ELLA ES OTELO - Una historia de celos

Cuando mamá se encontraba casi ya sin conciencia me tocó atender a un viajante proveedor de la tienda quien se mostraba bastante consternado por lo que yo le contaba sobre el estado actual de ella. Bajito, colorado, de envidiable aspecto físico que desmentía sus sesenta años, era notablemente sensible a lo que le decía y, puedo asegurarlo, no había en su expresión nada que fuera impostado ni exagerado. Sin conocerlo yo le tenía un aprecio indirecto contagiado por lo que mamá sentía por él. Era evidente que sus buenos modales, su respeto inocultable, la calidez en el trato y su sentido del humor se diferenciaba de los demás proveedores quienes, a excepción de dos o tres casos, respondían a una conducta arquetípica de los vendedores ventajeros que colocan el porcentaje de la comisión por sobre todo lo demás llegando a vender cualquier cosa con tal de incrementar su ganancia. A pesar de los denodados esfuerzos que ciertos corredores hacían por ser simpáticos, por demostrar con riguroso énfasis que los productos que vendían eran de primera calidad, mamá, como un perro adiestrado para las razias policiales, les adivinaba al instante el aroma rancio que despedían aquellos viajantes que eran capaz de cualquier artimaña, cualquier medio non santo con tal de vender.

Pepe, quién estaba sentado frente a mí esperando que llegara Anabella -quien comenzaba a transitar la dura tarea de saber qué mercadería comprar, cuánto comprar y como venderla y quien por primera vez tendría que hacerlo sin el asesoramiento de mamá-, hizo una pregunta inesperada para mí, la que por unos segundos me resultó incisiva, casi violenta, como si me clavara una de las tijeras que esperaban muertas sobre el tarro en el mostrador, “¿Todavía estás con esa chica porteña...?. Una contundente patada en el estómago. Estoy seguro que transpiraba mientras entre titubeos intentaba explicar que ya hacía uno o dos años que no la veía, recuerdo que lo dije como si no llevara la cuenta, como el delincuente que es sorprendido en una de sus falsas coartadas e intenta echar más confusión sobre la confusión. Me di cuenta que Patricia estaba dormida en algún sector de la memoria que, no sé como, había encapsulado de un modo que solamente la pregunta de un extraño (y del que nunca hubiese imaginado que estaría al tanto de mi relación con Patricia) había accionado como una bomba de trinitrotolueno estallando en la puerta blindada que no dejaba escapar los casi cuatro años que había estado al lado de Patricia, mejor dicho, adentro de Patricia.

La conocí a las pocas semanas que estaba en Buenos Aires en la Facultad, cursábamos juntos el ciclo básico y desde el primer momento quedé cautivado por sus ojos verdes, el ondulado cabello castaño casi rojizo y su carita aniñada dibujada en aquel menudo y delgado cuerpo, era una muñequita hermosa a la que yo veía como algo inasible, imposible de acercarme, una preciosura de la cual estaba seguro que no obtendría ningún gesto ni palabra que me correspondiera. Es que en verdad nunca estuve cómodo en el tema de relacionarme con las mujeres, sobretodo con las que me gustaban, como si el temor a una negativa o cualquier manifestación de rechazo me paralizara y terminaba por no intentar absolutamente nada con las chicas que me gustaban por miedo a quedar en ridículo, en fin, ese adolescente que fui, que pasó años en la escuela secundaria enamorado de una morocha a la que jamás le dedicó una mirada para que se diera cuenta de que la deseaba era definitivamente un pelotudo.

Recuerdo que pensé en la morocha cuando aquella primera clase en la facultad desprecié toda la explicación del profesor Echeverría por quedar absorto y obnubilado mirando la cara de aquella muñequita que sentada dos bancos más adelante, debido a los últimos calores de marzo, improvisaba de tanto en tanto una cola de caballo para darle aire a su nuca blanquecina y que luego dejaba caer el cabello sobre sus hombros como si supiera que atrás estuviera yo admirando ese gesto que resultaba por demás de sensual. Nunca podré hablarle pensé, si nunca me animé con la morocha, menos con esta especie de modelito de publicidad de perfumes caros que pocos días más tarde me diría su nombre.

Días después, uno de esos que pareciera que no va a parar nunca de llover, entré a la facultad bastante más temprano. Tuve tiempo para recorrer los salones casi destruidos y para leer los innumerables pasacalles y banderas políticas que vestían los pasillos y el salón principal. Yo vivía totalmente apolitizado y las siglas y expresiones que contenían esos carteles no eran para mí más que símbolos indescifrables. En la cafetería me encontré con algunos conocidos de mi pueblo y nos saludamos como si estuviéramos en Irak en el medio de un conflicto bélico; estaba seguro que si nos viéramos en Chacabuco apenas nos saludaríamos con un gesto, pero allí, en la lejanía, en ese mundo magnánimo e inabarcable que es Buenos Aires, nos besábamos y nos abrazábamos como si quisiéramos protegernos de la monstruosidad de cemento y automóviles y calles y millares de caras desconocidas. Estábamos acostumbrados a un pueblo con tres o cuatro edificios que lo más alto que pudieran llegar era de cinco o seis pisos, en el que el máximo embotellamiento de autos que pudiera haber sucedía a las siete de la tarde un domingo girando alrededor de dos manzanas en el centro, y que ver a alguien al que no podíamos identificar como “de la ciudad” podía llegar a propagar hasta el insomnio.

Aquel día tuve dudas de que me hubiera confundido el horario por lo que fui hasta la cartelera de información para ver realmente si la clase de lógica era realmente ese día. Entre los anuncios del Centro de Estudiantes, los afiches promocionando recitales de músicas y funciones de teatro independiente encontré el cartel con los horarios. Pero una voz me interrumpió. Era la muñequita. Juro que temblé, como un imbécil balbuceé unas pocas sílabas que apenas escapaban de mis labios, como los sapos que disparan su lengua y atrapan los insectos, quería volverlas a meter adentro de mi boca. Se quedó al lado mío y comenzó a preguntarme que carrera iba a seguir, cuando le dije que seguiría Literatura se sonrió. Yo le pregunté porque le causaba gracia y me dijo que por como me vestía no podía estudiar otra cosa que no fuera Literatura. Casi como un reflejo observé mi camisa a cuadros escocesa marrón y blanca, mi pantalón jogging bordó y los mocasines negros asomando por debajo de la botamanga. Mientras lo hacía le contestaba que me había puesto lo primero que había tanteado en la oscuridad de la pieza por no encender la luz ya que mi amigo todavía dormía. Ella, ya casi riendo a carcajadas, me explicó que justamente ese desinterés por la ropa que llevaba puesta me delataba que literatura o a lo sumo antropología eran las únicas carreras que ella había arrojado como opción mientras me analizaba intentando dilucidar la carrera que había elegido. Allí fue que sentí algo: ¿Ella me analizaba? Eso quería decir entonces que no había pasado inadvertido para ella en aquellos primeros días de clase. Me invadió una alegría inexplicable, como si una parte de mí comenzara a existir, casi no lo podía creer. Le pregunté como se llamaba y mientras me decía “¿Patricia, y vos?” descubría que en sus pequeños pómulos bailoteaban unas pocas y delicadas pecas que la hacían más linda de lo que era a la distancia. Me contó que también ella seguiría literatura y yo le pregunté por qué entonces, según su teoría de asociar el modo de vestir con las carreras universitarias, estaba tan bien vestida, rápidamente me contestó que quizás ella era una excepción a la regla y que después de todo no estaba “tan bien vestida”, tuve deseos de decirle que estaba muy linda pero temí que fuera muy osado y lo mal interpretara. ¿Era mi sensación?: ¿Era ella tan simpática con todos o solamente estaba demostrando que le interesaba? Nuestra conversación derivaba ahora en contarnos de donde éramos, me enteraba que ella era de Buenos Aires y que vivía en Belgrano y yo intentaba explicar donde quedaba mi pueblo. Estaba casi eufórico por la demostración de interés que Patricia me estaba consagrando y que yo sentía como si todos los ángeles, todos lo santos, todos los dioses del Olimpo y de todas las religiones del mundo estuvieran pendientes de lo que yo decía. De repente todo se ennegreció como si llegara el apocalipsis: un rubio que bien podría haber sido surfista o, como diría mi tía Alelí, artista de televisión, inexplicablemente se acercaba hacia nosotros (hacia Patricia en realidad) y le daba un beso en la boca. Para él yo no existí, tuve la sensación que todo había sido un sueño o, peor aún, una pesadilla en la que su novio rubiecito y perfecto también fuera un muñequito, como si la muñequita tuviera su muñequito anexo, y uno pudiera conseguir el par en las jugueterías y colocarlos a los dos juntos en la cómoda o en la mesa de luz.

