Don
Quijote, mi mamá y las faltas de ortografía.
Leí Don Quijote
de la Mancha a los veinte años. Al comienzo costó pero a medida que pasaban las
hojas me fui acostumbrando a lo que parecía otro idioma. Fue una revelación
lingüística, la comprobación empírica de que la mutabilidad del habla y el
lenguaje existe: la célebre obra de la literatura española escrita por Miguel
de Cervantes se podría decir que derrocha "faltas de ortografía"
desde su inicio hasta el final.
Desde que
interactúo en redes sociales promuevo y mantengo el lema de que "se halaga
en público y se corrige -si es muy necesario, con solo la intención de ayudar-
en privado". Y aunque ciertas faltas ortográficas en publicaciones o
comentarios duelen bastante no corrijo ni me quejo; si el mensaje se entiende,
para mí es suficiente.
La razón de que
hoy en día no me molesten las faltas de ortografía es consecuencia de haber
leído el Quijote, y también por mi mamá. No me gusta corregir faltas de
ortografía en los demás. Y noto que hay cierta clase de persona que corrigen
los errores en otros para imponer un sentido de "superioridad". En
redes sociales se ve muy seguido en los debates al estilo de "no me gusta
lo que decís entonces te digo que Baca se escribe con ve corta"
Leer una página del Quijote basta para entender la
relatividad de la "buena" escritura, que se la asocia a la educación
o la cultura. Desde niños nos adoctrinan para arrodillarnos ante la Real
Academia Española que nos ordena qué es lo que vale y que no, al punto de
sentirnos pecadores por poner una "ese" donde va una "ce".
Pocos años
antes de que mamá dejara este mundo, cuando tenía cincuenta años, en una
sobremesa me contó que su deseo era escribir bien y que quería contratar una
maestra particular. Ella nunca había ido a la escuela, ni siquiera hizo la
primaria, y sentía vergüenza de escribir. Aunque fuera una nota en la heladera.
Hasta para el texto más insignificante buscaba las palabras en un pequeño
diccionario. Y siempre escribía lo más breve posible.
Era consciente
de su falta de ortografía y lo padecía. De todos modos eso no le impidió llevar
adelante emprendimientos para ganarse la vida, desde una verdulería a los
quince años hasta una tienda a los veinticinco. Como lo único que pudo estudiar
en su juventud fue corte y confección en un curso aprovechó esa base para
emprender en los 90 una pequeña fábrica textil de confección.
Mientras me
contaba lo que sufría por no poder escribir correctamente y cómo eso la había
inhibido para emprender un montón de cosas en su vida, y sabiendo que esa
falencia había de alguna manera construido su carácter tímido e introspectivo
yo sentía cada vez más admiración por su capacidad e inteligencia para resolver
problemas casi a nivel empresarial y tomar decisiones todos los días de su vida
sin haber sido escolarizada.
Mamá, como
educación primaria, sólo tuvo una maestra que iba a su casa en el campo a
enseñarle a leer y escribir, suma, resta, multiplicación y división. No mucho
más. En retrospectiva, pude hacer un mapa muy personal de su personalidad. No
concebía la vida si no se progresaba, pero anteponía en ese progreso su
identidad como comerciante por delante de lo material suntuoso. Ella quería
tener un mejor local, una mejor ubicación, la mejor tienda de la ciudad y lo
demás vendría por añadidura.
Era compradora
compulsiva de diccionarios y enciclopedias, de interés general y sobre todo de
medicina (admiraba a los médicos, probablemente hubiera sido su sueño ser
doctora). Se los compraba a los libreros ambulantes por catálogo. En cuanto a
su tienda, su profesión de comerciante, fue una montaña rusa. Subidas y bajadas
abruptas. Cuando enfermó de cáncer y tuvo que transitar el paso por
tratamientos y operaciones sentí que hizo una pausa para mirarse por dentro. Y
así fue que en aquella sobremesa me contó que iba a contratar una maestra
particular.
-Pero te puedo
ayudar yo- le dije.
-A vos no te voy a dar pelota- me respondió
sabiamente.
Durante un
tiempo una maestra vino entonces a casa a enseñarle ortografía. Muchas veces me
pedía ayuda para las tareas, eso me permitía ver el lenguaje desde una posición
lejana, desaprensiva. La clase no podía ser otra cosa de un sinnúmero de reglas
y excepciones, quizás más excepciones de las que cualquier regla pueda aceptar
para seguir siendo una regla. La disyuntiva entre la "c" y la
"s", la inutilidad que por momentos tiene la "h", la be larga
o la be corta. Un idioma rico pero hipercomplejo y caprichoso, que me hace
entender por qué, yo mismo, que tengo la voluntad estética de escribir
"correctamente", suelo equivocarme seguido.
En el inicio de
su enfermedad, antes de comenzar las sesiones de quimio, recomendado por los
médicos y familiares aceptó tratarse con un psicólogo. Cuando regresó del
segundo encuentro estaba visiblemente decepcionada.
-¿Qué le puede
ayudar un pibe de treinta años a una mujer de cincuenta? -me dijo resignada.
Dejó de ir pero
tomó una idea que le hizo el profesional: escribir en un diario personal sus
pensamientos y sentimientos. La veía hacerlo cada tanto hasta que le dio el
cuerpo. Sus ganas de vivir, la necesidad de estar un día más, hizo que su cuerpo
se fuera degradando progresivamente hasta entrar en la agonía. Cuando falleció
sentí esa mezcla contradictoria de tristeza y alivio porque los últimos meses
fueron muy duros para ella.
Nunca quise preguntarle si la necesidad de mejorar su
escritura no tenía que ver con la idea de escribir ese diario. Era evidente que
sí.
Tiempo después
de fallecer me animé y lo leí. Un cuadernito de hojas ralladas escrito con
birome azul. Con muchas faltas de ortografía, que no me molestaron, que no me
impidieron conmoverme hasta las lágrimas leyendo en letra temblorosa su último
deseo escrito al final:
"Tal vez
todo lo mío sirva para que mi familia, me refiero a toda, comience a vivir la
vida de otra manera, a disfrutar más de la vida..."
Qué pueden
importar entonces las faltas de ortografías si el mensaje es claro.
