LA MAQUINA DE FABRICAR HISTORIAS - Yo fui víctima de Hernán Casciari

        

No puedo decir que soy amigo de Hernán Casciari. Lo que tampoco quiere decir que esté enemistado o enquistado con él, sino simplemente que no somos amigos, no hablamos por teléfono, ni por Internet. Apenas mantenemos una pequeña comunicación por email pero muy esporádica, muy de vez en cuando. Hoy, luego de que el éxito de Diario de una mujer gorda lo ha convertido en una celebridad resulta obsecuente decirlo, pero mi lista favorita de escritores de la literatura humorística se ha expandido: Leo Mashlia, Woody Allen, Roberto Fontanarrosa, Paco Poblet y ahora Hernán Casciari, pero este último vivió a la vuelta de mi casa y es muy mentiroso. Doy fe.

Lo conocí cuando yo tenía catorce o quince años y él era un año mayor. Durante dos veranos nos encontramos en la Liga de Padres de Familia en la ciudad de Mercedes. La Liga era por aquel tiempo, año 87, 88 un modesto club con un par de piletas de natación, canchas de tenis y quinchos con parrillas.

No recuerdo exactamente cómo fue pero creo que el primer encuentro entre Hernán y yo ocurrió en algún doble de tenis en el que él formaba dupla con Roberto Casciari, su padre y yo con Pablo Asenzo. En la cancha de tenis Hernán era impresentable, el físico (un poco gordo), el atuendo (recuerdo unas bermudas que en otro momento habían sido pantalones), el estilo (más de la pelota-paleta que de tenis) y los millares de chistes y comentarios que desplegaba en cada set -con los que lógicamente me cagaba de risa-, nos hacía presuponer que los liquidaríamos en poco minutos. Pero no, eran imbatibles y sucumbíamos frente a un Roberto Casciari que con un raquetón gigante como un mediomundo bloqueaba todas nuestras pelotas en la red.

Por aquel entonces yo rompía las guindas de los demás canturreando desafinado buena parte de la tarde con mi guitarra por todo el predio de la Liga, él me pedía canciones de Charly García del cual era fanático y despotricaba contra Soda Stereo que era el grupo de rock que comenzaba a imponerse en la Argentina. En una de esas juntadas alrededor de la guitarra nos contó que tenía un grupo de rock con amigos suyos y que ya había compuesto una canción, y haciendo mímica con la raqueta como si fuera una guitarra comenzó a cantar el estribillo: “Rosalía, Rosalía, Rosalía, abortó ciento treinta y siete vidas”, el cual sonaba muy lejos de la influencia de García y más cerca de Los Auténticos Decadentes.

Algunas de esas tardes de tenis se hacían noche y fue en una de ellas que volví junto a Hernán en bicicleta hacia nuestras casas. Por conversaciones que habíamos tenido había descubierto que un nuevo vicio nos unía: Hernán también leía. Hasta allí yo solamente tenía un camarada de lecturas, mi amigo Jano Pollero. Y nadie más. Por fin encontraba a alguien que conocía las historias de aquellas maravillosas colecciones de aventuras (resumidas, pero historias al fin) en las que aparecían el Capitán Grant, el capitán Nemo, Crusoe, Strogoff, Tell, Sandokán. Con el tiempo me daría cuenta de que Hernán era de otro planeta. Era un animal leyendo. Había leído libros que yo no tenía ni la menor idea que existían, y los devoraba enteros como un troglodita de un solo tirón.

Otra tarde volvíamos en bicicleta por la interminable calle 11 después de haber jugado un partido de tenis. Ya se hacía de noche, y empezó a contarme que estaba con unos cuentos que no podía dejar de leerlos, que se quedaba hasta las cinco de la mañana despierto y que tenía ganas de “ponerse escarbadientes en los ojos para poder seguir leyendo” –recuerdo esa frase porque inmediatamente se me hizo la imagen de Hernán en su cama con los dos escarbadientes pinchándole los párpados -.

