La máquina de contar
historias
No soy amigo de Hernán Casciari. Lo que
tampoco significa que esté enemistado con él sino simplemente no somos amigos. Durante
un tiempo, después de terminado el secundario apenas mantuvimos una pequeña comunicación
por email muy esporádica. Esto fue hasta que se hizo famoso y ya no tuvimos
contacto. Mis sentimientos hacia él no son los mejores porque lamentablemente
fui su víctima. Sí, el gordo me cagó.
Un día en 2006 o 2007 me encontré con
Roberto, su papá, en la fila del banco, y me contó que Hernán, desde Barcelona
estaba escribiendo un blog llamado Diario de una mujer gorda en el que
supuestamente escribía una mujer mercedina pero en realidad era él. Puro
invento del gordo. Llegué a casa y busqué el blog. Me reí mucho. Y me
sorprendió que gente de todo el mundo, de habla hispana, comentara cada
publicación como si fuera real. Eran relatos desopilantes, muy graciosos y
todos creían que eran verídicos. Le mandé un email a Hernán confesándole el
descubrimiento y en la respuesta me suplicó que por favor no lo delatara.
Conocí al gordo en los años ochenta cuando
yo andaba por los trece o catorce años. Él estaba dos años más avanzado a nivel
escolar y durante algunos veranos confluimos en la Liga de Padres de Familia en
Mercedes. La Liga era el campo deportivo y recreativo del club Ateneo donde
disfrutábamos de la pileta y pasábamos las tardes.
Creo que el primer encuentro entre Hernán y
yo ocurrió en un doble de tenis en el que él formaba dupla con su papá Roberto
y yo con mi amigo Pablo Asenzo. El estilo tenístico de Hernán era más propio de
la pelota-paleta que del tenis, y los millares de chistes y comentarios que
desplegaba en cada set -con los que lógicamente me cagaba de risa-, nos hacía
presuponer que los liquidaríamos en pocos minutos. Pero no, eran imbatibles y
sucumbíamos frente a un Roberto Casciari que con un raquetón gigante como un
mediomundo bloqueaba todas nuestras pelotas en la red.
Por aquel entonces yo rompía las guindas de
los demás canturreando y desafinando buena parte de la tarde con mi guitarra
por todo el predio de la Liga. Hernán me pedía canciones de Charly García del
cual era fanático y despotricaba contra Soda Stereo que era el grupo de rock
que comenzaba a imponerse en la Argentina. En una de esas juntadas alrededor de
la guitarra nos contó que tenía un grupo de rock con amigos suyos y que ya
había compuesto una canción, y haciendo mímica con la raqueta como si fuera una
guitarra comenzó a cantar el estribillo: “Rosalía, Rosalía, Rosalía, abortó
ciento treinta y cuatro vidas”, el cual sonaba muy lejos de la influencia de
García y más cerca de Los Auténticos Decadentes.
Recuerdo
una vez que entre varios nos quedamos hasta la noche a comer unas hamburguesas
y yo me volví con Hernán en bicicleta hacia nuestras casas. Por conversaciones
que habíamos tenido había descubierto que un nuevo vicio nos unía: Hernán
también leía. Hasta allí yo solamente tenía un camarada de lecturas, mi amigo
Jano, compañero de escuela. Y nadie más. Pero mis lecturas eran solo de la
literatura juvenil en las que aparecían Robinson Crusoe, Miguel Strogoff, Guillermo
Tell, Sandokán. Con el tiempo me daría cuenta de que Hernán era de otro
planeta. Era un animal leyendo. Había leído libros que yo no tenía ni la menor
idea de que existían y los devoraba enteros como un troglodita de un solo
tirón. Con el tiempo comprendí que él ya estaba deglutiendo lo que se denomina
la “alta literatura”.
Otra tarde volvíamos en bicicleta por la
interminable calle 11 después de haber jugado un partido de tenis. Ya se hacía
de noche, y empezó a contarme que estaba con unos cuentos que no podía dejar de
leer, que se quedaba hasta las cinco de la mañana despierto y que tenía ganas
de “ponerse escarbadientes en los ojos para no dormirse y poder seguir
leyendo”. Recuerdo esa frase porque inmediatamente se me hizo la imagen de
Hernán en su cama con los dos escarbadientes sujetando los párpados.
