LA HABITACION DEL TERROR

 


LA HABITACIÓN DEL TERROR
Mi sentido más sensible es el olfato, no tengo dudas, cosa que puede ser beneficiosa y disfrutable cuando se huelen comidas deliciosas o perfumes florales pero también puede resultar poco y hasta nada agradable en otros casos. Si para la mayoría los aromas abren la puerta a lo evocativo, a la melancolía y la nostalgia, para mí es mucho más profundo y esencial, es mi sentidos de los sentidos y esto puede ser hermoso como cuando viviendo lejos de mi Mercedes natal el olor a tilo me depositaba en la infancia.

No fue así esta mañana cuando limpié la bandeja de las piedritas de nuestra gata, el pis concentrado de gato con el paso del tiempo despide una especie de fortísimo olor que ya en las clases de química de la secundaria he aprendido a reconocer como amoníaco. Un tiempo embebido en esa atmósfera provoca la sensación de que la nariz caerá a pedazos como si la atacara un ácido. Es realmente insoportable. Ese olor me llevó a recordar aquella noche fatídica, de terror, que pasé internado en la clínica de mi ciudad en el mes de julio de 2019.
Había padecido en casa cuatro días de vómito y diarrea fulminante con dolor abdominal intolerable y sin poder beber ni siquiera una gota de agua, a los pocos segundos de ingerida las arcadas me destrozaban por dentro. Mi médico me controlaba vía mensajes, los síntomas que deberían haber cesado a los dos días no desaparecían. En la mañana del quinto día noté que al querer pararme para ir al baño me desmayaba. El doctor ordenó internarme.
Doblado en dos por los dolores y las náuseas llegamos con mi esposa a la clínica y a los pocos minutos, luego de hacerme una radiografía de torax indicada por el doctor, estaba en una cama con el suero colocado. Me alegré que en la pequeña habitación la cama de al lado estuviera vacía. Pero duró poco el contento. Un muchacho de unos treinta años que los enfermeros trajeron en la camilla ocupó la cama de al lado. Una mujer mayor, corpulenta, que luego me enteraría que era su madre lo acompañaba.
El día fue pasando, yo ya estaba recibiendo antibióticos para salir del cuadro viral. Supe que el muchacho de al lado estaba esperando una pequeña intervención en la que le suministrarían un medicamento vía un catéter y que a las 6 de la tarde esperaban irse y tomar un remise para volver a su pueblo. Mientras pasábamos el tiempo mirando televisión una enfermera entró y le anunció al muchacho que el procedimiento se haría al otro día, que debería pasar la noche internado.
Yo ya tenía claro que no quería que me acompañe nadie durante la noche y le había pedido a Andrea que no se quede, no lo consideraba necesario y además, la habitación era pequeñísima, diminuta. El baño que yo utilizaba cada hora era apenas un cubículo donde cabía un lavatorio, el inodoro y un tachito de residuos. No era mi primera internación ni mucho menos. Nunca había estado en una habitación tan estrecha. Era evidente que fue diseñada como individual y le agregaron una cama más.
Andrea se fue a las once. Me había esforzado a mantenerme despierto durante el día porque quería que la noche pasara lo más rápido posible, suplicaba a los dioses que me dieran la bendición del sueño y no despertarme hasta el amanecer y que por favor estuviera repuesto. La mujer había ido dos veces al baño y noté que demoraba mucho, según tenía entendido los acompañantes no debían utilizar el baño de la habitación pero como no tenía la certeza me contuve en recriminárselo. Cerré los ojos para conciliar el sueño. El ronquido brusco e intermitente del muchacho comenzó a conspirar con mis intenciones de dormir. En un momento a la tarde, la madre, aprovechando que se llevaron al hijo para hacer un estudio, me había contado que tenía los problemas de los problemas, cardíacos, diabetes, pulmonares y había remarcado que todo era culpa de él, que ella de chico le había dicho que se cuide pero no le hizo caso. Era evidente que su pecho no estaba bien, no eran ronquidos, eran erupciones volcánicas.
Comencé a dar vueltas y más vueltas. De pronto un olor penetrante empezó a molestarme, un olor que había sentido antes pero que no podía reconocer, pensé que venía de afuera, de algún químico. Me tapé con la sábana hasta cubrir la nariz simuladamente para el lado de la pared. No podía ser que la mujer tuviera ese olor. Sentí ganas de ir al baño, me levanté aún con el dolor abdominal agobiándome y me di cuenta que cuanto más alto en la superficie más fuerte el olor. Tomé el soporte del suero y entré el baño. Era imposible. Contuve la respiración y mientras orinaba miraba que el tachito estaba semi destapado y se advertían toallitas femeninas amarillentas seguramente por el uso. Lo tapé y volví a mi cama.
-¿Qué olor que hay, no? ¿De dónde vendrá? –me preguntó la mujer sobresaliendo por los ronquidos del muchacho.
Contesté: no sé. No tenía la impronta de ser una mujer que me tomara el pelo, o fuera irónica. Probablemente quería inducirme a que no se me ocurriera pensar que era su culpa. En estos casos suelo ser complaciente y piadoso. La mujer seguramente tendría una enfermedad y en fin, cuidaba a su hijo que estaba mucho peor que yo, o al menos eso parecía. Me tapé nuevamente con la sábana y dormité.