En el punto donde debíamos desviarnos del recorrido cada uno a su casas, si mal no recuerdo en la esquina de la calles 2 y 29, nos detuvimos y Hernán, como poseído por algún espíritu borracho, seguía narrándome con un despliegue gestual y corporal efusivo un relato tras otro: el crimen de las dos mujeres, el del viejo ojo de buitre, el de la mujer que moría al ser retratada, al que enterraban vivo tras un muro. Son de Pou me dijo, “Se escribe “Poe” pero se pronuncia “Pou””, me aclaró luego. Días después encontraría una recopilación de Edgard Allan Poe buceando en la biblioteca de mi tía Ana. Pero las leí de rigor porque Hernán ya me las había contado y dramatizado con tal furia que me resultaban insulsas, casi estériles. Y definitivamente aquellos cuentos están y estarán en mi cabeza relatados y dramatizados por el gordo una noche de verano en la esquina de la 29 y 2.

Otra día me contaría una historia que pensaba plasmar en una novela, creo que el argumento consistía en una persona que iba recordando cosas de su infancia, cada vez más profundo, hasta que se veía en la panza de su madre y luego recordaba una vida anterior. Nunca supe si alcanzó a escribirla.

Cuando terminó la secundaria él se fue a vivir a Buenos Aires y un par de años después yo me fui a vivir a Rosario. Y por cuatro o cinco años no supe nada de él. Hasta que una desgraciado fin de semana volvimos a tener contacto. Claro que hoy, con esa claridad que poco a poco provoca el tiempo transcurrido, puedo decir que Hernán es una máquina buscando historias que descubrir y contar, no le importa otra cosa, al igual que Borges el no contempla la literatura, él “vive” la literatura, y disfruta de los tres ejercicios que ofrece la literatura: la inventiva, la poesía y el de la impostura. Pero sobretodo este último. La literatura no es otra cosa que macanear pero con estilo y Hernán aprovecha al máximo el arte del engaño. Y debo confesarlo: yo fui víctima de Hernán Casciari.

Esto debe haber transcurrido en el año 94 o 95. No viene el caso la exactitud de la fecha. Yo prácticamente era un rosarino más y venía muy poco a visitar a mis padres a Mercedes. Me había puesto de novio con una chica rosarina y juntos vinimos a pasar un fin de semana en mi casa paterna. Mi novia de ese entonces era estudiante de periodismo y ya en casa, luego de acomodarnos en mi cuarto de adolescente, empieza a hojear una revista local que yo desconocía llamada La Ventana en la que en la tapa había un título sobre “Los túneles de Mercedes” o algo así.

Ella lee la nota en voz alta. Mientras yo me recuesto en la cama escucho el relato, escrito en primera persona, en el que un cronista cuenta cómo descubre unos túneles que existen en una antigua fundición de la ciudad ubicada detrás del parque municipal: el periodista decide entonces explorar los túneles y con una linternita se introduce en uno de ellos, consigue dar con unos pasadizos secretos que recorren dos o tres kilómetros y terminan coincidiendo con la iglesia Catedral y la Municipalidad, además todo iba condimentado con una teoría conspirativa que francamente no recuerdo.

La crónica era tan impactante, tan atractiva que mi ex novia quedó obnubilada. Al pie de la nota aparecía el nombre del cronista: Hernán Casciari. Yo le cuento que es un amigo mío de épocas de la secundaria. Ella me pide por favor que lo ubique así le hace una entrevista para publicar en Rosario. Juro que dudé un instante porque conocía a Hernán y su adicción al macaneo, revisé la revista de punta a punta y todas las demás notas eran presumiblemente serias, el contexto general era innovador pero sobrio salvo alguna página de humor. No obstante llamé a un par de amigos por teléfono y les pregunté si sabían algo de los túneles y ellos mismos sorprendidos también por la nota me dijeron que es algo que siempre se había comentado y que probablemente todo era cierto. Entonces fue que llamé a la casa de Hernán.

