MI ABUELO ATEO

    

Mi abuelo ateo

 

 

 

    El abuelo Bruno murió a los noventa y seis años. A pesar de tener una salud envidiable sus últimos tres meses de vida no fueron buenos. Su compañera de toda la vida, la abuela Bocha, había fallecido dos años atrás. En los últimos diez años sufrieron la muerte de dos de sus cuatro hijos: mi madre y una de mis tías. Luego de la partida de la abuela, el abuelo, poco a poco se fue apagando. 

    Supe, acompañándolo, lo que es morir de tristeza y vejez. De a poco fueron desapareciendo en él las inquietudes y las motivaciones. Pasaba mucho tiempo sólo y sin nada para hacer. Solo escuchaba radio. AM por supuesto. Hasta el fallecimiento de la abuela Bruno solía tener una rutina casi religiosa desde que se levantaba hasta que se acostaba. Los dos atendían la mercería que estaba en su misma casa. Y tenían divididas las tareas.

    Dentro de una familia en general católica el abuelo Bruno se definía simplemente ateo. Y era ateo, sin rodeos. No creía en nada. Yo, en mi agnosticismo y mi educación religiosa por imposición intentaba, mate de por medio, comprender la mente de un ateo. Más de una vez conversamos sobre el tema.

    -No hay nada -me decía seguro–, te morís y es como si durmieras sin soñar, dejás de existir, tan simple como eso.

    Él creía que yo quería convencerlo de que sí, que había algo más allá de esta vida pero lo que intentaba era transmitirle mi duda, la necesidad de que “algo” debería haber.

    -¡Pero che! –siempre decía “¡Pero che!” cuando se enojaba–, no hay nada, si hubiera algo lo veríamos.

    Cada vez que mencionábamos el tema me iba de su casa pensando en cómo debe ser no creer en nada. Cómo es el paso por el mundo con la certeza de que no hay ni paraíso, ni castigo, ni reencarnación luego de la muerte. Inmediatamente me dije que debe ser placentero porque entonces no debe haber miedo. Se vive sin temor a la consecuencia divina. Sin culpa. Sin embargo el abuelo ejercía una ética cristiana conservadora, era hasta donde supe monogámico, esposo siempre presente, familia tradicional, condenaba el robo, condenaba las malas palabras y el insulto… en cierto punto, es decir, vivía de acuerdo a los diez mandamientos pero no creía en dios alguno.

    Había trabajado en el campo durante su niñez y juventud. Un campo pequeño cerca de Tomás Jofré en el que sobrevivía gracias a un puñado de vacas que le daban leche y algunos cultivos. Tuvo un almacén de ramos generales y ya con hijos, cansado, tanto él como la abuela, vendieron la propiedad para venirse al centro. Dejar la vida sacrificada del campo era un modo de progresar. Compraron un terreno en el pueblo (Mercedes era “el pueblo” en aquellos años) y construyeron la casa con un pequeño local en el frente. En el comienzo el abuelo hacía corretajes por los pueblos aledaños, y la abuela, además de atender la pequeña mercería era la ama de casa. Con Bocha tuvieron una relación bien a la antigua, ella cocinaba, limpiaba, lavaba y se encargaba del abuelo en todo.

   Luego de una larga enfermedad abuela quedó postrada y no quedó más remedio que internarla en un geriátrico. Al poco tiempo falleció. Entre todos los familiares tratamos de ayudar al abuelo a que pueda sobrellevar la ausencia de abuela Bocha pero su decaimiento fue inevitable.

     A partir de allí, mientras pasaba tiempo con él me daba cuenta que no tenía actividades que pudieran ocuparle la mente, que lo estimularan. Hice algunos intentos por entusiasmarlo en lectura, crucigramas, pero lo único que parecía interesarle eran las charlas y la radio encendida a su lado.

     Al año y medio de vivir sólo el abuelo empezó a olvidar cosas, a desvariar en la conversación, a perderse temporalmente. No quería salir de su casa por más de media hora porque tenía el reflejo de que en todo momento necesitaba ir de cuerpo y tenía dependencia absoluta por su propio inodoro. El médico diagnosticó demencia senil. Al tiempo ya no caminaba, sólo lo mínimo. En otra consulta el médico nos dijo que se estaba apagando y que pronto ya no se levantaría, que poco a poco dejaría de comer y comenzaría a descompensarse.

