Ella ama París. No conoce París. Pero su mayor deseo, su sueño más preciado es conocer París. Desde que la conocí, hace tres años, me repite que para alcanzar la dicha completa necesita del paseo por el Sena, de la subida a la Torre Eiffel y La Gioconda en el Louvre. Tan así que antes de casarnos me hizo prometer que juntos iríamos a París, sólo París, para recorrerla de punta a punta. Nada de Roma, Londres o Venecia. Sólo París.
Le oculté París
BU
Ya no hay tiempo para
el arrepentimiento: hicimos paso a paso lo que nos sugirieron, desde que Mara,
hace ya dos años, me convenció de que Vito tenía problemas que merecían una
atención profesional. Vito había
entrado a primer grado en la escuela y las dificultades que fuimos observando
en el jardín comenzaron a acentuarse. Sin causa aparente, apenas hablaba, no
armaba frases, cuando necesitaba algo de nosotros desplegaba señas y con mucha
dificultad por su tartamudez emitía la palabra que consideraba clave: comida,
pis, baño, banana, melo, pa, ma. A mí me afectó mucho más que a Mara, porque
Vito, a causa de su dificultad, se encerraba cada día más en sí mismo.
No había podido integrarse ni en la escuelita de fútbol,
ni en la colonia de vacaciones, se resistía en ir a los cumpleaños de sus
compañeritos y muchas veces debíamos ir a retirarlo antes porque lloraba. Por
otro lado su inteligencia siempre fue sorprendente, a los tres años y medio sus
maestras de jardín nos avisaron que Vito ya sabía leer, nunca supimos cómo lo
aprendió. Más de una vez tuve que bloquear internet porque con su tablet
ingresaba a sitios que no comprendíamos el motivo de por qué los miraba.
Páginas o aplicaciones que eran definitivamente para adultos. No porque fueran
sobre sexo o cosas por el estilo, eran contenidos de adultos que un niño no
tiene por qué mirar, violencia, catástrofes, visiones apocalípticas y
supersticiosas sobre la vida, no veíamos de modo positivo que se adelantara a
su edad. El día que con apenas seis años arregló el interruptor de su velador
me di cuenta que no lo utilizaba mal, se había acostumbrado a buscar tutoriales
en el mundo virtual y todo lo aprendía de allí.
Con dolor tengo que decir que el hecho de que estuviera
poco en casa y tuviera que trabajar hasta los sábados me alejaba cada vez más
de Vito y veía como tenía una relación más cercana con Mara. Mara estaba todo
el día en casa, había dejado su empleo en el banco cuando comenzamos a notar
los problemas de Vito y emprendió una venta de cosmética por internet. Mi
trabajo como kiniesiólogo no me permitía estar en casa para ayudar aunque
tampoco quise hacer el esfuerzo, como me suplicó Mara, de vender el
departamento y comprar una casa grande para tener la vivienda y el consultorio
en el mismo lugar. En realidad creía que de alguna forma vivir y trabajar en el
mismo espacio no me iba a permitir atender concentrado en los pacientes.
Aunque debo admitir que en el fondo, la relación difícil con Vito, cada vez más
lejos de lo que debe ser la relación padre e hijo, hacía que no tuviera ganas
de estar en casa más tiempo. Por eso acepté la sugerencia de la psicóloga, la
de conseguir una mascota.
Los perros me gustan, pero no soy un buen amo, por así
decirlo. No tengo paciencia. Además en un departamento es muy difícil tener
perros. El consorcio permite perros pequeños así que la opción fue un caniche.
La psicóloga nos dijo que un perro de compañía le haría bien a Vito, para que al
menos pudiera interactuar con otro ser vivo. Era la única opción. Después de mi
infarto, decidimos no tener más hijos. Yo no sabía hasta cuándo podría seguir
trabajando y nos atormentaba lo que pudiera pasar con Vito que no lograba
integrarse al jardín de infantes.
Por suerte estaba Gladys. Cuando mi madre falleció hace
unos años -y además de huérfano me quedé sin secretaria en el consultorio
porque era mamá quien me ayudaba con la agenda- contraté a Gladys, la chica que
me recomendó uno de los pacientes. Gladys no era linda ni vistosa, eso me
tranquilizaba porque de novios había engañado a Mara justamente con una
compañera de trabajo y aunque lo había superado siempre estaba alerta y
desconfiada. Gladys era petisa y retacona. Siempre tuvimos una relación
respetuosa, ella tenía un novio camionero al que yo conocía poco pero que por
ciertos comentarios de Gladys, muy sutiles, intuía que le gustaba mucho la
salida nocturna. Confieso que me emocioné cuando sin que le dijera nada, luego
del infarto, hizo un curso de masajista para ayudarme en el consultorio. Gladys
había pasado a ser mi confidente, sabía cuando estaba preocupado o mal y en
esos momentos siempre tenía un mate a mano. Así fue que se enteró lo tanto que
me atormentaba la idea de no poder hacer bien mi trabajo después del infarto y
sin que yo le pidiera nada se anotó en el curso. Por supuesto que también se
enteró de la problemática con Vito. Ella también estuvo de acuerdo con la idea
de la mascota.