Después de saludarnos le comenté que mi novia estudiaba periodismo y que quería hacerle una entrevista por el descubrimiento de los túneles, me dijo que no tendría problema, que lo llame después para coordinar, cerca de las cuatro de la tarde. Mirá vos, pensé, la cosa es cierta nomás, el gordo anduvo por los túneles.

Mi novia quedó tan excitada que no podía contener su felicidad, desbordaba de alegría porque ahora sí tenía una historia, una crónica impactante con la que se regodearía frente a sus compañeros y profesores de la Escuela de Periodismo. Estuvimos horas hablando y releyendo la nota y ella en una libreta iba anotando las preguntas que le haría a Hernán para no olvidarse de nada. A mí me preguntaba que tal era como persona y yo le contaba que el gordo era muy talentoso y que tenía más horas de lectura que las que pasa una gimnasta rusa entrenando. Cuatro menos cinco mirábamos el teléfono caprichosamente inmóvil sobre la cómoda. Contagiado por el entusiasmo de mi novia, me salía de la vaina por levantar el tubo y marcar. Dejamos pasar un par de minutos después de las cuatro y me decidí.

No sé que habrá pasado por la cabeza de Hernán en ese tiempo que transcurrió desde el primer contacto, si se habrá arrepentido o apiadado porque en cuanto me volví a comunicar, antes que dijera una palabra más y riéndose con ganas me dijo:

-¡Boludo, es todo un verso! lo inventé todo...

-¡Qué hijo de puta! –dije.

-Lo hice porque quise demostrar que la gente en Mercedes está acostumbrada a leer sin cuestionar y da todo lo que sale en los diarios como una verdad absoluta y bla, bla, bla….

Creo que me despedí y le corté de la vergüenza que me estallaba en las orejas, me sentí un verdadero pelotudo. “Era todo mentira” dije mientras caía abatido sobre el respaldo de la silla. Mi novia, quién estaba al lado mío se ruborizó y yo quise, deseé con toda el alma, que el piso de mi casa se abriera bajo mis pies y me tragara hasta llegar y quemarme en el punto más incandescente del núcleo del globo terráqueo.

-¡Claro! –dijo ella, interrumpiendo mi viaje subterráneo –, ¡hizo lo mismo que Orson Welles!
Tuve ganas de responderle que estaba muy bien que conociera el episodio de Welles con el engaño de la invasión extraterrestre y que eso denotaba que la Escuela de Periodismo estaba dando sus frutos pero lo interesante, lo inteligente, hubiera sido recordarlo en el momento que leía la nota de los túneles. Por supuesto que en lugar de eso, en voz alta, pero más para mí que para ella, y con un tono en el que se adivinaba mezcla de admiración y resentimiento volví a exclamar:

-¡Qué gordo hijo de puta!

Pero la historia lamentablemente no terminó allí. Ya en Rosario, días después de ese fin de semana, mi viejo -que bien podría haber reemplazado con holgura a Michel Douglas en el film Un día de furia-, y que se había enterado del engaño en el que habíamos caído, en una llamada por teléfono me contó que lo fue a buscar a Hernán y que lo cagó puteadas de arriba a abajo. Yo me quise matar, no podía creer semejante cosa, ahora la vergüenza sería eterna. Discutí con mi viejo pero no lo pude hacer entrar en razón: lejos de enojarme con Hernán, yo celebraba su genialidad.

Tiempo después, en otro viaje, me lo encontré a Hernán en unos de esos trámites burocráticos en una dependencia pública. Inmediatamente le pedí disculpas por lo de mi viejo, pero el me dijo que me quedara tranquilo, que era comprensible. A partir de ese día, año 95 quizás, lo perdí de vista. Por suerte, para salud mía.

Fin
Walter Perruolo