EL EXITO A LOS VEINTE AÑOS

   El éxito a los veinte años

 

 

 

    Rosario. 1992. Tengo veinte años. La edad en que Fito Páez compuso, grabó y editó el disco “Del 63” en el que sobresale Tres Agujas, una de las más grandes canciones de la música popular Argentina. Pero yo estoy sentado en un colectivo, que bien podría ser el 117 o 143, no lo recuerdo. Lo que sí tengo presente es que son las doce de la noche y estoy acompañando a una amiga hasta su casa. Llevo puesto un pantalón náutico color piel, es un recuerdo presente porque sus bolsillos suelen ser muy poco profundos y allí coloqué mi billetera luego de pagarle al chofer. En el pequeño depósito de cuero llevo dinero para una semana de supervivencia: una tarjeta de crédito que casi nunca uso, mi documento y las dos llaves para ingresar a mi departamento.

    Bajamos cerca de Bulevar Oroño y 27 de Febrero, una esquina concurrida de Rosario bordeando el Parque Independencia. Apenas caminamos una cuadra, mientras conversamos, en un compulsivo reflejo tanteo los bolsillos para corroborar el bulto de la billetera pero no está allí. Me detengo y el corazón apura su ritmo golpeando en mi pecho. No llevo mochila y como es verano tengo una camisa de mangas cortas sin bolsillo. No hay chance. Me desespero y doy manotazos sobre todo mi cuerpo, ilusionado con que en algún lugar aparezca.

    Volvemos sobre nuestros pasos hacia la parada mirando el piso y la nada, la completa nada en forma de baldosas me inunda los ojos. Hago memoria. Me visualizo sentado en el colectivo en el cuarto asiento del lado derecho, contrario al volante, y concluyo que tiene lógica: me distraje y debido a los movimientos bruscos la billetera se deslizó y quedó allí, probablemente en el asiento.

    Creo tener una epifanía, me convenzo de que el final del recorrido del colectivo está muy cerca y que sin dudas emprenderá su vuelta. Despido a mi amiga, quien me presta algo de dinero y me quedo esperando sobre Oroño, del otro lado de la avenida de donde bajamos. Por suerte, no tarda cinco minutos en aparecer. Lo paro. Mientras se detiene algo me decepciona, evidentemente no es el chofer. El anterior era gordo de pelo corto y negro y el que me abre la puerta ahora es pelado y delgado. Pongo un solo pie en la escalinata para que no arranque y le cuento mi drama.

    -Hola, perdí la billetera en el colectivo que pasó para el otro lado hace un ratito, era un chofer gordo, de pelo negro y corto…

    -No sé, no conozco a todos los choferes…-me dice con evidente impaciencia y me pregunta- ¿subís?

    -¿No sabés si vendrá? -pregunto.

    -No tengo idea ¿Subís? Tengo que seguir, flaco.

    No sé qué hacer. Subo y le pago. Necesito información. Le pregunto en dónde están los colectivos. En qué lugar termina el recorrido. Trata de explicarme que todos van a la base, que seguramente ese micro ya debería estar yendo allí. Me da una dirección pero como no conozco el Rosario de la periferia no puedo ubicarme. El chofer se apiada, seguramente se conmueve frente a un muchacho desorientado y desesperado de apenas veinte años, la edad en que Bill Gates creaba la empresa Microsoft que conquistaría el mundo con su Windows y sus computadoras. Pero yo estoy allí en busca de una billetera perdida.

    -¿Cuánto tardás en volver a la base?- le pregunto al chofer.

    -Ahora estamos yendo para el otro lado, queda en Rosario Sur y yo doy la vuelta en Arroyito, calculá una hora.

    -¡¿Una hora?!- casi grito, -¿Y si bajo acá y tomo otro me conviene?

    -Y sí, algo de tiempo ganás.

    -Pará, que bajo.

    Ahora sé que estoy en el centro de Rosario, busco la parada, pero inmediatamente me doy cuenta que las monedas que me quedan no alcanzan para pagar el boleto. El corazón se acelera nuevamente y decido hacer algo que no he hecho en mi vida. Pedir plata. Llevo reloj, miro la hora, es casi la una menos cuarto, veo una pareja de novios a una cuadra y corro hacia ellos. Titubeando les explico mi drama. Deben tener poco más de treinta años los dos y se conduelen de un angustiado pibe de veinte años, la edad en que Rafael Nadal llevaba ganado tres veces Roland Garros y una Copa Davis, y me dan lo que me falta para el boleto de vuelta.

    Espero un tiempo. Que para mí es interminable. La silueta del colectivo asomando a lo lejos me tranquiliza. Lo paro y subo. Mientras pago le pregunto si no conoce a un chofer gordo de pelo corto y negro. Me dice que no. El hombre es de pocas palabras. Le pido que me avise cuando termine el recorrido y me acomodo en el primer asiento. El tiempo y las cuadras pasan. Un Rosario desconocido se abre a mis ojos, más barrial, más oscuro y cada vez más pobre. No tengo idea de dónde estoy. A la una y media el colectivo se detiene. Los pocos pasajeros que había ya bajaron y soy el único que queda.

    -Ya está, pibe, acá termino -me dice el chofer mirándome por el espejo.

    Observo el exterior por la ventanilla y solo es una esquina lúgubre, las casas parecen ser de una villa empobrecida y la iluminación es escasa.

    -¿Y la base dónde está? –pregunto.

    -¿La base?, ya la pasamos… queda como a veinte cuadras de acá.

    -¿Pero no me dijiste que ibas al final del recorrido? -pregunto.

    -Sí, este es el final de mi recorrido, pero la base está en la empresa.

    -Bueno, llévame a la empresa -le pido.

    -No pibe, no entendés, yo termino acá.

    Bajo. El micro se va. No se ve a nadie, detrás de mí hay un barrio de casas precarias de chapa y en frente un descampado en el que no se vislumbra el final. Tengo miedo y esa angustiosa sensación de no saber qué hacer.  ¿Caminar? ¿Correr? ¿Hacia dónde? Soy un pibe de veinte años, la edad en que Lionel Messi se consagraba en el Barcelona por lo que le darían el Balón de Oro y yo, como él, estoy obsesionado pero no con una pelota de fútbol sino con la búsqueda de mi billetera perdida, detenido en una esquina de Rosario sur, bloqueado y desorientado.

