Estamos en pizzería Sorrento, somos tres pibes sentados en
una mesa cuadradita y sobre ella hay nueve botellas de cervezas vacías. Es mitad de la década del ochenta. Pablo, Gustavo y yo miramos orgullosos los
trofeos Quilmes sobre la mesa y nos vanagloriamos de la proeza. Somos jóvenes
de catorce y quince años, por lo tanto somos estúpidos, al punto de que le
pedimos al mozo que deje las botellas vacías sobre la mesa para que quién nos
viera admire a tres machos que han exterminado nueve litros de cerveza y evidentemente la tienen muy grande.
Luego de Sorrento decidimos ir al boliche, a bailar. Allí
Gustavo nos convence de que vayamos a la barra pero esta vez no a tomar cerveza
sino que nos estimula para que probemos algo más potente, bajo la consigna de
que debemos ascender un peldaño más en nuestra cultura alcohólica. Bebemos Piña
Colada y licor de menta, no sé cuántos. En una de las obligadas idas al baño
siento el trance, cierto mareo, las luces de la pista me obnubilan, choco a
personas, alguna chica me empuja enojada y las paredes se mueven. Vuelvo a la
barra y noto que los tres tenemos la misma condición. Decidimos salir a tomar
aire.
Es verano, lo confirma la poca ropa en nosotros, la chomba
salmón de Pablo, la camisa arremangada de Gustavo. Pablo se despide porque se
va a su casa que queda en otra dirección. Con Gustavo compartimos el barrio y
nos vamos juntos pero caminamos vagamente, hablando pavadas y yo adaptándome a
mi primera experiencia en pedo, hasta que vemos algo que nos descoloca: en la vereda del Banco Provincia un pibe está
tirado boca arriba desmayado. Lo reconocemos porque es muy gordo, es realmente
enorme.
¡Es el Gordo Prieto! dice Gustavo, ¡Sí, es el Gordo Prieto!,
digo ¿Está muerto?, pregunto. A modo de respuesta Gustavo lo sopapea suavemente
y el Gordo hace un respingo. Comprendemos que está mucho más en pedo que
nosotros. “Quiero ir a mi casa, mi vieja me va a matar” dice rezongando el Gordo
desde el piso.
Gustavo, estoico, amante de las empresas imposibles, me propone
que lo llevemos a su casa y yo me entusiasmo. Conseguimos que el gordo nos diga
su dirección, calculamos que son entre diez y doce cuadras. Lo tomamos como el
emprendimiento de nuestras vidas. Evidentemente estaba descubriendo que una de
las virtudes del alcohol es la intrepidez, la capacidad para realizar proyectos
arriesgados en forma temeraria. Porque no estamos hablando de un pibe un
poquito grandote o medio gordito, es quizás en ese momento la persona más obesa
del pueblo. Estamos en la década del ochenta y no hay problemas en decirle
gordo al gordo, no se esquiva el bulto con eufemismos para no herir, y el gordo
Prieto es tremendamente obeso, ni un poco anchito ni algo grandote, es muy
gordo, (tiempo después supe que llegó a pesar más de ciento cincuenta kilos).
Gustavo lo toma de las axilas y yo me coloco por detrás, le
suplicamos al gordo que se levante, que haga un esfuerzo, no solo es el gran
peso que lo complica todo sino que es inasible, no hay lugar donde encontrar un
hueso para trabar y levantarlo, se nos
resbala. Le gritamos para que despabile,
algo responde y logramos incorporarlo sobre las piernas, con dificultad
maniobramos y nos disponemos a avanzar, yo lo empujo desde atrás y a la vez le
sirvo de soporte para que no caiga sobre su espalda, Gustavo lo sostiene del
cuello de la camisa controlando los lados y cada vez que el gordo parece caer
hacia delante se coloca de frente para sostenerlo.
Se nos cae varias veces y varias veces tenemos que volver a levantarlo, por momentos parece que se duerme y yo cansado de sostenerlo con los brazos apoyo la cabeza en su espalda y siento la humedad de la transpiración en su camisa, pero estamos convencidos de que tenemos que cumplir con nuestra promesa de dejar al Gordo Prieto en su casa sano y salvo. Para que su madre no lo mate. Es nuestra forma de sentirnos héroes.
. Al llegar a la puerta nos distendemos y yo
adivino por el gesto en su cara que el gordo se da cuenta que es su casa, se relaja y se
desploma. Nosotros también caemos al piso, disfruto de que todo gira, el cielo, los postes de luz, las pocas estrellas que quedan. Siento el latido fuerte en el pecho y los músculos vencidos por el esfuerzo.
El amanecer ya nos da algo de claridad. Nos levantamos entre los dos como podemos y buscamos la llave en
el bolsillo del pantalón e intentamos levantarlo nuevamente, pero el gordo
parece otra vez desmayado, nos falta un pasito para concluir el objetivo, no
podemos dejarlo ahí tirado en la vereda después de tanto trabajo. De pronto la
luz del porch se enciende. La figura de una mujer, también volutpuosa, se asoma en la ventana.
-¡Gordo, tu vieja!- dice Gustavo.
El gordo abre los ojos repentinamente y se para como un rayo, parece que le hubieran tirado
un balde de agua fria, manotea la llave de su bolsillo con tremenda lucidez, camina casi sin
tambalearse en un autocontrol admirable y abre la puerta sin problemas en el
primer intento. Su madre cierra la puerta no sin antes mirarnos con desprecio.
Extasiados nos sentamos en el cordón de la vereda, yo estoy agotado y
mareado, dudo de que pueda volver a levantarme. Gustavo gatea hasta el árbol que
está a pocos pasos y vomita un par de veces, tratando de reponerse gira la
cabeza para mirarme y me dice con bronca:
-Qué gordo hijo de remil puta…