Me quedé con la lluvia. Ese día, y el otro, y el otro, Patricia ya no reparaba en mí, ni siquiera me miraba y yo no podía explicarme cómo, yo había escuchado perfectamente bien cuando había dicho que “me analizaba” y en tres o cuatro clases no había sido destinatario de ninguna insignificante mirada, otra vez como si no existiera. Ella no parecía interesarle mucho al rubiecito, los había visto en el bar de la esquina de la Facultad y él no daba muestras de estar a gusto, las dos o tres veces que me los crucé y que yo los miraba desde otra mesa simulando leer una novela de Dostoievsky –recurso patético (pecado) de juventud: que me viera leer Los hermanos Karamazov me parecía que era lo más interesante que podía demostrarle a Patricia, como si con ese libro lograra que ella me viera como una persona atiborrada de romanticismo, profunda y misteriosa-, ella le hablaba al rubio, pero el pibe, era notorio, oía sin escuchar, inclusive, todas las veces que los vi él se retiraba primero como si no pudiera aguantarse más y se despedía con un beso en la boca. Patricia, enseguida bajaba la cabeza y comenzaba a leer unos apuntes que sacaba de la mochila y allí, a cuatro o cinco metros de su mesa, empezaba a preguntarme si realmente yo existía porque no era depositario de ni siquiera, una tenue y fugaz mirada de la muñequita que me diera ánimo para acercarme. ¿Otra vez iba a pasarme? ¿Otra vez iba a quedarme con la duda, como me había ocurrido con la morocha de la secundaria, de no saber si realmente hubiera pasado algo?

Al mes, poco más poco menos, cansado de mi pelotudez, al verla sola en el bar, leyendo un libro que no alcanzaba a descubrir de quién era –ese día el rubiecito todavía no había ido y por la hora parecía que no vendría- me acerqué a ella y le disparé una pregunta apenas estuve a su lado, una pregunta que había ensayado repetidamente en mi cabeza y que decidí hacerla con firme convicción. Cuando escuché que el sonido había salido de mi boca me di cuenta que la convicción se había transformado en algo exagerado, casi grotesco. “¿Te molesta si me siento?” Me devolvió una mirada de sorpresa y e inmediatamente esbozó una sonrisa que pretendió mitigar aquel gesto que yo pudiera haber percibido como de incomodidad. Al menos eso fue lo que yo sentí. “¿Qué estas leyendo?” le pregunté mientras acomodaba la silla de madera en la mesa y luego me sentaba en ella. Me mostró el lomo del libro era Cien años de Soledad.

Después de aquella charla descubrí dos cosas, una: que aunque los dos estudiáramos literatura eso no significaba que estuviéramos hablando de la misma “literatura” y que mi amigo y compañero de departamento, Pablo, tenía mucha razón en asegurar que yo sobre las mujeres no entendía nada. Porque en aquella conversación y a pesar de no haber leído completamente Cien años de soledad me aseguré de que Patricia se enterara que el hijo de puta y ladrón de García Márquez era un miserable que le había robado sin escrúpulos todo a Cortázar. Lo dije así, con esas palabras. Y más aún: yo creí que así podría cautivarla porque estaba dando un punto de vista bastante original y por sobre todas las cosas patriota, porque también me encargué de dejar en claro que Cortázar era argentino y que el colombiano, al tener la suerte de ganar el premio Nobel, se había transformado en el paradigma del escritor latinoamericano. Lo dije casi enervado, la temperatura del cuerpo se me había elevado y cuando vi que Patricia se levantaba para irse tuve deseos de aplastarme la cabeza contra la pared. Ella igual se encargó de que la situación no llegara al ridículo porque me sonrió antes de irse y se disculpó, me dijo que estaba apurada porque tenía un cumpleaños. La vi más linda que nunca y yo me sentía como si tuviera la piel fría, los ojos salientes y la papada asquerosa de un sapo gigante, un reptil indescifrable que parecía hundirse en el fondo del mar poco a poco y que inevitablemente, mientras la silueta de la muñequita se alejaba rumbo a la calle, contenía la respiración y se desesperaba por no ahogarse. Pero de pronto Patricia se dio vuelta y, como si me alcanzara un salvavidas glorioso, me dijo: “¿Te dijeron del cumpleaños de Temis, no?”

Temis era una compañera de la facultad muy simpática y extrovertida, petisa y morochita, tenía empatía con el que se le cruzara y siempre demostraba un muy buen humor que por momentos resultaba exagerado, parecía ser muy amiga de Patricia porque casi siempre estaban juntas. Negué con la cabeza y Patricia me dijo que Temis había dicho, cuando terminó la clase el viernes pasado, que iba a festejar su cumpleaños en su casa y que el que quisiera ir que llevara algo para tomar. Le dije que el viernes me había ido antes de la clase para alcanzar el Chevalier en Retiro, el micro que me llevaba a Chacabuco. Le pregunté si estaba segura de que podía ir. En repuesta me anotó la dirección en una hoja de servilleta y me dijo que tipo nueve de la noche estuviera por allí.

Esa noche llegué a la casa de Temis con miedo: el único nexo que tendría era Patricia porque todavía no había hecho relaciones con la gente del curso, así me retrasé a propósito y llegué cerca de las diez, cosa de asegurarme de que Patricia ya estuviera allí. Era una casa antigua de dos pisos en Caballito, la casa de Temis era en la parte de arriba. Con mis dos cervezas en una bolsita y un par de aros baratos que compré para Temis envueltos en papel de regalo toqué timbre intentando calmar los nervios. La puerta se abrió y apareció el rostro de Temis, sonriente y fresco, que no denotaba sorpresa alguna, como si fuera su primer y esencial invitado. Mientras subimos la escalera le entregaba el regalo y eso sí pareció sorprenderla, me dio las gracias efusivamente y me condujo hacia donde venían los murmullos y la música. Llegamos a un patio central donde se hallaban todos, muchas caras conocidas y enseguida detecté una cabellera rubia sentada en el piso; delante del rubiecito, apoyada en su pecho, sentada entre sus piernas, estaba Patricia. Me saludó sonriente. No pude esconder el malestar y saludé casi con un gesto que pretendió ser simpático y resultó una mueca dudosa. No era que había descartado la posibilidad de que el rubio fuera al cumpleaños pero me había engañado a mí mismo construyéndome un sin fin de motivos por lo que el rubio pudiera faltar: que no le interesaba tanto Patricia, que como no era del curso podría sentirse descolgado, que como era sábado tendría amigos con lo que salir… pero allí estaban los dos juntos como si fueran la pareja más enamorada del mundo y eso me arruinó la noche.

