Mi abuelo ateo
El
abuelo Bruno murió a los noventa y seis años. A pesar de tener una salud
envidiable sus últimos tres meses de vida no fueron buenos. Su compañera de
toda la vida, la abuela Bocha, había fallecido dos años atrás. En los últimos
diez años sufrieron la muerte de dos de sus cuatro hijos: mi madre y una de mis
tías. Luego de la partida de la abuela, el abuelo, poco a poco se fue
apagando.
Supe,
acompañándolo, lo que es morir de tristeza y vejez. De a poco fueron
desapareciendo en él las inquietudes y las motivaciones. Pasaba mucho tiempo sólo
y sin nada para hacer. Solo escuchaba radio. AM por supuesto. Hasta el
fallecimiento de la abuela Bruno solía tener una rutina casi religiosa desde
que se levantaba hasta que se acostaba. Los dos atendían la mercería que estaba
en su misma casa. Y tenían divididas las tareas.
Dentro
de una familia en general católica el abuelo Bruno se definía simplemente ateo.
Y era ateo, sin rodeos. No creía en nada. Yo, en mi agnosticismo y mi educación
religiosa por imposición intentaba, mate de por medio, comprender la mente de
un ateo. Más de una vez conversamos sobre el tema.
-No hay nada -me decía seguro–, te morís y es
como si durmieras sin soñar, dejás de existir, tan simple como eso.
Él creía que yo quería convencerlo de que sí,
que había algo más allá de esta vida pero lo que intentaba era transmitirle mi
duda, la necesidad de que “algo” debería haber.
-¡Pero
che! –siempre decía “¡Pero che!” cuando se enojaba–, no hay nada, si hubiera
algo lo veríamos.
Cada vez que mencionábamos el tema me iba
de su casa pensando en cómo debe ser no creer en nada. Cómo es el paso por el
mundo con la certeza de que no hay ni paraíso, ni castigo, ni reencarnación
luego de la muerte. Inmediatamente me dije que debe ser placentero porque
entonces no debe haber miedo. Se vive sin temor a la consecuencia divina. Sin
culpa. Sin embargo el abuelo ejercía una ética cristiana conservadora, era
hasta donde supe monogámico, esposo siempre presente, familia tradicional,
condenaba el robo, condenaba las malas palabras y el insulto… en cierto punto,
es decir, vivía de acuerdo a los diez mandamientos pero no creía en dios
alguno.
Había trabajado en el campo durante su niñez
y juventud. Un campo pequeño cerca de Tomás Jofré en el que sobrevivía gracias
a un puñado de vacas que le daban leche y algunos cultivos. Tuvo un almacén de ramos
generales y ya con hijos, cansado, tanto él como la abuela, vendieron la
propiedad para venirse al centro. Dejar la vida sacrificada del campo era un
modo de progresar. Compraron un terreno en el pueblo (Mercedes era “el pueblo”
en aquellos años) y construyeron la casa con un pequeño local en el frente. En
el comienzo el abuelo hacía corretajes por los pueblos aledaños, y la abuela,
además de atender la pequeña mercería era la ama de casa. Con Bocha tuvieron
una relación bien a la antigua, ella cocinaba, limpiaba, lavaba y se encargaba
del abuelo en todo.
Luego de una larga enfermedad abuela quedó
postrada y no quedó más remedio que internarla en un geriátrico. Al poco tiempo
falleció. Entre todos los familiares tratamos de ayudar al abuelo a que pueda
sobrellevar la ausencia de abuela Bocha pero su decaimiento fue inevitable.
A partir de allí, mientras pasaba tiempo
con él me daba cuenta que no tenía actividades que pudieran ocuparle la mente,
que lo estimularan. Hice algunos intentos por entusiasmarlo en lectura,
crucigramas, pero lo único que parecía interesarle eran las charlas y la radio
encendida a su lado.
