Te recuerdo bien. Fue hace muchos años, ¿veinte quizás? ¡Qué digo veinte, van a ser treinta años! Yo la estaba pasando mal, en todos los sentidos que puedas imaginarte, tenía poco más de veinte años, probablemente veintiuno y estaba en una ciudad desconocida, una Rosario inmensa que iba descubriendo día a día.
Esa mañana venía de salir a buscar laburo por innumerable vez, otro episodio más en el que cientos de pibes y pibas hacíamos cola para diez puestos en algún supermercado, o un empleo en un comercio pequeño. Tenés que tener en cuenta que todo un enjambre de fracasos y preocupaciones habitaba en mi cabeza, la carrera universitaria frustrada, los proyectos truncos, un amor que se diluía, la inevitable falta de guita, la incertidumbre y por supuesto, la culpa.
¿Culpa, te preguntarás? y sí, la culpa siempre fue el tema, el no poder cumplir con las expectativas que los demás tenían sobre mí me condenaban al remordimiento. Yo lo recuerdo bien, hombre que no conozco, porque vos venías con ropa de trabajo caminando frente a mí aquella mañana, lo tengo muy presente. La cuadra era Córdoba entre Paraguay y Roca, noté que te dirigías a mí y así fue que interrumpiste el caos en mi cabeza, ese mambo de paria adolescente agobiado a punto de entrar en la madurez socialmente requerida. Me detuviste y con voz peor que la que yo pudiera tener, lastimoso tono de congoja y tristeza, me dijiste:
-Flaco, ¿no tenés dos pesos? Estoy desesperado.
-¿Qué pasó? – te pregunté conmovido.
-Mi hijo está internado, necesito comprarle una droga para quimio y en el hospital ya no tienen.
Mencionaste algo de un linfoma y una madre que no estaba. No presté atención porque vi humedad en tus ojos y yo tenía dos pesos. Jamás olvidaré lo que significaban dos pesos en aquellos días, dos kilos de milanesa de dudosa carne en El Rayo o una compra de verdulería para dos días, o un menú con vino de la casa y soda en el barcito de Pellegrini. Dos pesos eran dos pesos, un billete muy preciado. No estaba en condiciones de desprenderme de uno de ellos pero me perforaste el alma, y eso que todavía no era padre. Lograste con tu expresión facial contraída de angustia y la postura corporal de abatido que te diera lo que en realidad no tenía.
Nos despedimos y seguimos nuestros respectivos itinerarios, vos en dirección al monumento y yo para el lado de Oroño. Fueron segundos y me detuve, me di vuelta y vi tu espalda ya más erguida, también me sorprendió el modo de caminar resuelto, definitivamente más veloz que el casino andar con el que te me acercaste y creo que lo dije en voz alta:
-Me cagaste.
Intenté desoir ese arrebato de mi yo interno, pero lentamente comencé a sentir la metamorfosis, la abrasadora sensación de que me había transformado en un boludo. No puede ser, me dije, este tipo no puede joder con la vida de un hijo. Y en el momento que te vi doblar por Paraguay, tomé la decisión de seguirte. Mi mañana había terminado, solo deambulaba para hacer tiempo y no me contuve, hombre que no conozco, mi carácter obsesivo cuando despierta no descansa. Juré no parar hasta verte entrar al hospital.
Te seguí de atrás sin hacerme notar, pasaste Rioja y seguiste, cuando doblaste en San Luis, corrí hasta la esquina y desde allí te observé. En cuanto cruzaste Corrientes apuré el paso para no perderte entre el movimiento de gente que me dificultaba la visión. Pero de pronto desapareciste. Puta, dije, seguro entró a un edificio. Corrí hasta pasar Corrientes, y apenas hice unos metros me di cuenta que habías entrado al bar. Pasé y simuladamente miré, estabas sentado en la barra. Seguí de largo, y cuando salí de tu rango de visión me detuve.
Tengo la bendita costumbre de creer que el ser humano es bueno por naturaleza, allí donde uno rasca para quitar el sarro malicioso que la sociedad y la lucha por vivir genera en una persona siento que siempre yace el hombre bondadoso. Entonces me dije: pobre hombre que no conozco, tiene derecho a desayunar. Esperé unos minutos y volví a pasar. Vos no mirabas para afuera, estabas de perfil y ya tenías una taza humeante y tres medialunas sobre la barra. Me crucé enfrente a esperarte. Todavía no sabía para qué. No uso la violencia aunque las ganas de partirte un palo por la cabeza me iba consumiendo la poca piedad que me quedaba. Cuando vi el cartel sobre la vidriera que con fibra negra sobre cartulina amarilla proponía “Café con leche y tres medialunas $0.90” me decidí. Hijo de puta, ¿tenés idea de las veces que vi esos carteles por todo Rosario en aquellos días pero mi pobreza de estudiante hacía imposible que pudiera disfrutarlo? Entré al bar como una tromba, y fui directo hacia vos. Te sorprendiste.
-¿Me pediste dos pesos para tu hijo enfermo y estás desayunando acá?- te dije seguramente titubeando por los nervios.
-Tranquilo, flaco –respondiste sin alterarte- Tranquilo.
Pausadamente sacaste del bolsillo un fajo enorme de billetes de dos pesos, tomaste uno entre los más de treinta que tendrías y me lo diste.
-Disculpame flaco… pero es mi laburo –dijiste dándote vuelta.
Me fui con los dos pesos recuperados. No te pregunté si tu hijo enfermo existía, en realidad creo que ni siquiera un hijo habría en aquellos años. ¿Qué será de tu vida, hombre que no conozco? Me doblabas en edad así que quizás hayas muerto pero como yo sí soy un hombre bueno prefiero creer que estarás todavía vivo disfrutando de una jubilación provechosa, con plazos fijos o cajas de seguridad repletas de billetes para comprar copiosos desayunos.