En fin, compramos el caniche por internet y para que le
resultara fácil pronunciar a Vito lo llamamos Bu. Era un caniche color negro
que cuando lo trajimos cabía en mi mano. No puedo negar que me encariñé mucho
con él. Es muy distinto un cachorro a cuando se convierte en adulto. Cuando me
sentaba en el sofá a mirar tele o leer lo apoyaba en mi panza y se dormía con
la temperatura de mi cuerpo. Me preocupé por bañarlo y le daba de comer. Bu fue
creciendo. Apenas sonaba mi alarma despertador a la mañana ya estaba esperando
al lado de mi cama que lo acariciara, yo lo hacía mientras me sentaba inclinado
hacia adelante y estiraba mi espalda.
Nuestra relación amo-mascota continuó sin problemas hasta
la mañana en que sorprendí a Bu sacando de la basura un hueso de pollo. De
pequeño me enseñaron que los perros no deben comer huesos de pollo porque puede
ser peligroso, les puede lastimar el intestino decía mi madre. Tomé a Bu desde
atrás pero logró evadirse y se resguardó debajo de la mesa de living, me agaché
y busqué su boca. Fue un relámpago en el que giró y gruñendo clavó sus
colmillos en mis dedos anular y medio de la mano derecha. Grité como nunca creí
que iba a gritar y al levantar mi mano solo la soltó cuando casi estuvo en el
aire. Mara y Vito, quienes todavía dormían, aparecieron en el living tratando
de entender la situación.
-Me mordió - dije apretando los dientes de dolor mientras
la sangre salpicaba el piso y parte de mi pullover –, le quise sacar un hueso
de pollo.
-¡Levantá el brazo! –gritó Mara.
Los dedos me latían y dolían bastante, la herida del
anular parecía ser más profunda. A pesar de tener la mano por sobre la altura
del corazón, el sangrado no paraba, me desesperé, tomaba un anticoagulante en
dosis considerable recetado por el cardiólogo, los estudios habían revelado la propensión
de mi sangre a formar coágulos.
-Llamá al hospital –dije a Mara ya desesperado.
-Pará, no seas exagerado…-respondió mientras me colocaba
unas gazas y la encintaba.
-Estoy anticoagulado, Mara, el doctor me dijo que tuviera
cuidado si me lastimaba…
Mientras debatíamos si iría a necesitar puntos Vito
acariciaba y consolaba a Bu, yo ahora veía en Bu un perro endemoniado, sentía
bronca y a la vez me surgía la necesidad de aplicar un castigo para que
entendiera que lo que había hecho estaba mal. Apenas se despegó unos
centímetros de Vito, fue más instinto irracional que otra cosa, lo pateé en el
abdomen desplazándolo unos tres metros.
-¡Qué hacés, animal! - ¡Estás loco! –me reprendió Mara.
-¿Loco yo? Me acaba de morder, Mara, tiene que aprender a
no hacerlo.
Bu corrió a meterse bajo el ropero de nuestra habitación,
era su refugio cuando lo reprendíamos o queríamos bañarlo. Vito me miró con
desprecio y fue a consolarlo.
Pedí un taxi y fui solo para el hospital. Estaba enojado
con todos, con Mara, Vito y el caniche, parecía que la culpa de lo sucedido me
la endilgaban a mí. Me pusieron un par de puntos, la herida no era muy grande,
pero costaría cicatrizar por el anticoagulante. Desde el infarto me he vuelto
temeroso, no solo tenía afectada la parte cardíaca sino también sufría algo de
epoc al haber sido fumador por casi treinta años. Con menos de cincuenta años de
edad ya tomaba casi una docena de medicamentos. A medida que los días
transcurrieron mi enojo con Mara y Vito se fue aplacando. La única que parecía
comprenderme era Gladys. Era la única persona en la que yo podía depositar mi
carga para aliviarme.
Desde aquel día empecé a temerle a Bu, trataba de no
estar cerca de él y puse en claro a Mara que no lo bañaría ni le daría de
comer. El caniche también pareció aceptar esa nueva modalidad de relación, ya
no vino más a pedir que lo acaricie por la mañana y era evidente que también me
eludía. Siempre estaba donde se encontraba Vito. Si yo me acercaba a Vito o
apenas lo tocaba el caniche desplegaba sus estridentes y agudos ladridos
amenazándome.
Pasaron unas
semanas, no recuerdo cuántos días, un domingo que Mara fue a visitar a su madre
tuve con Vito la discusión de siempre, le pedí la tablet para revisar lo que
estaba mirando. Desde que Vito tomó por
costumbre borrar de tanto en tanto el historial la única estrategia que me
quedaba era sorprenderlo y que inmediatamente me ceda la tablet sin que tenga
tiempo de tocarla. Apenas se la pedí se dio vuelta para cubrirla y se acostó
boca abajo en su cama. Bu comenzó a ladrar y Vito se había enrollado como una
serpiente protegiendo su tablet. Fue también un segundo. Bu saltó y otra vez
endemoniado me mordió la nariz y parte del labio. Me desesperé. Corrí al baño y
me acosté en la bañera. Abrí la canilla y puse el chorro sobre la nariz y la
boca. Por suerte esa zona no sangra tanto y pude detenerlo. Pero me quedé allí
hasta que Mara regresara. Muy por el contrario a lo que pensaba cuando entró al
baño y me vio comenzó a reírse. Eso me enfureció.