Tomé mucho, en la pista de baile improvisada en el patio bailé con una mujer mayor que había empezado a estudiar de grande en la Facultad, Mariela, tenía cincuenta y dos años y me contó que el marido había fallecido, que vivía de la pensión que la había dejado y que se había propuesto estudiar psicología. Como si sufriera de una especie de un excesivo masoquismo me quedé hasta el final solo porque Patricia estaba allí. Claro que con el rubio también, que ahora, luego de cruzar unas palabras con él, me había enterado que, además de estar en el segundo año de medicina, ese cuerpo modelado y fibroso, esas facciones casi femeninas rematadas con un pelo rubio, lacio y envidiable respondía al nombre de Germán. Cuando me animé a preguntarle cuanto hacía que eran novios con Patricia, sin sospechar seguramente nada donde residía mi verdadero interés, -y esto debería ser porque mi pelo casi crespo, desordenado, mi ausencia completa de cintura y mis facciones desproporcionadas no le representarían ningún temor de competencia-, me respondió que hacía un mes que la conocía pero que todavía no se la había podido garchar. La palabra retumbó en mis oídos como una molotov. Hijo de puta pensé, yo estoy enamorado de esa hermosura que parecía un ángel caído del cielo y vos estás pensando en como volteártela. Mientras pensaba sonreí, y asentí como si me lamentara de que no pudiera conseguir el objetivo. ¡Con razón se quedó hasta esa hora!, pensé, y me asaltó un enorme deseo de decirle a Patricia que la bestia que tenía por novio lo único que quería era sumar una bombacha más a su colección de lencería y que seguramente todos las prendas obtenidas estarían exhibidas en las paredes de su departamento como los cazadores que cuelgan las cabezas embalsamadas de sus presas para regodearse de su propia destreza y poder. Me imaginé rescatándola de semejante calamidad pero cierta reminiscencia de lucidez que en alguna porción de mi cerebro aún quedaba no me permitió avanzar con algo que hubiese rayado el patetismo.

A las tres de la mañana se habían ido casi todos y quedamos Patricia, Germán, Temis y yo tomando mates en el patio. Había refrescado y las chicas se habían puesto abrigo. Temis comenzó a apoyarse en mi hombro como si tuviera sueño y me di cuenta que la baratija que le había regalado había significado mucho para ella porque no cabían dudas de que estaba encariñada conmigo. Empecé a disfrutarlo porque frente a nosotros, Patricia y Germán, parecían ahora estar peleados, no se hablaban y la sonrisa de Patricia se había borrado por completo. De pronto el rubio, levantándose, dijo que se iba y la miró a Patricia como si esperara que ella lo acompañase. “Yo me quedo” dijo ella, y me resultaron las palabras más hermosas que había escuchado en mucho tiempo. El rubio cazador se retiró visiblemente ofuscado, Temis lo acompañó y Patricia me sonrió tristemente. No supe que diablos decir así que quedamos en silencio. Temis volvió enseguida y le preguntó a Patricia si quería quedarse a dormir. Mientras Patricia parecía dudar, me sentí incómodo y levantándome dije que me iba. “No, yo me voy también” dijo decidida y esgrimió un tímido argumento de por qué era mejor que ella fuera a dormir en su casa. Observé que Temis se entristeció de repente como si una tormenta hubiera caído sobre su rostro. Salimos afuera y saludamos a Temis. Empezamos a caminar y le pregunté a Patricia si quería tomar un taxi para ir a su casa y me dijo que quería caminar unas cuadras. Me animé a preguntarle por qué su novio se había ido y me contestó no era su novio, “Entonces se pelearon” pregunté casi afirmando, y con enojo fingido me aclaró que nunca fueron novios y que solamente salían de vez en cuando. Quise hacer un chiste y le dije que en mi pueblo eso se llama “salir de novios”. Caminamos y conversamos mucho, cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse por entre los edificios le pregunté si tomábamos un taxi, me contestó que sí. Paramos uno en Pueyrredón. Ella le dijo al taxista que yo bajaría primero y me miró como esperando que le diera la dirección. Le dije que no, que primero íbamos a su casa y luego me llevaría a mí. “¿Pero no vivís en Palermo?” me preguntó sorprendida. “Sí, pero te acompaño primero a vos”. La observé intentar reprimir la sonrisa y el gesto de perplejidad que inevitablemente fluyó de su rostro. “¿Y eso, en tu pueblo como se llama?”. Compartimos una carcajada estruendosa que hizo que el chofer nos observara por el espejo.

Cuando llegamos a su casa me invitó a desayunar, me dijo que su madre estaría levantada y que no tendría problemas. Le pedí al taxista que espere y bajé con ella, le dije que no pero que me gustaría verla ese mismo día a la tarde: era domingo y yo estaba sólo en el departamento. Contestó que sí y el beso en la boca, fugaz y débil fue toda una señal.

A partir de esa tarde de domingo, en la que me enteré que yo le había gustado desde el principio -pero que el hecho de que Temis, según ella, le haya confesado que quería estar conmigo y el temor a que yo le correspondiese hizo que tuviera que decidirse pronto-, no hubo un solo día en que no nos veamos. Pero ese domingo mientras nos besábamos y nos conocíamos entre baterías de preguntas y anécdotas de frustrados noviazgos, en el que yo sentía una increíble satisfacción por tener, casi inexplicablemente, a aquel ángel divino entre mis brazos, no imaginaba para nada que tres años más tarde, en ese mismo balcón del décimo piso en el que nos besábamos por primera vez, sufriría uno de los días más amargos de mi vida y que aquella tarde, también de domingo, sería el punto de inflexión de la caída abrupta hacia el más oscuro de mis infiernos. Siempre que intentaba explicar a quien me preguntara cómo fue mi relación con Patricia, sin dudas y lacónicamente respondía: Estuve con ella más de cuatro años, pero el último año yo ya estaba muerto.

Es que al principio yo no podía entender lo que sucedía. Después de aquel primer domingo, sin que pasara un solo día en que no nos viéramos, nuestra relación se iría intensificando. ¿Esa belleza del espacio estelar que parecía inalcanzable días atrás y que me llenaba los ojos de ternura con su sonrisa atractiva como un imán, -que cuando sus pómulos crecían y los dientes blanquísimos aparecían daban una lección de protección y cuidado dental-; esa menuda porción de la naturaleza que inevitablemente captaba miradas a granel por la calle y que luego me escrutaban a mí como preguntándose si ese coso de al lado, y que iba de la mano de semejante princesa, pudiera ser factible que estuviera con ella; ese delicado y frágil cristal perfumado que podía besar todos los días de mi vida, decía, de verdad, cosas como que nunca había conocido a alguien como yo, que cada vez me quería más y que siempre, siempre, siempre tenía ganas de verme? Empecé a enamorarme de cómo me quería, ya no solo me gustaba sino que el hecho de que me hiciera sentir el centro del universo provocó en mí una borrachera de alegría que hizo que perdiera la cabeza. Justo en aquellos días –inclusive recuerdo habérselo mostrado a Pablo -, leo un cuento de Woody Allen, en el que el personaje, que parecía ser él mismo, había conocido una chica espectacularmente hermosa y que inauditamente se había enamorado de él que era un tipo para nada agraciado, entonces él se preguntaba con qué iría a compensarlo el destino, qué castigo le esperaría en el futuro para equiparar lo que la providencia le estaba regalando en ese momento y, entre otras cosas, se imaginaba un porvenir en una silla de ruedas, ciego o con demencia senil. De todos modos Pablo no estaba tan de acuerdo con mi punto de vista: para él Patricia era una chica linda pero nada más. Seguramente, aunque nunca me lo dijo, no toleraba, -probablemente hasta le repugnaba- mi encajetamiento brutal y desmedido con ella; tuvimos varias conversaciones sobre Patricia, en una de ellas, luego de que yo insistiera con que no había chica más hermosa que Patricia en todo Buenos Aires y discutiéramos con énfasis sobre los patrones de belleza femeninos, casi con desgano y con inocultable cara de fastidio, sin mirarme y como queriendo dar por finalizado el diálogo, me dijo: “…tiene poco culo”.