Al
año y medio de vivir sólo el abuelo empezó a olvidar cosas, a desvariar en la
conversación, a perderse temporalmente. No quería salir de su casa por más de
media hora porque tenía el reflejo de que en todo momento necesitaba ir de
cuerpo y tenía dependencia absoluta por su propio inodoro. El médico
diagnosticó demencia senil. Al tiempo ya no caminaba, sólo lo mínimo. En otra consulta
el médico nos dijo que se estaba apagando y que pronto ya no se levantaría, que
poco a poco dejaría de comer y comenzaría a descompensarse.
Trataba
de hacerme tiempo para pasar un rato a visitarlo. Casi siempre por la mañana.
Notaba la necesidad que tenía de conversar. De hablar, más que nada. Por
momentos lo corregía porque decía algo incoherente pero refunfuñaba y no le
importaba. Contradecir a mi abuelo era una tarea inútil. Estaba amarrado a
sentencias inamovibles. Sus verdades absolutas. Un día, quizás a semanas de su
fallecimiento, ya muy débil, luego de un pequeño silencio dijo algo que por no
tener la dentadura puesta no le entendí.
-¿El
qué, abuelo?-pregunté.
-Los
trajo Perón…
-¿Qué cosa trajo Perón?
-Los
gorriones, nene, los gorriones… son plaga…
El médico nos había dicho que por la
enfermedad tendría recuerdos desordenados y a veces nos contaría cosas que
habían sucedido mucho tiempo atrás como si fueran episodios de apenas días. Al
oír lo de los gorriones me vino como un flashback las imágenes a lo que
seguramente se estaba refiriendo el abuelo: lo que había sucedido aquella vez
en el campo cuando yo tendría ocho o nueve años y me llevó a pasar la tarde
mientras él hacía unos trabajos de mantenimiento.
El “campo” era una parcela pequeña, una vieja
herencia familiar, en la que cultivaba maíz y tenía algunas pocas vacas para
consumo propio. Yo era muy chico y lo pasaba bien aunque la casa antigua,
abandonada y bastante oscura me daba un poco de miedo. Para llegar hasta allí
había que transitar por varios kilómetros de calle de tierra. En aquel día
estábamos solos. Me sirvió una leche y él se cebó mates mientras comíamos pan
con manteca.
Cuando terminamos la merienda el abuelo sacó
la gomera del cajón pequeño y me dijo:
-Vamos.
Caminamos por el frondoso monte de eucaliptus
que rodeaba la casa. Me pidió que recogiera piedras un poquito más grandes que
las bolitas lecheras. De a ratos se detenía, colocaba un cascote en la honda y
apuntaba hacía lo alto de algún árbol.
Recuerdo vagamente que me instruyó la técnica
de modo solemne: separar las piernas, apoyarse bien, contener el aire al
estirar y largarlo cuando suelte la piedra. Pero yo apenas podía estirar las
riendas y los cascotes sólo viajaban algunos metros. En un momento el abuelo
tomó una botella del piso y la ubicó encima de una rama, se alejó varios pasos
e hizo destreza de su puntería. El sonido a cristal roto le dibujó la habitual
sonrisa de dientes grandes en su rostro. Yo sentía orgullo por mi abuelo.
Fuimos
alejándonos de la casa mirando las copas de los árboles, y en un momento sentí
su mano pesada presionando mi hombro para detenerme. Hizo un gesto para que
haga silencio. Lo vi apuntar con la gomera hacia arriba y tirar. El sonido no
fue a cristal partido sino mucho más grave y comprimido, luego escuché el
crepitar de ramas, un bulto que caía y que culminó con un golpe seco en el
piso.
-Es un
gorrión- me dijo.
Algo
se quebró en mí cuando nos acercamos a ver lo que había caído. Me sorprendió al
ver que era un pajarito gris, muy pequeño. Cuando el abuelo giró su cuerpo descubrimos
que la piedra había hecho estragos en el cogote. La sangre, roja -vale
enfatizarlo- me impactó e hizo que me bajara la presión.
