia la izquierda. Bajo el escritorio asomaban las dos piernas de Leverone. Estaba llegando veinte minutos tarde. Mientras caminaba hacia el pasillo, sigiloso, sin que se escucharan mis pasos, vi que ella estaba concentrada escribiendo algo. Sentí que la suerte estaba de mi lado y me apuré.

-¡Perruolo!

El grito me paralizó. El corazón me latía tan fuerte y ligero que me ahogaba. Comencé a retroceder. Llegué hasta la puerta de dirección y ne detuve. Tras sus lentes me destinaba una mirada furiosa.

-¿A usted le parece bien? ¡Veinte minutos tarde! ¡Veinte minutos!

Bajé la mirada y dije sin convicción:

-A mi papá se le pinchó la rueda del auto.

Ella no pareció escucharme. Siguió reprendiéndome, con voz fuerte y grave.

-¡Míreme Perruolo!

Imposible negarse. Levanté la vista. Ella se había levantado, tenía los brazos apoyados en el escritorio y había acercado su rostro al mio.

-Dígame una cosa, Perruolo. ¡¿Quién se cree que es para llegar veinte minutos tarde?!

Imprevistamente, una voz se oyó detrás de mi. Era la de mi padre.

-¡¿Y usted quién mierda se cree que es para hablarle así a mi hijo?!

No. No podía ser. Esto ya era una tragedia. Recuerdo que lo pensé. Me echarían de la escuela y probablemente meterían preso a mi padre. La de Leverone era la autoridad máxima de mi escalafón de autoridades. Esto se había desmadrado. La de Leverone había quedado muda.

-Y vos -me dijo mi padre tomándome del hombro para que lo mire -te vas para el salón, ya, andá.

No quise mirar a la directora y salí. Entré al aula. La señorita me preguntó que había pasado y conté brevemente lo de la goma pinchada. No hizo mayor caso y continuó con la clase. A partir de allí no pude concentrarme en nada. En los recreos apenas jugué, mis pensamientos estaban inmersos en el probable castigo ejemplar que me esperaba.

Esa misma mañana, en el momento en que nos retirábamos, antes de salir del salón, entró la directora, habló algo con la señorita en voz baja mientras sentía que el cuerpo se me aflojaba. De pronto se acercó a mí y me dio un papel escrito. Su voz era suave y contenedora.

-Dale esto a tu papá, decile que lo espero mañana.

Ella se fue y yo aproveché a leer la nota. Era una invitación para la reunión de cooperadora. No entendí bien lo que sucedía pero el carácter amable de la de Leverone me había tranquilizado.

Papá contó en el almuerzo lo que había pasado, que después de mandarme al salón se había quedado conversando con la directora, que ella le había pedido disculpas, que no se encontraba bien porque la escuela tenía muchos problemas y eso la ponía de mal carácter, que mi papá se quiso interiorizar por esos problemas y que todo derivó en que había que hacer algo con la cooperadora para recaudar dinero.

Yo, gracias a todo y a la de Leverone, supe lo que es un superhéroe real, sin capa. Y ese día fue mi viejo.

