12 DE OCTUBRE - El encuentro de dos mundos

-¡Sentáte y escuchá, fue terrible! –dijo Clara.

Karina se sentó en el borde de la mesa y comenzó a revolver el te mientras Clara se desvivía por contarle lo sucedido. La virtud de un chisme estriba en que reconforta tanto al que lo cuenta como al que lo escucha, por eso que las dos tuvieran hora libre fue como un regalo del cielo, para Karina porque no había estado en el acto del 12 de octubre , tenía licencia por enfermedad, y para Clara porque se moría por contarle a Karina lo que había sucedido durante el acto.

La Escuela 305 es aún una de las escuelas públicas más cuidadas de la ciudad: regular disciplina, sólida estructura edilicia, y una directora omnipresente que por momentos irrita al plantel de docentes y no docentes, aunque, en contraposición, nadie puede reprocharle que desempeña su rol de mandamás con absoluta responsabilidad. Clara había trabajado en varias escuelas y jamás fue testigo de semejante control e incidencia de un director en sus subalternos como sucede en la 305. Lo único lamentable es su carácter y su manera de decir las cosas. Todos conocen a Soledad Rodríguez como una mujer muy dedicada al trabajo pero tal virtud queda empañada por el grueso defecto de descalificar a quienes no cumplen a rajatabla con lo que ella decide.

A comienzo de año, en las reuniones para la planificación anual de trabajo, la directora Rodríguez había designado quiénes de los docentes estarían a cargo de los diferentes actos escolares. A Clara le hubiese gustado el 25 de mayo, pero con desagrado recibió la orden de Rodriguez de que le asignaba el Día de la Bandera. Nadie dijo una palabra hasta que la mira telescópica que tenía como dedo se dirigió al profesor de gimnasia Manuel Lescano y con tono por demás de imperativo dijo:

-Y el 12 de octubre, usted.

El rostro sereno de Manuel Lescano pareció contraerse y transformarse como si viera una pistola apuntándole.

-¿Yo?

-Sí, usted.

-¿Por?

-¿Por qué no?

-No, imposible. Cualquier otro menos el 12 de octubre.

Todas las demás docentes –Manuel Lescano era el único varón del plantel-, se miraron entre sí, incrédulas. Clara creyó adivinar que todas se hacían la misma pregunta que ella ¿cómo podría ser que se animara a contradecirla? Seguramente, por ser el primer año que el profesor trabajaba en la escuela desconocía el temperamento de Soledad. La reprimenda no tardó en llegar.

-Escúcheme jovencito, no sé que pensará usted pero es mejor que sepa que dentro de las atribuciones que me corresponden está también la de dirigir y conducir este plantel, así que si usted persiste en la negativa no tendré más remedio que iniciarle un sumario por desobedecer mi autoridad.

Manuel Lescano no dijo una palabra más. Clara vio como su rostro adquiría la expresión de la bronca y la impotencia. Clara sabía que era prácticamente improbable que trabajando para el estado alguien pudiera ser despedido pero eso no quería decir que las autoridades no puedan ingeniárselas para hacer la vida imposible al docente que desearan, al punto de forzar la renuncia. Y seguramente el profesor Lescano estaría pensando en eso, en lo inconveniente de obtener un sumario apenas con treinta años de edad y con la probable baja de puntos en la calificación a fin de año.

El comentario general entre los docentes de la escuela era que Manuel demostraba ser un excelente profesor de gimnasia como así también un muy buen educador, tenía un perfecto control sobre los grupos y jamás aplazaba a nadie porque, tal como se lo había dicho a Clara en una de las veces que se encontraron descansando en la sala de profesores, si algún alumno tenía seria dificultades para los ejercicios y el deporte, con paciencia y buen modo lo convencía para que al menos caminara durante cuarenta minutos alrededor del patio con la promesa de que con ese único ejercicio aprobaba la materia. Cada vez que alguna compañera de Manue Lescano le reprochaba ese modo flexible de proceder él contestaba que tenía principios y que tratándose del desempeño físico, que lamentablemente no todos los seres humanos están dotados, desaprobar un alumno porque no pueda con una abdominal, una espinal o una flexión de brazos sería definitivamente discriminatorio y agregaba sin inmutarse “propio de la Alemania Nazi”.

