Germán,
hijo querido, me animé a escribirte esto después de pensarlo mucho, me llegó tu
mensaje en el que me dices que vas a dejar la carrera de arquitectura para
dedicarte a la literatura.
Te confieso que me sentí descolocado, te
darás cuenta de que hemos tenido poquísima comunicación en los últimos años,
sobretodo desde que empezaste la escuela secundaria, momento que al menos yo
considero bisagra en nuestra relación. Pero no puedo entenderlo hijo, no te
enojes por la pregunta pero no puedo evitar hacerla: ¿Por qué literatura?
Se me ha hecho muy difícil sobrellevar con
fluidez nuestra relación. Cuando naciste, tuve la esperanza de que podamos
hacer muchas cosas juntos pero nada de lo que a mí me apasiona pude
transmitírtelo. Soñaba con verte jugar al fútbol, de veras me desvelaba que
pudiera verte entrar a la cancha, esa especie de templo sagrado en que ciertos
hombres eran designados por mandato divino a representar los dioses del olimpo.
Verte pujar por el magnánimo tesoro circular revestido en gagos de cuero sobre
el océano verde, amable, suave como una alfombra y verte, por cierto, traspasar
trampas y bloques de piernas y botines para llegar a penetrar con fuerza esa
ventana a la gloria conformada por tres palos cilíndricos. Te llevé a la
Bombonera y te conté de los fantasmas que aún parecían estar allí, te conté de
jugadas que como un mecanismo de reloj, reloj siempre rebelde y dinámico,
terminaron convirtiendo la estática red en un animal robusto moviéndose a
capricho del balón.
Cuando noté que el popular juego de la
pelota te era totalmente ajeno, -ya desde niñito tomabas la pelota con la mano
cuando jugábamos juntos y no pude inculcarte los principios básicos del juego-
opté por llevarte a pescar. La pesca para mí es la vida, te habrás dado cuenta
de que es una de las pocas cosas por la que pierdo la cabeza, ¡cómo explicarte
lo que se siente!, ¡para qué hablar de la noche en una jornada de pesca con los
muchachos!, el aroma del agua del rio, las caricias del aliento de la fogata en
el rostro y charlas profundas con algún amigo en que los dolores y las
angustias que la vida nos regala se van por el cauce de la conversación hacia
mares lejanos, y todo esto mientras saboreas un sorbo de vino tinto o una dulce
caña, y en cuanto esta se desliza por el paladar, fluye por la garganta y
enciende el estómago, por un instante, al menos por un breve momento sentís que
Dios te toma del hombro y te dice: ¡hoy puedes ser feliz!.
No hubo caso, te llevé más de una vez al
arroyito Frías y en cuanto una mojarrita quedaba prendida del anzuelo de tu
caña rompías en llanto y no cesaba hasta que, después de que juntábamos las
cosas, subíamos al auto y volvíamos a casa. Me quedaban los autos en la pista.
Ya no quería que fueras piloto, me conformaba con tenerte al lado y estar los
dos gritando para alentar a Traverso. ¡Vamos Chevrolet, carajo! Hacía rato que
no iba a las carreras pero llamé a un par de amigos que siempre concurrían y
les dije que me avisaran. No podía fallar. Sólo debía llevarte una vez, con una
sola vez bastaba, y en vivo, porque si algo seduce para siempre es el sonido,
el rugido de los motores del Turismo Carretera es grave y demoledor, no hay
trueno ni rayo que haga vibrar el cuerpo y el corazón como el estruendo
totalitario y omnisciente del motor de un auto de carrera, y podríamos sumarle
a todo eso el color, la gente, el aroma seductor de la carne asada y la belleza
helénica de las promotoras. Y por fin allí estabas, en el autódromo de Rafaela disfrutando
de una maniobra inédita e inconfundible de ese rey de los bólidos que fue el
Flaco Traverso y cuando te miré observé que asentías y te pregunté que te había
parecido, pero no contestabas, tuve la sensación de que habías quedado perplejo
por ver semejante obra artística, pero no, te sacaste los auriculares -que yo no
había notado que tenías puesto porque llevabas el pelo largo- y me preguntaste:
¿pasó algo?
Y bueno, no lo esperaba, había renunciado en
que alguna pasión que llevara en el alma pudieras heredarla, pero cuando me
dijiste que ibas a estudiar arquitectura me emocioné. Me acuerdo la noche en
que me lo contaste y entonces quise incrementar tu entusiasmo contándote la
importancia de la arquitectura en la historia y el arte, la inconmensurable
obra arquitectónica de los Incas, los vistosos y magistrales aportes de la
Grecia antigua, te hablé de la identidad de los pueblos y de la belleza a la
que nunca se debe renunciar, mucho menos en semejante arte físico que aspira
siempre a la eternidad. Quizás me excedí porque un ronquido tuyo me volvió a la
inevitable realidad del patio de nuestra casa y observé el bendito tirante de
la galería que por falta de manos de pintura iba a camino a podrirse. Te
desperté y entramos. Estaba feliz.
Y ahora me decís que vas a dejar la carrera
de arquitectura para dedicarte a la literatura. Intento rememorar qué
integrante de la familia, tanto mía como la de tu madre, haya tenido algún
vínculo con la literatura y no lo encuentro, a veces me pregunto en qué fallé, ¿cómo
es que apuntando todas las saetas con extremo cuidado, concentrado, enfocado en
el pretendido punto central que oficia de blanco en este juego de ser padre,
puede errarse tanto?. Querido Germán, vuelvo a preguntarte ¿por qué literatura?
Pero no te sientas en la necesidad de responderme.
3 comentarios:
Sr. Jorge: si usted escribe así, es obvio que su hijo iba a dedicarse a la literatura. Ojalá tenga algo de su talento
Mientras lo iba leyendo, llegando al final, imaginé que el padre caía en la cuenta del por qué de la elección de su hijo, pero sin duda así es mejor (el final), todavía preguntándose por qué, sin descifrar el poder que el mismo tenia sobre las letras, que inevitablemente sirvió de espejo donde su hijo reflejó su deseo de literario. Excelente!
plop!!! (y cayendo de espaldas como Condorito)
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