POR LA COCA - Riesgo del juego en penumbras.

    Fue en el año que Maradona firmó para Newells Olds Boys. O Ñuls, o Ñubels, como se acostumbra en Rosario a llamar a la Lepra, deformaciones españolizadas de ese club que cuando era chico sólo le prestaba atención cuando jugaba contra Boca. La cancha se encontraba muy cerca de donde vivía a principio de los noventa. La verdad que nadie en Rosario podía creer semejante cosa: que Diego Armando Maradona firmaría para los del Parque Independencia.

     Nunca compraba el diario, pero ese día lo hice. Mi amigo Pablo, fanático de Rosario Central, tocó el timbre del departamento para pasar a buscarme para ir a trotar en los senderos del parque Independencia y después prendernos en algún picado de fútbol. Ese día, el rumor de que Maradona sería leproso se terminó de confirmar en tapa de diarios rosarinos, allí se anunciaba de que el primer día de práctica se haría en el estadio de Ñubels a puertas abiertas para celebrarlo.
 
   En la mesa, junto al mate, mientras Pablo subía por el ascensor dejé el diario La Capital con el artículo a la vista en el que noticiaba sobre la primera práctica. Desde que estaba el rumor en la calle, tanto él como su familia habían dejado de hablar del tema Maradona y esquivaban cualquier medio que diera noticias, Pablo vivía con sus padres y sus hermano en Arroyito y allí el tema no se mencionaba, no existía, como no existían los colores rojo y negro de la Lepra. En ese barrio todo era y sigue siendo azul y amarillo, es como el barrio de La Boca transportado a la ciudad de Rosario.
  
   La puerta se abrió. Llegó envuelto en su equipo deportivo y se sacó los auriculares. Lo único que me dijo fue “qué hacés” y la mirada pareció clavarse en el titular negro. Se puso pálido, al momento que no podía parar de reirme. Es que soy hincha de Boca pero nunca me pasó semejante cosa, que se me baje la presión por alguna incorporación que hubieran hecho las gallinas.
 
    Claro, habíamos hablado tanto de Maradona, el Diego que nos hizo llorar en el mundial 86 y contra Brasil en el 90, al Maradona que le perdonábamos todo, lo que dijera, lo que no dijera, lo que haga, lo que no haga, hasta le perdonaríamos un año después que le hayan encontrado droga en el mundial 94 y lo exoneramos de culpa abrazándonos a esa teoría conspirativa de que los yanquis no hubiesen permitido que Diego Armando levantara la copa del mundo en su propio país y aprovechara el momento para gritar al mundo ¡Viva el Che, viva Fidel!  
  
   Pablo estaba azorado, no decía palabra, creí leerle los labios temblorosos diciendo “Maradona en Ñubels…” directamente un palo en el culo, esa era la cara que tenía Pablo, la que te genera  un palo enjabonado de diez centímetros de diámetro insertado en la cavidad anal. Yo disfrutaba, teníamos la edad en la que uno todavía no repara que ciertas crueldades son dolorosas: apenas habíamos pasado los veinte años.
  
   Bajamos a la calle y decidimos ir trotando, teníamos unas quince cuadras hasta el parque y fuimos por Montevideo hasta Oroño, por primera vez lo hicimos sin hablar, el sol se ponía en el horizonte y empezaba a sentirse algo de frio, dimos una vuelta completa al Parque y a la altura del hipódromo paramos porque vimos que se estaba jugando un partido. Ya era de noche. Por suerte Pablo tenía la precaución de no ponerse una de sus remeras canallas, ni tampoco el buzo, ni las medias, ni los pantalones, estaba vestido de completo azul marino sin ningún detalle amarillo sospechoso.
 
  Nos acercamos al partido, habría jugando unos seis tipos contra seis tipos y preguntamos si se podía entrar a jugar uno para cada equipo. Nos dijeron que sí, y un petiso rubio nos dio la orden: Vos jugas para allá y vos para allá. En este tipo de picados hay unos cinco minutos iniciales en que todo el sistema cognitivo se aboca a la tarea de detectar quiénes son tus compañeros de equipo y quiénes los contrarios y todo conspira contra el éxito de la tarea: la falta de vestimenta que los distinga, el desconocimiento total de los jugadores quienes son absolutamente extraños y la debilidad del alumbrado público que apenas ilumina la improvisada cancha.
 