   El tiempo pasa y el cansancio me gana. Me recuesto sobre un árbol. Al rato llega un nuevo micro. Esta vez el chofer es joven, quizás unos pocos años mayor que yo, le hago señas y lo paro. Apenas comienzo a explicarle noto que me comprende, me dice que no me preocupe, que él tiene que pasar cerca de la base, a dos cuadras y que me va a dejar allí. No recuerdo sobre qué pero yo, sentado en el primer asiento, charlamos durante todo el trayecto. Cuando se detiene me explica por dónde debo ir.

    Bajo y corro las dos cuadras, observo ómnibus estacionados, veo una especie de galpón donde también hay más colectivos. Me encuentro con un señor que barre el lugar y le pregunto por el colectivo del chofer gordo de pelo corto y negro, me contesta que no conoce a ningún chofer gordo de pelo corto y negro. Me quedo allí. Son las dos y media de la madrugada. Me siento en el piso a esperar ya no sé qué. Pierdo la fe y comienzo a pensar en los trámites que deberé hacer para recuperar mis documentos y también evalúo pedirle a mi amigo Pablo que me deje dormir en su casa hasta que pueda llamar a un cerrajero entrada la mañana. De pronto ocurre el milagro: en dirección a mí, desde el portón de calle, un chofer gordo de pelo corto y negro, se acerca a paso lento con un portafolios en la mano.

    -¡Este es! –le grito al señor que barre. Levanta la vista pero no le da importancia y sigue barriendo.

    Corro hacia el chofer gordo de pelo corto y negro. Le pregunto si no vio una billetera, sin detenerse me dice que no, que nadie le acercó una billetera y que si la hubieran encontrado no se la habrían devuelto. Le pregunto si puedo revisar el colectivo. Mira hacia la calle y lo señala.

    -Andá, que lo están por limpiar -me dice amigablemente.

    Corro, son las tres y diez de la mañana, subo al colectivo totalmente a oscuras, cuento los asientos del lado contrario al volante hasta llegar al número cuatro, manoteo a ciegas y en el tercer intento, la anatomía completa de la billetera yace por fin bajo la palma de mi mano derecha. Siento un placer enorme, un gozo inexplicable, algo que quizás ni Fito Páez, Bill Gates, Rafael Nadal y Lionel Messi han sentido nunca a sus veinte años: encontrar la preciada billetera con plata, tarjeta, documentos y llaves del hogar luego de una intensa búsqueda de más de tres horas. Un premio de oro a la meritocracia.

    Camino algunas cuadras hasta una avenida transitada y no lo dudo. Paro un taxi y me subo. Esta vez no siento culpa por darme el lujo de tener un chofer personal que me cobrará diez veces más de lo que cuesta que un boleto de colectivo.

    -Montevideo 1040 –digo, con la mano sujetando mi billetera y con la certeza de estar viviendo en cuerpo y alma la gloriosa y mística experiencia del éxito. Y con sólo veinte años.


LA DE LEVERONE Y EL SUPERHEROE

 

 La de Leverone y el superhéroe

 

 

 

    La de Leverone, la directora de la Escuela N°1, era todo lo que debe ser una directora de escuela primaria: imponente y temible. Así la veíamos, alta, gigante, alguien que definitivamente merecía el título de Señora. Debería andar por los cincuenta años, siempre de gesto adusto y voz autoritaria. La imagen que me viene a la mente al recordarla son sus piernas, porque allí donde terminaba el guardapolvo blanco, bajo sus rodillas, sus piernas se descubrían voluptuosas como jarrones enormes. Mi mente de niño, cuando veía sus pantorrillas, las asociaba con el enorme jarrón que reposaba en el vestíbulo de la abuela.

    Todos le temíamos, éramos niños cursando un cuarto grado todavía dóciles sin mayores problemas y sólo la amenaza de las maestras de ir a la dirección en caso de portarnos mal nos tenía bastante dominados. Salvo Ariel, claro, que no acusaba temor alguno, reincidente en mala conducta que no registraba los retos de la seño y que para poder tenerlo controlado lo sentaba en el primer banco.

    La entrada a la escuela se hacía por calle 15 pero en caso de no llegar a horario los alumnos eran obligados entrar por la calle 24 debido a que la puerta principal se cerraba. Y allí no era tan fácil la cosa, apenas uno ingresaba por la puerta de calle 24, a la izquierda, se encontraba la dirección donde la "sargento" Leverone tenía orientado su escritorio para vigilar el ingreso de los remolones.

    Mis padres atendían el negocio familiar así que la puntualidad en casa no era una dificultad. Mi hermana, dos años menor, también iba a la misma escuela y de mañana. Me levantaba temprano, no sin resistencia, me vestía casi siempre dormido y desayunaba a las apuradas. Nos dejaban en la escuela y luego mis viejos abrían la tienda. Yo observaba el rostro de mis compañeros cuando alguno de ellos llegaba tarde y no era para nada alentador. Quizás por eso y porque siempre fui un poco temeroso e inseguro tenía terror de llegar tarde y me preocupaba con esmero por no incumplir el horario. Tenía calculado que la distancia de casa a la escuela, entre que caminábamos a la cochera y sacábamos el auto, era de diez minutos. Así que si en la mañana notaba que nos demorábamos demasiado era yo, aterrado por la de Leverone y sus jarrones, quien más insistía con apurarnos.

   La cochera donde guardábamos el auto, un gigante Falcon bordó, se encontraba a tres cuadras y papá me llevaba a mí para que lo ayudara a abrir y cerrar el portón, luego pasábamos a buscar a mamá y a mi hermana y de ahí a la escuela.

    Cuando entramos a la cochera y nos acercamos al auto me sobresaltó la puteada de papá retumbando en el galpón.

    -¡Pero la concha de la lora y la reputísima madre que lo parió!

Una rueda estaba totalmente en llanta.

   Papá se había puesto rojo de calentura y violentamente abrió el baúl para sacar la rueda de auxilio y las herramientas.

   -¿Vamos a llegar tarde? -pregunté ya desesperado.

    Papá no me contestó y mientras cambiaba la rueda seguramente habrá querido matarme porque durante ese lapso me convertí en un insoportable niño nervioso sugiriendo a gritos las maniobras necesarias para solucionarlo lo más rápido posible.

    -¡La de Leverone me va a matar! -grité desesperado.

    -¡No me rompás las pelotás, querés! ¡Nadie te va a matar! ¡El que te va a matar soy yo si no te callás un poco!

    Realmente creía que la sargento Leverone me iba a eliminar de la tierra, o por lo menos torturar, imaginaba un sinnúmero de represalias (hoy detesto a ese niño que fui, lo confieso). Luego de terminar pasamos a buscar a mamá y Andrea. Durante el viaje, y esto lo recuerdo bien, fui llorando en silencio. Papá paró el auto sin estacionar por calle 24 y nos dijo que bajáramos. Yo dije que prefería faltar.