Seguramente esperaba que yo festejara por su
destreza y puntería pero evidentemente mi rostro denotaba el desconcierto y
tristeza. Puede que haya llorado, no recuerdo, pero lo que sí pasó es que me sentí
débil, me tuve que acostar y no podía hablar.
-Los
gorriones son una plaga, los trajo Perón –dijo el abuelo levantando la voz mientras
acomodaba el pequeño cadáver al lado del tronco del árbol.
Probablemente
haya sido la primera vez que escuché la palabra Perón en mi vida.
Mientras aquella tarde volvíamos
en auto me aseguró con énfasis que los gorriones eran peor plaga que las
langostas y se comían todo lo que se sembrara, y que Perón, el dictador, era el
causante de lo sucedido y la razón de todos los males del país.
Qué bárbaro que me haya traído a la memoria
aquel episodio. Ahora sentado frente él, mirando las grietas de su rostro y sus
ojos vencidos tras las ojeras, escuchando que mencionaba lo de los gorriones de
Perón como si todavía estuviéramos en el campo al lado del pájaro muerto, me
preguntaba ¿Será que el abuelo sintió culpa todo este tiempo por haberme visto
triste en ese momento? Me levanté ya para irme, le di un beso y dije
convincente:
-Sí abuelo, los trajo Perón…
Ese mismo día fui a buscar
información sobre la historia de los gorriones y descubrí con sorpresa que no
había sido Perón, el responsable fue Sarmiento o, en todo caso, un empresario
de su época. De todos modos la historia era contundente, había ocurrido cuando
Perón ni siquiera había nacido.
Lo
cierto es que yo el episodio lo tenía olvidado. Pasé siempre muy buenos
momentos con él y aprendí a tolerar cierta rusticidad que tenía por ser un
hombre que trabajó en el campo desde los ocho años. Los animales para él eran
seres utilitarios. “En el campo, perro que mata una gallina es perro
sacrificado”, me decía. La angustia y el enojo que tuve de aquella tarde fue
cosa de ese día nada más, había desaparecido.
En su estado actual y a sus noventa y seis
años no tenía sentido que le contara lo que había descubierto. Fantaseé con que
quizás podía liberarlo del encono permanente con Perón. Pero no, ya está.
Lo vi llorar
muchas veces en los últimos tres meses, decía que se sentía inútil, que no
tenía sentido vivir así. A veces me confundía con cualquier otra persona. Nos
contaba hechos de su infancia como si hubiera ocurrido hace horas, todos
recuerdos que parecían reconfortarlo, que lo alegraban. Mi hermana le decía que
ella rezaba por él para que se mejore, para que no sufra. Ya para ese punto con
mis tíos y primos habíamos contratado personal de enfermería para cuidarlo las
veinticuatro horas.
En el
último mes no se levantó de la cama, sólo era alimentado por suero y teníamos
que hacer denodados esfuerzos para conversar con él. Ya no podía usar la
dentadura y eso hacía muy difícil poder entender lo que decía, palabras
distorsionadas a cuenta gotas. La empezó a pasar muy mal.
Esa mañana que estábamos junto a mi hermana Andrea
visitándolo nos dimos cuenta que quería decirnos algo importante. Después de
varios intentos en lo que se podía advertir el fastidio abrió los ojos como
nunca y sus facciones se hicieron tensas, inclinó su rostro para el lado dónde
estaba mi hermana e irguió el cuello como si juntara toda la fuerza posible en
el mundo. Y pudimos escuchar clarito:
-Negrita, vos que creés en Dios, pedíle por
favor que me lleve.
Nos
miramos para corroborar que los dos habíamos escuchado lo mismo.
-Quedáte tranquilo, abuelo.
Muy pocos días después su deseo se cumplió.
Fin