   Pablo se paró de defensor central en el equipo contrario y yo me fui al medio, sin preguntar a nadie, empecé a detectar quiénes eran mis compañeros y me di cuenta que a mi derecha, para mi equipo, jugaba un pibe morrudito, morochón, de pelo semilargo que tenía puesta la camiseta de Ñubels, empezó a asombrarme cierta característica en su juego, bastante particular, me parecía que era lento en sus movimientos pero quienes pretendían marcarlo no podían sacarle la pelota, como si tuviera una especie de áurea mágica que lo protegía. El parecido con Maradona era elocuente, pero con ese Maradona que había jugado en el Sevilla, pasado de kilos, robusto, con el peinado corto en la parte superior de la cabeza y largo hacia atrás. En un momento del partido caminé al lado de Pablo y le dije, mirá ¿No parece el Diego?, ya tiene la camiseta puesta… No me dijo nada pero supe que puteó para adentro…
 
    El partido se jugaba fuerte, no era habitual que eso sucediera, noté que había mucha ansiedad. A los pocos minutos una pelota se fue a la calle, y como era el que estaba más cerca fui a buscarla para sacar el lateral, lo hice caminando, y una avalancha de gritos me aturdió: ¡Dale boludo! ¡Corré que termina! Sin entender comencé a correr y saqué el lateral, me di vuelta y la pregunté al petiso rubio que era lo qué pasaba. Es por la coca, me contestó enojado, vamos perdiendo uno a cero. Allí entendí la aspereza del partido y francamente no sabía cómo jugar, si debía poner la pierna fuerte, si tenía que meter el cuerpo, me di cuenta que estos tipos estaban jugando por la coca con un estrés propio de la copa del mundo.
  
   ¿Sabías que es por la coca?, le pregunté a Pablo después de que me sacó una pelota antes de que pudiera pegarle al arco. Recién me entero, me contestó. Y lo noté: me di cuenta que a causa de la apuesta, en el que el equipo que perdiera debería pagar la bebida que se tomaría al final del partido, fue la puerta abierta para que Pablo desplegara sus virtudes de marcador rústico y potente, porque, a pesar de en la teoría apreciaba el juego vistoso, en la práctica asumía el rol de destructor con igual convicción.
 
    Empecé a sentir que el partido era otra cosa, atacábamos permanentemente pero la pelota no entraba, un gol que hice fue anulado porque protestaron que fue demasiado arriba y que había superado el travesaño imaginario, ya que los arcos estaban conformados por los abrigos de los jugadores. A medida que transcurría el partido todo se ponía difícil. El morrudito siguió siendo la estrella de nuestro equipo, pero a la vez me corroboraba que algo no era lógico, nunca vi un jugador tan lento que se pase tantos defensores, era evidente que los defensores del equipo de Pablo eran muy malos.
 
    Noté que ellos se llamban por su nombre, se conocían, los extraños sólo éramos nosotros. A mi me bautizaron Naranja, por mi remera y a Pablo Azul, por toda su vestimenta, no fueron originales. En un momento Pablo le puso el cuerpo a un treintañero que jugaba por la izquierda y que tenía puesto unos jeans y mocasines viejos, uno de los mocasines voló en el aire mientras que su dueñó rodó por el pasto, se levantó como una tromba y lo fue a buscar a Pablo, se armó una trifulca pero el que parecía ser más viejo de todos, un pelado panzón, controló la cosa. Te puso el cuerpo, le dijo el pelado al del mocasín, no te pegó, tranquilo. Pablo se alejó pero en su rostro se traslucía la furia. Luego, quizás porque le adiviné algo de mala intensión cuando se me tiró a los pies en una jugada y no me tocó porque salté a tiempo, le dije por lo bajo, a modo de chicana, que al de mocasín sí se le  animaba pero a “Maradona” no, porque lo asustaba la camiseta, y le señalé al morrudito morocho de Ñubels que se paraba en la cancha de win derecho.

   Fue un espanto, un minuto después Pablo lo cruzó con la vehemencia de un guerrero espartano en plena batalla, el morocho voló en el aire y rodó mientras un grito agudo pareció salir de las vísceras. Todos se le fueron encima, un flaco de gorra que jugaba para el equipo de Pablo lo tomó del cuello y lo hizo caer al piso. Yo no sabía qué hacer, lo único que se me pasó por la cabeza es que nos iríamos de este mundo esa misma noche. Cuando pude separar a Pablo para que no lo descuarticen el flaco de gorra se interpuso y con voz indiscutiblemente femenina le dijo: ¡Cómo le vas a pegar así, malaleche! ¡¿No te das cuenta qué es una mujer, conchudo?! El flaco de gorra no era un pibe, era una piba y el modurrito morocho se reveló en una gordita retacona que al levantarse la remera rojinegra por la caída se vio claramente que se había fajado las tetas para achatarlas y que se confundían con su panza como si fuera una sóla cosa. 

   Eran las dos únicas mujeres del partido, una para cada equipo, si yo no podía entender semejante cosa Pablo mucho menos, toda su cara era desconcierto. Nos fuimos sin esperar que terminara el partido, nos dimos cuenta que era lo que esa gente deseaba. Cruzamos el Parque y volvimos por Avenida Pellegrini.

   -Eran minas, boludo, no lo puedo creer -le diije a Pablo mientras volvíamos por Pellegrini,- con razón no la marcaban.

   Pablo no me contestó,  aún seguía furioso. Hicimos varias cuadras en silencio.

    -Mirale el lado positivo... -le dije casi sin pensar -...puede haber cosas peores que Maradona venga a Ñuls.