Manuel Lescano, esto Clara lo había comprendido con sólo observarlo un par de veces, era políticamente un hombre de izquierda, frases como oligarquía dominante, capitalismo salvaje, Latinoamérica unida, y empresariado garca salían de su boca con fluidez, y en su rostro las dos líneas verticales del ceño se le dibujaban marcadamente a la hora de referirse la derecha vernácula. Clara, que de política mucho no entendía, se animó a preguntarle con su mejor voz y cara de sonza si estaba en algún partido político, así fue como supo que desde los dieciocho hasta los veinticinco años había militado en la izquierda. También le explicó que si bien ahora no militaba en el partido de todos modos sus convicciones no habían cambiado.

Durante el año los diferentes actos escolares se fueron sucediendo con bastante nerviosismo por quien estuviera a cargo. Soledad Rodríguez pretendía que los actos públicos fueran de excelente calidad: “Allí es donde los padres tienen contacto con la escuela y no hay que defraudarlos. Y además recuerden que los padres de Solivella y De Lucca de cuarto grado, son profesionales y que podrían enviar a sus hijos a una escuela privada pero eligieron mandarlos acá…”, lo decía levantando el índice como si señalara el sol al medio día. El acto de la soberanía de las Islas Malvinas estuvo a cargo de Candela y el del 25 de mayo fue hecho por Rosario, las dos fueron duramente reprendidas por Soledad, la primera por no haber hecho participar a sus alumnos con mayor concurrencia limitándose el acto a la lectura de un discurso por parte de un alumno y la segunda por haber situado la revolución de mayo en la Casa de Tucumán en lugar del Cabildo de Buenos Aires. Aunque Rosario inmediatamente se retractó las dos veces que cometió los yerros, Soledad no tuvo piedad y la desmoralizó durante cuarenta y cinco minutos en el despacho de dirección. Rosario, por supuesto, salió llorando desconsoladamente.

A Clara le fue bastante bien con el Día de la Bandera a costa de trabajar durante más de una semana prácticamente sin dormir construyendo banderitas de papel y ensayando hasta el hartazgo con sus alumnos una pequeña obrita sobre Manuel Belgrano. Soledad Rodríguez, no pudo con su genio y sin propiciar elogio alguno le hizo a Clara treinta minutos de recomendaciones de cómo mejorar para la próxima vez.

Pero a ninguna se les había olvidado la fecha del 12 de octubre en que Manuel Lescano debería dirigir su propio acto. Tres días antes, una mañana que Manuel Lescano no se encontraba en la escuela, en el recreo que todas se juntaban a tomar el desayuno en la sala de profesores, mencionaron el tema del acto que le tocaba a Manuel, y jocosas comentaban y se reían conjeturando lo que el pobre muchacho podría llegar a realizar, imaginaban las caras de los padres y sobretodo la de Soledad Rodríguez en el momento en que el acto llegara a su fin, porque a decir verdad ninguna tenía un gramo de fe en que Manuel Lescano pudiera hacer algo meramente presentable. Fue esa misma tarde que Karina comenzó a sentir náuseas y padecer una severa diarrea que la dejó de cama. La gastroenteritis le impidió concurrir por una semana entera a su trabajo. En otro momento todas hubiesen dudado de que fuera cierto pero como Karina había demostrado un desmedido entusiasmo por presenciar el acto del 12 de Octubre nadie dudó de que la falta era justificada. Por suerte ahora estaba Clara para ponerla al día.

-Fue increíble, yo nunca vi nada igual – dijo Clara sonriendo con evidente expresión de desconcierto, como si no pudiera asimilar todavía lo que había ocurrido.