Con Patricia vivimos meses de mutuo conocimiento y reconocimiento. En el fragor de nuestros cuerpos casi desnudos entrelazados, en los momentos que Pablo no estaba en el departamento, ella me prometía que haríamos el amor pronto pero que primero quería ir a la ginecóloga con su mamá para hacer una consulta y empezar a tomar pastillas anticonceptivas. Yo le había confesado que nunca había hecho el amor y ella se sorprendió porque me dijo que en Buenos Aires, a los diecinueve años, nadie de los varones era virgen pero que se alegraba porque para ella iría a ser la primera vez y quería que fuera especial. Conocí a sus padres e hicimos un viaje a mi casa en mi pueblo para presentarla a mi familiares y amigos, admito que en cierta forma disfrutaba de las miradas, sobretodo de mis amigos porque la verdad era insoslayable: demasiado linda para mí. Los más francos me lo decían sin tapujos.

Llegó el día en que hicimos el amor y ahora lo recuerdo con ternura, como si ese pibe casi adolescente, más delgado e ingenuo que yo, fuera otra persona. Aprovechando que Pablo no estaba en Buenos Aires ella preparó todo en el departamento para que fuera realmente especial: velas, hornitos aromatizadores de vainilla y un vino blanco para entrar en ambiente. Fue espantoso, apenas intenté torpemente colocar mi verga en su vagina prolijamente depilada, me conmocioné vertiginosamente y por más esfuerzo que hice por contener la rauda ebullición acabé al instante y me tuve que correr de su lado para no mancharla. “Voy al baño” dije, y casi corriendo entré y cerré la puerta, más para ocultarme que para otra cosa. Cuando volví, me preguntó que pasó y le dije que había acabado sin querer y que esperáramos un momento para retomar, pero estaba angustiado y aterrorizado y no pude excitarme. Me dormí a su lado llorando.

Al otro día ella me despertó acariciándome y me tocó la verga que se irguió lentamente. Sin demasiada seguridad, bajo la sábana, me acomodé sobre ella y luego de varios intentos por acertar en su vagina, como si un esponjoso, húmedo y cálido animal me hubiese capturado la verga, sentí un placer inmenso. Quizás porque aún no me había despertado del todo pude aguantar el pene erecto más tiempo y pudimos hacer unos movimientos, aunque faltos de ritmo, inconexos, pero que fueron suficientes para que yo acabara, esta vez con más placer y para que una manchita lánguida, casi morada, tiña la sábana celeste, era el sello de la gloria, de mi gloria: me despedía de la virginidad para siempre.

Algunos días después de aquella noche, una tarde, estaba haciendo tiempo para una clase en el bar de la facultad, y se acercó a saludarme una prima lejana, que hacía dos años que estaba en Buenos Aires estudiando diseño gráfico, Mariela. Ella no conocía a Patricia así que le pedí a Mariela que esperara unos minutos así se la presentaba. Mariela me estaba contando como le estaba yendo con la carrera cuando Patricia entró al bar y ya desde la puerta adiviné, por lo sombrío de su rostro que algo no andaba bien. Comenzó a caminar en dirección de la mesa y justo cuando me estaba incorporando de la silla, se detuvo, la contracción en los labios que había reconvertido su rostro habitualmente hermoso en una careta distorsionada reflejaba una mezcla de bronca y angustia. Salió casi corriendo. “Perdoná” le dije a Mariela, quien no se había dado cuenta de nada porque estaba de espaldas y salí tras ella.

Salió a la calle y tuve que correr casi media cuadra para alcanzarla mientras le gritaba para que se detenga. Cuando llegué la tomé del brazo y casi con violencia hice que se diera vuelta. Comenzó a llorar de un modo que me enterneció, pensé que a alguien de la familia le había sucedido algo y empecé a preguntarle con ansiedad y nerviosismo que era lo que le pasaba. Ella no respondía. Le pedí por favor que me esperara, que iría a saludar a mi prima y a buscar la mochila. Entonces no pude creer lo que escuché, lo dijo con ironía y enojo: “¡Claro, ahora es tu prima!”. ¿Estaba escuchando bien? ¿Se había puesto celosa porque me había visto con una chica, y que encima de todo no sabía que era mi prima? Comencé a reir espontáneamente, en parte por el error y también porque no podía creer que ella, Patricia, una mujer que en el lugar que estuviera no dejaba de recibir libidinosas miradas masculinas -las que, confieso, a veces me saturaban un poco y me daban ganas de mandarlos todos a la mierda-, increíblemente sentía celos de alguien como yo que, a lo sumo, me miraba alguna chica por la calle una vez por año y que seguramente se debía a esos casuales golpes de vista que cualquiera dispara hacia un punto por el hecho de encontrarse absorto pensando en otra cosa. Porque al contrario que ella, que era una mujer hermosa pero que antes de salir de su casa, sea la hora que fuera, desplegaba un arsenal de cosméticos, pinzas, pinceles y perfumes, y frente al espejo, durante hora y media o dos horas, presentaba batalla a los esporádicos barritos, exterminaba pelitos incipientes y combatía cuerpo a cuerpo con el delineado de las cejas y los labios, yo, prácticamente había olvidado lo que era un peine y si alguna vez la ropa que usaba combinaba en estilo y color era nada más porque el azar así lo había dispuesto. Pero allí, los dos parados en la escalera de la facultad, creí que todo iría a terminar en segundos nomás, en cuanto Patricia asimile el error y ella también termine por reirse de lo que había pasado. No voy a negar que la escena de celos en definitiva me halagaba, era la primera vez en mi vida que una chica me demostraba, aunque sea de ese modo, lo que yo importaba y lo que significaba en su mundo. Patricia, a pesar de mi explicación seguía llorando, aceptó ir al departamento pero no me dirigía la palabra, un silencio hondo y denso nos envolvía y cada vez que intentaba decir una palabra, ella me devolvía una mirada húmeda, repleta de furia. Nos sentamos en el borde de la cama y allí estuvimos más de tres horas. Como un desquiciado habré preguntado una treintena de veces “¿Qué te pasa?” y ella me devolvía nada más que silencio y miradas lacerantes. Por la ventana, a medida que pasaban los minutos, veía como el cielo se ensombrecía y los edificios se iban iluminando como luciérnagas, juro que no sabía en qué pensar, la noche nos envolvió a los dos, y cualquiera que nos hubiese observado desde el exterior podría haber pensado que éramos como estatuas vivientes que cambiábamos posiciones cada tanto: ella sentada en la cama, yo sentado a su lado, ella sentada en la cama yo acostado, ella sentada en la cama, yo parado apoyado en el placard. Fueron más de tres horas de tortura. Lo agradable de haber sido celado se había transformado en una pesadilla increíble. De pronto, como si todas las señales, todas mis súplicas, todos mis “qué te pasa” hubiesen llegado a la raiz de su cerebro, como una gota de agua en el desierto ella dijo: “perdoname” lo dijo de un modo que parecía de arrepentimiento, en ese “perdoname” se adivinaba un profundo dolor. Me abrazó con fuerza y empezó a llorar, pero esta vez el llanto era distinto, como si deseara vomitar la bronca y la furia que había amontonado en su interior en esas tres horas. Hicimos el amor con ese gusto húmedo y agridulce que dejan las reconciliaciones. Luego, más tranquilos, hablamos. Me enteré que su padre no era su padre biológico y que su verdadero padre había fallecido en un accidente cuando ella tenía seis años, y que a partir de allí se aferró a su madre. No entendí por qué no me había dicho nada sobre todo eso. Octavio, su padrastro, me había resultado una persona muy buena, inclusive sentía que me apreciaba. Ella me contó que hacía unos ocho años que se habían casado con Teresa, su madre. No necesitaba ningún tipo de instrucción en psicología para entender que todo lo que había sucedido por la tarde estaba inevitablemente relacionado con la falta de aquel hombre alto y rubio, muy parecido a ella, que Patricia me señalaría en fotos tomadas más de diez años atrás, días después de que él se fuera, como todos los días, a repartir comestibles con la camioneta al conurbano y, luego de impactar contra un camión detenido en la autopista, no volviera nunca más. Ella lo quería mucho a Octavio, pero en aquellos años en que creció sola con su madre, -antes que Octavio la invitara a tomar el primer café de su vida-, la ausencia de su padre había hecho estragos en el alma de niña y yo, en parte, o quizás en todo, no sólo llenaba un hueco en su corazón, el que todos los amantes tienen reservado para el amado, sino que todo mi tiempo, todo mi amor, todo mi cuerpo y toda mi alma no bastarían para cubrir el espacio inhóspito e inabarcable que la falta de su padre había calado durante tantos años.