-Ese caniche de mierda me va a matar…- dije con bronca,
-ustedes no me quieren creer.
-No seas pelotudo, querés…- fue su irónica respuesta.
Andá a la mierda Mara, pensé. Esa noche Gladys fue mi
refugio mental, necesitaba pensar en algo agradable para dormirme y al parecer
era lo único bueno que me estaba pasando en la vida: la calidez y solidaridad de
Gladys. Me dormí imaginando lo que ella hubiera dicho y hecho en lugar de Mara.
No debió haber pasado mucho tiempo que me desperté sobresaltado, toqué el
celular para tener algo de luz y allí estaba: el caniche sentado en el piso al
lado de mi cama observándome. Fueron pocos segundos y luego de un pequeño gruñido
se levantó y se fue para el cuarto de Vito, donde dormía siempre. Esa noche ya
no pude dormir.
Los días fueron de peor en peor. Mara y Vito estaban cada
vez más distantes. Sentía que Vito me ignoraba, me despreciaba y ya era
imposible comunicarme con él. Yo por mi lado esquivaba al caniche y eso implicaba
que me alejara de Vito, casi siempre estaban juntos. La sensación de
resentimiento y odio de Vito hacia mí se hizo más latente. Y eso afectaba mis
sentimientos y me endurecía ¿Puede un padre dejar de sentir el amor hacia el
hijo? Cuando con Mara decidimos ser padres yo ya tenía cuarenta años, la verdad
es que yo acompañé la decisión de Mara que era poco más joven que yo y deseaba
casi obsesivamente ser madre. En mi caso, hasta el infarto fui otro Manuel, el
Manuel del tenis en el club, del ski en Chapelco o Las Leñas, de tres veces por
semana en el gimnasio, de los ochenta kilómetros en bici y las medias maratones
de veintiún kilómetros. El Manuel pos infarto fue como un tren que se detuvo de
golpe. Siempre tuve la sensación de que Mara se alegró más con este nuevo
Manuel sedentario y hogareño de doce pastillas y estudios médicos que con el verdadero
Manuel.
Después del día fatal en que el caniche me hizo caer de
la escalera –porque es verdad indiscutible que fue así aunque nadie me haya
creído – comencé a pergeñar la idea del veneno. Mara me había pedido que saque
a Bu a orinar en la calle aprovechando de que Vito se estaba bañando. Apenas
sintió la correa, Bu se metió debajo del ropero. Discutimos por enésima vez con
Mara sobre la relación con el perro. Yo no quería encargarme y el caniche no
quería saber nada conmigo. Enojada, Mara metió la mano debajo del ropero y
agarrando al caniche le puso la correa. No sin quejarme tomé la correa, salimos
y bajamos los dos pisos por la escalera. No tenía opción porque el consorcio había prohibido las mascotas en el
ascensor. Lo saqué a la calle, caminamos una cuadra, orinó y volvimos. En el
momento que estábamos subiendo, el pequeño diablo giró sobre mis piernas
enrollándome con la correa haciéndome caer hacia atrás varios escalones hasta
terminar en el descanso, no sin antes pegar con el costado derecho contra la
baranda lo que me provocó una lumbalgia que me paralizó. Le grité a Mara para
que me ayudara. Vino y preguntó qué había pasado. Le conté. Como siempre
pareció que le hablaba a la pared. Esa noche llamé a Pablo, no somos amigos
pero desde hace tiempo es el traumatólogo que suele enviarme pacientes. Dijo
que me aplicara unos relajantes inyectables. Me dio el teléfono de una
enfermera que colocaba a domicilio. Pablo se encargó de todo. Esa noche me
definí por el veneno.
El veterinario me explicó que para las ratas tenía dos
tipos de veneno, uno consistía en unas grageas que se colocan en lugares donde
crea que la rata esté y que no afecta a las mascotas, y otro más fuerte,
infalible, una especie de quesito del tamaño de un dado que es muy agresivo y
podría matar hasta las personas.
-Si tenés perros o gatos no lo lleves porque para ellos
es un queso sabroso de verdad y te los liquida – dijo el veterinario.
-No tengo, por suerte –respondí – además los tengo que
poner detrás de la rejilla de la calefacción donde vi la rata… me llevo cuatro
¿alcanza?
-¿Si alcanza? Con esta dosis podés matar hasta a tu
suegra…
Escondí los quesos en el fondo del cajón de mi mesa de
luz. Pero no podría envenenarlo ahora, debería esperar y comportarme más
amigable con Bu y también con Vito. Mara debería ver que el conflicto con el
caniche había sido superado. Toda la situación me estaba enloqueciendo, apenas
podía dormir por las noches, sentía la presencia de Bu y muchas veces lo
sorprendía sentado observándome, escuchaba sus lamidas, sus pasos. Pero debería
ser paciente, demostrar que nada de eso me estaba afectando. Con Vito no hubo
caso. Quería acercarme a él para que resultara más verosímil mi estrategia, no
tanto porque tuviera la necesidad, Vito para mí, es duro decirlo, ya era un
ente, un fantasma deambulando por la casa. Mara pretendía convencerme de que
Vito era un niño normal, que ella podía comunicarse con él y muchas veces
cuando discutíamos me pedía que bajara la voz porque él escuchaba. Mi respuesta
era que Vito estaba en su mundo, un mundo distante y perdido que no se
relacionaba con éste.