    Trataba de hacerme tiempo para pasar un rato a visitarlo. Casi siempre por la mañana. Notaba la necesidad que tenía de conversar. De hablar, más que nada. Por momentos lo corregía porque decía algo incoherente pero refunfuñaba y no le importaba. Contradecir a mi abuelo era una tarea inútil. Estaba amarrado a sentencias inamovibles. Sus verdades absolutas. Un día, quizás a semanas de su fallecimiento, ya muy débil, luego de un pequeño silencio dijo algo que por no tener la dentadura puesta no le entendí.

    -¿El qué, abuelo?-pregunté.

    -Los trajo Perón…

   -¿Qué cosa trajo Perón?

    -Los gorriones, nene, los gorriones… son plaga…

    El médico nos había dicho que por la enfermedad tendría recuerdos desordenados y a veces nos contaría cosas que habían sucedido mucho tiempo atrás como si fueran episodios de apenas días. Al oír lo de los gorriones me vino como un flashback las imágenes a lo que seguramente se estaba refiriendo el abuelo: lo que había sucedido aquella vez en el campo cuando yo tendría ocho o nueve años y me llevó a pasar la tarde mientras él hacía unos trabajos de mantenimiento.

    El “campo” era una parcela pequeña, una vieja herencia familiar, en la que cultivaba maíz y tenía algunas pocas vacas para consumo propio. Yo era muy chico y lo pasaba bien aunque la casa antigua, abandonada y bastante oscura me daba un poco de miedo. Para llegar hasta allí había que transitar por varios kilómetros de calle de tierra. En aquel día estábamos solos. Me sirvió una leche y él se cebó mates mientras comíamos pan con manteca.    

    Cuando terminamos la merienda el abuelo sacó la gomera del cajón pequeño y me dijo:

    -Vamos.

    Caminamos por el frondoso monte de eucaliptus que rodeaba la casa. Me pidió que recogiera piedras un poquito más grandes que las bolitas lecheras. De a ratos se detenía, colocaba un cascote en la honda y apuntaba hacía lo alto de algún árbol.

    Recuerdo vagamente que me instruyó la técnica de modo solemne: separar las piernas, apoyarse bien, contener el aire al estirar y largarlo cuando suelte la piedra. Pero yo apenas podía estirar las riendas y los cascotes sólo viajaban algunos metros. En un momento el abuelo tomó una botella del piso y la ubicó encima de una rama, se alejó varios pasos e hizo destreza de su puntería. El sonido a cristal roto le dibujó la habitual sonrisa de dientes grandes en su rostro. Yo sentía orgullo por mi abuelo.

    Fuimos alejándonos de la casa mirando las copas de los árboles, y en un momento sentí su mano pesada presionando mi hombro para detenerme. Hizo un gesto para que haga silencio. Lo vi apuntar con la gomera hacia arriba y tirar. El sonido no fue a cristal partido sino mucho más grave y comprimido, luego escuché el crepitar de ramas, un bulto que caía y que culminó con un golpe seco en el piso.

    -Es un gorrión- me dijo.

    Algo se quebró en mí cuando nos acercamos a ver lo que había caído. Me sorprendió al ver que era un pajarito gris, muy pequeño. Cuando el abuelo giró su cuerpo descubrimos que la piedra había hecho estragos en el cogote. La sangre, roja -vale enfatizarlo- me impactó e hizo que me bajara la presión.

    Seguramente esperaba que yo festejara por su destreza y puntería pero evidentemente mi rostro denotaba el desconcierto y tristeza. Puede que haya llorado, no recuerdo, pero lo que sí pasó es que me sentí débil, me tuve que acostar y no podía hablar.

    -Los gorriones son una plaga, los trajo Perón –dijo el abuelo levantando la voz mientras acomodaba el pequeño cadáver al lado del tronco del árbol.

    Probablemente haya sido la primera vez que escuché la palabra Perón en mi vida.       

    Mientras aquella tarde volvíamos en auto me aseguró con énfasis que los gorriones eran peor plaga que las langostas y se comían todo lo que se sembrara, y que Perón, el dictador, era el causante de lo sucedido y la razón de todos los males del país.