Las escenas de celos se repitieron cada vez con mayor frecuencia durante tres años, no sólo era motivo de celos cualquier mujer que se acercara a un radio de menos de dos metros de donde yo estaba sino que nadie que me quisiera, Pablo, Juan, El Cote, amigos de toda mi vida, tías, tíos, abuelas, todos representaban una amenaza a su posesión. Juan, quien vino a pasar un fin de semana conmigo en Buenos Aires, fue el primero en sufrir uno de sus ataques de celos. Salimos a tomar algo un sábado a la noche y sentado los tres en un bar de Palermo, bastó que Juan recordara la vez que, estando de vacaciones juntos en Villa Gesell, conocimos a unas chicas cordobesas una madrugada después de bailar, con las que nos quedamos a tomar mates en la playa para ver el amanecer y que me preguntara a mí si había vuelto a recibir alguna carta de ellas para que, sin decir una palabra, Patricia se levantara de la mesa y saliera corriendo a buscar un taxi. Aquella vez le pedí perdón a Juan y salí a buscarla. Cuando llegué un taxi ya había parado y Patricia estaba subiendo. Desde adentro del taxi me echaba la habitual mirada lacerante y era evidente que ya se encontraba poseída por demonio de los celos. Ese momento que tantas veces viviría, en el que Patricia me colocaba en la situación límite y tristemente desesperante donde debía decidir si quedarme a su lado hasta que la metamorfosis celomaníaca acabase y abandonar lo que esté haciendo y con quién estuviera, así fueran personas a las que quería mucho, o decidir dejarla sola con sus terribles demonios interiores y que todo decante con el paso del tiempo. Esto último nunca sucedió. Siempre, con agrio dolor en el alma, elegí salvarla del naufragio trágico donde las neuronas en su cerebro parecían ahogarse en un mar de irracionalidad. Quizás no pude, por cobardía, por quererla mucho, por lástima, no lo sé, pero nunca me animé a dejarla sola en esos momentos, lo cierto es que con el transcurso de los días a medida que las personas que me rodeaban iban desapareciendo de mi mundo y el único entorno que frecuentaba era el que ella me proponía, el resquemor, el resentimiento me socavaba el estómago y, poco a poco, como un trabajo de hormiga, me iba carcomiendo por dentro hasta transformarme en un ser inerte, casi opuesto al que era apenas años atrás. ¿Acaso no hay amor más perverso que pedirle al ser amado que deje de “ser” para satisfacer al otro? Empecé a sentir que Patricia se aprovechaba de mi entrega absoluta, de mi amor incondicional. A pesar de que aceptó ir a una psicóloga por el tema de los celos, empecé a sentir que Patricia no le decía la verdad o que la psicóloga era una pelotuda. Me devané los sesos tratando de comprender por qué mis chistes habituales, mi sentido del humor cercano a la ironía derivaba en que, -según la psicóloga-, la raiz de los celos estuviera allí. También intenté procesar aquello de que “Toda broma, en el fondo, es una agresión” que tantas veces Patricia me decía porque la psicóloga se lo había dicho. Aunque no la conocía, odié a la psicóloga.

Habían pasado tres años y por Patricia casi había abandonado la carrera, sólo concurría, y esporádicamente, a unas materias que me gustaban como literatura latinoamericana y semiología, ya no me hablaba con ninguno de mis amigos, hacía un año que no volvía a Chacabuco, había padecido más de doscientas escenas de celos interminables, tenía veintidós años y me sentía un ser inanimado, un cúmulo de basura amontonada. Pero ella no parecía haber cambiado en nada, inclusive era como si no notara mi mutación y cuando los momentos de celos pasaban entraba en un estado de euforia, escribiéndome cartitas de amor, haciéndome infinidad de regalos con dedicatorias como “Te amo, tu futura esposa” o “Te amo, la madre de tus hijos”. Ella había dejado la carrera de literatura por la de locución, y con los meses, de su boca, salían nombres de nuevos compañeros y amigos que estaba conociendo y yo hacía esfuerzos denodados por imaginarme sus caras cuando me contaba las cosas que pasaban en el instituto de locución, Gustavo, Hugo, Carlos, Marianela, Sofía, personas que apenas veía por segundos cuando cada noche pasaba a buscarla religiosamente por el instituto. Un día prácticamente entré en crisis cuando me contó que se había quedado toda la tarde estudiando con un tal Gabriel en su propia casa; no es que yo sintiera celos –¿quién puede sentir celos de alguien que asegura por escrito que ya es la madre de mis hijos?-, sino que yo, por poco, debía cortarme la lengua o desaparecer como un ninja si una mujer me hablaba o sólo me miraba y ella se había quedado a “estudiar” con el tal Gabriel como si el hecho de estudiar con alguien del sexo opuesto fuera la situación más natural del mundo. Con paciencia intenté que visualizara la situación al revés, qué hubiera pasado si yo hubiera sido ella y me hubiese quedado en la casa de una compañera estudiando literatura pornográfica, -recuerdo que lo dije textual por la bronca que sentía-, y con un gesto de despreocupación, levantando el mentón y frunciendo los labios me dijo: “yo no hubiese tenido problemas” Quise matarla.

Pero estaba seguro, cada vez más, que me encontraba frente a dos personas distintas, por un lado, la radiante, hermosa feliz y agradable Patri, por el otro, la hosca, sombría y maníaca Patricia. Cada vez que volvía de su casa a las siete de la mañana, dos o tres veces a la semana -porque según ella sufría de pánico y quería que me quedase a dormir junto a su cama en un colchón tirado en el piso-, pensaba qué carajo había hecho para terminar así, enajenado y vacío, casi sin vida propia, vivía con la permanente temeridad de lastimar a Patricia por mencionar un nombre de mujer desconocida para ella o por mirar demasiado tiempo a la cajera del supermercado mientras nos daba el vuelto de lo que habíamos comprado. Pablo, quién ya había conocido a Sofía y se había enamorado, se fue a vivir con ella a su casa, pero yo no quise conseguir un compañero y preferí quedarme sólo en el departamento. Las llamadas por teléfono desde el locutorio a mi casa eran pocas y muy de vez en cuando y en tanto escuchaba la voz de mamá en el teléfono parecía tan lejana que me daba la impresión que yo estaba en otro mundo.