A esa altura Mara y yo discutíamos mucho y otra de las
estrategias fue calmarme con ella, callarme la boca por un tiempo, decir que sí
a todo. Como defensa frente a sus cotidianas quejas y reproches, mientras Mara
me gritaba, pensaba en Gladys, imaginaba una vida con ella, un departamento
chico quizás, una casita con jardín, sin perros, sin hijos, solo su dulzura, su
mirada complaciente y yo. Viviendo y trabajando juntos. El mecanismo de la
imaginación funcionaba y me convencía de que había una vida mejor. El plan iba
bien hasta que Mara una tarde antes de cenar encontró los quesos.
-¿Por qué tuviste que abrir mi mesa de luz? –dije
conteniendo la voz, el modo en que empezábamos las discusiones a puerta cerrada
intentando que Vito no escuchara pero que luego terminábamos a puro grito.
Creo que peleamos más de dos horas, fue una batalla. Yo
quería convencerla de que el veneno quedó allí desde que compramos el
departamento y yo había visto una rata en la rejilla del aire acondicionado,
cosa que era cierto pero que luego nunca más había aparecido y nos olvidamos
del tema. Mara estaba convencida de que yo quería matar a Bu, y me preguntaba
si no había empezado a envenenarlo. En el fragor de la discusión pude sacarle
el motivo de por qué había indagado en mi mesa de luz y era que buscaba la
escritura del departamento ¿para qué? ¿Para quedarse con el departamento? ¿Pensaba
expulsarme de la familia? Yo le hacía todas estas preguntas a la velocidad de
una ametralladora. Cada uno sacó de su mochila los reproches y sentimientos que
llevaban años contenidos. Como todos los caminos conducen a Roma, todos los
reproches de Mara conducen al mismo lugar: cuando la obligué a dejar su puesto
en el banco para ocuparse de Vito, a lo que mi respuesta fue que “convencer” no
es lo mismo que “obligar”. Para cortar con el tsunami que se había desatado fui
y me metí en la bañera. Luego de una hora de reflexión en el agua salí con la intención
de pedirle disculpas a Mara, el vendaval de barbaridades que habíamos dicho era
muy doloroso pero estaba dispuesto a ceder primero y tratar de pasar el momento
lo mejor posible. Sentía que me habían molido a palos. Me atormentaba la idea
de que el caniche seguiría entre nosotros, había perdido la oportunidad, pero
estaba agotado y me convencí de que tenía que ceder. Mentalmente quería
descansar.
Cuando salí del baño el departamento estaba a oscuras,
sobre la mesa de la cocina vi un papel blanco, encendí la luz. Era una nota de
Mara donde decía que se iba a la casa de la madre con Vito y que también se
llevaba a Bu. Luego decía que quería tomar distancia unos días porque así como
estábamos no podíamos seguir. Me quedé un largo rato mirando la nota. En el fondo
no me sentía mal, no sé por qué pero tenía la necesidad de que ese tipo de
decisiones la tomara ella, como si me exonerara a mí de la culpa del abandono,
yo me sentía en deuda porque efectivamente la había convencido de que dejara su
empleo en el banco y ser yo quién decidiera separarme e irme de casa me hubiera
llenado de remordimientos.
Calenté un poco más la olla con el guiso que Mara había
preparado para la cena y destapé un vino para relajarme. Luego dejé todo sin
lavar y me fui directo a la cama a mirar tele. No pasó mucho tiempo y comencé a
sentir ruidos intestinales muy fuertes, la hinchazón en el vientre no me dejaba
respirar y aparecieron los primeros cólicos que luego fueron retorcijones
insoportables, quise vomitar y fui al baño, sentía que se me bajaba la presión,
alcancé a ir hasta el lavadero y coloqué el balde a mi lado en el costado de la
cama. Vomité una y otra vez. ¿Cómo podría haberme descompuesto así tan rápido
lo que había comido? No tuve fuerzas para levantarme e ir al baño nuevamente,
en cada impulso que me provocaba las involuntarias arcadas la diarrea líquida
humedecía mi entre pierna. Tuve la sospecha y junté todas las fuerzas para
abrir el cajón de la mesa de luz y lo tiré al piso desparramando el contenido.
Revolví con furia, no podía ser. No podía ser. Mientras perdía la lucidez y la falta de aire
me asfixiaba pude notar que de los cuatro quesos que había comprado solo
quedaban dos.
