El sobre en el escritorio lo había
incomodado toda la tarde, desde que Sofía se lo trajo casi suplicando que por
favor alguien resolviera esa entrega. Cada vez que Ariel pasaba su mirada por
el sobre sentía el malestar de las cosas postergadas. Sofía estaba allí
nuevamente, con su abrigo puesto y la cartera en el hombro, insistiéndole de
que alguien tendría que llevar ese sobre y que ella no podía, era una
renovación de tarjeta de débito y la pobre señora, que llamaba casi todos los
días, la debía estar necesitando para hacer sus compras. Sofía era su secretaria
pero si algún desconocido se encontrara mirando la escena desde afuera hubiera
aposta a que la gerente era ella y no él. Eran casi las cinco de la tarde. En
el banco todo funcionaba caóticamente hasta las tres que era la hora de
cierre al público. Le dijo a Sofía que se fuera tranquila, que él entregaría el
sobre cuando cerrara el banco.
Eran días complicados,
traumáticos, Ariel no creyó nunca que pudiera vivir algo así, el miedo de la
gente, las calles vacías, el escenario surreal de las personas con tapabocas y
el clima invernal húmedo que hacía todo más difícil. Se notaba la tristeza de
la gente que ya habían soportado muchos días de confinamiento y que se le había
desarmado la vida que venían llevando. Ariel mismo sintió esa especie de misil
invisible en forma de virus contagioso que cayó por sorpresa sobre todos. Bomba
que también impactó en el banco: el personal con licencia más el sistema
colapsado y la ansiedad natural de los clientes conformó un trinomio perfecto
para que ocurriera poco menos que una catástrofe. Casi siempre era uno de los
últimos en irse. Luego de terminar con algunas solicitudes de créditos –todo el
mundo necesitaba un préstamo – vio nuevamente el sobre la mesa. Estaba
junto a una nota en la que se advertía el trazo imperativo típico de la letra
de Sofía:
“Entregar en dirección – persona
de riesgo”
El trabajo extra y también la
desorganización provocaban que muchos trámites quedaran postergados. De por sí,
comandar un banco no era nada fácil y en estos días se había convertido casi en
una tarea mesiánica. Miró el nombre y la dirección en el sobre. La buscó en el
google maps de su celular. No parecía vivir cerca pero al menos era en
dirección a su propia casa. En estos días se había acostumbrado a hacer cosas
que no había hecho nunca, atender a clientes en la puerta, ayudar a las
operaciones en cajero automático, enfrentar a personas muy agresivas por causas
muy menores, por lo que llevar a una tarjeta a domicilio resultaba una acción
inédita más en sus funciones. Qué le hace una mancha más al tigre, pensó.
Fue hasta la puerta de la oficina y
abriéndola llamó a Ricardo, el tesorero, que estaba en su box, le hizo señas
para salir y cerrar el banco. Ricardo ya trabajaba en la sucursal desde antes
de que Ariel llegara, era apenas mayor que él. Cargó unos papeles en la
mochila decidido a terminar de trabajar en su casa, se puso el saco y constató
que estuvieran las llaves del auto. Prefirió llevar el sobre en la mano para no
olvidarlo. Cuando salían a la calle Ariel se dio cuenta del gesto de sorpresa
de Ricardo al verlo.
-¿Vas a llevar esa tarjeta?-, le
preguntó incrédulo.
-Ya sé que no se
puede, pero si no se la alcanzamos nosotros… hay gente que no puede venir y no
tienen a nadie para enviar…
-¿De quién es, sabés?
-De una mujer que
llama todos los día y pide hablar conmigo. Imaginate, señora mayor, todo el
tiempo en la casa, se cuelgan al teléfono…
Afuera estaba ventoso
y ya lloviznaba. El escenario de gente caminando en la calle, circulando en
motos y autos, casi todos con tapaboca, le recordó a Ariel que debía ponerse el
suyo aunque tuviera el auto a pocos metros. Lo hicieron los dos a la vez.
Ricardo sonrió y casi corriendo le gritó:
-¡A ver si nos
escrachan por Facebook!