 -Pero qué –pregunto Karina– ¿no trabajó lo suficiente? Yo vi que ensayaba largo y tendido con los chicos de cuarto “B”…

-Al contrario querida, trabajó de más, tenés que ver la cara de Soledad mientras se iba sucediendo el acto.

-Contame ya, porque me muero de desesperación…

-Empezó todo como siempre, estaba lleno de padres, imagináte que hizo actuar a todo el cuarto A y cuarto B, así que los padres llenaron el salón. Arriba del escenario había un cartel grande hecho con cartulina que decía “12 de octubre – El encuentro de dos mundos”. Se hizo entrar a la bandera y se cantó el Himno, hasta ahí todo normal.

En verdad la sala estaba repleta, el acto estaba anunciado a las nueve y treinta de la mañana y Clara veía como Manuel y sus alumnos construían con cierto apuro la escenografía en el escenario, ella misma se ofreció a ayudarle y le preparó junto con el portero el equipo de sonido.

-No te miento si te aseguro que la cantidad de padres era mucho más que en otros actos –dijo Clara mientras comía una galletita Ovación.

Luego del preámbulo protocolar que de rigor antecedía a todos los actos escolares, Manuel Lescano se paró frente a la concurrida sala para manifestar su discurso. Un batallón de niños, desde primer grado hasta séptimo, embutidos en sus guardapolvos blancos, sentados en las hileras de sillas eran reprendidos por las maestras que entre gestos efusivos y retos verbales intentaban calmar al auditorio para que haga silencio. Realmente la sala se había llenado por completo, a los laterales, padres y familiares pugnaban por buscar un lugar para poder observar mejor. No es habitual que un maestro exponga un discurso sin leer donde previamente lo ha escrito, por eso para Clara resultaba extraño y hasta admirable que Manuel se animara a improvisarlo. Pero Manuel, quién para la ocasión se había puesto camisa blanca y traje negro, apenas dijo unas pocas palabras.

-Bueno, primero dijo lo de siempre –continuó Clara – Señora directora, docente, padres, alumnos estamos aquí para conmemorar lo sucedido un 12 de octubre cinco siglos atrás y los alumnos nos van a mostrar en un pequeño acto la historia del descubrimiento y bla bla bla…

-¿Bastante bien no? –preguntó Karina mientras se limaba las uñas.

-Hasta ahí, impecable, yo la observaba a Soledad y viste que ella lo único que le preocupa son los padres de Solivella y De Lucca, porque uno es abogado y el otro médico, tenía los ojos puestos en ellos nada más para ver qué cara ponían…

Cuando Manuel Lescano dio paso a la obra, se colocó a un costado del escenario con una carpeta con el evidente objetivo de apuntar a los noveles actores que se olvidaran la letra. Clara vio como un indiscutible Cristóbal Colón, con un traje de marinero hecho de cartulina y una peluca de lana amarilla, diminuto y con voz de niño gritó:

-¡Por fin tierra firme!

Detrás de él llegaban diez niños más, confusamente disfrazados de marineros, pues llevaban puesto arriba de su ropa solo un extraño gorro en la cabeza y un ancho cinturón de cartulina, entraron gritando al unísono.

-¡Tierra Capitán, tierra Capitán!

Luego un marinero dijo:

-¡Por fin después de tantos meses!

-¡Casi perecemos en alta mar! –dijo otro.

-¡Dios está con nosotros! –dijo el cuarto que por su voz suave apenas se escuchó. Al instante, diez alumnos entraron por el otro lado, con remeras ajustadas color marrón, las caras pintadas con diversos colores y una pluma pegada en la frente. Se detuvieron frente a Colón y los marineros, e hicieron una reverencia más propia de los japoneses que de indígenas. Los cuatro indiecitos dijeron a coro:

-¡Bienvenidos al nuevo mundo!