EL GERENTE DEL BANCO
El sobre en el escritorio lo había
incomodado toda la tarde, desde que Sofía se lo trajo casi suplicando que por
favor alguien resolviera esa entrega. Cada vez que Ariel pasaba su mirada por
el sobre sentía el malestar de las cosas postergadas. Sofía estaba allí
nuevamente, con su abrigo puesto y la cartera en el hombro, insistiéndole de
que alguien tendría que llevar ese sobre y que ella no podía, era una
renovación de tarjeta de débito y la pobre señora, que llamaba casi todos los
días, la debía estar necesitando para hacer sus compras. Sofía era su secretaria
pero si algún desconocido se encontrara mirando la escena desde afuera hubiera
aposta a que la gerente era ella y no él. Eran casi las cinco de la tarde. En
el banco todo funcionaba caóticamente hasta las tres que era la hora de
cierre al público. Le dijo a Sofía que se fuera tranquila, que él entregaría el
sobre cuando cerrara el banco.
Eran días complicados,
traumáticos, Ariel no creyó nunca que pudiera vivir algo así, el miedo de la
gente, las calles vacías, el escenario surreal de las personas con tapabocas y
el clima invernal húmedo que hacía todo más difícil. Se notaba la tristeza de
la gente que ya habían soportado muchos días de confinamiento y que se le había
desarmado la vida que venían llevando. Ariel mismo sintió esa especie de misil
invisible en forma de virus contagioso que cayó por sorpresa sobre todos. Bomba
que también impactó en el banco: el personal con licencia más el sistema
colapsado y la ansiedad natural de los clientes conformó un trinomio perfecto
para que ocurriera poco menos que una catástrofe. Casi siempre era uno de los
últimos en irse. Luego de terminar con algunas solicitudes de créditos –todo el
mundo necesitaba un préstamo – vio nuevamente el sobre la mesa. Estaba
junto a una nota en la que se advertía el trazo imperativo típico de la letra
de Sofía:
“Entregar en dirección – persona
de riesgo”
El trabajo extra y también la
desorganización provocaban que muchos trámites quedaran postergados. De por sí,
comandar un banco no era nada fácil y en estos días se había convertido casi en
una tarea mesiánica. Miró el nombre y la dirección en el sobre. La buscó en el
google maps de su celular. No parecía vivir cerca pero al menos era en
dirección a su propia casa. En estos días se había acostumbrado a hacer cosas
que no había hecho nunca, atender a clientes en la puerta, ayudar a las
operaciones en cajero automático, enfrentar a personas muy agresivas por causas
muy menores, por lo que llevar a una tarjeta a domicilio resultaba una acción
inédita más en sus funciones. Qué le hace una mancha más al tigre, pensó.
Fue hasta la puerta de la oficina y
abriéndola llamó a Ricardo, el tesorero, que estaba en su box, le hizo señas
para salir y cerrar el banco. Ricardo ya trabajaba en la sucursal desde antes
de que Ariel llegara, era apenas mayor que él. Cargó unos papeles en la
mochila decidido a terminar de trabajar en su casa, se puso el saco y constató
que estuvieran las llaves del auto. Prefirió llevar el sobre en la mano para no
olvidarlo. Cuando salían a la calle Ariel se dio cuenta del gesto de sorpresa
de Ricardo al verlo.
-¿Vas a llevar esa tarjeta?-, le
preguntó incrédulo.
-Ya sé que no se
puede, pero si no se la alcanzamos nosotros… hay gente que no puede venir y no
tienen a nadie para enviar…
-¿De quién es, sabés?
-De una mujer que
llama todos los día y pide hablar conmigo. Imaginate, señora mayor, todo el
tiempo en la casa, se cuelgan al teléfono…
Afuera estaba ventoso
y ya lloviznaba. El escenario de gente caminando en la calle, circulando en
motos y autos, casi todos con tapaboca, le recordó a Ariel que debía ponerse el
suyo aunque tuviera el auto a pocos metros. Lo hicieron los dos a la vez.
Ricardo sonrió y casi corriendo le gritó:
-¡A ver si nos
escrachan por Facebook!
Subió al auto y bajó
el tapabocas para respirar, era esos días de humedad en que no hay forma eficaz
de desempañar los vidrios, encendió el auto, a pesar del frío del ambiente puso
el aire acondicionado para desempañarlos más rápido. Revisó los mensajes solo
para ver si tenía alguno de su esposa con algún mandado para la casa. No había.
Tenía varios mensajes de clientes pero los omitió.
Partió hacia el
domicilio de la tarjeta que tenía que entregar. A medida que ingresaba en
barrios alejados se sorprendía de lo extendida que estaba la ciudad. Llegó a
lugares en donde las calles no estaban señalizadas, calles de ripio y tierra,
accionó el GPS, no le quedaba otra. Por momentos dudaba, porque parecía
alejarse de la civilización y para agravar más la búsqueda ya casi diluviaba.
El punto rojo en el mapa le marcaba ahora que su destino era una pequeña casita
en una esquina. Una casita que parecía la última del planeta, porque más allá
solo se desparramaba la llanura.
Se estacionó en la
entrada de frente a la tranquera. La casa era apenas un cuadrado sin ningún
tipo de reparo. Si bajaba del auto era seguro que se empaparía. Eran las cinco
y media de la tarde y debido a la tormenta la noche se había adelantado. Apenas
una lamparita languidecía sobre la entrada. Pero por suerte la puerta se abrió
y apareció una señora haciendo señas con la mano para que entrara. Sacó un
formulario de la mochila, lo dobló y junto al sobre lo resguardó en el interior
de su saco, se acomodó el tapabocas, bajó del auto y corrió.