MESA DE GENIOS

Pepo me invitó a una mesa de genios, un evento a beneficio de la Escuela Santa Mónica. Lo organizaban los padres de los alumnos y Pepo era uno de ellos, debido a que no había podido ayudar en la organización al menos tenía que concurrir y llevar a algunos participantes más. Lo había invitado a Pablo y Arturo, pero ellos no podían.
Yo había ido a esas mesas de genios algunas veces mucho tiempo atrás, nos juntábamos ocho amigos y amigas, que es la cantidad máxima de las mesas y competíamos para divertirnos y de paso obtener algún premio. Ganamos algunas veces pero éramos estratégicos, nos repartíamos los roles y hasta llevábamos alguna tía o abuela para que nos ayudara en las preguntas que salieran de nuestra órbita juvenil.
Hacía años que no iba y esa noche estaba solo en casa sin ninguna otra cosa más qué hacer y fuimos con Pepo. Le pregunté si ya tenía una mesa armada y me dijo que no, que no importaba porque siempre había mesas incompletas. La mesa de genios era en el Club Estudiantes, en el salón grande dónde se ubica la cancha de básquet. Estaba lleno de gente. Por la complicada acústica del lugar, la reverberancia típica de los gimnasios, en lugar de un murmullo se imponía un griterío descomunal. Apenas entramos Pepo me dijo que esperara que se iba fijar en qué mesa podíamos jugar. Mientras tanto saludé a algunos conocidos. En ese interín se me acerca Carlos, Carlos Karlovich, un gran amigo del fútbol, nos dimos un abrazo, hacía tiempo que no nos veíamos y me sorprendió verlo allí. Carlos, además de abogado, era un erudito en materias como filosofía, literatura y economía. Y fanático de la música.
-Vos ganás seguro, flaco – le digo un poco chicaneándolo.
-¡No! –se rió fuerte –yo soy el que armó las preguntas, voy a dirigir esto.
Conocía bien a Carlos, es del tipo de personas que no se anda con banalidades ni cosas supérfluas, imaginé que iba a ser un juego atípico, más intelectual y selecto, no concebía que Carlos Karlovich, el intelectual Karlovich, confeccione preguntas sobre televisión, farándula y la música de moda que son rubros que predominan habitualmente en estos juegos. En fin, la pregunta más compleja que me había tocado responder en otras mesas de genios fue quién había escrito Cien años de Soledad o cuántos lados tenía un pentágono, o como aquella insólita vez en la que no podíamos creer la pregunta que estábamos leyendo: ¿Quién fue el compositor de la novena sinfonía de Beethoven?
-Che Carlos -le digo cómplice -¿hiciste un cuestionario simple supongo, no?
Carlos sonrió y me palmeó en el hombro...
-No, querido, Borges dijo que un escritor nunca debe rebajarse para que el lector comprenda, debe ser el lector quién tiene que hacer el esfuerzo de comprender... acá es lo mismo...
Carlos se disculpó y se fue a la mesa de jurados e inmediatamente vi a Pepo que me llamaba desde una de las mesas.
-Vení, ubiquémosnos acá.
Me senté, conté y éramos siete, cinco mujeres y nosotros dos. No conocía a nadie y noté que Pepo solo hablaba con una de ellas, una mujer de cincuenta años, lentes de marcos negros y rodete que, luego repararía en eso, estaba con su hija de poco más de viente años. Pepo me la presentó como la Reina de las mesas de genios.
-¿Sabés cuántas veces ganó? –me preguntó Pepo codeándome.
Sonreí, probablemente tuve un gesto de desconcierto.
-¡Ocho veces!
-¿Ocho veces? –repetí sorprendido.
-Tres veces primer premio, cuatro segundo, y una vez cuarto –dijo la mujer como restándole importancia.
Una chica se acercó a la mesa y preguntó si el lugar estaba libre, le dijimos que sí. Ya estábamos los ocho que se necesitaban para completar. El juego comenzó. Había olvidado lo caótico que resultaban esas mesas de genios, con grupos que se ponían eufóricos por cada punto ganado, los sorteos de productos donados por comerciantes sincronizados para dar tiempo al jurado a realizar los cálculos de puntajes, las pausas para consumir en la cantina y ahora se había sumado la trampa del uso de celular que algunos asistentes vigilaban para que nadie utilizara.
Al tercer cuestionario me di cuenta que no había errado en la sospecha de Carlos Karlovich iba a hacer esto muy difícil, hasta me dio un poco de lástima, y algo de vergüenza, porque la Reina de las mesas de genios, la mujer de lentes y rodete de nuestra mesa no había acertado en nada y nuestro puntaje era prácticamente el mínimo. La escuché repetir varias veces “muy difícil, muy difícil…”. Y eso no era todo, dos mesas más hacia el centro, parecían que algo habían acertado porque cuando informaban el puntaje festejaban exageradamente. En uno de esos momentos, la mujer de lentes me miró y dijo despectivamente:
-Los conozco, algunos son profesores de la escuela…
El cuarto punto parecía fácil, consistía en escuchar diez canciones y definir título y autor. Pepo se frotó las manos, era un ávido oyente de música y conocía absolutamente de todo. Las canciones se sucedieron pero fue imposible, Carlos Karlovich había elegido un repertorio que iba desde la música indie, pasando por el jazz y hasta la música medieval y barroca. Yo sabía que Carlos, era fanático de la música internacional de los ochenta, pero ni siquiera pudimos acertar ya que en ese género había elegido canciones prácticamente desconocidas.
A partir de allí la cosa se puso densa, el quinto punto fue un problema de física imposible de responder, luego un verdadero–falso de historia pero referente a las corrientes inmigratorias asiáticas en China y Mongolia, el de geografía fue sobre las corrientes marítimas en el océano índico y en el punto sobre televisión las preguntas eran referidas a la televisión de los países escandinavos en la década del sesenta.
Una de las mujeres de nuestra mesa -que ya parecía una casa velatoria- una muchacha joven, muy elegante, que apenas había hablado hasta el momento, miró a la mujer de lentes y sonriendo dijo:
-¿Y, Reina?, ¿Hoy estamos sin corona?
Temí una respuesta bélica porque el rostro de la mujer de lentes enrojeció y adoptó un gesto contraído como si se contuviera de gritar. Pepo quiso descomprimir seguramente porque dijo:
-El que armó las preguntas se comió todas las enciclopedias, se fue al carajo.
La mesa de los profesores había dejado de festejar tan eufóricamente y en una de las pausas la gente comenzó a pararse y recriminar al jurado por el nivel de preguntas. Yo solo tenía ojos para el Flaco Karlovich que se mantenía sentado en una de las mesas del jurado visiblemente colorado y nervioso tratando de explicar las recriminaciones. De pronto el juego se reanudaba pero bastaba que se reinicie para que la gente volviera a concurrir a pedir explicaciones. En una de esas embestidas en la que los participantes corrían a reclamar, observé que muchos de los jurados, para defenderse, señalaban a Karlovich como diciendo que vayan a reclamarla a él. Observé también que la Reina de las mesas de genios se había sacado los lentes y se refregaba los ojos, de lo que probablemente fueran lágrimas de impotencia, luego me miró fijo y apretando los dientes exclamó:
-¿Quién fue el hijo de puta que hizo esta mierda?
Por supuesto no contesté, Pepo atinó a mostrarle quién era el que había organizado las preguntas y por suerte alcancé a patearlo a tiempo. Pero fue inútil, la chica que se había sentado en la última silla lo dijo.
-Es el flaco pelado que está allá, sentado en el medio, de lentes.
Yo debería haber hecho algo, me lo recrimino ahora, porque la Reina se paró, tomó la cartera, y salió como una tromba hacia donde estaba el jurado soportando a la turba, inconscientemente me paré y fui también, sólo con el ánimo de ver que estaba sucediendo. La Reina de lentes no dijo nada, solo embistió enardecida y le propinó un carterazo en el rostro de Karlovich, sus lentes salieron despedidos hacia atrás y él cayó de la silla hacia el costado. Luego fue la hecatombe.
Hay cosas que sólo suceden en pueblos cómo el nuestro, si el mundo es un pañuelo, nuestro pueblo es uma cabeza de alfiler, porque cuando llegó la policía, el oficial que rescató a Karlovich del linchamiento fue Walter Solivella, quién jugó de arquero de nuestro equipo de fútbol de la secundaria. Mientras Walter se llevaba a Karlovich hacia el patrullero para protegerlo un grupo de oficiales detenía a los participantes que querían lincharlo, la Reina era una de las que más gritaba, estaba fuera de sí. Acompañé a Carlos para afuera, Walter me preguntó qué era lo que había sucedido, le expliqué lo de la dificultad de las preguntas y que se enteraron que Karlovich era quién las había armado. No lo podía creer y comenzó a reírse.
-Flaco –le dijo a Karlovich al llegar al auto -, al menos cobraste algo por este trabajo, ¿no?
El Flaco Karlovich negó con la cabeza. Walter continuó:
-Ahora yo digo… no podría haber hecho algo más facilongo, para la gilada, preguntas populares, mirá cómo los pusiste.
Carlos se colocó los lentes, uno de ellos estaba astillado, se acomodó la ropa y dijo tratando de contener la agitación.
-Nunca, amigo, yo no me traiciono… no me lo perdonaría.