    -Entrá y dejate de pavadas...-me dijo.

    Tomé el portafolios y entré. Mi hermana lo hizo primero pero corriendo. Desde la puerta vi que logró sortear la dirección y desapareció por el pasillo.

    Me asomé y miré hacia la izquierda. Dudé, me detuve a analizar el terreno. Caminé algunos pasos hasta que pude tener una visión clara del enemigo. Bajo el escritorio asomaban las dos piernas de la de Leverone. Tomé coraje y me trasladé hacia el pasillo, sigiloso, sin que se escucharan mis pisadas tratando de levitarme como Cristo con los pescadores. Alcancé a ver que ella estaba concentrada escribiendo algo. Sentí que la suerte estaba de mi lado y me apuré.

    -¡Perruolo!

    El grito me paralizó. El corazón me latía tan fuerte y ligero que me ahogaba. Comencé a retroceder. Llegué hasta la puerta de dirección y me animé a mirarla. Tras sus lentes brillaba una mirada furiosa. Debajo del escritorio los dos jarrones parecían reventar los zapatos.

    -¿A usted le parece bien? ¡Veinte minutos tarde! ¡Veinte minutos!

    Bajé la mirada y dije sin convicción:

    -A mi papá se le pinchó la rueda del auto.

    Ella no pareció escucharme. Siguió reprendiéndome, con voz fuerte y grave.

    -¡Míreme Perruolo!

    Imposible negarse. Levanté la vista. Ella se había levantado, tenía los brazos apoyados en el escritorio y había acercado su rostro hacia mí.

    -Dígame una cosa, Perruolo. ¡¿Quién se cree que es para llegar veinte minutos tarde?!

    Por Dios, pensé, ¿Qué vendrá después de esto? ¿Moriré?... Pero Imprevistamente, una voz se oyó detrás de mí.

    -¡¿Y usted quién mierda se cree que es para hablarle así a mi hijo?!

 

    No. No podía ser. La voz de papá no estaba en ningún plan de que apareciera allí. Esto ya era una tragedia. Recuerdo que lo pensé. ¿Papá le dijo "mierda"? Me echarían de la escuela y probablemente meterían preso a mi padre. La de Leverone era la autoridad máxima del escalafón de autoridades. Para mí estaba por sobre la policía. Esto se había desmadrado.

    -¡Y vos! -me dijo mi padre tomándome del hombro para que lo mire -¡te vas para el salón, ya, andá!

    No quise mirar a la directora y salí. Entré al aula. La señorita me preguntó que me había pasado y conté brevemente lo de la goma pinchada. No hizo mayor caso y continuó con la clase. A partir de allí no pude concentrarme en nada. En los recreos me quedé en el pasillo, mis pensamientos estaban inmersos en el probable castigo ejemplar que me esperaba.

    Esa misma mañana, en el momento en que nos retirábamos, antes de salir del salón, entró la directora, habló algo con la señorita en voz baja y yo sentí que el cuerpo se me aflojaba. De pronto se acercó a mí y me dio un papel escrito. Su voz era suave y contenedora.

    -Dale esto a tu papá, decíle que lo espero mañana.

    Ella se fue y yo aproveché a leer la nota. Era una invitación para la reunión de cooperadora. No entendí bien lo que sucedía pero el carácter amable de la de Leverone me había tranquilizado.

    Papá contó en el almuerzo lo que había pasado, que después de mandarme al salón se había quedado conversando con la directora, que ella le había pedido disculpas, le contó que no se encontraba bien porque la escuela tenía muchos problemas y eso la ponía de mal carácter. Así resultó que mi papá se quiso interiorizar por esos problemas y que todo derivó en que había que hacer algo con la cooperadora para recaudar dinero.

    Yo, gracias a todo y a la de Leverone, supe lo que es un superhéroe real, sin capa. Y ese día fue mi viejo.

 

 

 

