Todavía Diego no puede borrar de su cabeza lo que sucedió hace una semana cuando, luego de que Carlitos Garrido, a causa de que cumpliera dieciséis años, terminara bajo un sinfín de cachetazos y patadas de casi todos sus compañeros, violentamente, y que después de semejante afrenta, cuando este estaba por levantarse, en la humillante posición en que se encuentran la mayoría de los animales, con las rodillas y las manos en el piso, con los ojos humedecidos, enrojecidos de impotencia, Roberto Flores, repitente, dos años más grande que Carlitos, dos veces más grande de cuerpo que Carlitos, en un salto impecable, con las venas hinchadas en su frente y en su cuello, al grito de ¡feliz cumpleaños Caradeconcha!, le remató un golpe descomunal con la superficie compacta de la mano que antecede a la muñeca, en el centro de su cabeza, que lo desparramó en el piso para terminar en un llanto que, en preceptoría, no cesó al cabo de una hora.
Pero hoy todo ya ha vuelto a la normalidad. Diego Perrone lo lee una vez más y está por demás seguro que nadie de sus compañeros podrá resolver los problemas de la prueba de física. “¡Ni Dios!” le dice por debajo a Pablo Solari quien sentado a su lado, ya tiene en su rostro el gesto exagerado de quien ve una cucaracha caminando en su plato de comida. Los dos, cómo si sincronizaran adrede el movimiento, giran sus cabezas en busca de Ramón Ferreyra y Marcelo Festa, los renombrados mejores alumnos de la clase que no toleran que sus notas en el boletín se vean amenazadas con un probable aplazo. De hecho no pasan dos minutos hasta que Marcelo Festa se levanta del pupitre para seguramente explicarle a Roggero que no había expuesto nunca en clase los temas de que tratan los problemas.
Roggero es uno de los pocos profesores que logra mantener la clase en vilo: sus problemas de física, extraídos de un cuadernillo universitario, más la promesa de que la no resolución de semejantes acertijos terminará por frustrar los deseos de quien quisiera aprobar la materia, hace que, en pleno mes de noviembre y apenas a treinta días del final de clases la mayoría quede absolutamente petrificada intentando descifrar un enunciado que pocas chances tiene de verse comprendido. Festa se levanta y hoja en mano se acerca a Roggero y algo le dice en un susurro.
-¡Y a mí qué me importa que no lo hayamos dado! -el vozarrón exultante es con el propósito de humillar a Festa que vuelve a su banco visiblemente sonrojado.
Roggero es una persona que Diego ya ha clasificado en la categoría de profesores hijos de puta, que “si te tiene que cagar te caga”. Lo había discutido con Pablo y los dos llegaron a la conclusión que a pesar de su sentido del humor campechano y a veces efectivo es evidente que no sólo es estricto en cuanto a la nota y la conducta en el salón sino que además parece disfrutar el hecho de que la mayoría esté siempre en riesgo de no aprobar.
Igualmente Diego ha decidido no discutir esta vez y entregar la hoja en blanco. La prueba anterior intentó garabatear algunos pasos para la resolución del problema pero había fracasado y días después, cuando Roggero devolvió la hoja con un “uno” gigante Diego intentó reclamar, de buen modo, que jamás habían visto el tema, ni con el profesor anterior –ahora con licencia – ni con él. “Y yo qué culpa tengo si no lo vieron” dijo Roggero con una leve elevación de la comisura izquierda de sus labios que muchos hubiesen interpretado como una sonrisa.
Ahora, mientras Diego intenta plasmar sus tres iniciales en la parte superior del pupitre se divierte observando los rostros de quienes luchan casi con frenesí por lograr resolver el indescifrable acertijo. Festa y Ferreyra, el primero sentado en el primer banco de la fila de la izquierda y el segundo también en el primero pero en la fila del centro, los dos frotándose la frente como si fueran gemelos sincronizados, parecen fracasar con sus esporádicos intentos. Ibarra, quien es puro esfuerzo a raíz de que su padre revisa día a día su carpeta y sus notas pero que le cuesta horrores las materias en las que la lógica y el razonamiento son indispensables, tiene sus dos cejas levantadas como si fuera a llorar en pocos segundos.