Un estruendoso aunque constante ronquido me despertó, era distinto al anterior, levanté la cabeza y vi a la mujer sentada en la silla con la cabeza echada hacia atrás y la boca brutalmente abierta, y ahora en dúo, al compás de la exhalación brusca de su hijo interpretaban una obra rítmica más típica de una obra en construcción que de una música. Y el olor, más fuerte que nunca empezaba a provocarme nuevamente náuseas. Miré la hora. Dos de la mañana. Me levanté como pude y tomé el soporte del suero. Salí al pasillo, a pocos metros estaba la sala de enfermería.
-No puede estar en el pasillo, señor- me dijo una de las dos enfermeras que hacían anotaciones en unas planillas.
-Es que no doy más del olor en la habitación. ¿Podrían ir a limpiar el baño?
La enfermara se paró y salió de la sala. De pronto se detuvo. Frunció la nariz y me preguntó sorprendida.
-¿Ese olor viene de ahí?
-Claro, y no doy más.
La otra enfermera se acercó y también aspiró entrecortadamente.
-Parece pis de gato- dijo.
-Es que la mujer va al baño, y deja las toallitas femeninas en el tachito, necesito que lo limpien –dije ya suplicando, a punto del desmayo del dolor.
-Tiene que estar enferma, pobre, no puede tener ese olor -se lamentó la enfermera –vos andá y acostáte que ahora lo limpiamos.
Regresé. El festival de ronquidos continuaba. Me alegré que la señora no se haya despertado, me acosté y me tapé con la sábana hasta la cabeza. Al ratito una de las enfermeras entró al baño. Cuando salió un reconfortante aroma a cloro me volvió a la vida. Me dispuse a dormir. Pero es inevitable, cuando un sentido ya no participa el otro se agudiza, toda mi percepción estaba ahora en los ronquidos descomunales. Aunque debo confesar que si bien no me permitía dormir al menos no me generaba náuseas como el olor a toallita femenina amarillenta de señora mayor supuestamente enferma.
Al rato escuché que la señora se levantó de la silla y para desgracia mía vi que entró nuevamente al baño. La demora y los sonidos tras la puerta me demostraban que no era una ida al baño rápida, hasta escuché el sonido a papel crujiente y tapa de tachito. Salió y volvió a su silla. Recé, no sé a quién o qué pero recé. Y aunque recé lentamente el olor lacerante volvió a teñir la cerrada atmósfera. Mientras la mujer se acomodaba en la silla intentando buscar una posición y los guturales ronquidos de su hijo a solo medio metro de mi cama hacían vibrar el ambiente, descompuesto y enojado, tomé el soporte del suero y salí en busca de las enfermeras.
No estaban en la sala. Recorrí desesperado el pasillo pero nada. Encontré una camilla con ruedas y como pude me senté en ella, luego me acosté, la dureza de su superficie me hacía doler mucho más el abdomen pero era mejor eso que la habitación del terror. Me entre dormí. Una de las enfermeras me despertó y me dijo que vuelva al cuarto, que estaban con unos pacientes en terapia, que no podía estar allí, que estaba prohibido. Le hice caso, apenas abrí la puerta me di cuenta que era imposible. La densidad asfixiante me eyectó y quedé en la puerta parado con el soporte del suero como estandarte. Aspiré fuerte y reteniendo el aire entré a buscar mi celular apoyado en la única mesita de luz. Eran las tres de la mañana y yo estaba al punto del desmayo, pero no quise molestar a nadie de mi familia ni amigos. A mi izquierda vi la puerta entreabierta de una habitación. Me acerqué y la abrí. Adentro había una única cama armada con sábanas nuevas y suaves. Al lado un sillón tipo anatómico. Era evidentemente una habitación para después del parto. No dudé. Coloqué el soporte del suero al costado y me acosté en la cama.
Ya casi entraba en sueño profundo cuando escucho el grito de la enfermera.
-¡No, muchacho! ¡Esta cama está preparada para una embarazada! ¿¡Cómo me hacés esto!?
Los que me conocen saben que soy difícil de enojarme, paso por muchas etapas ante de explotar, pero ese momento fue el detonante y largué todo lo que venía mascullando durante la pesadilla que estaba transcurriendo.
-Yo a mi habitación no vuelvo, aunque lo pague la obra social no es gratis, ustedes cobran de lo que nosotros pagamos ¿vos estás enojada? ¡Yo estoy recaliente, la puta madre que me parió! De acá no me muevo hasta que no venga la responsable del piso.
-Bueno, bueno –intentó calmarme –vos volvé a tu habitación y yo llamo a la encargada del piso.
-¡Ni en pedo vuelvo a esa habitación de mierda! De acá no me muevo- y para reforzar lo que dije golpeé el soporte a modo de estandarte.
La enfermera salió y escuché murmullos afuera, aproveché para ir al baño, se encontraba limpito y ordenado. Estaba decido, me iba a encadenar a esta habitación, no me iban a sacar de allí. Al rato una mujer entró, se presentó como la encargada de piso, me dijo que sacara mis cosas de la habitación y que esperara en el pasillo, que había una habitación donde la compartiría con un hombre, un “señor muy limpito”, que prepararían la cama. Entré por última vez a la habitación del terror, contuve la respiración mientras retiraba mi mochila con las cosas, una de las enfermeras me ayudó sosteniendo el suero. Cinco días después me darían el alta no sin antes agravarme y pasar por el miedo a morir pero eso, teniendo en cuenta lo padecido, es otra historia que no vale la pena contarse.