Sino fuera porque unos días atrás me encontré con Gloria en una fiesta de egresados de la secundaria no me hubieran revivido todos estos recuerdos. Ya había visto un par de veces a Gloria en diversas ocasiones, la mayoría de las veces junto a su familia, tenía tres hijos y estaba casada con un muchacho casi quince años mayor -ahora que nosotros andábamos por los cuarenta el “muchacho” estaría por los cincuenta y pico-, recuerdo que la primera vez que la vi con su esposo instintivamente me pregunté cómo podía ser que estuviera con ese tipo que podría ser su padre, encima pelado y gordo, dos atributos que aún no tengo.
Cuando nos encontramos en la cena de egresados, después de tomar varias copas de champagne barato, Gloria se acercó y se sentó a mi lado, me sonrió y me preguntó cómo andaba. Recordé en ese momento que yo había estado loco por ella, era una linda mina y hacía que me desconcentrara en la clase, empecé a cortejarla y me costó horrores para que se fijara en mí. Al fin, una tarde, en un banco de la plaza San Luis ella accedió pero después de tres meses de estar juntos, en el que habíamos llegado a tener besos de lengua y alguna que otra tocadita de teta en la que fui insistentemente rechazado, lo nuestro se diluyó en el aire. Yo estaba encajetado hasta la médula, me parecía que era la reina, la única mujer en el mundo, fueron tres meses en que estuve pelotudo, y noté que mis padres estaban preocupados porque de la noche a la mañana, el hijo que un par de años antes había entrado en la edad del pavo, se había convertido prácticamente en un ente sin cerebro. Pero un día todo el idilio se esfumó y Gloria no fue nada para mí.
No volvimos a estar juntos, e increíblemente yo la borré por completo de mi apetencia sexual y amorosa. Cada vez que la veía conversaba con ella pero como si fuera un amigo varón y ya no podía desearla como mujer. A esa edad ni siquiera me lo pregunté, ¿serían sus tetas pequeñas, su intermitente indiferencia hacia a mí, su padre quejoso, su madre insidiosa?... No pude entender que pasó y tampoco me preocupé.
Allí en la fiesta de egresados, entre preguntas de rigor sobre cómo estaban nuestras familias, entre averiguaciones de cómo nos ganábamos la vida, comenzamos a recordar momentos de la secundaria. De pronto, como si lo tuviera atorado en la garganta, ella me preguntó, con cierto nerviosismo, por qué nunca más había querido que nos reconciliemos después de aquella ruptura abrupta en la que ni siquiera le expliqué nada, solamente me aparté de ella y apenas si le dirigí la palabra. Era verdad, ella había enviado a Josefina, una amiga en común, para averiguar si yo la extrañaba pero le dije que no, que me gustaba otra chica, lo cual era parcialmente cierto, y que no sentía nada por ella.
-Yo me acuerdo que vos insististe como un año para que estuviéramos juntos y después de esos tres meses te borraste…-me dijo la Gloria de cuarenta años, casi gritando, intentando sobresalir por encima de la música del salón que estaba muy fuerte.
-Sí, qué sé yo…-dije titubeante notando los efectos que hacía el alcohol en mi lengua, y sonreí para no quedar muy descortés.
-Si hasta parecía que estabas enamorado de mí…-me dijo sonrojándose.
¡Epa! pensé, ¿es eso un reproche? y allí, mientras sonaban los acordes melosos de “Tirá para arriba”, tuve una revelación de cuál había sido el motivo por el cual se me había esfumado el idilio de mi enamoramiento con Gloria. Fue en el mes del mundial ochenta y seis. Los recuerdos me asaltaron de golpe.
Miraba los partidos del mundial debajo de la mesa del comedor, lo más cerca de la pantalla que se pueda, me recuerdo así, tenía catorce años y mis padres lo hacían sentados en sus sillas, mi hermana no sé donde estaba porque las hermanas no miran los partidos de fútbol. De pronto suena el ring del teléfono, el clásico ring que escupía el animalote negro –teléfono que pesaba kilo y medio – que estaba en un esquinero en el living, no pensaba atender, el partido estaba uno a cero a favor de la selección y no quería perderme nada.
-Atendé Walter que debe ser para vos…-dijo mi madre.
“Dejálo” dije, sabía que podía ser Gloria, llevábamos algo de un mes desde que decidimos estar de novios, y obviamente no le importaba el fútbol y todas las tardes llamaba por teléfono a casa. Esperé que tuviera algún rasgo de contemplación, que pensara del otro lado de la línea algo así como, “Pobre bicho, está mirando el partido, voy a cortar y después llamo”. Pero fue en vano, el teléfono no sólo que seguía aullando sino que mi madre volvió a decir:
-Walteeeer…
Prolongación de la “e” suficiente como para acatar la orden. Puedo jurar que apenas traspaso la puerta hacia al living y levanto el tubo del teléfono, escucho que mi padre inicia un canto in crescendo:
-¡Dale! ¡Daale! ¡Sí! ¡Ahí esta! ¡Dale!
Colgué sin contestar y casi corrí los tres metros que me separaban de la puerta justo cuando veo a mi padre parado, apretando los puños, desencajado con la boca despegada de la cara que gritaba el “gol” más desaforado que le había escuchado hasta el momento. Miro la pantalla y veo a Diego llegando al banderín del corner y hacer el saltito marca registrada en el que levantaba el brazo derecho, en el momento que levantaba las dos piernas y las movía hacia abajo como si quisiera salir del fondo de una pileta hacia la superficie. Algo que yo practicaba día a día para hacerlo parecido en los partidos de Baby Fútbol. Lo tengo muy presente al mecanismo: a la vez que apretaba el puño derecho y lo levantaba por encima de mi cabeza, tenía que levantar la rodilla izquierda para después pegar un salto ya con el brazo extendido y haciendo una especie de caminata en el aire cayendo con las dos piernas juntas.