NO ESTÁ TAN MAL Ser Roger Federer por un día.


Vi el anuncio en la solapa derecha de la pantalla en la computadora. Normalmente no me detengo a mirar esas publicidades, pero esta me llamó la atención:

Sea su ídolo por un día.

La ilustración contenía a Serena Willams, Shaparova, Roger Federer y Nadal. Evidentemente era una publicación tenística. Me dio curiosidad. Cliqueé.

La lista era más amplia, aparecían tenistas de todos los tiempos, hasta los que ya estaban retirados como Vilas, Borg, Naratilova y Graff. Me costó entender de qué iba la cosa. Investigando llegué a la conclusión de que la única forma de averiguar más sobre el tema era concurrir a las oficinas que la empresa internacional tenía en Puerto Madero, selecto barrio de Buenos Aires. Pero algo me había quedado claro y fue lo que más me sedujo de la propuesta, una de las frases que aseguraba que contratando el servicio uno podía sentir lo que siente un tenista profesional jugando al tenis.
Juego al tenis. Pero soy mediocre. No me da vergüenza decirlo, es un juego difícil, por eso imaginé que esta experiencia de convertirse por un momento en Roger Federer me llevaría a perfeccionar mi técnica, corregir mi volea, mejorar mi drive, en fin... mucho más.
Ese día pedí licencia en el trabajo, en el juzgado no había mucho para hacer así que nadie se quejó. Tomé el 57 y en Plaza Italia combiné con un taxi. Llegué a la oficina indicada, Torre Solar, piso 20, una mañana a las diez como había convenido. Me abrió la puerta un señor de impecable traje negro haciendo combinación con el sobrio pero lujoso departamento, al estilo minimalista. Me propuso sentarme en unos cómodos sillones mullidos color verde aceituna a la espera del llamado. En la pared había banners titulados "Sea su ídolo por un día" pero divididos por disciplinas, había de fútbol con Messi, Maradona y Ronaldo, también estaban los de rugby, basquet y algún otro deporte más. Me di cuenta que los algoritmos de las redes sociales habían captado mi interés por el tenis y, hay que decirlo, me conquistaron con esa publicación.
Me llamaron por mi nombre. Una señorita me atendió en una espaciosa y lujosa oficina con ventanales que dejaban entrar el sol que todavía alumbraba sobre el Rio de la Plata. Sin preámbulos desplegó un discurso seguramente armado que repetiría con frecuencia en el que me dio una idea aproximada sobre la propuesta.
Por un día yo iba a sentirme en el cuerpo y mente de Roger Federer. Y en cuanto Roger jugara yo iba a sentir su técnica de golpes, de desplazamientos, su táctica mental. De todos modos yo estaría, es decir mi cuerpo, en un sillón especial anatómico, sujetado con hebillas para no correr riesgos y con electrodos cuidadosamente colocados en mi cabeza, previa inducción al sueño mediante suero. Me preocupó lo del suero pero tenía lógica. Podría deshidratarme.
Pregunté qué partido podría elegir, porque no me convenía que fuera en césped o carpeta, yo juego solo en polvo de ladrillo y se dice que es muy diferente de otras superficies. Pero la señorita me explicó que no había seguridad sobre qué partido o torneo podría tocarme, que era por azar y que ellos tenían contratado el servicio de Roger de 2003 a 2017.
Otra cosa que me preocupó era el idioma, porque yo con el inglés, francés, suizo, italiano nada de nada y sé que Roger habla esos idiomas. La señorita me dijo que probablemente me iba a convenir anexar el doblaje al español, aunque  lamentablemente solo tenían la opción del español neutro. Es decir que todo lo que escuchara de mi equipo -en realidad del equipo de Roger- del propio entorno, y todo lo que yo -o mejor dicho Roger- hablara, involuntariamente sería en ese dialecto del español. Mal menor. No me gusta hablar de Tú, pero la experiencia lo valía.
Algo que me dejó tranquilo fue que iba a disponer de un celular transdimencional y si llegaba a sentir algún tipo de indisposición física o mental podría abortar el experimento pulsando: asterísco, uno, uno. Fue insistente en que no me olvidara porque de ese modo estaría despertando de inmediato pero debía tener bien claro que en el contrato que firmaríamos estaba bien especificado que no habría devolución de pago alguna y sería solo de mi responsabilidad.