Subió al auto y bajó
el tapabocas para respirar, era esos días de humedad en que no hay forma eficaz
de desempañar los vidrios, encendió el auto, a pesar del frío del ambiente puso
el aire acondicionado para desempañarlos más rápido. Revisó los mensajes solo
para ver si tenía alguno de su esposa con algún mandado para la casa. No había.
Tenía varios mensajes de clientes pero los omitió.
Partió hacia el
domicilio de la tarjeta que tenía que entregar. A medida que ingresaba en
barrios alejados se sorprendía de lo extendida que estaba la ciudad. Llegó a
lugares en donde las calles no estaban señalizadas, calles de ripio y tierra,
accionó el GPS, no le quedaba otra. Por momentos dudaba, porque parecía
alejarse de la civilización y para agravar más la búsqueda ya casi diluviaba.
El punto rojo en el mapa le marcaba ahora que su destino era una pequeña casita
en una esquina. Una casita que parecía la última del planeta, porque más allá
solo se desparramaba la llanura.
Se estacionó en la
entrada de frente a la tranquera. La casa era apenas un cuadrado sin ningún
tipo de reparo. Si bajaba del auto era seguro que se empaparía. Eran las cinco
y media de la tarde y debido a la tormenta la noche se había adelantado. Apenas
una lamparita languidecía sobre la entrada. Pero por suerte la puerta se abrió
y apareció una señora haciendo señas con la mano para que entrara. Sacó un
formulario de la mochila, lo dobló y junto al sobre lo resguardó en el interior
de su saco, se acomodó el tapabocas, bajó del auto y corrió.
-Pase, pase –dijo la
señora mientras lo rociaba con solución de alcohol –disculpe, pero tengo mucho
miedo.
-No se preocupe, le dejo la tarjeta, me firma el formulario y me voy.
-No, no, pase, pase…
le preparé un té, no se va a venir hasta acá a hacerme ese inmenso favor sin
tomar algo, ¿le gusta el té?
-Mire, no se
preocupe…
-No es ninguna
preocupación, usted se sienta allá en el sillón, yo me siento acá así guardamos
la distancia, la taza la lavé bien, así que no se preocupe, pero usted es
joven...
La señora,
interrumpiéndose bruscamente se dio vuelta, y le preguntó:
-Perdón, ¿Te puedo
tutear, no?
-Por supuesto.
-Bueno, vos sos
joven, este virus, quizás no te haga daño…
-No… a mí no, eso
dicen.
-¿Qué tenés,
cincuenta?
-Cuarenta y ocho.
Ariel reparó en lo
modesto del lugar, estaban en un ambiente donde convivían un pequeño living y
la cocina, calculó que las dos puertas internas conducirían a una pieza y un
baño. Frente a él, sobre una mesita ya estaba la taza de té preparada,
humeante, se preguntó si Sofía le había asegurado que alguien iba a ir a
llevarle la tarjeta y a la hora en que iría. Demasiado riesgo, pensó. Porque si
decidía no ir, esa mujer se iba a sentir decepcionada. Alicia se sentó, estaba
sonriente, como si poder hablar con alguien la pusiera contenta. Se sentó
frente a él del otro lado de la mesita en una de las sillas de madera del juego
de comedor. Sacó el sobre y el formulario y lo colocó sobre la mesa, mientras
desplegaba y lo giraba para que la mujer lo firmara notó un gesto de tristeza
en su rostro, como si advirtiera su ansiedad por irse.
Ariel Risso te llamás
¿no?–dijo asintiendo, y luego preguntó -¿Te acordás de mí?
Quedó congelado, no
esperaba la pregunta y luego, honestamente, negó con la cabeza.
-Claro –continuó la
mujer –es que nos vimos pocas veces, en realidad solo tres veces.
-¿Perdón?
-Mi nombre es Alicia Mora…
Ariel negaba con la
cabeza buscando en sus recuerdos que ese nombre y apellido se le revelara.
-Pero yo usaba en
aquella época el de mi esposo –continuó la mujer -Albanesse, yo era para todo
el mundo Alicia de Albanesse.
Como si hubiera
despertado de golpe, una puerta en su memoria se abrió abruptamente de par en
par, Alicia de Albanesse, claro que la recordaba. En realidad recordaba la
firma en los cheques y en los papeles del banco. Ariel no dijo nada pero supo
que el gesto y la tensión en su rostro le habían revelado a Alicia que la
recordaba perfectamente.
