EL EXITO A LOS VEINTE AÑOS
LA TARDE EN QUE MORÍ
LA DE LEVERONE Y EL SUPERHEROE
La de Leverone, la directora de la Escuela N°1, era todo lo que debe ser una directora de escuela primaria: imponente y temible. Así la veíamos, alta, gigante, alguien que definitivamente merecía el título de señora. Quizás debería andar por los cincuenta años, siempre de gesto adusto y voz autoritaria. La recurrencia visual que me sobreviene al recordarla son su piernas, porque allí donde terminaba el guardapolvo blanco, bajo sus rodillas, ellas se descubrían voluptuosas como jarrones enormes.
Todos le temíamos, éramos niños cursando un cuarto grado todavía dócil sin mayores problemas y sólo la amenaza de las maestras de ir a la dirección en caso de indisciplina nos tenía bastante dominados, salvo Ariel, claro, experto en mala conducta que para poder tenerlo controlado la señorita lo sentaba en el primer banco.
La entrada a la escuela se hacía por calle 15 pero en caso de no llegar a horario los alumnos retrasados eran obligados entrar por la calle 24 debido a que la puerta principal se cerraba. Y allí no era tan fácil la cosa, apenas uno ingresaba por la puerta de calle 24, a la izquierda, se encontraba la dirección donde siempre, siempre, la directora, la "sargento" Leverone, mientras tabajaba en su escritorio vigilaba de reojo para sorprender a los que entraban tarde.
Mis padres atendían el negocio familiar así que la puntualidad no era una dificultad y muy temprano a la mañana, no sin mi resistencia, me levantaban para ir a la escuela. Me vestía casi siempre dormido y desayunaba a las apuradas. Mis padres nos dejaban a mi hermana y a mí en la escuela y luego abrían la tienda. Yo observa el rostro de mis compañeros, cuando alguno de ellos llegaba tarde, y no era para nada alentador. Quizás por eso y porque siempre fui un poco temeroso e inseguro, tenía terror de llegar tarde y me preocupaba con esmero por no incumplir el horario. Tenía calculado que la distancia de casa a la escuela, entre que caminábamos a la cochera y sacábamos el auto, era de diez minutos. Así que si en la mañana notaba que nos demorábamos demasiado era yo quién más insistía con apurarnos.
No sé por qué en esta historia de aquella mañana no está mi hermana y tampoco mi madre. Sólo recuerdo que cuando llegamos a la cochera y vimos que la rueda del Falcon bordó estaba completamente en llanta estábamos solo mi papá y yo. Las puteadas de papá retumbaban en el galpón y se multiplicaban por el eco.
-¿Vamos a llegar tarde? -pregunté ya desesperado.
Papá no me contestó y mientras cambiaba la rueda seguramente habrá querido matarme porque durante ese lapso me convertí en un insoportable niño nervioso apurando a gritos las maniobras necesarias para cambiar la rueda lo más rápido posible.
-¡La de Leverone me va a matar! -me lamenté, creo que llorando.
-¡No me rompás las pelotás, querés! ¡Nadie te va a matar! ¡El que te va a matar soy yo si no te callás un poco!
Realmente creía que la sargento Leverona me iba a eliminar de la tierra, o por lo menos torturar, imaginaba un sinnúmero de represalias (hoy detesto a ese niño que fui, lo confieso). Luego de sacar el Falcon, durante el viaje, y esto lo recuerdo bien, fui en llorando en silencio. Papá paró el auto sin estacionar por calle 24 y me dijo que bajara. Dudé.
-Entrá y dejate de pavadas...-me dijo.
Tome el portafolios y entré. Di el primer paso y miré hacia la izquierda. Bajo el escritorio asomaban las dos piernas de Leverone. Estaba llegando veinte minutos tarde. Mientras caminaba hacia el pasillo, sigiloso, sin que se escucharan mis pasos, vi que ella estaba concentrada escribiendo algo. Sentí que la suerte estaba de mi lado y me apuré.
-¡Perruolo!
El grito me paralizó. El corazón me latía tan fuerte y ligero que me ahogaba. Comencé a retroceder. Llegué hasta la puerta de dirección y ne detuve. Tras sus lentes me destinaba una mirada furiosa.
-¿A usted le parece bien? ¡Veinte minutos tarde! ¡Veinte minutos!
Bajé la mirada y dije sin convicción:
-A mi papá se le pinchó la rueda del auto.
Ella no pareció escucharme. Siguió reprendiéndome, con voz fuerte y grave.
-¡Míreme Perruolo!
Imposible negarse. Levanté la vista. Ella se había levantado, tenía los brazos apoyados en el escritorio y había acercado su rostro al mio.
-Dígame una cosa, Perruolo. ¡¿Quién se cree que es para llegar veinte minutos tarde?!
Imprevistamente, una voz se oyó detrás de mi. Era la de mi padre.
-¡¿Y usted quién mierda se cree que es para hablarle así a mi hijo?!
No. No podía ser. Esto ya era una tragedia. Recuerdo que lo pensé. Me echarían de la escuela y probablemente meterían preso a mi padre. La de Leverone era la autoridad máxima de mi escalafón de autoridades. Esto se había desmadrado. La de Leverone había quedado muda.
-Y vos -me dijo mi padre tomándome del hombro para que lo mire -te vas para el salón, ya, andá.
No quise mirar a la directora y salí. Entré al aula. La señorita me preguntó que había pasado y conté brevemente lo de la goma pinchada. No hizo mayor caso y continuó con la clase. A partir de allí no pude concentrarme en nada. En los recreos apenas jugué, mis pensamientos estaban inmersos en el probable castigo ejemplar que me esperaba.
Esa misma mañana, en el momento en que nos retirábamos, antes de salir del salón, entró la directora, habló algo con la señorita en voz baja mientras sentía que el cuerpo se me aflojaba. De pronto se acercó a mí y me dio un papel escrito. Su voz era suave y contenedora.
-Dale esto a tu papá, decile que lo espero mañana.
Ella se fue y yo aproveché a leer la nota. Era una invitación para la reunión de cooperadora. No entendí bien lo que sucedía pero el carácter amable de la de Leverone me había tranquilizado.
Papá contó en el almuerzo lo que había pasado, que después de mandarme al salón se había quedado conversando con la directora, que ella le había pedido disculpas, que no se encontraba bien porque la escuela tenía muchos problemas y eso la ponía de mal carácter, que mi papá se quiso interiorizar por esos problemas y que todo derivó en que había que hacer algo con la cooperadora para recaudar dinero.
Yo, gracias a todo y a la de Leverone, supe lo que es un superhéroe real, sin capa. Y ese día fue mi viejo.
MESA DE GENIOS
NO ESTÁ TAN MAL Ser Roger Federer por un día.
Sea su ídolo por un día.