Fin


MESA DE GENIOS

Pepo me invitó a una mesa de genios, un evento a beneficio de la Escuela Santa Mónica. Lo organizaban los padres de los alumnos y Pepo era uno de ellos, debido a que no había podido ayudar en la organización al menos tenía que concurrir y llevar a algunos participantes más. Lo había invitado a Pablo y Arturo, pero ellos no podían.
Yo había ido a esas mesas de genios algunas veces mucho tiempo atrás, nos juntábamos ocho amigos y amigas, que es la cantidad máxima de las mesas y competíamos para divertirnos y de paso obtener algún premio. Ganamos algunas veces pero éramos estratégicos, nos repartíamos los roles y hasta llevábamos alguna tía o abuela para que nos ayudara en las preguntas que salieran de nuestra órbita juvenil.
Hacía años que no iba y esa noche estaba solo en casa sin ninguna otra cosa más qué hacer y fuimos con Pepo. Le pregunté si ya tenía una mesa armada y me dijo que no, que no importaba porque siempre había mesas incompletas. La mesa de genios era en el Club Estudiantes, en el salón grande dónde se ubica la cancha de básquet. Estaba lleno de gente. Por la complicada acústica del lugar, la reverberancia típica de los gimnasios, en lugar de un murmullo se imponía un griterío descomunal. Apenas entramos Pepo me dijo que esperara que se iba fijar en qué mesa podíamos jugar. Mientras tanto saludé a algunos conocidos. En ese interín se me acerca Carlos, Carlos Karlovich, un gran amigo del fútbol, nos dimos un abrazo, hacía tiempo que no nos veíamos y me sorprendió verlo allí. Carlos, además de abogado, era un erudito en materias como filosofía, literatura y economía. Y fanático de la música.
-Vos ganás seguro, flaco – le digo un poco chicaneándolo.
-¡No! –se rió fuerte –yo soy el que armó las preguntas, voy a dirigir esto.
Conocía bien a Carlos, es del tipo de personas que no se anda con banalidades ni cosas supérfluas, imaginé que iba a ser un juego atípico, más intelectual y selecto, no concebía que Carlos Karlovich, el intelectual Karlovich, confeccione preguntas sobre televisión, farándula y la música de moda que son rubros que predominan habitualmente en estos juegos. En fin, la pregunta más compleja que me había tocado responder en otras mesas de genios fue quién había escrito Cien años de Soledad o cuántos lados tenía un pentágono, o como aquella insólita vez en la que no podíamos creer la pregunta que estábamos leyendo: ¿Quién fue el compositor de la novena sinfonía de Beethoven?
-Che Carlos -le digo cómplice -¿hiciste un cuestionario simple supongo, no?
Carlos sonrió y me palmeó en el hombro...
-No, querido, Borges dijo que un escritor nunca debe rebajarse para que el lector comprenda, debe ser el lector quién tiene que hacer el esfuerzo de comprender... acá es lo mismo...
Carlos se disculpó y se fue a la mesa de jurados e inmediatamente vi a Pepo que me llamaba desde una de las mesas.
-Vení, ubiquémosnos acá.
Me senté, conté y éramos siete, cinco mujeres y nosotros dos. No conocía a nadie y noté que Pepo solo hablaba con una de ellas, una mujer de cincuenta años, lentes de marcos negros y rodete que, luego repararía en eso, estaba con su hija de poco más de viente años. Pepo me la presentó como la Reina de las mesas de genios.
-¿Sabés cuántas veces ganó? –me preguntó Pepo codeándome.
Sonreí, probablemente tuve un gesto de desconcierto.
-¡Ocho veces!
-¿Ocho veces? –repetí sorprendido.
-Tres veces primer premio, cuatro segundo, y una vez cuarto –dijo la mujer como restándole importancia.
Una chica se acercó a la mesa y preguntó si el lugar estaba libre, le dijimos que sí. Ya estábamos los ocho que se necesitaban para completar. El juego comenzó. Había olvidado lo caótico que resultaban esas mesas de genios, con grupos que se ponían eufóricos por cada punto ganado, los sorteos de productos donados por comerciantes sincronizados para dar tiempo al jurado a realizar los cálculos de puntajes, las pausas para consumir en la cantina y ahora se había sumado la trampa del uso de celular que algunos asistentes vigilaban para que nadie utilizara.
Al tercer cuestionario me di cuenta que no había errado en la sospecha de Carlos Karlovich iba a hacer esto muy difícil, hasta me dio un poco de lástima, y algo de vergüenza, porque la Reina de las mesas de genios, la mujer de lentes y rodete de nuestra mesa no había acertado en nada y nuestro puntaje era prácticamente el mínimo. La escuché repetir varias veces “muy difícil, muy difícil…”. Y eso no era todo, dos mesas más hacia el centro, parecían que algo habían acertado porque cuando informaban el puntaje festejaban exageradamente. En uno de esos momentos, la mujer de lentes me miró y dijo despectivamente:
-Los conozco, algunos son profesores de la escuela…
El cuarto punto parecía fácil, consistía en escuchar diez canciones y definir título y autor. Pepo se frotó las manos, era un ávido oyente de música y conocía absolutamente de todo. Las canciones se sucedieron pero fue imposible, Carlos Karlovich había elegido un repertorio que iba desde la música indie, pasando por el jazz y hasta la música medieval y barroca. Yo sabía que Carlos, era fanático de la música internacional de los ochenta, pero ni siquiera pudimos acertar ya que en ese género había elegido canciones prácticamente desconocidas.
A partir de allí la cosa se puso densa, el quinto punto fue un problema de física imposible de responder, luego un verdadero–falso de historia pero referente a las corrientes inmigratorias asiáticas en China y Mongolia, el de geografía fue sobre las corrientes marítimas en el océano índico y en el punto sobre televisión las preguntas eran referidas a la televisión de los países escandinavos en la década del sesenta.
Una de las mujeres de nuestra mesa -que ya parecía una casa velatoria- una muchacha joven, muy elegante, que apenas había hablado hasta el momento, miró a la mujer de lentes y sonriendo dijo:
-¿Y, Reina?, ¿Hoy estamos sin corona?
Temí una respuesta bélica porque el rostro de la mujer de lentes enrojeció y adoptó un gesto contraído como si se contuviera de gritar. Pepo quiso descomprimir seguramente porque dijo:
-El que armó las preguntas se comió todas las enciclopedias, se fue al carajo.
La mesa de los profesores había dejado de festejar tan eufóricamente y en una de las pausas la gente comenzó a pararse y recriminar al jurado por el nivel de preguntas. Yo solo tenía ojos para el Flaco Karlovich que se mantenía sentado en una de las mesas del jurado visiblemente colorado y nervioso tratando de explicar las recriminaciones. De pronto el juego se reanudaba pero bastaba que se reinicie para que la gente volviera a concurrir a pedir explicaciones. En una de esas embestidas en la que los participantes corrían a reclamar, observé que muchos de los jurados, para defenderse, señalaban a Karlovich como diciendo que vayan a reclamarla a él. Observé también que la Reina de las mesas de genios se había sacado los lentes y se refregaba los ojos, de lo que probablemente fueran lágrimas de impotencia, luego me miró fijo y apretando los dientes exclamó:
-¿Quién fue el hijo de puta que hizo esta mierda?
Por supuesto no contesté, Pepo atinó a mostrarle quién era el que había organizado las preguntas y por suerte alcancé a patearlo a tiempo. Pero fue inútil, la chica que se había sentado en la última silla lo dijo.
-Es el flaco pelado que está allá, sentado en el medio, de lentes.
Yo debería haber hecho algo, me lo recrimino ahora, porque la Reina se paró, tomó la cartera, y salió como una tromba hacia donde estaba el jurado soportando a la turba, inconscientemente me paré y fui también, sólo con el ánimo de ver que estaba sucediendo. La Reina de lentes no dijo nada, solo embistió enardecida y le propinó un carterazo en el rostro de Karlovich, sus lentes salieron despedidos hacia atrás y él cayó de la silla hacia el costado. Luego fue la hecatombe.
Hay cosas que sólo suceden en pueblos cómo el nuestro, si el mundo es un pañuelo, nuestro pueblo es uma cabeza de alfiler, porque cuando llegó la policía, el oficial que rescató a Karlovich del linchamiento fue Walter Solivella, quién jugó de arquero de nuestro equipo de fútbol de la secundaria. Mientras Walter se llevaba a Karlovich hacia el patrullero para protegerlo un grupo de oficiales detenía a los participantes que querían lincharlo, la Reina era una de las que más gritaba, estaba fuera de sí. Acompañé a Carlos para afuera, Walter me preguntó qué era lo que había sucedido, le expliqué lo de la dificultad de las preguntas y que se enteraron que Karlovich era quién las había armado. No lo podía creer y comenzó a reírse.
-Flaco –le dijo a Karlovich al llegar al auto -, al menos cobraste algo por este trabajo, ¿no?
El Flaco Karlovich negó con la cabeza. Walter continuó:
-Ahora yo digo… no podría haber hecho algo más facilongo, para la gilada, preguntas populares, mirá cómo los pusiste.
Carlos se colocó los lentes, uno de ellos estaba astillado, se acomodó la ropa y dijo tratando de contener la agitación.
-Nunca, amigo, yo no me traiciono… no me lo perdonaría.