-Pase, pase –dijo la
señora mientras lo rociaba con solución de alcohol –disculpe, pero tengo mucho
miedo.
-No se preocupe, le dejo la tarjeta, me firma el formulario y me voy.
-No, no, pase, pase…
le preparé un té, no se va a venir hasta acá a hacerme ese inmenso favor sin
tomar algo, ¿le gusta el té?
-Mire, no se
preocupe…
-No es ninguna
preocupación, usted se sienta allá en el sillón, yo me siento acá así guardamos
la distancia, la taza la lavé bien, así que no se preocupe, pero usted es
joven...
La señora,
interrumpiéndose bruscamente se dio vuelta, y le preguntó:
-Perdón, ¿Te puedo
tutear, no?
-Por supuesto.
-Bueno, vos sos
joven, este virus, quizás no te haga daño…
-No… a mí no, eso
dicen.
-¿Qué tenés,
cincuenta?
-Cuarenta y ocho.
Ariel reparó en lo
modesto del lugar, estaban en un ambiente donde convivían un pequeño living y
la cocina, calculó que las dos puertas internas conducirían a una pieza y un
baño. Frente a él, sobre una mesita ya estaba la taza de té preparada,
humeante, se preguntó si Sofía le había asegurado que alguien iba a ir a
llevarle la tarjeta y a la hora en que iría. Demasiado riesgo, pensó. Porque si
decidía no ir, esa mujer se iba a sentir decepcionada. Alicia se sentó, estaba
sonriente, como si poder hablar con alguien la pusiera contenta. Se sentó
frente a él del otro lado de la mesita en una de las sillas de madera del juego
de comedor. Sacó el sobre y el formulario y lo colocó sobre la mesa, mientras
desplegaba y lo giraba para que la mujer lo firmara notó un gesto de tristeza
en su rostro, como si advirtiera su ansiedad por irse.
Ariel Risso te llamás
¿no?–dijo asintiendo, y luego preguntó -¿Te acordás de mí?
Quedó congelado, no
esperaba la pregunta y luego, honestamente, negó con la cabeza.
-Claro –continuó la
mujer –es que nos vimos pocas veces, en realidad solo tres veces.
-¿Perdón?
-Mi nombre es Alicia Mora…
Ariel negaba con la
cabeza buscando en sus recuerdos que ese nombre y apellido se le revelara.
-Pero yo usaba en
aquella época el de mi esposo –continuó la mujer -Albanesse, yo era para todo
el mundo Alicia de Albanesse.
Como si hubiera
despertado de golpe, una puerta en su memoria se abrió abruptamente de par en
par, Alicia de Albanesse, claro que la recordaba. En realidad recordaba la
firma en los cheques y en los papeles del banco. Ariel no dijo nada pero supo
que el gesto y la tensión en su rostro le habían revelado a Alicia que la
recordaba perfectamente.
-Pasó el tiempo…
-Sí.
-Teníamos con mi
esposo la zapatería en el centro en la esquina…
-Sí, sí… lo recuerdo,
en la esquina donde ahora está Caprioli Electro…
-Puede ser, no sé lo
que hay ahora, trato de no pasar por esa esquina, fue duro para nosotros.
La zapatería
Albanesse había cerrado después de la crisis del 2001, no recordaba si
exactamente en ese año pero fue en ese proceso. Ariel había encapsulado
aquellos años, lo ocurrido en aquellos años, y lo había enviado hacia algún
subterfugio oculto en su propia memoria. Había sido designado gerente con
apenas tres años que llevaba en el banco y ni siquiera había pasado los treinta
años.
-Nunca nos pudimos
recuperar –continuó Alicia-, mi esposo murió dos años después, intentó varias
cosas pero él quería mucho la zapatería, le había puesto muchas energías y en
apenas un par de años todo se vino abajo. ¿Sabés que nunca pudo ni siquiera
pasar por la cuadra del banco? Bueno… yo tampoco.
Ariel tomó un sorbo
de té, más para ocupar la boca y no verse forzado a que pronunciara palabra
alguna, porque no había nada qué decir.
-Vos eras muy
jovencito ¿te acordás? –dijo Alicia ofreciendo unas galletitas en un plato que
Ariel no aceptó –tenías la edad de mi hijo, hasta se conocían porque habían
jugado vóley en el mismo club cuando eran chicos, me costó aceptar que eso no
tenía ninguna importancia para nuestra situación, eso no impidió que nos
cerraran la cuenta corriente y nos remataran la única casa que teníamos para
vivir. La tensión en el estómago se hizo intolerable para Ariel. Cuando le
ofrecieron el cargo de gerente no imaginó los días que iría a vivir, tuvo
suerte de no ser víctima de ninguna trompada o algún episodio violento, pero en
esos días temía que algo le sucediera, ya que gritos e insultos recibía
cotidianamente.