Cufré, Burella, Repetto, Gonzalez y Flores, sentados en el fondo permanecen en su mundo satélite en el que la asistencia al colegio al parecer solo se debe a una especie de inercia -como si a sus padres o quienes los mandara al colegio le bastara con la sola asistencia y no les importaran lo que pudieran hacer adentro-, para ellos los cinco problemas que apenas han sido copiados en sus hojas son ahora blanco de burlas y bromas; entre risas contenidas se escuchan frases como “Che, qué es el péndulo” “¡Agarrame el péndulo!” “Chupame el vector boludo”. Son los únicos cinco alumnos que Roggero no puede dominar porque a ninguno le importa las notas que puedan tener, no existen amenazas, ni las amonestaciones ni las suspensiones, ni siquiera las expulsiones. Pero Roggero apenas repara en sus comentarios, como si se permitiera ese pequeño disturbio dentro de una mayoría controlada y sumisa.
Diego sigue con el paneo visual del aula y se detiene en Carlitos Garrido, siempre callado y sumiso quién un banco atrás, en la fila del centro, parece buscar algo en su mochila. Raro, piensa, está arriesgando mucho porque si Roggero lo ve le retira la hoja y lo saca afuera. Además, si busca un machete será inútil, nada podrá salvarlo de semejantes problemas ya que los temas fueron totalmente imprevistos. Un aplazo general a la clase es lo que siente que inevitablemente ocurrirá y entonces se relaja.
Carlitos Garrido es esa clase de personas que pasan siempre inadvertidos, nunca falta en las rondas en el recreo, en las horas libres, en las reuniones en el baño pero no habla jamás, su voz opaca y temblorosa sólo se escucha cuando algún profesor lo sorprende con alguna pregunta sobre el tema que esté exponiendo, como si quisiera descartar que Garrido no estuviera dormido o fuera un fantasma, y entonces su rostro adquiere una expresión temerosa y sus cachetes habitualmente blanquecinos se tiñen en un tornasolado intenso y apenas balbucea una respuesta indescifrable e inaudible. Nadie sabe por qué pero Flores lo bautizó Caradeconcha, durante los dos años que Flores, repitente, ingresó al curso lo acosa diciéndole Caradeconcha. Es el único que se lo dice, seguramente porque nadie quiere a Flores. Por eso, el peor error que pudo haber cometido Garrido es mencionar que el día de ayer era el de su cumpleaños. Faltó tres días a clase por el golpe, se supo que tuvo que hacerse estudios médicos porque se mareaba en su casa, luego se repuso.
-¿Quiénes fueron?
La pregunta la hizo el profesor Furchi el mismo día de la malteada. . A su lado la regente Bossio y el preceptor Rodríguez, parados frente a la clase, esperaban una respuesta. Como ocurre en estos casos, nadie denunció a nadie, muchos menos a Flores, que podía ser muy peligroso meterse con él. Se habló de la malteada, de su cumpleaños y todo quedó en la bruma del "fuimos todos".
Hoy, allí de nuevo en el salón, mientras la hoja aún permanece en blanco, y mira cómo Garrido sigue hurgando en su mochila, Diego cree que lo sucedido el día anterior será sólo un día más en la historia de quinto tercera, y todo continuará normalmente. Pero algo inusual sucede, porque de la mochila, Carlitos Garrido, extrae algo bruñido que tiene la forma inconfundible de una pistola metálica –casi igual a la 22 que su abuelo conserva obsoleta en la cómoda de su casa- y en esa perplejidad que lo deja casi sin aliento y la seguridad de que es el único que, como en un mal sueño, ve lo que esta viendo, observa que Carlitos en un segundo se incorpora de su asiento, camina dos pasos, y apunta a Roberto Flores.
Antes de que el disparo raje la tarde y se escuche el quejido agudo de Flores, Diego graba para siempre, como una fotografía indeleble, la risa incrédula y nerviosa de Roberto Flores descubriendo con, primero asombro y luego miedo, que pronto ya estará muerto.
Fin
Enero 2009
CARADECONCHA
LA CUADRA MÁS LARGA DEL MUNDO - Tan lejos, tan cerca.