NO ESTÁ TAN MAL Ser Roger Federer por un día.


Vi el anuncio en la solapa derecha de la pantalla en la computadora. Normalmente no me detengo a mirar esas publicidades, pero esta me llamó la atención:

Sea su ídolo por un día.

La ilustración contenía a Serena Willams, Shaparova, Roger Federer y Nadal. Evidentemente era una publicación tenística. Me dio curiosidad. Cliqueé.

La lista era más amplia, aparecían tenistas de todos los tiempos, hasta los que ya estaban retirados como Vilas, Borg, Naratilova y Graff. Me costó entender de qué iba la cosa. Investigando llegué a la conclusión de que la única forma de averiguar más sobre el tema era concurrir a las oficinas que la empresa internacional tenía en Puerto Madero, selecto barrio de Buenos Aires. Pero algo me había quedado claro y fue lo que más me sedujo de la propuesta, una de las frases que aseguraba que contratando el servicio uno podía sentir lo que siente un tenista profesional jugando al tenis.
Juego al tenis. Pero soy mediocre. No me da vergüenza decirlo, es un juego difícil, por eso imaginé que esta experiencia de convertirse por un momento en Roger Federer me llevaría a perfeccionar mi técnica, corregir mi volea, mejorar mi drive, en fin... mucho más.
Ese día pedí licencia en el trabajo, en el juzgado no había mucho para hacer así que nadie se quejó. Tomé el 57 y en Plaza Italia combiné con un taxi. Llegué a la oficina indicada, Torre Solar, piso 20, una mañana a las diez como había convenido. Me abrió la puerta un señor de impecable traje negro haciendo combinación con el sobrio pero lujoso departamento, al estilo minimalista. Me propuso sentarme en unos cómodos sillones mullidos color verde aceituna a la espera del llamado. En la pared había banners titulados "Sea su ídolo por un día" pero divididos por disciplinas, había de fútbol con Messi, Maradona y Ronaldo, también estaban los de rugby, basquet y algún otro deporte más. Me di cuenta que los algoritmos de las redes sociales habían captado mi interés por el tenis y, hay que decirlo, me conquistaron con esa publicación.
Me llamaron por mi nombre. Una señorita me atendió en una espaciosa y lujosa oficina con ventanales que dejaban entrar el sol que todavía alumbraba sobre el Rio de la Plata. Sin preámbulos desplegó un discurso seguramente armado que repetiría con frecuencia en el que me dio una idea aproximada sobre la propuesta.
Por un día yo iba a sentirme en el cuerpo y mente de Roger Federer. Y en cuanto Roger jugara yo iba a sentir su técnica de golpes, de desplazamientos, su táctica mental. De todos modos yo estaría, es decir mi cuerpo, en un sillón especial anatómico, sujetado con hebillas para no correr riesgos y con electrodos cuidadosamente colocados en mi cabeza, previa inducción al sueño mediante suero. Me preocupó lo del suero pero tenía lógica. Podría deshidratarme.
Pregunté qué partido podría elegir, porque no me convenía que fuera en césped o carpeta, yo juego solo en polvo de ladrillo y se dice que es muy diferente de otras superficies. Pero la señorita me explicó que no había seguridad sobre qué partido o torneo podría tocarme, que era por azar y que ellos tenían contratado el servicio de Roger de 2003 a 2017.
Otra cosa que me preocupó era el idioma, porque yo con el inglés, francés, suizo, italiano nada de nada y sé que Roger habla esos idiomas. La señorita me dijo que probablemente me iba a convenir anexar el doblaje al español, aunque  lamentablemente solo tenían la opción del español neutro. Es decir que todo lo que escuchara de mi equipo -en realidad del equipo de Roger- del propio entorno, y todo lo que yo -o mejor dicho Roger- hablara, involuntariamente sería en ese dialecto del español. Mal menor. No me gusta hablar de Tú, pero la experiencia lo valía.
Algo que me dejó tranquilo fue que iba a disponer de un celular transdimencional y si llegaba a sentir algún tipo de indisposición física o mental podría abortar el experimento pulsando: asterísco, uno, uno. Fue insistente en que no me olvidara porque de ese modo estaría despertando de inmediato pero debía tener bien claro que en el contrato que firmaríamos estaba bien especificado que no habría devolución de pago alguna y sería solo de mi responsabilidad.
¡Ay el precio!. Esa es la pregunta que puede desbarrancar todo. Pero ya estaba ilusionado. Y estas empresas tienen metodologías impecables para convencerte. Porque te lo financian de un modo que parece que lo pagás sin problemas, como si no lo sintieras. Diez mil dólares en ciento veinte cuotas. Si este tratamiento iba a ser efectivo me pareció económico. Debo ser honesto, no era un precio para mi bolsillo y algunos meses me obligaría a comer arroz con queso más de lo que me gusta. Tenía algo de dinero guardado y además un préstamo pre-acordado en el banco que con un solo click me lo adjudicaban. También me ahorraría de contratar las clases con el profesor que por supuesto ya no necesitaría: un partido completo siendo Roger Federer, y tomando consciencia de que debo aprender de ello, dejaría sin sentido seguir con las clases en el futuro. Tomé allí mismo la decisión y dejé mis dos mil dólares ahorrados para el anticipo y seña. No son cosas en la que se deba pensar mucho. Al fin y al cabo uno no debe trabajar solo para comer y los gustos hay que dárselos en vida. 
Luego de realizar la transferencia con el pago completo recibí el email con la confirmación de día y hora. Ese lunes a las siete y treinta de la mañana estaba nuevamente tocando timbre en la misma Torre pero un piso más arriba. No me dio culpa engañar a Vicente, mi médico de toda la vida, al que le mandé un mensaje de que tenía diarrea y no podía ir al trabajo. Quedó en hacerme el certificado médico, es que no podía permitirme perder un centavo más, no era mi estilo hacer este tipo de gastos.