Rogelio se llamaba
¿te acordás?–preguntó Alicia sin dejar de sonar amable – era el
gerente anterior, él me había convencido de ser clienta del banco, mi marido no
quería ni figurar, el negocio estaba a mi nombre, por lo tanto la cuenta en el
banco sería a mi nombre. Me dieron tarjetas de crédito, y hasta el crédito hipotecario
para comprar la casa. Al principio todo bien, pero cuando abrieron la
importación de zapatillas a nosotros, que trabajábamos con zapatillas y zapatos
nacionales se nos vino todo abajo. Demoramos en cambiar nuestros proveedores
porque, bueno, uno es buena persona y le cuesta actuar
fríamente… -¿Vos sabías por qué te nombraban gerente siendo tan
jovencito, no?
Claro que lo
recordaba. Fue todo muy rápido. Cuando aceptó el cargo de gerente la corrida
bancaria era inminente. Rogelio Elias era su predecesor hasta ese momento pero
debido a la gran afinidad que tenían los gerentes de sucursal con sus clientes,
sobre todo en los pueblos, el directorio del banco decidió removerlos y
promover jóvenes que pudieran hacer el trabajo difícil. Ariel recibió una lista
de clientes con la misma problemática, tenían deudas de tarjetas, deudas de
descubiertos en cuenta corrientes y créditos hipotecarios, todos comerciantes o
fabricantes pequeños. El plan era “convencer” a los clientes que toda su deuda
sea englobada y refinanciada utilizando como aval la hipoteca.
-Ocho cuotas nos
faltaban para terminar la hipoteca –dijo Alicia, al momento que encendía un
velador de pie, pues la noche ya era un hecho -pero vos me explicaste que para
poder cubrirme cheques que no podía pagar te firmara un papel en el que toda
esa deuda la ibas a refinanciar en muchas cuotas, y de ese modo no me cerrabas
la cuenta que era lo que necesitaba para continuar el negocio, esa fue la
primera vez que nos vimos.
Ariel titubeó
tratando de explicar que fueron órdenes que cumplía, que a él el plan le
parecía acertado, pero se quedó callado. Se escuchaba llover muy fuerte todavía
y pensó en no decir nada y retirarse.
-La segunda vez fue
horrible. Entré a tu oficina con mi esposo y nos mostraste cuál era el plan de
refinanciación. Era de solo seis cuotas, a un valor impagable. Me negué porque
era imposible. Yo me había asesorado y el contador me dijo que no hiciera eso,
que no englobara toda la deuda bajo la hipoteca porque estaba en riesgo la casa
en que vivía. Te dije que no aceptaba y que prefería seguir así. Que si no
querían pagar los cheques no lo hicieran. ¿Te acordás lo que me respondiste?
-Sí… que era
imposible.
-Sí, señor. Que era
imposible porque ya estaba hecho, la primera vez que nos vimos me habías hecho
firmar la aceptación de hipotecar todo, hasta me diste los papeles para que se
los llevara a mi esposo y los firme en el negocio porque él no quería ir. No
creo que hayas olvidado ese momento porque a mí se me bajó la presión y mi
esposo te empujó el escritorio casi aplastándote contra la pared y vos te
asustaste. Por suerte la gente del banco vino a contenernos.
Su mente se
transportó hacia aquellos días. Ariel recordó que todo era problema tras
problema, por momentos dudaba si en lugar de un “trabajo difícil” no era en
realidad un trabajo sucio, pero sus jefes habían hecho un buen trabajo, lo
habían convencido que de que esa gente eran deudores empedernidos, que merecían
lo que les pasaba. Más de veinte personas pasaron por aquella situación, la
mayoría pasó a legales. Todo se venía abajo, la gente sacaba sus depósitos y la
orden era la de hacerse de los mayores activos posibles. A cualquier costo.
-La tercera vez que
nos vimos solo me miraste desde tu oficina. Fui a mirarte nada más. Me quedé
parada como si esperara para que me atendieran y te miré por minutos.
Levantaste la vista dos veces. Luego te pusiste nervioso. Porque tu piel te
delata, enseguida te ponés rojo. Los cachetes se te encienden.
Ya en penumbras el
rostro entristecido de la mujer, extremadamente delgado, pálido, le recordó la
apariencia de su prima Vilma, de apenas un año más de edad que él, en esos días
en que fue a visitarla al hospital. La imagen de Vilma enferma, pocos días
antes de morir lo había conmovido y horrorizado, y ahora, frente a esa mujer,
estaba igual de conmovido. Sintió compasión por ella, y aunque no podía
descifrar qué sentimiento habitaba en su delgada y frágil humanidad, que podía
ser odio, resentimiento o desprecio, le asaltaba una mezcla de profunda lástima,
lástima porque no podía dejar de asociarla con su prima Vilma y bronca por
traer de nuevo a su mente algo que ya había olvidado y superado. Ariel se paró.
No iba a pedir disculpas. Lo que hizo en aquellos días era lo que tenía que
hacer, recordó que en aquella gran discusión, más por defenderse que por otra
cosa, le gritó que algo no había hecho bien para que tuviera tantas deudas. El
banco había puesto un psicólogo para que los empleados tuvieran contención.
Alicia también se levantó. No parecía enojada.