Enero en la ciudad, cuando el calor y la humedad se entremezclan, es para meterse en el despacho, encender el aire acondicionado y no salir jamás. Ramón Angelino Ponce había dejado sus vacaciones para más a adelante, quizás marzo, quizás abril. Pero por suerte el clima de este lunes para Ramón era acptable, apenas templado, sin humedad, y como ya era la hora del desayuno se dispuso a salir. Tomó el saco del respaldo de la silla, y cuando pasó al lado de Patricia dijo simplemente “Salgo”. Percibió que su secretaria atinó a preguntarle algo (siempre preguntaba algo)pero no le hizo caso, y ella tampoco insistió, un código entre los dos en el que no hacían falta las palabras.
Los bombos del Partido Laborista protestando en la plaza retumbaban hasta adentro de la municipalidad, Ramón ingresó por el pasillo y raudamente encaró para la calle. Ya afuera levantó la cabeza y sonrió como en los tiempos de campaña, hizo un paneo general sin ver, no supo si alguien contestó el saludo pero al menos no recibió ningún insulto ni reclamo, el sonar de los bombos había disminuido y ahora, a medida que se acomodaba el saco, volvían a su intensidad habitual. Los del PL son como chicos, pensó Ramón, patalean y protestan cuando él no está y en cuanto aparece no se animan ni siquiera a mirarlo.
La protesta del Partido Laborista residía en negarse a que una empresa textil se radicara en el pueblo y aseguraban que era altamente contaminante para el ambiente, Ramón pensó en la gata flora, “No hay poronga que les venga bien”. Casi lo dijo en voz alta. Fue allí que levantó la cabeza y observó la entrada del bar Capuccio. De la municipalidad a lo de Capuccio hay apenas una cuadra, la cuadra más larga del mundo. Y no fue casual que mirando la angosta vereda que conducía al bar recordó aquella sentencia que le había dicho el antiguo y precesor intendente, también peronista y quien fue casi su padrino: "La forma en que llegás es la forma en que gobernás, pibe".
Se sorprendió que nadie lo detuvo en esos primeros diez pasos, pero en el paso número once, de soslayo, vio a alguien con su bicicleta estacionado en el cordón de la vereda, temió levantar la vista pero ya no podía simular, cuando irguió la cabeza, casi al lado de la bicicleta, Carlos Carrasco lo miraba sonriendo, vestido con el pantalón y la camisa de grafa azul, debería estar cumpliendo con su trabajo en el corralón, pensó Ramón, pero en lugar de eso lo estaba esperando en la puerta del municipio. Ramón, mientras escuchaba un "hola Ramoncito" bastante efusivo que Carrasco casi le había escupido mientras trababa el pedal del rodado en el cordón, recordó no sin pesar que Carrasco le había hecho prometer darle un puesto en administración ni bien asumiera, en realidad Ramón no había dicho ni sí ni no, solamente le había contestado con su muletilla de campaña que había resultado en definitiva un tiro por la culata, o varios tiros por la culata: Vemos qué hacemos.
> -¿Podré pasar a la administración cuando asumás, Ramoncito?
-Vemos qué hacemos, Negro.
Hubo varios “Vemos que hacemos” durante la campaña ¿Cuándo asumás terminamos la capilla, Ramoncito? Vemos qué hacemos. ¿Voy a trabajar en cultura? Vemos qué hacemos, siempre "vemos qué hacemos", lo sabía, Ramón lo sabía pero tenía que llegar sí o sí y tenía muy claro que esa frase para los demás era un sí rotundo y que el torbellino de reclamos se le iba a venir apenas asumiera. ¿Cómo explicarle a Carrasco, que cortaba el pasto y podaba árboles, que era insostenible que pasara a ser funcionario o empleado de administración? Cuando estuvo a su lado sonrió y se abrazó con Carrasco.
-¿Che, hay posibilidades o sigo con la pala?
-Todavía no pude hacer nada, Negro...
Sonaba inverosímil, terriblemente inverosímil, ¡ya era el intendente! Hacía un año que había asumido y responderle que todavía no había podido hacer nada lo hizo sentir un trapo de piso.
-¿Yo ya te conté mi proyecto para mejorar el tránsito...?-, dijo Carrasco retóricamente.