     Qué bárbaro que me haya traído a la memoria aquel episodio. Ahora sentado frente él, mirando las grietas de su rostro y sus ojos vencidos tras las ojeras, escuchando que mencionaba lo de los gorriones de Perón como si todavía estuviéramos en el campo al lado del pájaro muerto, me preguntaba ¿Será que el abuelo sintió culpa todo este tiempo por haberme visto triste en ese momento? Me levanté ya para irme, le di un beso y dije convincente:

    -Sí abuelo, los trajo Perón…

   Ese mismo día fui a buscar información sobre la historia de los gorriones y descubrí con sorpresa que no había sido Perón, el responsable fue Sarmiento o, en todo caso, un empresario de su época. De todos modos la historia era contundente, había ocurrido cuando Perón ni siquiera había nacido.

    Lo cierto es que yo el episodio lo tenía olvidado. Pasé siempre muy buenos momentos con él y aprendí a tolerar cierta rusticidad que tenía por ser un hombre que trabajó en el campo desde los ocho años. Los animales para él eran seres utilitarios. “En el campo, perro que mata una gallina es perro sacrificado”, me decía. La angustia y el enojo que tuve de aquella tarde fue cosa de ese día nada más, había desaparecido.

     En su estado actual y a sus noventa y seis años no tenía sentido que le contara lo que había descubierto. Fantaseé con que quizás podía liberarlo del encono permanente con Perón. Pero no, ya está.

     Lo vi llorar muchas veces en los últimos tres meses, decía que se sentía inútil, que no tenía sentido vivir así. A veces me confundía con cualquier otra persona. Nos contaba hechos de su infancia como si hubiera ocurrido hace horas, todos recuerdos que parecían reconfortarlo, que lo alegraban. Mi hermana le decía que ella rezaba por él para que se mejore, para que no sufra. Ya para ese punto con mis tíos y primos habíamos contratado personal de enfermería para cuidarlo las veinticuatro horas.

     En el último mes no se levantó de la cama, sólo era alimentado por suero y teníamos que hacer denodados esfuerzos para conversar con él. Ya no podía usar la dentadura y eso hacía muy difícil poder entender lo que decía, palabras distorsionadas a cuenta gotas. La empezó a pasar muy mal.  

    Esa mañana que estábamos junto a mi hermana Andrea visitándolo nos dimos cuenta que quería decirnos algo importante. Después de varios intentos en lo que se podía advertir el fastidio abrió los ojos como nunca y sus facciones se hicieron tensas, inclinó su rostro para el lado dónde estaba mi hermana e irguió el cuello como si juntara toda la fuerza posible en el mundo. Y pudimos escuchar clarito:

    -Negrita, vos que creés en Dios, pedíle por favor que me lleve.

    Nos miramos para corroborar que los dos habíamos escuchado lo mismo.

    -Quedáte tranquilo, abuelo.

    Muy pocos días después su deseo se cumplió.

 

 

 

Fin

 

 

 

 

TOMAS DIXON Y LA BOLIVIANA - Relaciones inesperadas.

     Tomás Dixon fue siempre un tipo sensible. Hijo de madre profesora de literatura y padre escribano, una pareja rubiona y elegante. Ella descendiente de alemanes y él de irlandeses. Tomás tenía algún que otro atributo de hijo único, se le notaba cierto matiz egoísta en la forma de relacionarse pero de algún modo era consciente y si cometía alguna estupidez a los pocos minutos intentaba remediarlo. Como aquella vez cuando teníamos once y doce años y nos había invitado a todos sus amigos a festejar su cumpleaños en su quinta. En verdad los Dixon tenían un campo de cinco mil hectáreas y, no sé por qué, al sector del campo en que se encontraba la casa, con su pileta de natación y cancha de fútbol iluminada, le llamaban quinta.

   Y fue allí en su cumpleaños, que jugando un partido de fútbol entre nosotros, Tomás atajaba y Andrés Regueiro le pateó un penal, Tomás atrapó la pelota contra el piso pero fue evidente que lo hizo detrás de la línea. Aunque la línea era imaginaria, todos convenimos en que fue gol, hasta sus propios compañeros de equipo lo intentaron convencer. Quizás eso colmó la paciencia de Tomás quien nos echó a todos de su quinta. Nos fuimos en grupo caminando hasta la ciudad por calles de tierra y tardamos dos horas en llegar. Los padres de Tomás lo llevaron aquella noche a pedir disculpas casa por casa. A todos nos tocó el timbre y mientras Tomás agachaba la cabeza, sus padres les explicaban a nuestros padres lo que había sucedido. En mi casa Tomás lloró a  moco tendido, a mí me dio lástima.  Luego de cada capricho como estos Tomás intentaba compensarlo. Aquella vez, el primer día que nos encontramos en clase Tomás le regaló la pelota con la que habíamos jugado a Andrés. Tenía ese tipo de actitudes que pasabas de querer matarlo a abrazarlo con todas las ganas.