Luego de una de aquellas escenas de celos, a la semana, Patricia me dice que la psicóloga quería hablar conmigo porque estaba entrevistando a todo el entorno familiar, pero no le había dado más datos sobre qué quería hablar conmigo, que solamente tenía que ir. Le pregunté si era muy necesario y ella me lanzó el rayo que en esas ocasiones tenía por mirada y me dijo: “¡Si me querés, tenés que ir!”. Me citó un día por la tarde, llegué a su consultorio de la calle Agüero en Barrio Norte, era una casa antigua donde había varias placas en el frente, en el lugar atendían kiniesiólogos, fonoaudiólogos y médicos de distintas especialidades, entré a la sala principal en la que una secretaria atendía previamente, me anuncié allí y me dijo que esperara, que la licenciada me atendería en momentos. Me puse a ojear unas revistas de periódicos de domingo pero la espera fue corta, la secretaria mencionó mi apellido y me señaló la puerta por la que debería entrar.

Del otro lado de un mostrador una mujer de unos cuarenta años me saludó con la mano y me pidió que me sentara. El consultorio era despojado, no había cuadros ni colgantes, sólo las paredes blancas nos envolvían como si fuera un cuarto de papel canson. Me preguntó como me estaba yendo en eso de escribir, si había podido aceptar el hecho de que debía aceptar las materias que me desagradaban de la carrera. Me sentí ultrajado en mi intimidad, me sorprendió que una desconocida supiera de mis intimidades pero enseguida pude asimilar el golpe y recordé la cantidad de veces que Patricia me contaba las cosas que ella le decía a la psicóloga de mí. Me costó terriblemente sacar las primeras palabras para explicar que me apasionaba la literatura pero no podía concentrarme en la cantidad de materias que me aburrían y hasta me parecían tontas. Lo cierto que hablé por más de una hora y media sin parar, me encontraba en esa extraña situación de contarle cosas privadas a una persona extraña pero que sabía más de Patricia y yo que el resto del mundo. Nadie, absolutamente nadie de mis amigos y familiares, conocía que me sucedía porque sencillamente yo no les decía una palabra, sentía que nadie, aunque se desviviera por hacerlo, podría darme una mano. Ya lo había intentado con Juan pero me di cuenta que para quien ve las cosas desde afuera, el infierno en el que estaba metido no era más que una cosa fácil de resolver, como si pudiera pasarle un lampazo a toda esa situación y a otra cosa mariposa. Me descargué con la psicóloga y desplegué un alud infrenable de situaciones y episodios celomaniácos y me explayé en forma rigurosa sobre las contradicciones que Patricia tenía ahora que había cambiado de carrera y conocía un grupo nuevo de gente y que empezaba a impacientarme que ella pudiera ser celosa pero yo no. Y luego, sincerándome le dije: “Me da mucha bronca”.

Cuando terminé, la psicóloga, que no me había dicho una palabra, solamente me aclaró que Patricia estaba enferma y que poco a poco iría saliendo del problema a medida que vaya adquiriendo más seguridad con sus proyectos y su modo de vida, que ella notaba que poco a poco estaba madurando. Salí de su consultorio aún con mis propias palabras resonando en mi cabeza. Ya de noche, caminé dos cuadras hacia la nada y antes de cruzar la avenida Las Heras, tenía resuelto que iría a hacer: hablaría con Patricia y le diría que no va más, que me volvería a mi pueblo y que lo nuestro ya no tenía sentido, por primera vez en dos años sentía que las nubes negras que me perseguían, día a día, mostraban una grieta por la que un rayo de sol, revitalizador y tibio, penetraba y me tocaba el alma. Habíamos quedado que nos encontrábamos en el departamento después de que ella terminara de cursar. Desde el décimo piso veía las luces de la ciudad encenderse poco a poco, me entretuve en el edificio de enfrente, una pareja cenando, una chica bailando una música inaudible frente al espejo, otra pareja besándose. Me quedé apoyado en la baranda esperando que la silueta de Patricia apareciera por la vereda. Pero el timbre sonó sin que la viera. Abrí sin preguntar, a esa altura ya nadie tocaba el portero del departamento. Prendí la luz. Patricia apareció con una sonrisa en la cara como si fuera la mujer más feliz del mundo. Me besó. Tardó apenas segundos en darse cuenta de que mi cara no era la de siempre. Ella se paró en frente de mí y cambiando el dibujo perfecto de sus labios sonrientes por una mueca de incertidumbre y sorpresa me preguntó si pasaba algo. Los ojos se me humedecieron y me contuve para que las lágrimas no se me cayeran. “Ya sé...” me dijo ella como si fuera lo único que le importara en el mundo “me engañaste con alguien”. Hice un chasquido en los labios con un gesto de fastidio, me alejé unos dos pasos y amargamente me salió un temeroso “Se acabó Patricia”. Su cara se transformó en algo indescifrable como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. Empezamos a discutir y ella comenzó a hacer reproches de sucesos y discusiones pasadas como si no quisiera darse cuenta de lo que en realidad le estaba diciendo, hasta que dijo: “Si no me amás más, decímelo pero con todas las letras, quiero escuchártelo decir”. No dudé un segundo. “No se si te amo o no, no quiero estar más con vos, no puedo estar más”. Empezó a llorar desgarradamente de una forma que yo no le había visto nunca, entremezclado con el llanto, gritaba que no quería vivir más, que ya no tenía sentido, empezó a caminar para atrás hasta traspasar la puerta balcón, se apoyó en la baranda y mientras se agachaba como si le doliera el estómago lanzaba gritos como si se estuviera desgarrando por dentro. “¡Me quiero morir, me quiero morir!” comenzó a decir y empecé a llorar yo también, éramos como dos siameses condenados a la separación definitiva. Mil veces repetía que se quería morir hasta que a través de la humedad borrosa de mis ojos vi que levantó una pierna y la pasó para el otro lado del balcón y apoyó el pié en la baranda inferior, luego, sin dejar de llorar, me miró y me dijo que no tenía sentido vivir, corrí sin pensar y con violencia la tomé de la espalda, del pantalón, de donde pude y la tiré hacia adentro. Caímos los dos abrazados y fue allí que le dije que no se preocupara, que todo iría a estar bien, que me había hecho mal hablar con la psicóloga. Nos quedamos dormidos en el piso del balcón hasta altas horas de la noche. Antes de dormirme sabía que algo había cambiado, nunca sabré si ella hubiera sido capaz de tirarse al vacío desde el décimo piso pero de lo que estaba seguro que aquella noche el que había muerto definitivamente era yo.