¡Ay el precio!. Esa es la pregunta que puede desbarrancar todo. Pero ya estaba ilusionado. Y estas empresas tienen metodologías impecables para convencerte. Porque te lo financian de un modo que parece que lo pagás sin problemas, como si no lo sintieras. Diez mil dólares en ciento veinte cuotas. Si este tratamiento iba a ser efectivo me pareció económico. Debo ser honesto, no era un precio para mi bolsillo y algunos meses me obligaría a comer arroz con queso más de lo que me gusta. Tenía algo de dinero guardado y además un préstamo pre-acordado en el banco que con un solo click me lo adjudicaban. También me ahorraría de contratar las clases con el profesor que por supuesto ya no necesitaría: un partido completo siendo Roger Federer, y tomando consciencia de que debo aprender de ello, dejaría sin sentido seguir con las clases en el futuro. Tomé allí mismo la decisión y dejé mis dos mil dólares ahorrados para el anticipo y seña. No son cosas en la que se deba pensar mucho. Al fin y al cabo uno no debe trabajar solo para comer y los gustos hay que dárselos en vida. 
Luego de realizar la transferencia con el pago completo recibí el email con la confirmación de día y hora. Ese lunes a las siete y treinta de la mañana estaba nuevamente tocando timbre en la misma Torre pero un piso más arriba. No me dio culpa engañar a Vicente, mi médico de toda la vida, al que le mandé un mensaje de que tenía diarrea y no podía ir al trabajo. Quedó en hacerme el certificado médico, es que no podía permitirme perder un centavo más, no era mi estilo hacer este tipo de gastos.
La entrada de la torre se abrió automáticamente, tomé el ascensor, y volví a tocar timbre en la puerta. Me atendieron amablemente dos señoritas vestidas con ambos médicos en una especie de laboratorio científico. Luego de leer y firmar un cuestionario sobre mi estado de salud, me tomaron la presión, me revisaron los ojos y me invitaron a pasar a un cuarto donde efectivamente se encontraba el sillón especial. Me puse nervioso, pero ya estaba allí y sobre todo había pagado el total y según el contrato ya no habría devolución.
Una de las chicas me dio el celular transdimencional y me dijo que lo colocara en el bolsillo. La verdad que esperaba uno de marca I Phone pero no, era un Motorola similar al que tuve 2005 con teclas. Igual no importaba, ya me encontraba allí recibiendo el suero e iba camino a ser mi ídolo, iba a conocer su secreto, sus elegantes movimientos, su sabiduría táctica y capacidad estratégica , estaba a solo un paso y fue lo que pensé antes de dormirme, sería yo el que conocería ese enigmático tesoro: el misterio tenístico más hipnótico sobre la tierra llamado Roger Federer.
Abrí los ojos y de inmediato sabía donde estaba. Una descomunal ventanal dejaba ver una vista majestuosa, el gran espejo de agua no podía ser otra cosa que el lago Zurich y yo aparecía en un ambiente de la casa de Roger en Walloreu. ¡Yo era Roger!, aún padecía algo de somnolencia y me di cuenta de que estaba sentado en un inmenso sofá, la lucidez fue creciendo y noté de pronto que tenía una mamadera en mi mano y en mi brazo izquierdo un niño rubio que mamaba de ella, a mi derecha, otro niño, clon del anterior, igualmente vestido con conjunto azul intentaba manotearme la mamadera. Era de día, escuché voces desde otro lugar de la casa, alguien, una voz femenina, dijo:
-Myla, ayuda a tu padre que no puede con Leeny y Leo
Una niña de unos siete u ocho años, con vestido a cuadrillé blanco y negro apareció por una puerta, me miró y se agachó a buscar una mamadera que se encontraba tirada en el piso.
-Deja que a él le doy yo, papi -me dijo mientras tomaba al niño rubio de la derecha y comenzaba a darle la mamadera acunándolo.
Otra niña, nuevamente gemela, igualita a la anterior, apareció por detrás y me dio un beso, tenía el mismo vestido cuadrillé y solo miraba su celular. Un gran smart estaba encendido frente a mí en el que pasaban noticias de Suiza y Europa. Evidentemente lo del doblaje funcionaba porque entiendía todo perfectamente en español. Reparé que estaba con los pares de gemelos de Roger y Mirka las niñas Myla, Charlene y los dos niños Lenny y Leo. Imposible distinguir quién era quién.