   Yo no hice la secundaria con Tomás pero gracias a que en los veranos nos encontrábamos en el Club, entre pileta y partidos de fútbol nos fuimos haciendo amigos. Ya después la vida nos separó un poco aunque nos fuimos encontrando de vez en cuando en charlas que duraban horas. Con poco más de veinte años Tomás conocía el mundo, sobre todo Europa, y sus padres -y quizás él mismo- se sentían europeos. Lo que yo no sabía, o mejor dicho no alcanzaba a ver es que los Dixon tenían muchísima plata, en un pueblo como el nuestro ellos eran ricos. Yo empecé a trabajar en lo que creo que es lo que más me gusta que son los autos, logré tener mi taller de frenos y tren delantero y aunque no me va mal sé que no puedo ni siquiera enfermarme porque no tengo otro ingreso. Tomás, como estaba previsto, se recibió de escribano pero hoy su actividad principal es la de administrar el campo familiar y sus más de sesenta propiedades, entre departamentos y locales, la mayoría en la Ciudad de Buenos Aires y en Mar del Plata. A los treinta años nuestras vidas eran social y económicamente diferentes, pero aún conformábamos una relación cada vez más estrecha.

    Cuando me llamó para que vayamos a cenar aquél lunes, me llamó la atención ya que habitualmente lo hacíamos era siempre durante el fin de semana. El soltero pasaba la mayor parte de tiempo viajando y yo ya estaba casado con Ana y teníamos a los mellizos Miguel y a Maira que todavía eran bebéa. Ana me lo reprochó, ¿el lunes vas a salir? Yo le expliqué que Tomás quería que cenáramos porque necesitaba hablar conmigo y que seguramente sería algo importante.

    Me pasó a buscar en el Focus. La verdad es que Tomás podría tener un Audi, un BMW, pero, seguramente por cosa que ya viene de famila, ostentar no es lo suyo. Ya habíamos tenido varias charlas en la que me explicaba que el éxito reside en “optimizar el gasto y hacer crecer los activos”, así lo decía él, es decir que cada inversión que encaraba inmediatamente le tenía que propiciar un ingreso. Más de una vez le dije que era un rata,  que se deje de joder, aunque su respuesta era siempre la misma y bastante atinada: “Me conozco medio mundo, no me privo de nada”. En eso tenía razón.

    Fuimos a La Picada que, por su ubicación estratégica a la vera de la ruta y en una estación de servicio es parada obligada de viajantes y camioneros y quizás por esa razón es la única parrilla que está abierta en la ciudad un lunes. En los diez minutos de viaje hasta La Picada hablamos de pavadas. Ya sentados y a la espera del mozo empezó a contarme su problema.

    Tengo que decir que Tomás, aparte de guita, tiene facha, las minas lo buscan, porque muy pocas veces se dan ese tipo de combinaciones juntas, físico de atleta, carilindo, profesional, inteligente, y rubio, pero no ese rubio pálido, sino el que se broncea con un poco de sol a la vez que le aclara el pelo, como el rubio de Camel, y a todo eso hay que agregarle el hecho no menor de que tiene guita.  Pero es un desastre con las minas, no tiene parla, es tímido. Una sola mujer le conocí, que pobre, lo volvió loco, era insoportable, salieron como dos años pero no lo dejaba ni respirar. Todos conocen en el pueblo a la Flaca Toledo, una preciosura, pero con unas ínfulas que ni te cuento, era obvio que estaba con Tomás por la guita, ella no era pobre tampoco pero con Tomás sentía que se subía a ese escalón social en el que en esta pequeña ciudad residen cuatro o cinco familias. Cuento esto porque el problema de Tomás era un problema de mujeres.

    -Conocí una mina- me dijo, preocupado.

  -¡Muy bien!

   -Es boliviana.
     
   Me lo dijo en seco, como diciendo “no te ilusiones tanto”. No soy racista, pero me costó visualizarlo, si es boliviana es morocha y se me figuró un contraste poco habitual en una pareja, pero no sólo visualicé el binomio, instantáneamente pensé en los padres, imaginé la foto: tres rubiones, blondísimos, casi áuricos y una morena. Hice un gesto contenido de sorpresa. Me contó que la conoció porque una vez compró en la verdulería de su familia, en un barrio alejado en el que estaba ocasionalmente  y la vio.
   