-Pasó el tiempo…
-Sí.
-Teníamos con mi
esposo la zapatería en el centro en la esquina…
-Sí, sí… lo recuerdo,
en la esquina donde ahora está Caprioli Electro…
-Puede ser, no sé lo
que hay ahora, trato de no pasar por esa esquina, fue duro para nosotros.
La zapatería
Albanesse había cerrado después de la crisis del 2001, no recordaba si
exactamente en ese año pero fue en ese proceso. Ariel había encapsulado
aquellos años, lo ocurrido en aquellos años, y lo había enviado hacia algún
subterfugio oculto en su propia memoria. Había sido designado gerente con
apenas tres años que llevaba en el banco y ni siquiera había pasado los treinta
años.
-Nunca nos pudimos
recuperar –continuó Alicia-, mi esposo murió dos años después, intentó varias
cosas pero él quería mucho la zapatería, le había puesto muchas energías y en
apenas un par de años todo se vino abajo. ¿Sabés que nunca pudo ni siquiera
pasar por la cuadra del banco? Bueno… yo tampoco.
Ariel tomó un sorbo
de té, más para ocupar la boca y no verse forzado a que pronunciara palabra
alguna, porque no había nada qué decir.
-Vos eras muy
jovencito ¿te acordás? –dijo Alicia ofreciendo unas galletitas en un plato que
Ariel no aceptó –tenías la edad de mi hijo, hasta se conocían porque habían
jugado vóley en el mismo club cuando eran chicos, me costó aceptar que eso no
tenía ninguna importancia para nuestra situación, eso no impidió que nos
cerraran la cuenta corriente y nos remataran la única casa que teníamos para
vivir. La tensión en el estómago se hizo intolerable para Ariel. Cuando le
ofrecieron el cargo de gerente no imaginó los días que iría a vivir, tuvo
suerte de no ser víctima de ninguna trompada o algún episodio violento, pero en
esos días temía que algo le sucediera, ya que gritos e insultos recibía
cotidianamente.
Rogelio se llamaba
¿te acordás?–preguntó Alicia sin dejar de sonar amable – era el
gerente anterior, él me había convencido de ser clienta del banco, mi marido no
quería ni figurar, el negocio estaba a mi nombre, por lo tanto la cuenta en el
banco sería a mi nombre. Me dieron tarjetas de crédito, y hasta el crédito hipotecario
para comprar la casa. Al principio todo bien, pero cuando abrieron la
importación de zapatillas a nosotros, que trabajábamos con zapatillas y zapatos
nacionales se nos vino todo abajo. Demoramos en cambiar nuestros proveedores
porque, bueno, uno es buena persona y le cuesta actuar
fríamente… -¿Vos sabías por qué te nombraban gerente siendo tan
jovencito, no?
Claro que lo
recordaba. Fue todo muy rápido. Cuando aceptó el cargo de gerente la corrida
bancaria era inminente. Rogelio Elias era su predecesor hasta ese momento pero
debido a la gran afinidad que tenían los gerentes de sucursal con sus clientes,
sobre todo en los pueblos, el directorio del banco decidió removerlos y
promover jóvenes que pudieran hacer el trabajo difícil. Ariel recibió una lista
de clientes con la misma problemática, tenían deudas de tarjetas, deudas de
descubiertos en cuenta corrientes y créditos hipotecarios, todos comerciantes o
fabricantes pequeños. El plan era “convencer” a los clientes que toda su deuda
sea englobada y refinanciada utilizando como aval la hipoteca.
-Ocho cuotas nos
faltaban para terminar la hipoteca –dijo Alicia, al momento que encendía un
velador de pie, pues la noche ya era un hecho -pero vos me explicaste que para
poder cubrirme cheques que no podía pagar te firmara un papel en el que toda
esa deuda la ibas a refinanciar en muchas cuotas, y de ese modo no me cerrabas
la cuenta que era lo que necesitaba para continuar el negocio, esa fue la
primera vez que nos vimos.