Luego transgrediendo un poco la realidad uno de los marineros oficiaba de traductor y se desarrolló una escena en la que los dos bandos intercambian cosas: los indios dieron frutas a cambio de un caballo (otro alumno con una careta de equino que apareció trasladándose en cuatro patas), luego intercambiaron artesanías indígenas por sombreros, collares por monedas, sandalias por zapatos, boleadoras (a Clara le pareció un poco arriesgada la innovación pampeana) por catalejos. La escena culminó con un supuesto fogón (tres o cuatro troncos en el piso con cartulina naranja simulando las llamas) donde todos cantaron el Himno a la Alegría.

-Bastante bien entonces ¿no?–dijo Karina

-Si, hasta allí todo bien –contestó Clara.

-¿Soledad qué decía?

-Yo la miraba viste, y al principio te dabas cuenta que estaba preocupada por lo que llegaran a pensar los padres de Solivella y De Lucca, y para ese momento se le notaba en la cara que se había relajado, porque seguramente ella tampoco tenía fe.

-Y sí, para ella, los cien padres restantes que se vayan a freir churros…

-Pero en el fogón, cuando todo parecía que iba a terminar, abruptamente cortaron la canción en el medio de una estrofa, se quedaron todos congelados, los indiecitos y los marineros, duritos como estatuas, y apareció en escena el hijo de Solivella, que te juro Kari, estaba disfrazado del Che Guevara porque tenía como un uniforme verde, una boina roja y la cara pintada con crayón negro simulándole la barba, el chico fue hasta el cartel que decía “12 de octubre – El encuentro de dos mundos” y lo arranca, y quedó descubierto otro que estaba abajo que decía “12 de octubre – Día de la Matanza”.

Karina se tapó la boca y abrió los ojos desaforadamente como si viera un fantasma en la sala de profesores – ¡No te puedo creer!

Clara tampoco podía salir de su asombro: el pequeño Che Guevara se paró en el centro al borde del escenario y sacando un cilindro de papel marrón que simulaba un habano se lo colocó entre los labios e interpretó una profunda inhalación y luego, tomando el habano entre el dedo índice y medio de la mano derecha, expulsó el humo invisible y, con voz imperativa, casi militar dijo mirando al auditorio:

-Si la historia la escriben los que ganan eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia, quién quiera oir que oiga, quién quiera ver que vea, quién quiera aprender que aprenda, la verdadera historia es esta.- Y extendiendo su mano hacia la escena congelada se retiró lentamente del escenario.

-Los marineros entonces –continuó Clara-, se levantaron del fogón y gritando comenzaron a perseguir a los indiecitos y todos empezaron a correr en el escenario gritando como animales, se ve que algunos salían del escenario y sin que se viera los indiecitos se echaban pintura roja (después me enteré que era témpera) en la cara, en el cuerpo y corrían y se tiraban al piso gritando como locos… viste que a los chicos, si les das vía libre para que griten les agarra la locura.


-¿Y Soledad?

-Mira Kari, yo creí realmente que ahí se largaba a llorar, las caras de los padres era de terror, como si estuvieran viendo un accidente catastrófico, un tsunami…

-¿Y Manuel?

-Y yo lo alcancé a ver detrás del enjambre de chicos gritando y estaba concentrado como si no quisiera que la cosa fuera a fallar. Hasta me pareció verle un gesto de regocijo por lo que estaba pasando.

Clara calculó que el alboroto en el escenario se extendió aproximadamente durante unos diez minutos, se podía observar como los que hacían de marineritos sometían a los simulados indiecitos a diferente tipos de vejámenes, un marinerito se había sentado sobre un indiecito repleto de témpera roja en la cara, otro marinero ahorcaba con las manos a un indígena que había dibujado un chorro de pintura que le bajaba por la comisura del labio. Luego los supuestos españoles se retiraban y quedaba el tendal de indiecitos tirados sobre el escenario, cubiertos de témpera roja en todas partes del cuerpo. Los alumnos, docentes y padres no salían del estupor, como si semejante sorpresa los hubiese congelado en el lugar. Y como esos aplausos que comienzan gracias a que uno se anima a quebrar el silencio y los demás lo siguen hasta conformar una sinfonía de palmas, no fue un aplauso lo que inició el gigantesco murmullo en la sala sino la voz del doctor Solivella que gritó:

-¡¿Quiero saber quién es el responsable de esto?!