En el punto donde debíamos desviarnos del
recorrido cada uno a sus casas, si mal no recuerdo en la esquina de las calles
2 y 29, nos detuvimos y Hernán, como poseído por algún espíritu borracho,
seguía narrándome con un despliegue gestual y corporal efusivo un relato tras
otro: el crimen de las dos mujeres, el del viejo ojo de buitre, el de la mujer
que moría al ser retratada, la historia tenebrosa del que enterraban vivo tras
un muro. Era una máquina de contar historias. Son de Pou me dijo, “Se escribe
“Poe” pero se pronuncia “Pou””. Días después yo encontraría una recopilación de
Edgard Allan Poe buceando en la biblioteca de mi tía Ana. Pero las leí de rigor
porque Hernán ya me las había contado y dramatizado con tal furia que me
resultaban insulsas, casi estériles. Y definitivamente aquellos cuentos están y
estarán en mi cabeza relatados y dramatizados por el gordo una noche de verano
en la esquina de 2 y 29.
Cuando terminó la secundaria él se fue a
vivir a Buenos Aires y un par de años después yo me instalé en Rosario. Y por
cuatro o cinco años no supe nada de él. Hasta que un desgraciado fin de semana
volvimos a tener contacto.
Me remonto al año 94 o 95. No viene el caso
la exactitud de la fecha. Yo prácticamente era un rosarino más y venía muy poco
a visitar a mis padres a Mercedes. Me había puesto de novio con una chica
rosarina, Sofía y juntos vinimos a pasar un fin de semana en mi casa paterna.
Sofía era estudiante de periodismo y comunicación social. Era la primera vez
que ella venía a casa a conocer a mi familia.
Llegamos justo el domingo para almorzar.
Más tarde, en horas de la siesta, luego de acomodarnos en mi cuarto, empezó a
hojear una revista local que yo conocía llamada La Ventana en la que en la tapa
había un título que decía “Los túneles de Mercedes” o algo parecido. La edición
era de ese mismo domingo. Mis viejos la habían comprado y me la dejaron para
que la lea. El director era Fifo Roggero, un pintor amigo de mi tío Jorge, al
que yo admiraba.
Ella me leyó la nota en voz alta. Mientras
yo me recosté en la cama escuché el relato escrito en primera persona, en el
que un cronista contaba cómo descubre unos túneles que existían en la antigua
fundición de la ciudad ubicada detrás del parque municipal: el periodista decidió
entonces explorar los túneles y con una linternita se introdujo en uno de
ellos, consiguió dar con unos pasadizos secretos que recorrían dos o tres
kilómetros y terminaban coincidiendo con la iglesia Catedral y la
Municipalidad, además todo iba condimentado con una teoría conspirativa muy
convincente.
La crónica era impactante, de mucho nivel
para lo que estaba acostumbrado a leer en publicaciones locales, tan atractiva
que Sofía quedó obnubilada. Al pie de la nota aparecía el nombre del cronista:
Hernán Casciari. Yo le conté que era un amigo mío de épocas de la secundaria.
Ella me pidió por favor que lo ubique así le hacía una entrevista para publicar
en Rosario. Recuerdo que me entusiasmé, yo quería realizar ese recorrido que
hizo el gordo. Me parecía algo alucinante. Llamé a un par de amigos por
teléfono y les pregunté si sabían algo de los túneles pero no habían leído la
nota todavía. Con Sofía comenzamos a planear que sería bueno visitar esos
túneles y sacar fotos. Entonces fue que me animé a llamar a Hernán por teléfono.
Después de saludarnos le comenté que mi
novia estudiaba periodismo y que quería hacerle una entrevista por el
descubrimiento de los túneles que sería publicado en la revista de la facultad
de comunicación. Me dijo que no tendría problema, que lo llame después para
coordinar, cerca de las cuatro de la tarde.
Sofía quedó tan excitada que no podía
contener su felicidad, desbordaba de alegría porque ahora sí tenía una
historia, una crónica atractiva con la que se regodearía frente a sus
compañeros y profesores de la Escuela de Periodismo. Estuvimos horas hablando y
releyendo la nota y ella en una libreta iba anotando las preguntas que le haría
a Hernán para no olvidarse de nada. A mí me preguntaba qué tal era Hernán como
persona y yo le contaba que el gordo era muy talentoso y que tenía más horas de
lectura que las que pasa una gimnasta rusa entrenando. Cuatro menos cinco
mirábamos el teléfono caprichosamente inmóvil sobre la cómoda. Contagiado por
el entusiasmo de Sofía, me salía de la vaina por levantar el tubo y marcar.