La entrada de la torre se abrió automáticamente, tomé el ascensor, y volví a tocar timbre en la puerta. Me atendieron amablemente dos señoritas vestidas con ambos médicos en una especie de laboratorio científico. Luego de leer y firmar un cuestionario sobre mi estado de salud, me tomaron la presión, me revisaron los ojos y me invitaron a pasar a un cuarto donde efectivamente se encontraba el sillón especial. Me puse nervioso, pero ya estaba allí y sobre todo había pagado el total y según el contrato ya no habría devolución.
Una de las chicas me dio el celular transdimencional y me dijo que lo colocara en el bolsillo. La verdad que esperaba uno de marca I Phone pero no, era un Motorola similar al que tuve 2005 con teclas. Igual no importaba, ya me encontraba allí recibiendo el suero e iba camino a ser mi ídolo, iba a conocer su secreto, sus elegantes movimientos, su sabiduría táctica y capacidad estratégica , estaba a solo un paso y fue lo que pensé antes de dormirme, sería yo el que conocería ese enigmático tesoro: el misterio tenístico más hipnótico sobre la tierra llamado Roger Federer.
Abrí los ojos y de inmediato sabía donde estaba. Una descomunal ventanal dejaba ver una vista majestuosa, el gran espejo de agua no podía ser otra cosa que el lago Zurich y yo aparecía en un ambiente de la casa de Roger en Walloreu. ¡Yo era Roger!, aún padecía algo de somnolencia y me di cuenta de que estaba sentado en un inmenso sofá, la lucidez fue creciendo y noté de pronto que tenía una mamadera en mi mano y en mi brazo izquierdo un niño rubio que mamaba de ella, a mi derecha, otro niño, clon del anterior, igualmente vestido con conjunto azul intentaba manotearme la mamadera. Era de día, escuché voces desde otro lugar de la casa, alguien, una voz femenina, dijo:
-Myla, ayuda a tu padre que no puede con Leeny y Leo
Una niña de unos siete u ocho años, con vestido a cuadrillé blanco y negro apareció por una puerta, me miró y se agachó a buscar una mamadera que se encontraba tirada en el piso.
-Deja que a él le doy yo, papi -me dijo mientras tomaba al niño rubio de la derecha y comenzaba a darle la mamadera acunándolo.
Otra niña, nuevamente gemela, igualita a la anterior, apareció por detrás y me dio un beso, tenía el mismo vestido cuadrillé y solo miraba su celular. Un gran smart estaba encendido frente a mí en el que pasaban noticias de Suiza y Europa. Evidentemente lo del doblaje funcionaba porque entiendía todo perfectamente en español. Reparé que estaba con los pares de gemelos de Roger y Mirka las niñas Myla, Charlene y los dos niños Lenny y Leo. Imposible distinguir quién era quién.
Por primera vez observé mis brazos, definitivamente eran los brazos de Roger, más estilizados que los míos, el derecho ostensiblemente más tonificado y ancho que el izquierdo. Y olía impecable, tenía puesto un pijama de seda, aunque ya se había manchado con leche en el lado izquierdo. La primera sensación que tuve fue de autoestima, me sentí más poderoso. Más aún si con ese físico podría jugar al tenis. 
De pronto apareció Mirka, ¡Dios mío! semejante belleza rusa, porque en persona no era convencionalmente bella, no es mi estilo, me gustan las morochas mestizas, pero su cara redonda y sus pómulos brillantes parecían iluminar todo a su paso. Tenía puesto un vestido de seda verde y un saco de cuero. Pero no había sonrisa en su rostro, se cruzó de brazos y dijo:
-¿Puede ser que no le puedas dar la mamadera a dos niños sin que se te venga el mundo abajo?
Atiné a responder, pero su voz era de enojo desmesurado y me contuve, continuó:
¿Te parece bien lo que me dijiste? -mientras me escrutaba golpeteaba la punta de su sandalia sobre el piso.
Seguí sin responder, comenzaba a tener miedo.
-¿A ti te parece que no puedas quedarte con los niños un sólo día en este mes cuando yo tengo que andar llevándolos en andas a cual puto torneo te toque jugar?
Eran preguntas retóricas, no sabía que estrategia utilizaría Roger acá pero yo suelo quedarme callado.
-¡Claaaaarooo! ¡El señor no habla! ¡Se queda callado!
-¿Qué quieres que diga, Mirka? -dije imprevistamente, la voz chillante de Mirka me perforó los tímpanos.
-¡Que por una vez en tu vida vas a cuidar a los niños sin quejarte y sin meter la pata!
Por suerte hubo un silencio. No sabía cómo seguir la conversación así que pregunté, titubeante, lo único que me interesaba.
-¿A qué hora juego hoy?
Una risotada irónica de Mirka estalló en la sala.
-¡¿Pero es que estás idiota o qué?!
La cara enrojecida de Mirka le daba un aspecto terrible.
-¿Te has drogado Roger?
Negué con la cabeza, vacilante.
-¿Te bajaste de Roland Garros por un dolorcito de espalda y se te da por hacer chistes? ¿Pero es que no has crecido todavía?
Me di cuenta que estaba en el Roger 2017, cuando no pudo jugar, por una lesión, Roland Garrós. Casi me desmayo, diez mil dólares tirados a la basura. Mirka continuó.
-Mi primo Ulrich, con un dolor de espalda como el tuyo hombreaba bolsas en el puerto de Rotterdam sin quejarse, querido.
Su voz era lacerante, hiriente, los dos pequeños lloraban, uno de ellos manifestaba su berrinche desparramando la leche sobre uno de los sofá. La voz de Mirka, apenas más calmada, volvió a salir de su boca.
-Y hoy, como ya sabes, es día de niños con papá. Yo salgo con mis amigas y tú te encargarás de bañarlos, darles de comer, hacerlos domir para cuando yo vuelva a la noche, ¿ok?.
-Ok -respondí sin vacilar esta vez, bajo el riesgo de ser ejecutado.
-Y quiero que ayudes a Myrla y Charlene con las tareas. ¡Y nada de celelular!
Asentí cabizbajo. Los pensamientos se me vinieron como ráfagas y creí que mi cabeza iba a explotar, el préstamo a diez años que debería pagar, ciento veinte cuotas por nada, ciento veinte meses que me harían recordar la peor inversión de mi vida. Me serené, levanté la vista y le dije a Mirka que no se preocupara, que vaya tranquila que yo me ocuparía. 