Por supuesto que a Pepe, casi cuatro años después de la escena del balcón, solamente le hice el resumen que ya me había acostumbrado a contar al que me preguntara para no dramatizar y salir del paso: que Patricia padecía de celos enfermizos, que cuando la quise dejar amenazó con matarse y que luego terminé por cansarla porque en los últimos meses y debido que había aceptado quedarme con ella me transformé en un ser intolerable, huraño, agresivo, hasta indeseable. Pepe me devolvió una mirada de asombro casi incrédula, como si la sorpresa por la contundencia de mi relato en esa estrecha sinopsis le hubiese resultado inverosímil. “No quise ser indiscreto…” me dijo con una sonrisa, era evidente que de pronto le había asaltado la culpa. “No hay drama”, dije yo, y más para mí que para él aclaré: “Yo también fui un pelotudo”. Porque: qué sencillas resultan las cosas a la distancia, ¿qué hubiese costado mandarla a la mierda y desaparecer cuando Patricia entraba en sus remolinos brumosos repletos de celos, reproches y enojos? Por eso, después de aquel frustrado intento de suicidio en el balcón, inconscientemente, inicié un proceso de descomposición de mi personalidad que me llevaría inevitablemente a la destrucción: Decía que no a cualquier proposición que Patricia me hiciera, me negaba a salir a dónde ella deseaba, me quería ir antes de tiempo de cualquier lugar, evento, reunión o lo que fuera. No lo hacía por llevar a cabo una táctica de hartazgo, todo me salía naturalmente, lo único que deseaba era volver al departamento, quedarme solo y sumergirme en la novela, cuento, o cualquier cosa que estuviera leyendo. Y escribir.

En esos pacíficos momentos en el que me olvidaba quien era yo y lo que estaba viviendo, y una tenue luz de esperanza parecía divisarse en el horizonte lejano, sobretodo cuando Patricia comenzaba a ejercer parte de la racionalidad que esporádicamente mostraba, y hablaba de ella misma como si por fin ella misma se viera desde afuera y me pedía perdón por las casi diez horas semanales de discusión; por un instante sublime en que las palabras que salían de su boca se condecían con el sentido común me invadía una tristeza monstruosa, la amarga sensación de vislumbrar al menos por segundos lo que podría haber sido. Uno de esos placenteros y aislados momentos, sentados en el césped en los Bosques de Palermo, luego de derrochar besos, sonrisas y palabras que me tocaban ciertos puntos del alma que aún parecían estar vivos remató con una proposición sorprendente, “¿Qué tal si nos casamos y nos vamos a vivir al departamento?”. Pensé y recontrapensé: ¿Cómo decir que no, que mi idea era vivir en Chacabuco, y que tampoco estaba en mis planes casarme, y después de aclarárselo a ella en plena cara sobrellevar las dos, tres o cuatro horas de incesante batalla que allí, sentado en el césped, con su cuerpo delante de mí, ya sabía que era imposible que no se iniciara? Fue terrible. En el día del balcón yo había quedado prácticamente con un daño letal irreversible pero ese día, después de que ella comprendiera mi contundente negativa a sus proyectos conmigo, supe que solo restaba esperar para que el fallecimiento de nuestra relación se cristalizara definitivamente.

Nos veíamos inercialmente, noté que ella poco a poco cambiaba, los reproches iban desapareciendo, los celos no parecían activarse y mi espíritu observador no pudo dejar de notar que en las conversaciones sobre su trabajo, que día a día escuchaba con paciencia, la palabra “Diego” aparecía con singular frecuencia. Diego era un productor de televisión que la había contratado como asistente pero yo lo conocí tiempo después en una fiesta. Era ocho años más grande que Patricia y era evidente que le despertaba admiración, fue en una de las tantas fiestas que me quería volver apenas llegaba, noté que el me estudió y hasta pude oir sus pensamientos “¿Este boludo es el novio de Patricia?” a lo que yo respondí también con mi pensamiento “¡Si vos supieras quién es Patricia!”

Cuando me quedaba solo en el departamento sentía que muy lentamente, como las tormentas que en el horizonte parecen estar quietas pero basta sacarles la vista y mirar un poco más luego como para corroborar que están en movimiento y aproximándose, Patricia y yo nos estábamos desgarrando.

Uno de los últimos días en vernos, todavía como pareja, tuve la sospecha de que si le decía que tenía ganas de viajar a Chacabuco y ver a mis padres, ella, por primera vez en la vida, no se negaría ni tampoco pretendería venir conmigo. Fue así. Casi me causó gracia la forma en que me alentó a que fuera, porque, según ella, me iba a hacer bien, que seguramente lo necesitaba. Me despidió en la terminal, desde el colectivo pude ver la tristeza en sus ojos, tristeza que ella, sin dudas, también veía en los míos.

Ese fin de semana estuve recluido en mi casa, sin hacer absolutamente nada, dormí más de la cuenta y mientras la casa quedaba vacía porque mamá, papá y Anabella estaban trabajando, pasaba las horas mirando películas viejas por televisión, casi sin poder concentrarme en ellas. El dolor en el espíritu me carcomía por dentro y no encontraba la forma de distraerme. Como cuando aquella vez en el parque de diversiones, en que siendo un pibe de siete u ocho años intentaba mantenerme equilibrado en pleno sacudón del samba, intentando no descomponerme ni caerme del asiento, me sentía como si buscara la forma de no perder el juicio en medio de tanta locura. Supe que era el final, cuando ese domingo a la noche, mientras hacíamos tiempo esperando que se haga la hora para partir a la Terminal, mamá se animó a preguntarme como estaba todo con Patricia. Con un tono liviano que no llegó a ser una broma le contesté que probablemente en unos días ya no tendría más novia. Sonrió pero me di cuenta que también estaba triste.

Esa imagen de mamá sonriendo en esa noche me vino a la mente cuando Pepe, quién estaba impaciente casi como yo porque Anabella llegara al negocio, en esos momentos en que los silencios suplican la necesidad de quebrarlos, -como si estuviera prohibido que dos personas quedaran calladas y compartieran ese instante de calma sonora con naturalidad-, cometió la segunda indiscreción. Pero si la primera resultó como una patada en el estómago, la que le siguió, me decapitó completamente sin piedad. “A tu mamá nunca le gustó esa chica”. “La puta que te parió” pensé, “mi mamá, quien ya no podrá hablarme una sola palabra más debido a su inconsciencia irreversible me ocultó algo que este pelado, al que apenas conozco, sabe como si fuera parte de la familia”. En esos segundos en que levantaba mi cabeza del piso y la colocaba nuevamente en su lugar y hacía esfuerzos por darle un matiz sonriente, pensé en mamá, en que aquella noche, aguantándose las ganas de decirme que Patricia no le gustaba, -y no sólo que no lo había dicho, siempre discreta, jamás lo había insinuado- sabía que la cosa no estaba bien. Porque esa tristeza que me devolvió se debía a que ella era consciente de que después de la separación vendría la inevitable frustración. Sabía que su hijo estaba sufriendo y que solamente el paso del tiempo cicatrizaría las heridas que a esa altura estaban por demás abiertas. Antes de viajar llamé a Patricia, quería avisarle que iba a llegar tarde porque había tomaría el micro de las diez y media. Me pidió que apenas llegara vaya para su casa. Era lo habitual. No se me podía pasar otra cosa por la cabeza que ir a su casa, llegara a la hora que llegara, así que, que ella me lo pida pero de un modo enfático, como si temiera que no fuera a ir, me puso en alerta. No lo dijo, pero sentía que quería hablar conmigo y por su tono de voz, totalmente inusual, extraño, la cosa parecía ser grave.

