En el periódico local es habitual que aparezcan publicadas notas firmadas por el doctor Casal. El doctor Casal fue mi médico desde que nací en 1972. Por aquellos años los médicos clínicos eran poseedores de un aura magistral y recibían por parte de la gente un trato casi reverencial, y el doctor Casal, persona de la cual mi madre hablaba con un respeto y admiración que por momentos rayaban la temeridad, -nada más y nada menos que como los dioses: perfecta conjunción de amor y miedo- era para nosotros como una especie de guía apoteótica inmaculada.
El primer recuerdo que creo tener del doctor Casal es cuando fui atacado por esas dolorosas sombras en mis mandíbulas llamadas paperas y visitamos su consultorio junto a mi madre. Pude constatar que yo tenía cuatro años –la fecha está inmortalizada en un viejo cuadernito en el que mamá llevaba mi historia clínica- y la impresión que tuve es que el doctor Casal era enormemente alto, probablemente viejo (el ya tenía cincuenta años) y la voz, muy particular, entre solemne y grave, sonaba imponente haciendo vibrar el pomposo bigote que le cubría todo el labio superior y parte del inferior.
Hace unos días, mientras ojeaba una nueva edición de los cuentos completos de Poe en la librería del centro escuché aquella voz casi robótica que preguntaba en la caja si había llegado lo que tenía encargado. Quizás a esas mágicas maniobras de la niñez la voz había quedado grabada indeleble en mi memoria, igual que esas manos que apoyadas en el cemento fresco dejan su figura imprentadas por mucho tiempo. Levanté la vista y allí estaba, ni tan imponente, ni tan alto, apenas un par de centímetros por sobre mí, más canoso y aunque debería estar llegando a los ochenta años, la espalda derecha y sus movimientos ágiles intentaban desmentir su ancianidad.
No alcancé a escuchar cuál era el libro estaba pidiendo pero no costaba mucho imaginar qué temas podrían interesarlo: había leído dos o tres notas publicadas con su firma en el diario que fueron suficientes para comprender que el doctor Casal, de profunda impronta militar, justificaba y hasta promovía el odio visceral a todo lo que oliera a izquierda política: marxismo, castrismo, guevarismo y todas las versiones que pudiera adoptar el socialismo, desde Felipe González de España hasta el propio Raúl Alfonsín (visto por supuesto desde la óptica más extremista de la derecha). Aunque el máximo ensañamiento era con el movimiento montonero peronista. En sus notas que ojeaba rápidamente como para no indigestarme, en un tono siempre beligerante y ortodoxamente católico se advertía su admiración por Pinochet, Rosas, Videla “un ejemplo de hombría”, defendía a Menéndez ante la “burla grotesca de ese etílico personaje, Galtieri” y manifestaba siempre su profunda devoción hacia los Estados Unidos de América. Llegó a “demostrar empíricamente” que no hubo terrorismo de estado en el país y que el golpe de estado de 1976 fue “un reclamo de la ciudadanía para acabar con los imberbes”, “separar la cizaña del trigo”, “enderezar las ramas torcidas”. Y no escatimaba líneas en ponderar la recuperación de Alemania después de la segunda guerra, y lo hacía de un modo que uno no podía dejar de advertir cierto tufillo a sentimiento pronazi, como si justificara de algún modo las pérdidas de vidas y el horror del holocausto.
La última vez que había visto al doctor Casal fue cuando operó a mi hermana, dos años menor que yo, de apendicitis. Yo tenía ya quince años y debido a que se había dedicado completamente a la cirugía tuvimos que cambiar de médico y a partir de allí perdí todo contacto. Por eso encontrarme con el doctor Casal en la librería me provocó una mezcla de nostalgia y desengaño. Es que más allá de derechas o izquierdas mantengo la aversión a quién cree que quitar la vida del otro puede resultar necesario, y el doctor Casal, en sus notas, justificaba la desaparición de quién pudiera atentar contra “la moral y las buenas costumbres”. Por suerte no me reconoció.