-Claro que sí -dijo aún con enojo abriendo la puerta de salida.  
Cuando ella salió les dije a los cuatro niños que hagan lo que quieran, free day, came on, cualquier cosa estaba bien mientras no estén correteando a mi lado. Me di cuenta que instintivamente me sacudí el pelo sobre la frente al estilo Roger Federer, realmente el experimento estaba funcionando, y eso hizo que sienta pena por lo que tendría que hacer, lo inevitable, entonces saqué el celular del bolsillo y, casi con lágrimas en los ojos, marqué aterisco, uno, uno y le di entrada.
Desperté aliviado en el sillón. Mientras las dos asistentes me sacaban los electrodos y desprendían las hebillas de mis muñecas me sobrevino el pesar por los diez mil dólares perdidos, aunque debo reconocer que hubo un aprendizaje: mi vida real, así como está, no está tan mal.
Walter Perruolo, Junio, 2019

ASESINAS


    Asesinas

 

 

 

    Estás en silencio tratando de comprender la escena. La fuente de ravioles y la de carne con tuco, ocupando el centro de la mesa, aún permanece intacta. Mientras Dora comienza a servir los platos, ellos hablan del nuevo trabajo de Manu, ese sobrino que solo conocés de nombre, al que varias veces lo han definido como el vago de la familia.

    Carlos, Matías y Pecas, los tres hermanos rubios, parecen salidos de un molde de tan parecidos que son. Pero las tres mujeres que son sus parejas rompen la uniformidad.       Vos, que sos la novia de Pecas, colorada; Pili, la novia de Carlos, morocha como el chocolate; y Clara, ya esposa de Matías, con su castaño suave, es la única que se acerca al tono rubión de los tres hermanos.

    Como no podía ser de otro modo, Omar y Dora, los padres de los tres varones, son rubios rabiosos. Hablando de colores, allí en la mesa, sólo un tono te preocupa: es el pañuelo verde que Pili lleva en su cuello. Siempre Pili, la que no respeta, la que quiere llevarse el mundo por delante ¿Había necesidad? Casi lo decís en voz alta. Puta madre que te parió Pili, ¿tenés que venir a provocar justo ahora en un almuerzo familiar de domingo? Es obvio que Carlos está contenido, te das cuenta porque no habla, su madre es católica, ayuda al Padre Curtis en la parroquia y ya aclaró que no quiere que se hable de política en la mesa.

    Qué boluda que sos Pili, pensás de nuevo, la puteás tanto por dentro que querés asesinarla con el Tramontina que tenés a mano. Sobre el trabajo de Manu solo conversan Matias, Pecas y Omar. Ironizan, dicen que el hecho de que Manu consiga un trabajo es todo un logro, ahora falta que lo conserve. Hablan sobre eso, sin ganas. Querés concentrarte en la charla pero el pañuelo verde en el cuello de Pili te molesta de nuevo y sabés que ese almuerzo no va a terminar bien. Pili se fue al carajo, te lamentás, estratosféricamente a la mierda.

    Dora y Clara siempre publican cosas en Facebook sobre el aborto. Pili más de una vez le ha contestado y vos recordás una publicación, justo de esta semana, en la que sin entender mucho de qué iba la cosa leíste con asombro que escribió “Ya lo vamos a hablar personalmente"

    Pili siempre fue así, un bicho raro, feminista, contestataria, lo mirás a Carlos ahí sentado con cara de chico reprendido y no podés creer que la pueda aguantar. El almuerzo es un velorio. Porque la charla sobre Manu termina y solo queda la música de los cubiertos. Tenés la sensación de que solo una palabra detonaría la bomba neutrónica en forma de mesa servida que está frente a tus ojos, claro, sí, junto al pañuelo verde en el cuello de Pili.

   No hay preámbulo. Porque Dora lo dice en un tono suave pero dominante, como la palmada que se adivina bofetada:

    -¿Te parece estar con eso puesto, Pili, hoy acá?

    Mirás a Pili esperando una reacción quizás violenta o que se produzca la catarata de cosas que prometió decir en su comentario de facebook. Pero solo se encoge de hombros y dice:

    -Somos libres ¿no?

    Los segundos de silencio te inquietan, pero Dora no está dispuesta a quedarse callada, y contesta con enojo contenido:

    -Yo también soy libre de querer lo que pase en mi casa...

    Pili no espera que termine la frase.

    -Yo no voy a quedarme callada, Dora. Usted sabe por qué.

    No lo dice enojada, lo menciona casi con una sonrisa, hay ironía, pero con tristeza.

    -Estás equivocada, Pili, ya te dije -responde secamente Dora, y luego se queja -no son momentos...

    Te das cuenta de que las dos tienen un tema pendiente. Lo que te sorprende, lo que te resulta inimaginable es que Pili llora. No parece querer ocultarlo, seca sus lágrimas, y lo mira a Carlos, que permanece cabizbajo.

    -Ella no lo entiende, Carlos, no lo entiende, y vos tampoco…

    Notás que Omar y todos están sorprendidos, no te es difícil deducir ahora que el secreto también lo conoce Carlos. ¿Qué es lo que pasa, Pili? lo decís, lo preguntas casi con desesperación sin darte te cuenta. La segunda voz que te acompaña ahora es de Omar, que echándose sobre el respaldo, visiblemente hastiado, refuerza tu pregunta.

    -Sí, qué mierda pasa.

    Mirás a Pili, todos miran a Pili. Pero la que habla es Dora.

    -Está confundida.

    Sabés que no hay peor cosa que esa expresión para Pili, Dora está a punto de llamarla loca o delirante.

    -¿Confundida?-dice Pili al momento que larga una carcajada suave, corta, fingida. Luego de mirar el techo y morderse los labios sigue:

    -Dieciocho años tenía y quedé embarazada, Carlos estaba terminando la carrera y yo apenas empezaba...

    -No quedaste embarazada - interrumpe Dora.

    -¡Cómo que no!- responde Pili- ¡cómo que no! ¿qué cosa es para usted quedar embarazada?

    Dora bajó el tenedor con violencia. El golpe del acero sobre el plato cortó el aire. Su gesto era de bronca. Después de un silencio Pili, mirándola a los ojos, en un tono bajo pero claro siguió:

    -Si no me vino y dos Evatest me dieron positivo ¿qué otra cosa puede ser?

    Dora chasquea la lengua queriendo desacreditar a Pili. Pero ella continúa:

    -Yo la entiendo porque usted es religiosa y vive publicando cosas en contra del aborto y si bien ahora no tiene puesto un pañuelo celeste se la pasa compartiendo publicaciones de los antiderechos y toda la mierda provida, pero yo aborté y fue gracias a usted.

    Ves que Omar se levanta de la silla y sube las escaleras sin decir una palabra, parece consternado y abrumado, pero no podés deducir si él también estaba al tanto. Ahora vos querés escapar, huir, llegar a tu casa y ponerte a mirar Netflix o boludear en internet, no querés estar ahí, tratás de recordar en qué momento pasó lo del aborto pero de inmediato reparás que si Pili tenía dieciocho años todavía vos no conocías al Pecas. La voz de Dora interrumpió sus pensamientos.