-No te miento Kari –continuó relatando Clara casi eufórica del entusiasmo –Soledad se puso pálida, los demás padres indignadísimos comentaban entre ellos y cada vez se iban enfureciendo más.

-¿Y Manuel?

- Hasta ahí se mantenía detrás del escenario dirigiendo la obrita.

-Pero, ¿de dónde habrá sacado la obra?, de Billiken seguro que no.

-Para mi la inventó él mismo. Escuchá, no me vas a creer lo que pasó después, entró el hijo de De Lucca al escenario pero disfrazado de sacerdote con una túnica de tela negra y con ese cuadradito blanco en el cuello que llevan los curas ¿viste? y una cruz en la mano, cuando todos lo vieron se hizo un silencio total, imagináte la escena, los indiecitos tirados en el piso todavía haciendo de muertos y el curita simulando que los bendecía con la cruz.

Mientras la cruz del pequeño sacerdote los tocaba los indiecitos se iban incorporando como si resucitaran, luego, el sacerdote, levantando la voz interrogaba a cada uno de ellos preguntando.

-¿Creed en Dios, Creador Todopoderoso?

El primer indiecito contestó que sí pero el segundo contestó “Creo en la Diosa Luna” , entonces el curita hacía como que le clavaba el crucifijo en el pecho mientras le gritaba “Eres una bestia, os vengo a evangelizar” y el indiecito caía al suelo. Y allí vuelve a entrar en escena el Che Guevara y haciendo arrodillar al curita le roba la cruz al sacerdote y hace como si la fumara en lugar del habano…

-Que evangelizar ni ocho cuartos ¡asesinos! –gritó el Che Guevara

-¡No te puedo creer, Clara! ¡No te puedo creer! Esos chicos no tendrían ni idea de lo que estaban haciendo.

El murmullo en el salón de actos volvió a crecer y Clara vio como el cutis blanco del rostro de De Lucca pasaba a un rojizo intenso. A pasos suyos Soledad Rodríguez se desmayaba y era sujetada por las maestras Jimena y Martita que a duras penas podían con su robusta humanidad. Fue en ese instante que De Lucca bordeó las hileras de sillas gritando a viva voz:

-¡Zurdo de mierda, da la cara!…

-¡Qué salga ese hijo de puta! –gritó el doctor Solivella que salió tras De Lucca. Un abuelo que seguramente habría ido a ver a su nieto, señalando al pequeño que hacía de Che Guevara, compenetrado, confundiendo inclusive la nacionalidad le gritó:

-¡Cubano puto!

Cuando De Lucca y Solivella, haciéndose paso entre la marea de alumnos acompañados por un puñado de madres y padres, llegaron al escenario no pudieron encontrar al profesor Lescano.

-Desapareció Kari –dijo Clara-, hoy tenía que haberse presentado a trabajar y no vino, supongo que renuncia…

-Le saltó la térmica pobre…¿Qué pasó con Soledad?

-La llevamos a dirección y la ventilamos entre Rosario y Martita, los padres se la querían comer, decían que era una escuela de mierda y que iban a cambiar a los chicos… pobre, me dio lástima, cuando los padres se fueron se puso a llorar como un bebe, nunca la vi así…
Karina apretó la colilla del cigarrillo en el cenicero y se quedó pensando mirando la un punto incierto en la pared, luego dijo con tono casi de admiración exactamente la misma frase que Clara estaba pensando:

-¡Mirá vos, yo no daba ni dos pesos por Lescano!


FIN
Febrero 2009