En el viaje me preparé para oír lo peor, y juro que presentí el diálogo que tuvimos apenas abrió la puerta de su casa, el beso de ella fue agridulce, casi un leve roce, débil, de sus labios en la comisura de los míos. Me pidió que me sentara, los nervios me hicieron contestarle que no, que me dijera lo que tenía para decirme así podría ir a dormir al departamento. “El sábado…” dijo, y comenzó a llorar. No la abracé, esperé que pudiera continuar, “El sábado fui a un cumpleaños en Morón, de Carlos”. No dije nada, solo pensaba lo de siempre en esos casos, que ella iba a un cumpleaños, sola, sin mencionármelo y yo tenía que avisarle si iba a la despensa a comprar un pan de manteca o al kiosco a buscar el diario. Puse todos mis músculos faciales en actividad hasta lograr mi mejor gesto de interrogación: “¿Y…?” pregunté. Ella volvió a llorar y me dijo “Después….”, hizo silencio, “después… me trajo Diego”. El calor en el cuerpo subió raudamente hasta lograr que mi cabeza completa adquiera una temperatura altamente crítica. “No pasó nada…”, dijo como si quisiera detener con esa frase el inevitable alud de bronca y odio comenzaba a drenar por todos mis poros, “Me besó, nada más”. “¡La reputa madre que te parió! ¡Puta de mierda!” grité. La empujé del paso, abrí la puerta y salí casi corriendo, escuché que ella corría detrás. A las dos cuadras pude alcanzar un taxi. Le pedí al chofer que arrancara a pesar de que Patricia golpeaba el vidrio de la ventanilla. El auto se puso en marcha y no quise mirarla.

No sabía en qué pensar. Sentía una gran ambigüedad, por un lado me invadía la impotencia, la bronca, el dolor, la angustia y la humillación de haber sido engañado, pero a la vez sabía que era el final, que por fin Patricia se había lanzado del balcón como aquella vez, aunque no al vacío, sino que la red contenedora que abajo la esperaba se llamaba Diego y eso había hecho que se animara. Llegué al departamento y sin encender las luces, me quedé esperando abatido en el sillón. A los minutos escuché el sonido metálico de la llave en la cerradura, la llave que había dejado guardada en su casa por si perdía las mías. Entró y se arrodilló frente a mí, comenzó a decirme que me amaba, que no tenías dudas, que hacía mucho tiempo que me veía distinto y que hablándolo con Diego empezó a llorar, y que el beso la sorprendió. “Me chupa un huevo que te besara, ¿no te das cuenta?”. Empecé a elevar la voz. “Me hincha las pelotas que te hayas ido a un cumpleaños en Morón, de un pibe que ni conozco y que te vuelvas con un tipo en auto y que encima le estés contando cosas nuestras como si fuera una amiga tuya de toda la vida, después de que yo me haya cuidado, como un pelotudo, a quién miraba, con quién hablaba y hasta en qué mierda pensaba”. No recuerdo más nada, solo la crisis de nervios que me agarró que hizo que pateara sillas, rompiera vasos, tasas y como, delante de ella juntaba todas las cosas que me había regalado, cartitas, fotos, muñequitos y las lanzara por el balcón a la calle. Después lloré hasta secarme acostado en la cama con ella sobre mí cuerpo también llorando.

De nada sirvió encontrarnos dos o tres veces más, hablar de empezar de nuevo, hacer el amor una vez más embebidos en dolor y angustia, como si supiéramos que estábamos despidiéndonos. Patricia no quiso dejar el trabajo de asistente y yo no cedía en mi decisión de volver a Chacabuco. Una noche en que quedó en venir a cenar inesperadamente no llegó, supe entonces que algún tendón importante que nos unía había sido roto, jamás había fallado a una cita ni había sido impuntual, era tanta la dependencia que ella tenía conmigo que, por primera vez, cuando se hizo la medianoche, sentí que la soledad me cobijaba en su atmósfera: si bien necesitaba despegarme de Patricia y para siempre, ahora que el desgarro se estaba definitivamente produciendo el dolor interno que sentía era insoportable. No la llamé, solamente fui al trabajo de su mamá, y le pregunté si sabía algo, llorando, apoyada en el mostrador de la zapatería que atendía Teresa me dijo que Patricia estaba irreconocible y que había empezado a salir con ese Diego. Me preguntó si yo podía hacer algo porque lo único que le había dicho Patricia de todo esto era que yo me quería volver a Chacabuco que ella no quería. Le dije que no, que lo de mi regreso era un hecho.

Vino la noche de mi vida, había quedado solo, tan solo como se puede estar, mis antiguos amigos eran lejanos y no sentía ganas de verlos, la vergüenza me acompañaría durante mucho tiempo. Lo había dado todo por Patricia, era como si me hubieran dado un castillo de naipes armado sobre mis dos manos y mis cinco sentidos se mantenían concentrados en que no se me derribara. Ahora estaba libre, pero como los presos que salen del penal y se detienen un segundo apenas cruzan la puerta de salida y mirando al cielo se preguntan “¿Y ahora qué?”, debía ocupar horas y horas vacías, repletas de la más absoluta nada. Había programado la mudanza para unos tres meses después, porque a pesar de que la soledad me pesaba la necesitaba para purgar esos casi cuatro años de enajenación en la que Patricia me había absorbido hasta la respiración. Por la noche iba a comer a un local de minutas en el que además de las milanesas con papas o los ravioles al tuco acompañados con un tinto barato de la casa me esperaban dos actividades, conversar con mi único confidente, Miguel, el mozo que me atendía, y mirar luego alguna película por el televisor colgado en la pared, arriba en uno de los rincones. Por la mañana escribía unos cuentos contaminados de las cosas que estaba leyendo, -tiempo después leí uno de ellos y era evidente que influenciado por las lecturas había empezado el relato como si fuera Poe y lo había terminado impregnándolo de detalles borgeanos, y en un párrafo central hasta se descubrían ribetes exagerados como si Dostoievsky me hubiese poseído, en fin, el cuento era poco menos que un engendro – por la tarde atendía mi pequeño y poco concurrido taller literario en el departamento.

Mis días iban a hacer los días más negros, la supuración de mis heridas no era algo fácil de sobrellevar, pero apareció Griselda.

Griselda era una antigua compañera de facultad, amiga de Patricia, y era la única mujer a la que Patricia no parecía temerle. Quizás su aspecto descuidado, casi varonil, sus kilos de más y la personalidad poco femenina le hacían suponer que no era una potencial competidora. Pero Griselda apareció en pleno naufragio. Hacía un año que no la veía y cuando abrí la puerta del departamento convencido de que sería el portero –el único ser que tocaba mi puerta en esos días- me sorprendí con la silueta más delgada y el aspecto cuidadamente femenino de Griselda parada enfrente de mí. A partir de esa tarde en que se quedó a tomar mates ella fue mi nueva confidente, mi salvoconducto. Todos los días, como si yo fuera un niño temeroso, pasaba por el departamento con algún plan para hacer, una muestra de pintura, una obra de teatro, un recital gratuito. No la veía como mujer hasta que me confesó que a pesar de sus veintitrés años aún era virgen. Fue tomando una cerveza en el bar de la esquina de casa. Me lo dijo mirándome a los ojos, como si esperara una respuesta. Antes de llegar al departamento y hacer el amor quise dejarle en claro que la vuelta a Chacabuco era irreversible y que faltaba un mes para la mudanza. En ese mes creo que le hice mucho daño, no di nada de mí, hice todo lo contrario a como me había manejado con Patricia, no porque no quisiera sino porque no podía; jamás la llamaba ni pasaba a buscarla, todo lo hacía ella y yo sentía como si Griselda estuviera en una competencia frenética por conseguir que cambiara de opinión antes que se haga la fecha de la mudanza. Me lo preguntó dos días antes, le dije que todo seguía igual “¿Pero vas a venir, no?” Le dije que para mí era una mina bárbara y que se merecía mucho pero que mis emociones no despertaban, la parte de mi cuerpo destinada a amar a alguien, se encontraba muerta en el fondo de mi alma, que había expirado luego de dar todo lo que tenía y que iba a pasar mucho tiempo en volver a revivir. Lloró. Apoyada en la puerta del ascensor en el palier del departamento, me puso sus dos manos en mi cara como si quisiera arrancármela y dijo amargamente: “¡Qué lástima lindo!”. Fue la última vez que la vi.

FIN

ENERO 2007