Pero tengo que ser franco, como médico no había nada qué decir, y no sólo por su capacidad e inteligencia sino también por su dedicación casi sacerdotal con la medicina. Para él no había sábados y domingos, el dinero nunca fue un problema y hasta se comentaba que había interrumpido varias veces sus vacaciones para operar de urgencia a pacientes que lo requerían por una cuestión de confianza. Desde la librería pude ver como se subía a un modesto y viejo automóvil dándome la pauta de que con su profesión tampoco se había enriquecido.
En sus notas periodísticas parecía empecinado en demostrar le beneficioso del proceso militar. Y lo que yo podía deducir de ellas -y por comentarios que había escuchado de alguna gente-, era que sus desopilantes escritos poco a poco lo arrastraba a tal absurdo que comenzaba a empañar su carrera como médico: como Gregorio Samsa que se despertó un día convertido en cucaracha, como los gusanos que luego son mariposas, como la flor que luego es fruto, el “doctor Casal” se había convertido con los años en el “loco Casal”. Tengo la certeza que el doctor Casal lo único que sería capaz de asesinar son los insectos de su casa y yo no podía dejar de verlo como un quijote anacrónico buscando santuchos, firmeniches y gorrarianes escondidos para poder combatirlos. O exterminarlos.
Cuando desde la librería pude ver que su auto logró salir del poco espacio que tenía en el estacionamiento me vino a la memoria la vez que mi madre me llevó a su consultorio porque yo no podía tragar. No era que no comía sino que estaba impedido de poder hacer funcionar los músculos de mi garganta e ingerir lo que fuera. Tendría siete u ocho años y el miedo atroz que me impedía tragar había sido provocado por dos situaciones que confluyeron en la misma semana. La primera vez fue cuando unos amigos de papá y mamá, que habían venido a cenar a casa, comentaron el caso de un chico, que jugando con sus amiguitos se había ahogado con una bolilla de paraíso. Las bolillitas las utilizaba como munición de una improvisada cerbatana, y al parecer la tragó sin querer, y por respirar justo en el momento se le fue por el conducto equivocado al pulmón y falleció. Quedé atónito e inmediatamente comencé a tragar allí mismo pedazos grandes de milanesa y buscando la manera de evitar respirar mientras lo hacía. Por supuesto que de mis temores yo no decía una palabra a mis padres.
El otro hecho ocurrió a los pocos días mientras almorzaba en la casa de la Abuela Niña. Lo recuerdo como si fuera hoy, la bisabuela Angela, sentada justo enfrente mío, comienza a toser a la vez que su rostro agrietado por mil arrugas deviene en un tono morado dando muestras de que se estaba ahogando: La abuela Niña golpea la espalda suavemente y luego, mientras le grita en forma desesperada “¡Largalo, largalo!”, le propicia terribles manotazos en la espalda que por poco la desmayan. El pedazo de carne cayó en el centro de la mesa y la abuela Niña, ya más aliviada, la reprendió porque no había cortado el churrasco en pedazos más pequeños. La bisabuela asentía mientras se secaba las lágrimas de los ojos con la servilleta.
Definitivamente no tragué más un bocado. Sentía que corría peligro de muerte en cualquiera de las dos opciones: si el bolo alimenticio que iría a deglutir era muy pequeño podría irse al pulmón y asfixiarme y si era muy grande podría ahogarme como la bisabuela Angela. Las dos formas de morir me resultaban aterradoras y calcular qué tamaño de bocado sería el adecuado para que fluyera normalmente por mi faringe, a la que ya intuía de un diámetro delgadísimo, francamente me deprimía y prefería no arriesgar.
Cinco días dejé la comida en el plato sin tocar. A las tantas preguntas que me hacían todos, la abuela Niña, abuela Angela, papá y mamá lo único que obtenían como respuesta es que sencillamente yo no podía. Innumerables explicaciones, argumentos y arengas que los demás ametrallaban sobre mi pequeña humanidad sentada en la mesa frente a un plato siempre lleno no conseguían doblegar mi absoluta e irrenunciable huelga de ingesta que estaba dispuesto a cumplir. Tres días de yogur, te, chocolate y agua me habían debilitado al punto de que por momentos me sobrevenían mareos y temblores en las piernas que después supe eran bajones de presión.