-Quiero que sepas que
no te guardo rencor, que ya lo superé, es increíble las cosas que se superan
con el tiempo. Nos remataron la casa, mi esposo murió joven, poco después del
remate, mi hijo, Pablo, se fue a España, apenas viene cada dos o
tres años, mi hija consiguió un trabajo en Buenos Aires y formó su familia
allá. Me alegro que te haya ido bien, sé que estás con tu esposa, que tenés dos
hijos, al menos quería que sepas que esta mujer no fue una pelotuda, que lo
entendió todo, tarde, pero entendió, confié demasiado y en los bancos no se
puede confiar.
Mientras volvía en el
auto Ariel no podía sacarse de la cabeza las imágenes de aquellos sucesos con
los Albanesse, lo había borrado por completo, la mente hace lo suyo para seguir
viviendo, y era verdad que es increíble las cosas que se superan con el tiempo.
También le vino a la memoria la discusión con los otros clientes, el Colorado
Iribarren, Martinez, los hijos de Forastero. Esa noche llegó, se bañó y ya en
la cena apenas pudo concentrarse en lo que Laura le contaba, que Mirko y Renata
habían tenido clase por videollamada, y que había que comprar una computadora
más para poder hacerlo porque a veces les tocaba en el mismo horario. Ya en la
cama trató de mirar un capítulo de una serie mientras Laura leía en su celular,
pero no pudo prestar atención. Decidió tomar la pastilla que solo se reservaba
para el fin de semana -pues al tomarla sentía que le quitaba mucha energía para
el día- pero necesitaba dormir, mentalmente estaba agotado.
A la mañana siguiente
desayunó. Se sentía mucho mejor y con buen ánimo. Luego condujo hasta el banco,
sin dejar de pensar en Alicia, supo que el negocio había cerrado pero nunca
quiso enterarse nada de ellos, como una especie de autodefensa para que la
culpa no sea tan pesada. Aunque mil veces se había dicho que nada de lo que
había ocurrido era su intención, muchos clientes inclusive habían recuperado su
hipoteca. Solo unos pocos fueron a remate. Era un trabajo. Lo que hubiera hecho
cualquier ser humano que hubiera estado en su lugar. Colgó el saco y lo llamó a
Ricardo que ya estaba tomando café conversando con Sofía.
-¿Te acordás de
Alicia de Albanesse? –preguntó Ariel.
Ricardo se sentó
-Buen día ¿o dormimos
juntos? –le reprochó Ricardo
-Buen día, ¿la
recordás?
-Sí, claro, la de la
zapatería, era clienta de acá, le terminamos rematando la casa. Bah, nosotros
no, el estudio.
-Sí, pero nosotros
somos los que nos quedamos con la propiedad…
-¿Y a qué viene esto?
-No, que la tarjeta
que llevé ayer era la de ella…
-¿La de quién?
–Ricardo puso cara de no entender.
-La de esa mujer,
Alicia de Albanesse.
Ricardo hizo
silencio. Desvió la vista como buscando algo en su memoria. Se cruzó de piernas
antes de hablar.
-Alicia de Albanesse,
si mal no recuerdo, murió dos meses después del remate de la casa, es más, la
encontraron muerta en la casa y nunca se supo si fue un paro cardíaco o tomó
pastillas…
Ariel sonrió
nervioso. Le dijo que él estaba hablando de Alicia Mora de Albanesse, casada
con el Pelado Albanesse que tenía una zapatería en la esquina donde hoy
funciona lo de Caprioli, y que la casa que remataron estaba en el centro….
-Sí, acá en el centro
al lado del Centro de Diagnóstico –concluyó Ricardo-, donde hacen las
ecografías… estamos hablando de la misma, tuvieron dos hijos, uno está en
España haciendo no sé qué, y una hija que desapareció de acá…
-Que está en Buenos
Aires…
-Sí, creo que sí…
Mientras Ricardo
revisaba su celular, Ariel buscó el papel en el saco, el que ella había firmado
al recibir la tarjeta, pero no lo encontró. Comenzó a sentir una incómoda
sensación de angustia y de miedo. Sacó el celular donde seguramente debía estar
guardada la dirección, pero tampoco había nada, aparecían las búsquedas
anteriores pero nada de lo de ayer.
-¿Era esta? –le
preguntó Ricardo mostrándole una foto familiar en una publicación de Facebook,
una foto impresa que había sido tomada muchos años atrás.
Ricardo hizo zoom
sobre el rostro de la mujer. Era exactamente el mismo rostro de la señora con
la que había estado, a pesar de la penumbra de la casa lo pudo ver bien,
mientras lo observaba pensó que los años habían sido muy devastadores con su
cuerpo, la mujer de la foto no debía pasar los cincuenta y la Alicia de ayer
tampoco, pero la Alicia de la foto estaba sonriente, de buen color y aspecto, y
la de ayer era una mujer sin edad pero que evidentemente languidecía.
-¿Y? –lo interrumpió
Ricardo.
-No… nada qué ver,
tenés razón, y ahora que me acuerdo no era Albanesse, era Albaposse el
apellido, me confundí, nada qué ver, nada qué ver.
DON QUIJOTE, MI MAMÁ Y LAS FALTAS DE ORTOGRAFÍAS