Dejamos pasar un par de minutos después de las cuatro y me decidí. Me atendió
Chichita. Me conocía porque era clienta de la tienda de mis padres. Me dijo que
Hernán no estaba y que volvía a la noche.
La espera fue interminable pero después de
la cena pude comunicarme con él, le conté de los planes que teníamos, visitar
los túneles, sacar fotos y en el transcurso del recorrido le haríamos una
entrevista para que nos vaya relatando el hallazgo, hubo un breve silencio
antes de que me respondiera, cuando por fin lo hizo me demolió:
-¡Boludo, es todo un verso! Lo inventé
todo...
Primero no entendí e inmediatamente se me
empezó a bajar la presión.
-¡Qué hijo de puta! –dije casi sin aliento.
Escuchaba la típica risa traviesa del gordo.
-Mirá, Lo hice porque quise demostrar que
la gente en Mercedes está acostumbrada a leer sin cuestionar y da todo lo que
sale en los diarios como una verdad absoluta y bla, bla, bla….
Yo ya no lo escuchaba. Es como si mi
cerebro se hubiera transformado en una licuadora tratando de triturar todo lo
ocurrido en ese día. Creo que me despedí y le corté de la vergüenza que me dio.
El calor me estallaba en las orejas, me sentí un verdadero pelotudo. Sofía
estaba a mi lado expectante esperando que hablara.
-Es todo mentira, qué gordo puto- dije
mientras caía abatido sobre el respaldo de la silla.
Vi cómo
Sofía se ruborizó y yo quise, deseé con toda el alma, que el piso de mi casa se
abriera bajo mis pies y me tragara hasta llegar y quemarme en el punto más
incandescente del núcleo del globo terráqueo.
-¡Claro!– dijo ella, interrumpiendo mi
viaje subterráneo – ¡hizo lo mismo que Orson Welles!
Tuve ganas de responderle que estaba muy
bien que conociera el episodio de Orson Welles con lo del engaño de la invasión
extraterrestre y que eso denotaba que la facultad estaba dando sus frutos pero
lo interesante, lo inteligente, hubiera sido recordarlo en el momento que leíamos
la nota de los túneles. Por supuesto que en lugar de eso, en voz alta, pero más
para mí que para ella, y con un tono en el que se adivinaba mezcla de
admiración y resentimiento volví a exclamar:
-¡Qué gordo hijo de puta!
Lamentablemente la vergüenza no terminó
allí. Ya en Rosario, días después de ese fin de semana, mi viejo -que bien
podría haber reemplazado con holgura a Michel Douglas en la película Un día de
furia-, y que se había enterado del engaño en el que habíamos caído, en una
llamada por teléfono me contó que lo fue a buscar a Hernán y que lo a cagó
puteadas de arriba a abajo. No… Yo me quise matar, no podía creer semejante
cosa, ahora la vergüenza sería eterna. Discutí con mi viejo pero no lo pude
hacer entrar en razón: lejos de enojarme con Hernán, luego de asimilado el
golpe, yo celebraba su genialidad. Me había cagado pero con clase.
Tiempo después, en otro viaje, me lo
encontré a Hernán en uno de esos trámites burocráticos en una dependencia
pública. Inmediatamente le pedí disculpas por lo de mi viejo, pero él me dijo
que me quedara tranquilo, que era comprensible. Hace unos años fui a ver su
recital de cuentos en La Trocha de Mercedes. Me firmó un libro que regalé a un
amigo. Ya no lo vi más. Por suerte, para salud mía.
Fin


5 comentarios:
jajaja, excelente!
Que hijo de mil! Digo lo mismo. Jajaja. Muy bueno chori, saludos
Iván
Excelente historia. Pienso que hubiese sido aún más perfecta si en lugar de citar a Orson Welles, tu novia hubiese recordado El camelo del globo, relato ficticio que Edgar Allan Poe publicó en el New York Sun como si fuese la crónica periodística del primer viaje en globo que cruzó el Atlántico. Al parecer, el mismo periódico tuvo que publicar una nota pocos días después aclarando que la noticia no era cierta. De este modo tu cuento hubiese insinuado que Casciari aprendió a mentir con el autor que le daban ganas de leer con un escarbadientes en los ojos para no quedarse dormido.
Se puede leer más sobre los engaños de Poe aquí.
EXELENTE CHORI , SALUDOS
Excelente Chori
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