¿Sabrá Carrasco que el departamento de tránsito no tiene nada que ver con el de administración? pensó Ramón, pero no le dijo nada a Carrasco, no quería ahondar demasiado en la cosa para que no se extendiera:
-Haceme una gauchada, Negro, decile a Rubiera, en Tránsito, que yo te mandé y contale el proyecto, yo después hablo con él.
-Dale -respondió casi contento Carrasco-, voy ahora nomás.
-Ok, después comunicate conmigo ¿eh?
Se saludaron con otro abrazo, apenas Ramón se dio vuelta, la silueta de una señora de físico robusto, lo esperaba apenas a dos metros de distancia. Cara conocida pensó Ramón, ¿de dónde? no se acordaba pero intuía que al menos una vez había hablado con ella, la señora ni siquiera lo saludó. Sólo dijo:
-Me quieren sacar de mi casa, señor Ponce.
La mujer se puso a llorar al instante. Ramón puteó por dentro, no podía sucederle esto, todavía faltaban unos cincuenta pasos para llegar al bar y ahora tenía que sortear semejante obstáculo. Con la voz tiznada de bronca pero sin gritar le preguntó qué era lo que le había pasado.
-¿Sabe qué pasa señor intendente?, que el doctor Echeverría me dijo hace como dos años que podía quedarme con un terreno que él me dio si pagaba los impuestos y entonces fui construyendo ¿vio?, me hice la casita, es de chapa pero bien hechita, mire que no la volteó ni el viento de septiembre que fue impresionante, entonces ahora, me mandan un papel donde me dicen que me tengo que ir porque pertenece a la municipalidad.
El doctor Echeverría, antiguo contador del municipio, le había causado tantos problemas que uno más ya no le hacía mella; el antiguo contador de Ocampo, se había hecho su propio negocio inmobiliario en el municipio y no era la primera vez que le había hecho pagar impuestos de terrenos baldíos a gente sin avisarle que los cinco años tenía que estar cumplidos para hacer uso, Echeverría dejó que la gente construyera y cuando asumió, la oficina de legales con el doctor Milesi a la cabeza se encargó de recuperar los terrenos. Sobre aquellos lotes en los que no se había construido, nadie pataleó, porque eran terrenos que habían adquiridos los vivos de siempre pagando una comisión a Echeverría por el dato, ese era el negocio, pero esta pobre gente se había hecho la casa y ahora tenían un problema, y él también porque ahora, que era el intendente, quedaba como el malo de la película.
-Vaya a hablar con el doctor Milesi en la oficina de legales, por favor, pero hágalo mañana así me da tiempo de hablar con él y comentarle la situación-, se escuchó decir.
-Gracias señor Ponce, gracias- le dijo la señora sollozando y tomándole la mano en un gesto casi maternal.
Por supuesto que llamaría por teléfono y el Colorado Milesi le agarraría tal calentura que seguramente le oiría repetir una y mil veces que le presentaría la renuncia, después se olvidaría del tema y el Colorado volvería a su laburo.
Ramón comenzó a caminar luego de que la señora soltase su mano, sólo faltaban treinta pasos para disfrutar del café con leche y las tres medialunas, treinta pasos para abrir el semanario de la ciudad o el Ole y mojar la medialuna en la taza espumante de leche. Iría por los diez pasos y de atrás, alguien corriendo se acercaba gritando “¡Ramoncito, Ramoncito!”, voz conocida, familiar, el Rengo Benitez, Ramón ya sabía lo que iba a suceder: se daría vuelta y lo saludaría con un abrazo y escucharía que en el Barrio El Paso, donde el Rengo Benítez era presidente de la asociación de fomento, necesitaban mano de obra para terminar la sede. El Rengo Benitez, como era peronista, creía que podía usar gente del corralón para terminarla, pero que esta gente trabajaría en el horario municipal y no por la tarde ya que no les correspondía. Ramón se dio vuelta y lo saludó.
-¿Cómo andás Rengo?
-Bien Ramoncito-, respondió agitado el Rengo. ¿Tenés dos minutos?
-Decime.
-Vamos a tomar un café... - le dijo el Rengo poniéndole una mano en el hombro casi empujándolo. “Ni en pedo” se dijo para adentro Ramón. “El desayuno: solari, como siempre, solo yo y los diarios”.
-Tengo una reunión, decime tranquilo que te escucho.