Ariel titubeó
tratando de explicar que fueron órdenes que cumplía, que a él el plan le
parecía acertado, pero se quedó callado. Se escuchaba llover muy fuerte todavía
y pensó en no decir nada y retirarse.
-La segunda vez fue
horrible. Entré a tu oficina con mi esposo y nos mostraste cuál era el plan de
refinanciación. Era de solo seis cuotas, a un valor impagable. Me negué porque
era imposible. Yo me había asesorado y el contador me dijo que no hiciera eso,
que no englobara toda la deuda bajo la hipoteca porque estaba en riesgo la casa
en que vivía. Te dije que no aceptaba y que prefería seguir así. Que si no
querían pagar los cheques no lo hicieran. ¿Te acordás lo que me respondiste?
-Sí… que era
imposible.
-Sí, señor. Que era
imposible porque ya estaba hecho, la primera vez que nos vimos me habías hecho
firmar la aceptación de hipotecar todo, hasta me diste los papeles para que se
los llevara a mi esposo y los firme en el negocio porque él no quería ir. No
creo que hayas olvidado ese momento porque a mí se me bajó la presión y mi
esposo te empujó el escritorio casi aplastándote contra la pared y vos te
asustaste. Por suerte la gente del banco vino a contenernos.
Su mente se
transportó hacia aquellos días. Ariel recordó que todo era problema tras
problema, por momentos dudaba si en lugar de un “trabajo difícil” no era en
realidad un trabajo sucio, pero sus jefes habían hecho un buen trabajo, lo
habían convencido que de que esa gente eran deudores empedernidos, que merecían
lo que les pasaba. Más de veinte personas pasaron por aquella situación, la
mayoría pasó a legales. Todo se venía abajo, la gente sacaba sus depósitos y la
orden era la de hacerse de los mayores activos posibles. A cualquier costo.
-La tercera vez que
nos vimos solo me miraste desde tu oficina. Fui a mirarte nada más. Me quedé
parada como si esperara para que me atendieran y te miré por minutos.
Levantaste la vista dos veces. Luego te pusiste nervioso. Porque tu piel te
delata, enseguida te ponés rojo. Los cachetes se te encienden.
Ya en penumbras el
rostro entristecido de la mujer, extremadamente delgado, pálido, le recordó la
apariencia de su prima Vilma, de apenas un año más de edad que él, en esos días
en que fue a visitarla al hospital. La imagen de Vilma enferma, pocos días
antes de morir lo había conmovido y horrorizado, y ahora, frente a esa mujer,
estaba igual de conmovido. Sintió compasión por ella, y aunque no podía
descifrar qué sentimiento habitaba en su delgada y frágil humanidad, que podía
ser odio, resentimiento o desprecio, le asaltaba una mezcla de profunda lástima,
lástima porque no podía dejar de asociarla con su prima Vilma y bronca por
traer de nuevo a su mente algo que ya había olvidado y superado. Ariel se paró.
No iba a pedir disculpas. Lo que hizo en aquellos días era lo que tenía que
hacer, recordó que en aquella gran discusión, más por defenderse que por otra
cosa, le gritó que algo no había hecho bien para que tuviera tantas deudas. El
banco había puesto un psicólogo para que los empleados tuvieran contención.
Alicia también se levantó. No parecía enojada.
-Quiero que sepas que
no te guardo rencor, que ya lo superé, es increíble las cosas que se superan
con el tiempo. Nos remataron la casa, mi esposo murió joven, poco después del
remate, mi hijo, Pablo, se fue a España, apenas viene cada dos o
tres años, mi hija consiguió un trabajo en Buenos Aires y formó su familia
allá. Me alegro que te haya ido bien, sé que estás con tu esposa, que tenés dos
hijos, al menos quería que sepas que esta mujer no fue una pelotuda, que lo
entendió todo, tarde, pero entendió, confié demasiado y en los bancos no se
puede confiar.
Mientras volvía en el
auto Ariel no podía sacarse de la cabeza las imágenes de aquellos sucesos con
los Albanesse, lo había borrado por completo, la mente hace lo suyo para seguir
viviendo, y era verdad que es increíble las cosas que se superan con el tiempo.
