Ahí llega la tía Mimí y mamá la recibe con sus ojos cansados y rojizos, a la vez que esboza una sutil mueca de desgano y resignación apretando el delgado cuerpo de tía Mimí en un abrazo desesperado. Otra vez los gemidos ahogados y el combate de las palabras que pugnan por salir.
Cada vez que alguien llega las lágrimas se escapan y casi a chorros bañan en cascada los rostros marchitos por la angustia. El aroma de la sala es definitivamente repugnante, me hace acordar las mañanas de domingo en que abuela me llevaba al cementerio a visitar al abuelo y había que pasearse por los nichos y panteones sobrellevando las miradas furtivas de los retratitos ovales que parecían vigilar desde su lejano mundo amarronado, mustio y lejano.
Papá no llora, pero su mirada a la nada lo explica todo. Luego su cabeza e derrumba y se abstrae. Siento que debería hablarle, decirle algo que lo anime pero no puedo. El comprende más que nadie lo que sucedió pero seguramente no tiene fuerzas para sobreponerse. Después del choque fue él quien gritaba desencajadamente “¡Martín, Martín!” y golpeaba en forma descontrolada la puerta trasera del auto, que había quedado atrancada, con sus puños y su rabia y mamá, totalmente perdida y obnubilada ni siquiera podía moverse.
Cuando la puerta cedió ya fue demasiado tarde. Por momentos siento culpa porque me quedé totalmente paralizado y no pude ni siquiera ayudar, talvez porque papá está pensando en eso me mira y trata de consolarme (o consolarse) sin palabras y vuelve a mirarme, y se va. Ahí entra el amigo de papá. Otra vez los insoportables sollozos y mi impotencia que se convierte en tortura. Esos puñales agudos y dolorosos que perforan el espíritu: los lamentos desconsolados y el olor penetrante a muerte.
Javier se acerca por infinita vez y se persigna. Su madre, de la que no recuerdo el nombre, se pregunta en voz alta, interrumpida de a ratos por carraspeos de llanto, por qué si era tan joven y la respuesta olvidada en algún recóndito lugar de la providencia no a aparece ni aparecerá nunca.
Hay gente que no conozco y personas que apenas vi alguna vez. Las horas no pasan más, suceden agonizantes, casi perpetuas. El tiempo suele ser eterno en la desdicha, casi paralítico y vegetativo; un viejo agonizante postrado en una cama vencida. La sala es un decorado patético, muy triste. Tío Lucas tiene razón: qué cosa esto de andar prolongando lo inevitable por gusto nomás. Es tiempo de que esto culmine.
Quién puede estar de acuerdo con el masoquismo obsesionado con que la gente se somete a permanecer frente a los muertos, contemplándolos como jamás se lo hizo en vida y guardando en la memoria la imagen de un rostro inmóvil y desfigurado, apenas un frustrado esbozo del rostro que alguna vez tuvo gestos y muecas. Siempre le esquivé a los velorios pero muchas veces resulta inevitable, aunque eso sí: yo nunca me acerco al cajón. Me siento en el rincón más lejano posible, cosa que mi vista se halle por debajo de la altura del ataúd, y si lo hago, cosa que me puede suceder por distracción, el sólo hecho de ver la nariz o la frente sobresaliendo puede hacer que me baje la presión hasta desmayarme.
A mamá le dije “Mami, si vos te morís no esperés que vaya a velarte, yo prefiero recordarte toda mi vida como ahora, tomando mates en la mesa y conversando”. Para mí esta espera es desesperante, no le encuentro sentido a este absurdo.
De acá puedo ver el reloj de pared… las diez, bien, unos minutos más y todo termina. Mejor porque tengo mucho sueño. Esa vieja apestosa tuvo que pararse justo acá con ese olor a naftalina que me descompone. Me pregunto que tuvo que venir a hacer acá, jamás la vi en mi vida y seguro que apenas nos conoce. ¿Por qué me sonreirá a mí ahora? Lo que faltaba: una desconocida compadeciéndose de mí. Ya falta poco, por suerte. Todos estos lánguidos minutos me provocan un malestar doloroso y me hacen despreciar a todo el mundo. ¿Qué pasará en la puerta que vuelve a desatarse el llanto? ¿Quién habrá llegado ahora? ¿Será que vino el primo Carlos de Mendoza? No, no puede ser, no hubiese hecho tiempo. ¿Y esas monjas rezando? ¡Por Dios, por qué no pararán con ese murmullo insoportable!
Parece que la depresión ha de ser evidente en mi cara porque papá me mira, me besa en la frente y se va otra vez. Mamá me acomoda el pelo y murmura algo que no entiendo. Sus palabras me llegan distorsionadas, ha de ser porque estoy durmiéndome. “La felicidad es tener ganas de dormir…” lo leí en algún lado, y algo de razón hay en eso. Me siento extraño, como si mis sentimientos fueran ahora parte de una memoria lejana, casi ajena. ¡Dormir! ¡Lo necesito tanto! Escucho llantos cada vez más ahogados y la voz de mamá que por enésima vez, en un grito que parece salir de las vísceras, pregunta “Por qué”, pero ahora todo me suena cada vez más lejos, casi inaudible, y empiezo a tener la ausencia absoluta de sensaciones; el que siente, el que añora, el que sufre, el que reza, llora y padece ya no soy yo.
Yo creo ser el que la penumbra le va invadiendo los ojos y no alcanza a distinguir si las siluetas que miran desde arriba son las de mamá, papá o la tía Mimí o mera ilusión, o recuerdo… y comienzo a comprenderlo: la somnolencia es tanta que me voy perdiendo en este dulce e inevitable dejar de ser, de existir.
Rosario 1993
CONDOLENCIAS - ¿A quién le puede gustar los velorios?
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