Por supuesto que escucharlo no era precisamente lo que haría, debería decidir si continuar con la diplomacia o mandarlo a la reputa madre que lo parió, ¡era increíble que este tipo pretendiera usar gente del corralón para hacerse la sede del barrio y encima que trabajaran en el horario que lo hacen para el municipio! Esperó que terminara, cuando se hizo el silencio, respondió lo que ya tenía previsto contestarle.
-Mirá Rengo si querés que la gente del corralón trabaje para tu sede, que lo haga por la tarde o el fin de semana, si ellos no te quieren cobrar fenómeno sino pagales. A mí en esta no me metás.
-¿Qué pasa, se te subieron los humitos a la cabeza? ¡Vos ganaste por nosotros macho, no te olvidés!, ¿eh? ¿o ya no sos peronista?
-Yo no me olvido de nada, Rengo-, empezó a caminar en dirección al bar mientras el Rengo lo seguía dos pasos atrás.
-Ya vas a venir a llorar, con Ocampo esto no pasaba-, le empezó a gritar el Rengo que por suerte para Ramón ya se había detenido y no lo seguía.
Para qué contestarle, pensó Ramón, que paladeaba con ansiedad llegar a la puerta del bar si estaba allí, tan cerca y tan lejos, como esos maratonistas que alcanzan a palpar la cinta de llegada y el tiempo se hace cada vez más lánguido, para qué contestarle a un tipo al que definitivamente los años le habían arrebatado el sentido común, detestado inclusive por la gente de su propio barrio y que en definitivamente terminaba ganando las elecciones de su barrio porque gracias a dos o tres matones de cuarta no dejaba que nadie más se presentara.
Por fin, pensó casi aliviado, por fin la puerta estaba frente a él. Cuando acarició el picaporte hizo un movimiento velocísimo para quedar en el interior del bar y dirigirse, saludando a Cacho con un lacónico pero amable “Buendía”, hacia la mesa de los diarios. Tomó el Clarín y le incertó el suplemento deportivo Olé entre sus páginas para que quedara camuflado, y luego escondió dentro del saco un semanario local. Disimulando ese pequeño acto de vandalismo mediático -apropiarse de casi todos los diarios disponibles podría costarle ser víctima de algún reproche de los demás clientes del bar-, fue hacia la mesa de siempre, aquella del rincón donde nadire de afuera podría verlo, un humilde bunker anti-reclamo. El mozo se acercó para preguntar si se serviría lo de siempre.
-Por supuesto que sí.
Dejó el saco en el respaldo y se sentó, sintió que una ráfaga de placer le alivianaba el cuerpo, ese momento, ese pequeño lapso de tiempo en el que disfrutaría de un buen desayuno y de la lectura en plena y complaciente soledad era una de esas mágicas cosas que hacen que la vida valga la pena. Todo pareció adquirir un aura de excelencia y calidad como si estuviera flotando en el aire. Vio a Miguel, el legendario mozo de Capuccio, armando la bandeja casi con maestría, colocando las medialunas en el pequeño plato mientras Cacho, quien operaba la máquina de café como si fuera un experto ingeniero cafetero, le alcanzaba la taza de riquísimo café humeante y luego la jarrita de leche caliente. Extrajo del diario el suplemento deportivo y lo colocó en la mesa, lo vio venir a Miguel, pantalón negro, camisa blanca, bandeja en mano, casi en cámara lenta, como si despegara los pies del piso, ya en la mesa bajó con delicadeza cada uno de los elementos de ese conjunto apoteótico: el café, la leche, las medialunas y el vaso de jugo exprimido de naranjas. Sacó su billetera y alcanzó a abrirla:
-No, dejá Ramón, esto es a mi cargo…- dijo Miguel.
Sorprendido creyó que la mañana podría ser la mejor mañana en mucho tiempo, alguien del pueblo estaba dispuesto a demostrarle su afecto, pero luego no entendió por qué Miguel acomodó la silla y colocando la bandeja vacía sobre el borde de la mesa se sentó y en voz baja como si estuviera confesando un secreto dijo:
-Mirá, mi pibe está sin laburo… sabe mucho de computación y esas cosas… no sé… ¿vos podrás hacer algo, Ramoncito?
FIN
Noviembre 2006
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