    -Eso no es abortar querida, estás confundida.

    -¿Ah no? ¿tomarse cinco o seis píldoras para que el embarazo no siga no es abortar? Si usted misma tuvo que ir a pedirle a su amiga, la doctora Marsón, para que le dé esas pastillas...

    Te das cuenta que Pili habla para todos, quiere que todos lo sepan, Carlos no se inmuta, con su petrificación da muestras de que avala el descargo de Pili. Por suerte Pili baja más el tono, se nota el esfuerzo, respira y sigue:

    -Yo no la voy a culpar porque yo quería abortar, Carlos estaba de acuerdo, y usted también, no le podía decir a mis padres porque no me iban a entender y usted lo supo porque Carlos no pudo aguantar y se lo contó. Hasta me dijo que no quería que nos cagáramos la vida tan jóvenes ¿recuerda? pero yo quiero que entienda que lo que hicimos los tres fue abortar. Las píldoras que tomé eran abortivas, las consiguió y las pagó usted y hasta la doctora le escribió cómo tomarlas, por eso me revienta soberanamente que publique cosas acusándonos de asesinas...

    Entonces Pili llora a moco tendido, ves que Carlos la abraza, dudás si es un pelotudo o al final es el más inteligente de todos. Matias y el Pecas miran los platos. Dora tiene el rostro inclinado hacia la pared. Otra vez el silencio. Recordás y ponés en contexto, que Pili vivió con su abuela desde los seis años porque su madre falleció en un accidente y el padre se tomó el palo sin conocerla. Te conmovés y no te importa lo que piense Dora porque de pronto te parás y vas a abrazar a Pili, no sabés por qué lo hacés, si porque tuvo que pasar por eso sola o porque te sentís culpable de haberla prejuzgado. Dios mío, pensás, lo que debe haber sufrido y siendo tan chica, apenas dieciocho años y pasar por una cosa así sola, en las sombras, porque Dora la habrá ayudado pero no imaginás conteniéndola, abrazándola. El cuerpo de Pili ahora tiembla entre tus brazos, mientras sentís la vibración de su congoja escuchás la voz dura y seca de Dora apenas vacilante.

    -Eso no fue un aborto, querida... estás confundida.

 

 

 

Fin


BAILE DE EGRESADOS


No te voy a negar que aproveché la ocasión un poco por venganza, es que lo tenía atragantado, Cata. Yo, la verdad, hacía como veinte años que no lo veía, desde la mismísima fiesta de egresados. Cuando Flora me dijo que Fabio iba a venir a la reunión de compañeros de secundaria, primero me puse nerviosa, como que volví a ser la misma chica sumisa que andaba atrás de este boludo, pero después me di cuenta que voy a ser abuela en unos meses, che, no puedo ser tan pelotuda.
Te juro que no pensé que me iba a pasar, que me iba a soltar así, porque si bien era una espina que tenía clavada, ya me había acostumbrado, como te acostumbrás con el tiempo a cualquier cosa, qué sé yo, me falta una muela desde hace unos años, al principio me molestaba, pero después te acostumbrás, masticás de otro lado, no sé, es así.
Bueno, te cuento, llegamos a la reunión, en casa de Ramiro, estábamos todos, faltaban vos y el boludo de Gastón que ahora tiene un pedo en la cabeza, se está separando de la mujer, pobre, de la hija de Caprioli, parece que se encajetó con una pendeja y se le dio vuelta el marote... bueno, sí, perdón, te sigo contando, comimos, picada, asado, ensalada y yo entré a darle a la cerveza, desde temprano. Cuando terminamos el postre ya estaba bastante entonadita y Fabio estaba ahí, casi al lado mío.
No sé, yo lo miraba y para él es como si no hubiera sucedido nada, el hijo puta me hacía chistes y no sé cuando fue el momento pero alguien sacó el tema del baile de egresados, y me saqué, no sé si fue la cerveza, el chinchulín, la molleja, no sé, pero la cosa que me salió de adentro. Lo encaré de golpe ¿Te acordás cuando me dejaste de cara en el baile de egresados?, le dije. Primero se ve que se sorprendió, se puso medio colorado, y me hizo el gesto como si no recordara. ¿No te acordás que me prometiste desde mitad de año que íbamos a pasar juntos, y una semana antes viniste a decirme que tenías un compromiso con la hija de una amiga de tu mamá?
Te juro que cuando terminé de decírselo se transformó, se puso serio, no te voy a negar que los chicos me envalentonaron, porque me empezaron a preguntar cómo había sido eso. Lili y Clara ya lo sabían porque más de una vez lo comentamos, pero los demás creo que no. Y yo seguí diciéndole. ¿No te acordás que viniste un día y me empezaste a decir que no sabías cómo ibas a resolver la situación porque tu mamá se había compometido con la amiga para que pasaras con su hija? ¡No forro!, le dije antes de que contestara ¡vos querías pasar con ella porque era una concheta de colegio privado, con plata, modelito, rubiecita y me despreciaste por ser la morocha petisona hija de un albañil y una peluquera, pero lo peor de todo es que no tenés palabra, no tenés palabra!
Yo seguí Cata, todos querían saber cómo fue y seguí hablando, les conté que después de que Fabio me aclaró que no sabía si podía pasar conmigo pero que era seguro que no, le dije que se vaya bien a la mierda, me di vuelta y me fui llorando, no le iba a mostrar mis lágrimas al forro ese, no se las merecía. Estuve hasta el último día buscando con quién pasar, tenía un vestido azul, hermoso, casi medio año soñando cómo iba a ser la noche en que pasara con Fabio, la foto, el baile, la pasarela, me cagué tomando sol como un lagarto para estar linda y este hijo de puta a último momento se le ocurre mejorar el estatus y pasar con una mojigata de clase alta. 

Creo que Fabio no se la esperaba, por un momento la sonrisa se le borró, como si se hubiera dado cuenta de la cagada que se había mandado. La cosa que les conté todo y se lo chanté en la cara a Fabio, no tuve vergüenza, ni siquiera se acordaban con quién había pasado esa noche, ¿te acordás? por suerte el rengo Cárdenas no tenía con quién pasar, me lo presentó Quico que era amigo de él y yo pasé con él Cata, el hijo de puta de Fabio hizo que tuviera que pasar con un rengo, pero yo acepté, Cata, porque sabés qué, yo no soy como los demás, Cata, yo no discrimino, yo no hago esas cosas, pasé con el rengo y me la banqué como una reina. 

11-6-19