La primera vez que recuerdo a Diego en un partido de fútbol fue jugando para Argentinos contra Boca el día que le hizo cuatro goles a Gatti y juro que a pesar de ser bostero no le tuve bronca. A partir de allí los partidos de fútbol no fueron lo mismo para mí, a la mierda el juego de equipo, ahora había venido a la tierra alguien que podía hacerlo todo sólo, y trascartón iba a jugar en Boca.
Mi tío Luis, en el 81, me llevó a ver a la bombonera a Boca-San Lorenzo y Boca-Independiente, pero yo sólo seguía con la vista a Diego, aunque la pelota estuviera en otro lodo yo lo miraba correr, atarse los cordones, pedir la pelota, caminar, trotar hacia a atrás…todo era lindo en él, todo era celestial, flotaba en la cancha… fue un amor incondicional…
Luego desapareció en ese lugar lejano y misterioso llamado Europa y sólo podía verlo en la tele cuando jugaba en la selección y así fue que me hice hincha de la selección, con más pasión que ser hincha de Boca, pero en realidad yo sólo era hincha de Maradona.
¿Cómo explicar el vacío enorme que me causaba cuando por una lesión Diego no estaba en la cancha?... no, no hay metáfora posible, cuando Diego no estaba en el campo de juego lo mejor era hacer una imaginaria lobotomía en la que uno debía olvidarse por completo de que había un jugador llamado Diego Maradona que había elevado el fútbol de la mera condición de deporte a la de distinguida expresión del arte, si él no estaba en la cancha quedaba nada más que el deporte.
Pero en el momento que estuvo en la cúspide de su carrera, en los seis o siete segundos que representan el climax de su inmensa y apoteótica obra en el que esquivaba ingleses como postes, el teléfono de casa había sonado y yo, justo yo, me había perdido de gozar lo que todo argentino amante del fútbol había podido disfrutar sincronizadamente y tuve que conformarme con el millar de repeticiones que ya debo haber visto a lo largo de estos veinticinco años y que seguiré devorando con la vista hasta que las imágenes se gasten, pero eso sí, siempre estará ese talón de Aquiles, esa deuda que el destino a tenido conmigo, esa mancha que llevo marcada a fuego y que muchas veces me impide decirlo en voz alta: yo, el gol de Diego a los ingleses, sí, ese que arrancó de atrás de mitad de cancha y que luego de una pirueta de valet corrió hacia el arco espantando ingleses como mosquitos hasta eludir al arquero y meter con una caricia del empeine del pie izquierdo la bola hacia el fondo de la red, sí, el gol de los goles de la historia mundial, yo, Walter Perruolo, no lo vi en directo.
Vi el gol en la repetición y volví al teléfono, Gloria estaba allí:
-¿Estás ahí, bicho? Mi papá está gritando, dice que Maradona hizo un gol increíble.
Ese fue el punto de ignición de una creciente fogata de odio que terminó por incendiar todo el amor que le tenía, poco a poco, día a día, las llamaradas fueron creciendo hasta que un día de lluvia, ahora lo recuerdo bien, un sábado a la noche que tenía que pasar a buscarla, decidí quedarme en casa, descolgué el teléfono sin que mis padres lo notaran y nunca más hablamos del tema con Gloria. Esa noche, la lluvia de esa noche dejó todo lo nuestro en un manto de ceniza húmeda.
Pero ahora, allí en la fiesta de egresados, viendo a mis ex compañeros, pelados, canosos, gordos e impresentables como yo, bailando una música que había pasado de moda, y sentado frente a Gloria que presuntuosamente tendría un matrimonio infeliz y quien de alguna manera me solicitaba una respuesta de por qué la había rechazado en la adolescencia, me encontré con una revelación decididamente brutal, la razón de por qué ya no había querido estar más con ella había sido el bendito llamado telefónico. De alguna manera supe que ese momento desgraciado, que ese llamado inoportuno, el cual me había impedido ver en directo la corrida memorable del barrilete cósmico, me sometería en el futuro a la angustia de no ser alguien como todo el mundo, alguien que pudo ver ese gol como Dios manda: en tiempo real.
-¿Y? ¿No me vas a decir por qué nunca me volviste a dar bola?
La cara de Gloria era ahora triste, como si se diera cuenta que la respuesta que pudiera darle no iba a mejorar su vida, seguramente ella ahora sentía que no había empatía entre nosotros, que lo que habíamos tenido en común ya estaba muerto. Y después de todo ya había pasado mucho tiempo y como bien se sabe el tiempo sana las cosas, yo sentía en ese momento de relajación alcohólica que la angustia y la vergüenza de no haber visto en el momento justo en que sucedía, como toda la humanidad fulbolera, el segundo gol de Diego a los ingleses, ahora ya habían desaparecido, así que le di una respuesta a Gloria que fue más para mi que para ella:
-No sé Gloria– dije sonriendo –,son cosas que pasan.
SON COSAS QUE PASAN - La verdad sobre mi relación con Gloria.
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1 comentario:
Muy buen relato Chori! Entretenido y 100% entendible.
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