La quinta noche, visiblemente cansada de insistir, mamá me cargó en el viejo Citroen y me llevó a lo del doctor Casal. Al cabo de unos largos minutos, en silencio, en la sala de espera fuimos atendidos por el doctor. Mamá, al instante que lo saludaba se disculpó por lo tarde que era, pero el doctor Casal masculló una especie de respingo como dando a entender que no había problemas y nos invitó a sentarnos frente a su escritorio. De un fichero extrajo el cartoncito con mis datos y supuestamente con un resumen de mi historia clínica, y luego de repasarla con la vista preguntó cómo había concluido esa angina que tuve en el invierno. Mamá contestó que muy bien, y de inmediato aclaró que en realidad el problema ahora era otro. El doctor Casal se recostó en su silla y se cruzó de brazos.
-La escucho – dijo.
Era evidente que estaba cansado porque mientras mamá explicaba detalladamente mi dificultad por no tragar el doctor Casal se refregaba los ojos como si quisiera hundirlos dentro de su cabeza. Me sorprendí porque mamá esbozó, para concluir su relato, una teoría sobre los motivos de mi problema. Mamá le dijo al doctor Casal que como yo había presenciado el momento en que la bisabuela Angela se había ahogado mientras comía, seguramente eso me había impresionado, y que después de allí no quise comer más nada. Me sorprendí en realidad porque yo no había dicho una sola palabra de por qué tenía pánico de no tragar.
-A lo mejor debería ir a una sicóloga –dijo mi madre al finalizar su relato. Hubo un silencio pequeño pero intenso, al cabo de unos segundos el doctor Casal me miró seriamente y dijo a mi madre sin quitarme los ojos de encima:
-Déjeme unos minutitos con el chico señora.
Observé cómo mi madre se retiraba y salía por la puerta hacia la sala de espera. Cuando volví la vista el doctor Casal ya se había levantado de su silla. Yo esperaba que me hiciera recostar en la camilla y me examinara con el estetoscopio que le colgaba del cuello. Pero eso no sucedió. Mirándome serio apoyó las manos en el escritorio e inclinándose se acercó a mi rostro al punto de que podía sentir su aliento, ni feo, ni agradable, el aliento típico de los señores grandes que conocía, de papá, del tío Carlos, del tío Norberto…
-¡Escúcheme jovencito! – comenzó a decirme con tono rígido e intimidante, -¡por qué no se deja de estupideces y se comporta como debe! ¡Usted no tiene nada, lo único que tiene es miedo, no sea maricón y trague! ¡Ahora mismo se va a su casa y deja de darles problemas a sus padres que trabajan todo el día para que a usted no le falte el pan en la mesa! ¡No lo quiero ver más por acá con esas estupideces! ¿¡Me entendió!?
Quedé como congelado en la silla. No supe si contestar o no, pero el doctor Casal no esperaba una respuesta porque inmediatamente siguió reprendiéndome.
-¡Yo no puedo creer que tenga miedo de una estupidez así, hay gente que tiene verdaderos problemas, chicos enfermos que apenas pueden caminar y usted se da el lujo de molestar a su madre por una insignificancia!
Fue a abrir la puerta y llamó a mi madre. Le dijo que no tenía nada y que me diera la cena apenas lleguemos a casa. Los ojos se me habían llenado de lágrimas pero me contuve, después de todo lo que me había dicho, llorar frente al doctor Casal hubiese sido un suicidio.
Ya de regreso en el auto pude calmarme y mamá me preguntó que me había dicho el doctor.
-Que coma – le dije.
Mientras las calles iluminadas del centro iban quedando atrás e ingresábamos en la penumbra de nuestro barrio, a la vez que el traqueteo de la calle de tierra parecía desarmar el Citroen, yo percibía que se iba apoderando de mi cuerpo una especie de alivio como si el doctor Casal me hubiera exorcizado, como si miles de kilos de lastre se desprendieran de mi cuerpo y poco a poco el hambre me rechinaba cada vez más fuerte en la panza. Esa misma noche devoré en segundos la costeleta con puré que mamá me preparó.