   -Tiene la sonrisa más linda del mundo, me enamoré.

    Y entonces comenzó a hablar, casi sin pausa, ansioso. Su preocupación era que estaba realmente enganchado, me contó que durante tres meses compró solamente en esa verdulería, se deprimía cuando no estaba y volvía al otro día para compensar el hecho de no encontrarla. Pero el punto máximo del idilio fue cuando la vio en el corso, ella le había contado que con la colectividad se estaban preparando para pasar en el corso, que no era ni murga ni comparsa, que sólo bailaban. Tomás fue las cuatro noches. Me contó que la vio hermosa y que estaba convencido que sería la madre de sus hijos. Tenía veintidós años.
    
    -¿Pero ya estás con ella? -pregunté

    -Este fin de semana fue la primera vez…
 Me contó que pasó a buscarla el viernes por su casa para cenar, había hecho una reserva en La Fonda, pero Paula, así se llamaba, no se sintió a gusto, la vio incómoda, que la moza que siempre era simpática cuando iba con su familia o sus amigos a cenar allí los había atendido secamente. Eso tiene lógica: Tomás es un tipo conocido en la ciudad y no sólo eso, es un soltero codiciado. Tal fue el mal momento que no terminaron el plato principal y fueron a tomar un helado a Aloisio. Allí Paula ya estaba más cómoda y le contó parte de su vida, que ella tenía apenas dos años cuando sus padres se vinieron de Bolivia, que todo empezó porque un amigo del papá que estaba en Ituizango les dijo que había posibilidades de trabajo y se vieron con sus dos hermanos varones, mayores que ellos. Que vivieron en casitas alquiladas, hasta que por fin pudieron comprar una casita a tres cuadras en dónde tienen la verdulería. De todos modos Paula, según Tomás, no era de mucho hablar, le costaba sacarle las palabras y quedaban largos períodos en silencio.
    
Pero al fin se animó a invitarla a tomar algo a su quinta. Ya allí fue otra, porque apenas conversaron, Tomás abrió un vino blanco y en diez minutos estaban en la cama.
   
-No sabés lo cariñosa que es…- me dijo con ojos encendidos mientras intentaba desgarrar el chinchulín con sus dientes.
  
Esa noche la llevó a su casa porque el sábado Paula trabajaba al otro día temprano. Quedaron que Tomás pasaría a buscarla pero con la condición de que ella eligiera donde ir. Ella aceptó, le pidió que pasara a las diez de la noche por su casa.
 
Tomás llegó puntual, no sin haber estado antes todo el día pensando en ella. Le llevó un ramo de rosas. Paula las tomó antes de subir al auto, las olió y pidió que la esperara así guardaba el ramo en un florero con agua. Tomás tuvo la impresión que era otra Paula, porque la noche anterior se había vestido sobriamente, prácticamente sin maquillaje ni accesorios. Pero ahora Tomás sintió que resplandecía, los labios rojos, jeans coloridos, blusa con detalles plateados, aros enormes, collares, pestañas postizas. Estaba hermosa, pero evidentemente este era el modo en que Paula se sentía cómoda, en su ser.
   
Claro, el pantalón clásico, los zapatos de moda y la chomba Lacoste que vestían a Tomás resultaron de un contraste notable, porque Paula lo llevó a un baile que la colectividad boliviana hacía en Moreno. Apenas entró al gimnasio del club devenido en boliche Tomás sintió que estaba compensando lo de la noche anterior, cuando Paula se incomodó en el ambiente sobrio y paquete de La Fonda.
    
   -Imaginate – me dijo, -yo era el único rubio en una muchedumbre de morochos bolivianos…
   
Cinco horas estuvieron allí, pero era tanto el enamoramiento que Tomás, luego de vencer una primera hora de adaptación, ayudado por litros de Fernet, terminó bailando ritmos y géneros que no había escuchado en su vida. Paula bailó con muchos muchachos y por primera vez en su vida sintió celos. Según él ese es un indicio seguro de que está enamorado de ella. Fueron nuevamente a la quinta y a las siete de la mañana le pidió que la llevara porque abría la verdulería a las nueve y media de la mañana, como todos los domingos.
   