Por primera vez observé mis brazos, definitivamente eran los brazos de Roger, más estilizados que los míos, el derecho ostensiblemente más tonificado y ancho que el izquierdo. Y olía impecable, tenía puesto un pijama de seda, aunque ya se había manchado con leche en el lado izquierdo. La primera sensación que tuve fue de autoestima, me sentí más poderoso. Más aún si con ese físico podría jugar al tenis. 
De pronto apareció Mirka, ¡Dios mío! semejante belleza rusa, porque en persona no era convencionalmente bella, no es mi estilo, me gustan las morochas mestizas, pero su cara redonda y sus pómulos brillantes parecían iluminar todo a su paso. Tenía puesto un vestido de seda verde y un saco de cuero. Pero no había sonrisa en su rostro, se cruzó de brazos y dijo:
-¿Puede ser que no le puedas dar la mamadera a dos niños sin que se te venga el mundo abajo?
Atiné a responder, pero su voz era de enojo desmesurado y me contuve, continuó:
¿Te parece bien lo que me dijiste? -mientras me escrutaba golpeteaba la punta de su sandalia sobre el piso.
Seguí sin responder, comenzaba a tener miedo.
-¿A ti te parece que no puedas quedarte con los niños un sólo día en este mes cuando yo tengo que andar llevándolos en andas a cual puto torneo te toque jugar?
Eran preguntas retóricas, no sabía que estrategia utilizaría Roger acá pero yo suelo quedarme callado.
-¡Claaaaarooo! ¡El señor no habla! ¡Se queda callado!
-¿Qué quieres que diga, Mirka? -dije imprevistamente, la voz chillante de Mirka me perforó los tímpanos.
-¡Que por una vez en tu vida vas a cuidar a los niños sin quejarte y sin meter la pata!
Por suerte hubo un silencio. No sabía cómo seguir la conversación así que pregunté, titubeante, lo único que me interesaba.
-¿A qué hora juego hoy?
Una risotada irónica de Mirka estalló en la sala.
-¡¿Pero es que estás idiota o qué?!
La cara enrojecida de Mirka le daba un aspecto terrible.
-¿Te has drogado Roger?
Negué con la cabeza, vacilante.
-¿Te bajaste de Roland Garros por un dolorcito de espalda y se te da por hacer chistes? ¿Pero es que no has crecido todavía?
Me di cuenta que estaba en el Roger 2017, cuando no pudo jugar, por una lesión, Roland Garrós. Casi me desmayo, diez mil dólares tirados a la basura. Mirka continuó.
-Mi primo Ulrich, con un dolor de espalda como el tuyo hombreaba bolsas en el puerto de Rotterdam sin quejarse, querido.
Su voz era lacerante, hiriente, los dos pequeños lloraban, uno de ellos manifestaba su berrinche desparramando la leche sobre uno de los sofá. La voz de Mirka, apenas más calmada, volvió a salir de su boca.
-Y hoy, como ya sabes, es día de niños con papá. Yo salgo con mis amigas y tú te encargarás de bañarlos, darles de comer, hacerlos domir para cuando yo vuelva a la noche, ¿ok?.
-Ok -respondí sin vacilar esta vez, bajo el riesgo de ser ejecutado.
-Y quiero que ayudes a Myrla y Charlene con las tareas. ¡Y nada de celelular!
Asentí cabizbajo. Los pensamientos se me vinieron como ráfagas y creí que mi cabeza iba a explotar, el préstamo a diez años que debería pagar, ciento veinte cuotas por nada, ciento veinte meses que me harían recordar la peor inversión de mi vida. Me serené, levanté la vista y le dije a Mirka que no se preocupara, que vaya tranquila que yo me ocuparía. 

-Claro que sí -dijo aún con enojo abriendo la puerta de salida.  
Cuando ella salió les dije a los cuatro niños que hagan lo que quieran, free day, came on, cualquier cosa estaba bien mientras no estén correteando a mi lado. Me di cuenta que instintivamente me sacudí el pelo sobre la frente al estilo Roger Federer, realmente el experimento estaba funcionando, y eso hizo que sienta pena por lo que tendría que hacer, lo inevitable, entonces saqué el celular del bolsillo y, casi con lágrimas en los ojos, marqué aterisco, uno, uno y le di entrada.
Desperté aliviado en el sillón. Mientras las dos asistentes me sacaban los electrodos y desprendían las hebillas de mis muñecas me sobrevino el pesar por los diez mil dólares perdidos, aunque debo reconocer que hubo un aprendizaje: mi vida real, así como está, no está tan mal.
Walter Perruolo, Junio, 2019