MI ABUELO ATEO

MI ABUELO ATEO.

El abuelo murió a los noventa y seis años. A pesar de tener una salud envidiable, sus últimos tres meses de vida no fueron buenos. Su compañera de toda la vida había fallecido dos años atrás. Junto ella, en los últimos diez años, pudieron sobreponerse a la muerte de dos de sus cuatro hijos, mi madre y una de mis tías. Luego de la partida de la abuela, el abuelo, poco a poco se fue apagando.

Supe, acompañándolo, lo que es morir de tristeza y vejez, de a poco fueron desapareciendo en él las inquietudes y las motivaciones. Quizás por transcurrir la mayor parte del tiempo en soledad y la falta de algún proyecto individual del cual asirse hicieron que él bajara los brazos.

Recuerdo las palabras que me dijo Aníbal Arias, uno de los mejores guitarristas de tango del mundo en oportunidad en que me daba una clase a sus ochenta años: “El corazón es un músculo, pibe, nunca dejes de usarlo” y hacía gala de su memoria mostrándome su capacidad para recordar más de ciento cincuenta tangos arreglados por él. Mientras pasaba tiempo con el abuelo, recordaba esto y me daba cuenta de que luego de que había cerrado su tienda, que atendían con la abuela en el local de su propia casa, ya no tenía cosas que pudieran ocuparle la mente. Hice algunos intentos por entusiasmarlo en algo pero lo único que parecía interesarle eran las charlas y la radio encendida a su lado. 

Dentro de una familia mayormente católica, el abuelo aparecía potencial ateo. Porque era radicalmente ateo. No creía en nada. Yo, en mi declarado agnosticismo y mi educación religiosa previa intentaba, mate de por medio, comprender la mente de un ateo. Más de una vez conversamos sobre el tema. 

-No hay nada -, me decía seguro –te morís y es como si durmieras sin soñar, dejás de existir, tan simple como eso. 

El creía que yo quería convencerlo de que sí, que había algo más allá de esta vida, pero lo que intentaba era transmitirle mi duda, la necesidad de que algo debiera haber.

-¡Pero che! –siempre decía “¡Pero che!” cuando se enojaba –no hay nada, si hubiera algo lo veríamos.
Cada vez que mencionábamos el tema me iba de su casa pensando en cómo debe ser no creer en nada. Cómo es el paso por el mundo con la certeza de que no hay ni paraíso, ni castigo, ni reencarnación luego de la muerte. Inmediatamente me dije que debe ser placentero, porque entonces no hay miedo. Se vive sin miedo. Sin culpa. Sin embargo el abuelo ejercía una ética cristiana conservadora, en la que por ejemplo robar es más condenable que matar, es decir, vivía de acuerdo a los diez mandamientos pero no creía en dios alguno.

Despreciaba a cualquier gobierno y era antiperonista “Porque Perón nos sacaba la plata a los trabajadores del campo y se la regalaba a los pobres, todos vagos”, luego siempre me repetía esta imagen como si quisiera grabarla en mis recuerdos como un estigma: “Perón iba en avión y le tiraba los billetes a la gente ¿Podés creer, vos?”. Contradecir a mi abuelo era como doblar a un roble, mejor ni intentarlo. 

Había trabajado en el campo durante su juventud, un campo pequeño en el que sobrevivía gracias a un puñado de vacas cerca de Tomás Jofré, tuvo un almacén de campo y ya con hijos, cansado, tanto él como la abuela, vendieron la propiedad para venirse al centro. Compraron un terreno e hicieron la casa con un pequeño local en el frente. En el comienzo el abuelo hacía corretajes por los pueblos aledaños, y la abuela, además de atender la pequeña mercería era ama de casa. 

Con la abuela tuvieron una relación bien a la antigua, ella cocinaba, aseaba la casa, y se encargaba del abuelo en todo. Habían comprado una quinta modesta a la que íbamos todos los fines de semana y entre la tienda y la mantención de la quinta pasaban sus horas. Mi abuelo ateo era caprichoso y mañoso en algunas cosas, no toleraba comer ninguna comida que la abuela no hiciera, invitarlo a comer sólo se resolvía con un pedazo de carne asada, nada de ofrecerle una empanada a la que luego de pegarle un mordiscón en la punta analizaba como un profesional bromatólogo lo que contuviera como relleno.

Al año y medio de vivir sólo el abuelo empezó a olvidar cosas, a desvariar en la conversación, a perderse temporalmente. No quería ir a ningún lugar fuera de su casa por más de media hora porque necesitaba un baño cada religiosa media hora y tenía dependencia absoluta por su propio inodoro. El médico diagnosticó demencia senil. Al tiempo ya no caminaba, sólo lo mínimo. En otra visita del médico nos dijo que se estaba apagando, que pronto ya no se levantaría, que luego ya no comería y que comenzaría de a poco a descompensarse. 

Lo vi llorar muchas veces en los últimos tres meses, decía que se sentía inútil, que no tenía sentido vivir así, a veces sabía quién era yo, otras me confundía. Nos contaba hechos de su infancia como si hubiera ocurrido hace horas, todos recuerdos que parecían reconfortarlo, que lo alegraban. Mi hermana le decía que ella rezaba por él para que se mejore, para que no sufra. Nos turnábamos para visitarlo, junto a la familia habíamos contratado personal de enfermería para cuidarlo las veinticuatro horas. En el último mes no se levantó de la cama, sólo era alimentado por suero y teníamos que hacer denodados esfuerzos para conversar con él. Ya no podía usar la dentadura y eso hacía muy difícil poder entender lo que decía, palabras distorsionadas a cuenta gotas. 

Esa mañana que estábamos junto a mi hermana visitándolo nos dimos cuenta que quería decirnos algo importante, después de varios intentos en lo que se podía adivinar el fastidio abrió los ojos como nunca y sus facciones se hicieron tensas, inclinó su rostro para el lado dónde estaba mi hermana e irguió el cuello como si juntara toda la fuerza posible en el mundo, y pudimos escucharlo clarito: 

-Negrita, vos que crees en Dios, pedile por favor que me lleve. 

Días después, falleció.

Fin 
Abril 2016

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