Cuando el mozo de la picada vino a nuestra mesa pedimos dos Don Pedro de postre, un poco de wisky no está mal para bajar un poco la comida, le confesé a Tomás que no veía un problema, que parecía que estaba todo fenómeno, que siguiera para adelante. El puso cara de preocupación, y comenzó a hablar del futuro. El domingo la invitó al campo aprovechando que no estaban sus padres y sintió que quería casarse con esa mujer, que estaba siempre de buen humor, sonriendo. Que inclusive el campo podría ser un buen lugar para vivir, anduvieron a caballo, tomaron mates, disfrutaron de una hermosa tarde, pero la piedra en el zapato, el pensamiento que no pudo borrar de su mente eran sus padres. El estaba contento porque sentía que había conocido a la madre de sus hijos, que por diversas actitudes que Paula tenía le demostraba que no le interesaba el dinero, ni las apariencias, y Tomás creía que a ella le cambiaría la vida, que no tendría que trabajar en la verdulería, que podría acompañarlo, sentía que le mejoraría su calidad de vida y lo veía como un acto de amor. Pero no sabía cómo encarar el tema de sus padres, si se la presentaba de sopetón, sin avisar, o primero le mostraba las fotos que ya tenía con ella en el celular, o directamente decirle sin más prólogo que Paula es boliviana.
  
La verdad que conociendo a sus padres no le di mucha expectativas así que me concentré en estimularlo con cosas que uno puede hacer porque las ve desde afuera, con la liviandad de alguien que no está en los zapatos del otro: que no tenía nada que perder, que él ya era adulto, que lo que importaba es cómo él se sintiera, todos concejos trillados casi de libro de autoayuda, pero la verdad es que yo lo decía sin entusiasmo, en el fondo se me adivinaba lo que realmente pensaba: que sus viejos preferirían ser pobres antes de ver a su único hijo formalizando con una boliviana.
   
Nos fuimos de la parrilla y evidentemente Tomás estaba más aliviado, en el auto hablamos de otras cosas, preguntó por mi vida pero me di cuenta que fue protocolar porque seguía embutido en sus pensamientos. Me dejó en la puerta de casa y quedamos en que me llamaría para contarme. Confieso que picó el bichito de la curiosidad, o mejor dicho de la morbosidad por ver la cara de los narizparadas de los Dixon cuando Tomás les presente a su novia boliviana.
   
A la flaca le tuve que contar, no le dio mucha importancia, para ella era todo más simple, si estaba enamorado y quería casarse que lo haga, pero yo sabía que la cosa no era tan sencilla. Esperé que el fin de semana siguiente Tomás me llamara. Pero no. Pasaron semanas y nada. Un día decidí ir hasta la verdulería y conocer a Paula, quizás podría sacarle el tema y me contaría. Había una chica que debería ser ella, sonriente, intenté conversar pero no pude sacarle una palabra que no sea los precios de las manzanas y las bananas. Era una morocha linda, sin dudas.
    
A los tres meses no aguanté más y le mandé un mensaje por el celular “¿Todo bien?”, esperando como respuesta una llamada en la que me contara cómo iba todo y a los minutos me llegó un mensaje lacónico: “OK”. ¡¿Cómo “OK”?!pensé, ¡éste me está jodiendo! Lo llamé sin más vueltas pero no me atendía, recién a las once de la noche pude comunicarme.
  
  -Hola.
 
-¿Cómo andás Tomás?

 -Bien, bien…

  -¿Todo bien?
 -Sí, ¿por?

 -Cómo ¿por? ¿Qué pasó? ¿Te casaste con Paula y no me enteré? –dije irónicamente.

 -Ah, Paula…

 -Sí, sí…

   Tuve ganas de asesinarlo, hablaba con voz desganada, como si no le interesara el tema. Luego carraspeó y continuó:   -No… este… ¿te acordás que te dije que la iba a invitar a cenar a lo de mis viejos?... bueno… me dijo que no…

-¿No quería conocerlos?

-No, que ella no quería nada serio, que lo nuestro era un touch and go, que ella estaba bien así...

-¿Y, se siguen viendo?

-No, no... para que negártelo, mañana me voy a Paris por unos días, me dejó hecho mierda...  

No supe qué decir. Sólo le propuse que cuando quiera nos juntamos a cenar. Me dijo que si pero supe que era por formalidad, parecía la voz de un cadáver. Cuando corté me quedé pensando en qué mujer que conozca podría encajar con Tomás. No me gusta esto de ser cupido pero tengo la sensación de que Tomás lo va a necesitar más que nunca.             
   


  FIN 

FEBRERO 2016