También le vino a la memoria la discusión con los otros clientes, el Colorado
Iribarren, Martinez, los hijos de Forastero. Esa noche llegó, se bañó y ya en
la cena apenas pudo concentrarse en lo que Laura le contaba, que Mirko y Renata
habían tenido clase por videollamada, y que había que comprar una computadora
más para poder hacerlo porque a veces les tocaba en el mismo horario. Ya en la
cama trató de mirar un capítulo de una serie mientras Laura leía en su celular,
pero no pudo prestar atención. Decidió tomar la pastilla que solo se reservaba
para el fin de semana -pues al tomarla sentía que le quitaba mucha energía para
el día- pero necesitaba dormir, mentalmente estaba agotado.
A la mañana siguiente
desayunó. Se sentía mucho mejor y con buen ánimo. Luego condujo hasta el banco,
sin dejar de pensar en Alicia, supo que el negocio había cerrado pero nunca
quiso enterarse nada de ellos, como una especie de autodefensa para que la
culpa no sea tan pesada. Aunque mil veces se había dicho que nada de lo que
había ocurrido era su intención, muchos clientes inclusive habían recuperado su
hipoteca. Solo unos pocos fueron a remate. Era un trabajo. Lo que hubiera hecho
cualquier ser humano que hubiera estado en su lugar. Colgó el saco y lo llamó a
Ricardo que ya estaba tomando café conversando con Sofía.
-¿Te acordás de
Alicia de Albanesse? –preguntó Ariel.
Ricardo se sentó
-Buen día ¿o dormimos
juntos? –le reprochó Ricardo
-Buen día, ¿la
recordás?
-Sí, claro, la de la
zapatería, era clienta de acá, le terminamos rematando la casa. Bah, nosotros
no, el estudio.
-Sí, pero nosotros
somos los que nos quedamos con la propiedad…
-¿Y a qué viene esto?
-No, que la tarjeta
que llevé ayer era la de ella…
-¿La de quién?
–Ricardo puso cara de no entender.
-La de esa mujer,
Alicia de Albanesse.
Ricardo hizo
silencio. Desvió la vista como buscando algo en su memoria. Se cruzó de piernas
antes de hablar.
-Alicia de Albanesse,
si mal no recuerdo, murió dos meses después del remate de la casa, es más, la
encontraron muerta en la casa y nunca se supo si fue un paro cardíaco o tomó
pastillas…
Ariel sonrió
nervioso. Le dijo que él estaba hablando de Alicia Mora de Albanesse, casada
con el Pelado Albanesse que tenía una zapatería en la esquina donde hoy
funciona lo de Caprioli, y que la casa que remataron estaba en el centro….
-Sí, acá en el centro
al lado del Centro de Diagnóstico –concluyó Ricardo-, donde hacen las
ecografías… estamos hablando de la misma, tuvieron dos hijos, uno está en
España haciendo no sé qué, y una hija que desapareció de acá…
-Que está en Buenos
Aires…
-Sí, creo que sí…
Mientras Ricardo
revisaba su celular, Ariel buscó el papel en el saco, el que ella había firmado
al recibir la tarjeta, pero no lo encontró. Comenzó a sentir una incómoda
sensación de angustia y de miedo. Sacó el celular donde seguramente debía estar
guardada la dirección, pero tampoco había nada, aparecían las búsquedas
anteriores pero nada de lo de ayer.
-¿Era esta? –le
preguntó Ricardo mostrándole una foto familiar en una publicación de Facebook,
una foto impresa que había sido tomada muchos años atrás.
Ricardo hizo zoom
sobre el rostro de la mujer. Era exactamente el mismo rostro de la señora con
la que había estado, a pesar de la penumbra de la casa lo pudo ver bien,
mientras lo observaba pensó que los años habían sido muy devastadores con su
cuerpo, la mujer de la foto no debía pasar los cincuenta y la Alicia de ayer
tampoco, pero la Alicia de la foto estaba sonriente, de buen color y aspecto, y
la de ayer era una mujer sin edad pero que evidentemente languidecía.
-¿Y? –lo interrumpió
Ricardo.
-No… nada qué ver,
tenés razón, y ahora que me acuerdo no era Albanesse, era Albaposse el
apellido, me confundí, nada qué ver, nada qué ver.